Capítulo 5
M: Ghostly Ksses - Such Words.
Bloomington, Indiana; marzo del 2008 (tiempo presente).
Hasta que Enric Andreev no se lo dijo, Lisandro no sabía que el estilo mariposa era su fuerte. Aunque el entrenador personal que Matteo Rocca pagaba años atrás le había enseñado mucho, su capacidad total la había explotado apenas conocer al ruso.
Emergió del agua y esperó su plusmarca. En las gradas había mucha gente, personas a las que nunca había visto. Los vítores no demoraron al leerse su nombre en la casilla con el número uno. Se lamió los labios; sintió las palmas de los otros competidores que le felicitaban, para luego nadar hasta la escalerilla. Por alguna razón, la victoria tenía un regusto amargo. Nadó, muy intranquilo, hacia el filo de la piscina, donde Thomas lo esperaba con una toalla en el brazo.
Lisandro hizo ademán de agarrarse del tubo, pisó uno, dos escalones, hasta que se encontró la palma de Thomas que lo recibía con una sonrisa. Se agarró con fuerza y dejó el agua abajo. Su amigo le extendió la toalla, que él se colgó de un hombro. Tenía que quitarse el gorro primero. No vio sus visores por ningún lado; entonces supo que los había dejado flotando en el agua, como siempre que lo atacaba la ansiedad por ver sus tiempos.
Ver que había ganado de nuevo no lo hacía sentir mejor. Los días que habían pasado todo con Catalina había vuelto a la «normalidad». Lo que quería decir que no se hablaban más que para saludarse. Sin embargo, era capaz de ver que algo extraño seguía allí, creciendo, entre ambos. Quería saber qué era, pero eso significaba hablar con ella y le había quedado más que claro que era lo que menos deseaba la chica.
El portavoz indicó el after para los estudiantes que ya se había vuelto típico en el club tras terminada una competencia, sin importar el deporte que fuese el centro. Lisandro se limitó a recibir los abrazos de su propio equipo, incluso de Dwain, al que su cuerpo repelía involuntariamente. En el fondo, Lis sabía que el joven no tenía culpa alguna de que Catalina hubiese tratado de estar con él, solo para compensar sus miedos, las cosas que nunca podían decirse, las palabras que se les ahogaban cuando intentaban charlar como dos adultos.
Enric se aproximó a él y le susurró al oído un «felicidades» al que se había acostumbrado; el entrenador era un tipo alto, con una calva lustrosa; oriundo de un lugar en Rusia, del cual Lisandro siempre olvidaba el nombre. Había ganado dieciocho medallas olímpicas y lo había incursionado en el estilo de mayor dificultad.
Antes de morir, su abuelo le había hecho prometer que jamás fijaría sus metas en base a lo que alguien más le dijera, que siempre seguiría sus instintos. Enric Andreev decía lo mismo, pero su mente, sus pensamientos ambiguos y sus fantasías amorosas, gritaban que un sueño como aquel no le sabría a nada si lo que más anhelaba le sería negado totalmente.
Un par de chicas se sentaron junto a él en la banca de descanso; también eran miembros del club, solo que por distintos deportes. Lisandro entabló una plática obsoleta con ellas que consistía en suposiciones sobre su futuro. Todo mundo estaba ahí para ver, después de todo, qué tanto le esperaba. A veces sentía que iba por el camino equivocado, y se había llegado a plantear la posibilidad de cambiar de universidad, aunque por aquellos días esta vaga idea resultara una broma de mal gusto que solía hacerse a sí mismo.
Comentó que tal vez iría a la fiesta de esa noche, que si no se sentía muy agotado por allá se lo vería. Thomas fue el más interesado en esta propuesta, ya que sus agendas muy pocas veces les permitían darse un respiro. Enric Andreev los mantenía bajo una rigurosa dieta, que complementaban con horas exactas de sueño, salidas limitadas y nula ingesta alcohol.
—Al menos podrías fingir interés —aludió Thomas, mientras lo esperaba sentado en una banca. Habían entrado en los vestidores minutos después de que Lisandro dejara de hablar (o de al menos intentarlo) con las chicas. Se desnudó frente a los otros como siempre, se colocó una toalla en el hombro y, esbozando una sonrisa, se dirigió hacia las duchas—. También podrías aparentar que no estás en plutón...
Dos compañeros estaban bañándose, incluido Dwain. Lisandro no dijo nada. Giró la perilla de la regadera y se metió debajo del chorro que fluyó casi al instante. Escuchaba las pláticas lejanas, aquellas voces que lo irritaban. Dwain era el tipo de chicos con los que no le gustaba relacionarse; de cierto modo entendía por qué Catalina había salido con él: nadie le preocupaba más que él mismo, así que no era muy difícil adivinar que mientras menos preguntas le hicieran Cati se sentía más cómoda.
Creyó que quizás ese era su problema: poner demasiada importancia a los efectos en el rostro de Catalina. Ahora el recuerdo del primer año de universidad pesaba más, como una tonelada añadida a su cuerpo. La había tratado como todo su coraje se lo permitía; mucho después, cuando comenzó con Dwain, los celos le nublaban la vista, se sentía diminuto en su propia piel, como si todo cuanto hacía le quedase demasiado grande.
—No tienes oportunidad alguna —le oyó decir a otro de los muchachos en la ducha, el que se encontraba junto a Dwain—. Cat es de esas chicas que se pueden tener una vez en la vida...
Lisandro parpadeó rápido, se quitó el exceso de agua en el rostro. Asegurándose de no girar, para que no vieran la atención que ponía a su charla, intentó oír con precisión. El corazón le palpitaba cada vez más rápido, como si tan solo el hecho de creer que Catalina pudiese volver con Dwain le partiera una parte —otra— del corazón, una que le había llevado mucho tiempo restaurar.
Se dijo que no era cosa de su incumbencia; pero le resultó inevitable. Lo sabía. Lisandro sabía que Catalina y él no eran correctos en la misma ecuación, que no estaban en sintonía ni se veía que algún día fueran a estarlo realmente.
—No fue mi idea, sino suya —respondió Dwain, tan alto que pronto Lisandro comprendió la intención que había detrás de sus palabras—, tal vez en navidad se lo pensó mejor.
Deglutió saliva, con el sentimiento de zozobra cayendo a ese espacio vacío de su interior. Ellos acabaron de ducharse y salieron de las regaderas, para dejarlo solo ahí, con sus ideas escrupulosas sobre lo que sentía. No podía evitarlo, había sido siempre de ese modo. Todo en lo que a Catalina se refería le hacía colisionar sus fuerzas y en ciertas ocasiones Lisandro pensaba que mientras más cerca de ella estuviera más lejos tendría sus metas.
Si olvidaba quién era y por qué estaba ahí, Lisandro no tenía nada. Volvía a ser el niño indefenso que una vez había sido su propio verdugo. Se miró las muñecas de las manos, aclarándose que no había ninguna cadena allí, que no estaba atado a lo que sus padres le decían. Sin embargo, le era imposible odiar a quien amaba.
Trató de convencerse de que era lo mejor; dejar de pensar que su futuro, su presente, seguía unido al de Catalina de algún modo imperceptible. Las cadenas en sus manos, la esclavitud de su cuerpo, era imaginaria. Los eslabones los tenía en los resquicios de la memoria. El rencor era terco, persistía, y a Lisandro le dolía la piel al huir de él.
Era su tormento. Catalina no era quien una vez había conocido. Su sonrisa diáfana en los plantíos se había esfumado, solo quedaba un tamo de persona allí, en su figura esbelta, sus ojos marrones y esa cabellera larga de hebras rubias. No era para él y de nuevo tenía que metérselo en la cabeza, a como diera lugar. Respiró profundo, cerrando los ojos al mismo tiempo. Las manos las recargó en el muro que se había salpicado de agua.
Se pasó la palma izquierda por el cabello mojado, cansado. La fatiga le pesó, de pronto, más en las extremidades.
Thomas inhaló de nuevo, revisó su móvil para checar qué hora era. Esa tarde había sido su turno acompañar a Lisandro a la competencia, porque Francesco tenía una práctica mañana temprano y no podía despegarse de la portátil. Vio a Dwain vestirse, con su siempre apariencia de chico malo. Tenía la piel apiñonada, los cabellos rubios; no era tan alto como él, pero sí más que Catalina que medía, supuso, cerca de metro y setenta.
El joven al frente enarcó una ceja, se rio más tarde y Thomas se puso de pie. Podía ver en su rostro la malicia típica en él, como si, de nuevo, hubiera hecho algo adrede. No supo cómo, pero tuvo una resolución casi inmediata. Bajó la vista hacia su celular, sin dejar de imaginar que Lisandro iba a pasar una mala noche y que los días próximos serían difíciles también. Cuando lo sintió a su lado, le miró, lo revisó de pies a cabeza. La toalla la llevaba enredada en la cadera y en la cabeza todavía se le escurrían gotas gruesas de agua.
Oír a Dwain parlotear sobre que esa noche iría a la fiesta del club con Catalina le dio a entender todo. No necesitaba más explicaciones. Inclinó la cabeza hacia adelante de modo que su rostro quedase parcialmente oculto de la mirada del resto. Había en su cabeza un par de probabilidades con respecto a la dichosa fiesta, así que consideró que no era prudente asistir. No si Catalina iba, otra vez, por enésima vez, a restregarle su poco interés a Lisandro.
Chasqueó la lengua contra sus dientes, con la particular reticencia de su cuerpo a mostrarse irritado. Pero era tarde. Lisandro lo observó un momento, sacó de su casillero una camiseta gris y se la metió por encima de la cabeza, sin fuerzas ni ganas de vestirse, con los obstáculos de su propia voluntad a cuestas. Catalina iba a hacer lo mismo que hacía dos años: se involucraría con otro que no era él para huir de lo que los dos sentían.
Lisandro se preguntó si era siempre así de obvio. Imaginó que en el momento en el que Francesco lo supiera se limitaría a decir «te lo dije». Quizá, pensó, sería mejor evitarla por completo. Ignorar que estaba allí. Mas no podía: dejar de escuchar su voz era sacarla por fin de su vida, y recordó aquella vez que su primo le había sugerido que iba a olvidarla.
Llevaba puestos unos pantalones de mezclilla, tenis Vans del mismo color que su camiseta. Y aun así se sentía desnudo. Al fondo, las estridentes voces de sus compañeros le taladraban los miedos, hacían que sus debilidades volvieran. La más grande de todas ellas era, sin duda, Catalina. Por eso, a veces, sentía que podía odiarla. Sentía que en su corazón hacia su persona solo encontraba resquemor, ira tan profunda y oscura como el mismo océano.
—¿Listo? —Thomas lo miró con detenimiento. Lisandro se volvió hacia él y metió en su mochila de gym su ropa sucia y el traje de lycra que había usado esa tarde.
Levantó la maletita para seguir a Thomas hacia la salida, donde se levantaba una rampa de acceso bifurcada en dos caminos; tomaron el primero, el que dirigía hacia la parte trasera del estadio y que conducía directamente a los corredores del campus.
Recorrieron en silencio los primeros tramos del complejo; vieron los dormitorios ajenos de la universidad, los de los estudiantes que no pertenecían al club. En el camino, Thomas alcanzó a visualizar cómo todos parecían llevar una vida más tranquila que ellos, enfocados solamente en sus carreras: supuso que aquel era el precio de la ambición. Aspiró con fuerza al tiempo que se guardaba las manos en los bolsillos del jean, consciente de que la falta de palabras entre él y Lisandro se debía a que ambos estaban en sintonía. Los dos habían previsto exactamente lo mismo.
—Tal vez Francesco tiene razón —musitó por fin Thomas, la voz acallada por el temor que le provocaba esa mera suposición.
—Iniciar una frase con "tal vez Francesco tiene razón" no indica nada bueno —se rio Lisandro, ocultando lo que de verdad sentía en el pecho. Le dedicó una mirada de burla a Thomas, pero éste, por supuesto, no se lo creyó para nada—. ¿Sobre qué?
—Sobre Catalina, qué más —repuso el otro joven—, tal vez ella sí tiene intención de joderte la vida, Lis.
Lisandro asintió; en la garganta ahogó un par de recriminaciones. Pensó que tenía suficiente con que su compañero de cuarto, su primo y mejor amigo, no supiera hacer más que reprender su falta de carácter. Sin embargo, lo que él pensaba de sí mismo en ese momento tenía poco —o nada— que ver con la dignidad. Era muy probable que mereciera ese trato por parte de Cati, que las pocas veces que ella había intentado charlar con él seriamente y en las que él la había ignorado habían acabado por cansarla.
Comprendía bien, pues él también estaba exhausto. Por mucho tiempo, durante su primer año de universidad, le había dejado en claro a Catalina que no necesitaba su compasión, porque él había supuesto que con la muerte de Ilse y de su abuelo eso era lo único que ella sentía para con él. Y lo que codiciaba de ella no era lástima, no era amistad ni eso que era obvio le estaba ofreciendo. No quería ser aquel por el que ella sintiera la necesidad de ayudar.
—No importa —contestó, acicalando la cinta de su maleta a la mano.
En marzo ya comenzaba a hacer calor. Indiana se vestía de colores primaverales con la venida de ésta. Lisandro no quería ver llegar la estación porque indicaba que tenía que volver a Milán, a ver su casa antigua donde todavía se respiraba el aroma de su abuelo. Por los pasillos viejos notaba su ausencia y se sentía más solo que nunca, aun cuando Francesco y sus padres vivían a tan solo un par de calles.
Miró hacia arriba, un cielo despejado cubierto de nubes grisáceas, la transparencia del viento y la noche avecinarse. Respiró hondo y aferró la bolsa con un apretón fuerte de palma, para que el enojo que hervía en su sangre se escabullera antes de llegar a los dormitorios.
—Finjamos que no importa, entonces —dijo Thomas, sonriente—. ¿Y la fiesta?
Lisandro se encogió de hombros, pero supo que no podía negarse a ir. Intentó ver más allá de la rotonda con la fuente con el nacimiento de Venus, donde cinco caminos circundaban la universidad entera. Tomaron el sendero que salía hacia unas arboledas de robles pequeños, más jóvenes que el que adornaba el patio del complejo en el que vivían. Un par de estudiantes yacían sentados sobre el pasto, leyendo, riendo y otros haciendo nada.
La pregunta sobre el after del club era redundante. Por equis o ye motivo siempre terminaban yendo. Después de todo era un pedazo de sus vidas del que no se podían excluir del todo. Charlotte, otra de sus compañeras de natación, le había dicho alguna vez, sin saber exactamente por qué, que no podía esconderse siempre, que esa era la vida que él había escogido vivir y que era demasiado tarde para echarla hacia atrás.
—Habrá que preguntarle a Francesco primero...
—Franco hará lo que tú le digas —indicó Thomas, con sorna.
Lisandro le devolvió el gesto.
—Bueno, me gustaría que cuando le digo "déjame en paz" lo hiciera.
Thomas sabía que ese era el mejor de los puntos. Francesco no solía aceptar nunca que Lisandro le dijera palabras de aquel tipo. Era la persona más terca que él conocía.
—Es porque se preocupa por ti —comentó su amigo, se rascó la nunca. Lisandro y él subieron los peldaños previos a que se avistaran los edificios del club y caminaron más lento, pendientes de sus propios pasos, del sonido del aire cuando mecía las copas de los árboles—. Supongo que debes estar acostumbrado...
—Nunca terminaré de acostumbrarme a Francesco. —Lisandro se remojó los labios con la lengua, clavó la vista en un punto ciego en la lejanía, tal vez en los jardines traseros del Museo Histórico que ya se había quedado atrás—. Creo que después de tanto desconfiar de las personas es normal que no acabe por comprender que los tengo a ustedes ¿no?
Thomas no pudo responder a eso. Se permitió captar la figura de Lisandro mientras se adentraban en el complejo. Cruzaron la verja de entrada que tenía el escudo de armas en grande, y que le pertenecía a uno de los fundadores. La gran muralla frontal que daba la bienvenida estaba del lado opuesto, con su color pulcro que mostraba imponencia y prestigio. El dormitorio cuyo nombre era Brighton los recibió con la misma fachada. Lisandro fue quien empujó la puerta y Thomas quien entró primero.
Al fondo, donde seguía erigido el árbol emblemático, Catalina charlaba con Soledad. Lisandro paseó su mirada por ambas chicas en un breve segundo que le sirvió para contemplarla. Tragó saliva sabiendo que si intentaba hablar con Cati de nuevo, el dolor sería igual de profundo y él tendría que enfrentarlo otra vez.
—La verdad es que creo que de nuevo te estás equivocando —añadió Soledad a una plática que llevaba perdida desde hacía un par de horas. Catalina se sentó con ambas piernas cruzadas en el concreto frío del cajete que rodeaba y protegía el roble del club. Miró la puerta de Brighton por la que Lisandro había entrado minutos antes. Por supuesto, ella sabía que Sol tenía la razón, pero no podía hacer otra cosa—. Además, Dwain te ve solo como...
—Me ve de la misma manera en la que yo lo veo a él —la interrumpió Catalina, más sonrojada y avergonzada que nunca—. Cometí un error al... cometo errores siempre que se trata de Lisandro. Pero por más que quiera y me empeñe en hacerlo no puedo olvidar nada. Él parecía sentir repulsión hacia mí por aquella estupidez. Cuando sepa la verdad sobre por qué no fui a Milán ese verano me va a odiar, Sol. Y no solo a mí.
Soledad le dio un sorbo a su bebida de lata. Admiró la delgadez de Catalina que en ese instante vestía un short de mezclilla y un suéter tejido de lana. Se había colocado unas sandalias y el cabello lo llevaba anudado en un moño sobre la nuca. Era tan bonita; con los ojos sumidos en nostalgia. Por lo pronto, Soledad se había prometido no regañarla como siempre. Después de lo de Lisandro comprendió que lo que los unía era un puente hecho de sentimientos infinitos que jamás entendería hasta que se enamorara de alguien con esa misma intensidad.
Sol había vivido su niñez en Indiana, con padres tan cálidos que apreciaban a Catalina como su segunda hija. Ambas tenían un lazo extraño que no se podía calificar como una simple amistad, ya que le sería un calificativo muy injusto.
Catalina era más que su amiga. Se había convertido en una persona frágil a la que ella siempre tenía deseos de proteger.
—¿Ya sabe que vas a asistir a ese evento en Milán? —inquirió Sol.
La ansiedad y el desespero tiñeron el rostro de Catalina de inmediato. Un par de días atrás su hermano mayor, Axel, se lo había comunicado. Sus padres habían roto casi todas sus relaciones con la familia Rocca, excepto con el padre de Francesco que seguía siendo socio de César Medinaceli en muchos negocios. Saber que iba a encontrarse con ellos allí no había sido conciliador, pero Axel era un hombre recto al que no podía fallarle. No después de todo lo que, por su culpa, había pasado su familia.
—No, por supuesto —respondió, fatigada.
—Bueno, será una gran sorpresa —añadió Soledad, con ironía.
—Sí irás, ¿verdad?
—Claro —le dijo, una sonrisa dibujada en los labios—, no me lo perdería por nada. Y dime, cambiando de tema, ¿cómo se lo lleva Axel?
Catalina suspiró. Pensar en lo egoísta que era a veces no le gustaba. No obstante, no conseguía mantenerse en contacto con sus hermanos por una u otra razón; se olvidaba de los problemas en su familia, de las calamidades que prorrumpían en las vidas de Axel y César, e incluso de Elizabeth, su hermana menor, que casi golpeaba los veinte años.
Sus padres eran únicos, pero Cati sabía lo mucho que sufrían a su causa. Axel era padre soltero de una hija de cuatro años, que Catalina adoraba con el alma. Se pasó la mano por el fleco que llevaba suelto del frente, recordando que aunque no pudiera nunca resolver las cosas con Lis su familia la necesitaba, dándole una única verdadera razón para seguir existiendo y soportando lo que la atormentaba a diario.
—Es fuerte —se limitó a decir, miraba el piso con detenimiento—, su amor por Ale es algo que todavía no entiendo.
La tristeza empañó sus pupilas; Soledad le palmeó la espalda y se irguió del cajete, para solicitarle que fueran a cenar algo. Había un par de expectaciones danzando en su cabeza: primero estaba la fiesta de esa noche, a la que Cat había aceptado ir con Dwain, con las intenciones que a Sol se le antojaban estúpidas. Y luego esa gala a finales de mes, en la que las familias de ambos estarían de nuevo juntas, lo que ponía a Catalina en una situación de reproche contra sí misma todavía peor que las anteriores.
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