Capítulo 4
M: XOV - Boys don't cry.
Milán, Italia. Julio del 2000.
En el agua, Lisandro sentía que podía volar. A veces intentaba decirle a Francesco cómo flotar sin que le doliera el pecho, pero últimamente él había estado consiguiendo hacerlo por sí solo. Veía la determinación en sus ojos, el orgullo y el anhelo aflorando de sus mejillas como si fuera una imposición obligatoria, una regla más en su vida.
Ilse, hermana mayor de Franco, nadaba junto a él, el cabello negruzco anudado en una coleta que estaba medio deshecha por el movimiento del agua. Cuando la veía, Lisandro solo podía pensar en las promesas rotas; lograba ver los fragmentos de su corazón. El nombre de Catalina era un recordatorio de que su madre estaba en lo correcto: su destino era ser infeliz.
Entró a la piscina y nadó de orilla a orilla. De regreso, Ilse se colgó de su cuello, con energía: era demasiado delgada, tenía las costillas remarcadas en la parte alta del estómago. A Lisandro le parecía que su prima estaba en problemas siempre, pero Francesco decía que era por la enfermedad. Lo cierto era que no sabía por qué a ella le gustaba vomitar la comida. En la escuela les decían que aquello se llamaba bulimia, que podía llevar a la muerte y que era considerada una afección grave.
Por supuesto, Ilse nunca lo aceptaba. Cuando se lo habían contado a sus padres, la habían llevado al médico, pero de todos modos ella continuaba haciéndolo. Alguna vez la habían amenazado con internarla en un sanatorio. Tampoco importaba, sin embargo; guardaba secretos que al mismo tiempo obligaba a que Lis y Fran guardasen. Como su relación subrepticia con Vittorio.
Vittorio era otro tema más que a Lisandro no le gustaba tocar. Sabía que Ilse se había enamorado de él, sabía que sus padres no aceptaban ese tipo de relaciones ya, aunque en la historia de su familia hubiera habido tantos arreglos similares entre primos. Ahora los consideraban incestuosos y repugnantes. Lisandro y Vittorio lo sabían, pero al segundo nunca le había importado que las reglas estuvieran hechas para todos.
Ilse subió la escalerilla, tras haberse alejado de Lisandro. Tenía puesto un traje de baño negro. Hacía mucho calor y los vientos septentrionales funcionaban como un ventilador que traía consigo el perfume de la lavanda en los senderos púrpuras, que se extendían hasta donde se ocultaba el horizonte.
Miró, desde su posición en el interior de la piscina, las piernas flacuchas de Ilse, mientras ésta bebía con una pajilla su refresco servido en un vaso de plástico. Sintió la mano de Francesco asirse de su hombro.
—Le diré a mis padres otra vez —le susurró junto al oído.
Ilse ni siquiera les prestó atención. Parecía concentrada en ver el camino extendido frente a ellos.
—Se va a enojar —musitó, se sumergió en el agua un poco. Una oleada de viento le acarició el rostro. Francesco engurruñó la nariz y estornudó—, mejor pregúntale. Si sabe que...
—Lis, mírala. —Francesco lo observó unos segundos, había en los ojos de su primo miedo, lo sabía vulnerable en ese instante, así que prefirió no seguir con la charla. Al final de las cuentas de nada serviría.
Ilse Rocca solía hacer su voluntad. Por lo general, ellos se enteraban de sus cosas accidentalmente. No era su costumbre escuchar consejos y casi siempre decía que, aquellas enfermedades, eran producto de la imaginación de sus padres. Conforme pasaban los días y la entrada al liceo se acercaba, Lisandro se hacía más consciente de que Catalina no iba a cumplir su promesa. Creyó que era su culpa, que tal vez no sentía lo mismo y que la había presionado.
Se vio a sí mismo, entre el sendero púrpura, tomando su mano y robándole el primer beso; uno al que Catalina apenas y había respondido. No obstante, un repiqueteo en su cabeza lo hacía repetir el momento una y otra vez.
Ilse volvió a entrar en la piscina. Lisandro intentó sonreír cuando le pidió que regresara a la tierra. Aunque sí estaba allí, él sabía dónde se encontraba su pensamiento, dónde se había quedado el ímpetu por ingresar al colegio.
No podía entender qué cosa había hecho mal. Al principio, Lisandro había pensado que sí conocía a Cati, que sus tardes juntos, sus prácticas e incluso sus riñas, eran producto de la profundidad en sus palabras. Se dirigió hacia el borde de la alberca con la intención de irse. De pronto las ganas de hablar con su abuelo lo invadieron.
Impulsado por sus dos brazos, Lisandro dejó abajo el agua. Los primos, a sus espaldas, le observaron, pero no preguntaron nada. Le habían visto la cara, y no tenían ganas de hacerlo enojar con preguntar qué le estaba molestando. Fue Ilse quien rompió el silencio, haciendo mención de que no podían meterse entre él y Cati, que ya eran lo suficientemente grandecitos como para que ellos opinaran algo.
Además, pensó Ilse, Lisandro era demasiado orgulloso como para decirle algo en concreto respecto del rechazo de Catalina, que era más que evidente para ellos. Sobre todo porque cuando se tocaba ese tema, Lis se cerraba.
—Tal vez Catalina sepa... —sugirió Francesco.
—Catalina no es una interesada, Frankie —lo reprendió su hermana, nadaba hacia él en total parsimonia—, y sus padres no son ese tipo de personas.
Ojalá él pudiera pensar del mismo modo. Sin embargo, ver cómo Cati se negaba a responderle, cómo ni siquiera se molestaba en explicar por qué no iría, llevó a Franco a estar frente a una resolución que dolía; tal vez no era él el indicado para decirlo, pero el que Lisandro nunca tuviera el apoyo de sus padres era un impedimento en sus relaciones. Ambos habían aprendido un deporte casi solos, hasta que el abuelo Rocca les había pagado un entrenador personal.
Aquel verano Lisandro parecía más decidido que nunca de ir a con el abuelo, dejar esa casa atrás para iniciar la marcha hacia su sueño. Solo que la única diferencia en sus planes, era que Catalina se había excluido a sí misma. Con el rechazo, Francesco pensaba que nunca había visto a Lisandro más al borde de las lágrimas, de creerle a su madre con sus falacias. Y eso era lo que se veía obligado a impedir, tenía que hacerle ver a Lis que no era lo que aquella mujer decía, que si se esforzaba, como lo había hecho él, bien podría conseguir sus deseos: con o sin Catalina.
—Ya se le pasará —añadió Ilse—, Lis es fuerte, sabrá llevarlo.
El interior de Púrpura parecía de ensueño, un sitio adornado con toques minimalistas; las paredes de estuco resaltaban con sus colores perla, los muebles necesarios y las luces indicadas en los rincones. Lisandro admiró los muros, los cuadros y las fotografías. Cada parte de la casa significaba algo para él, aunque no se lo contara a nadie (porque gran parte de sus sentimientos permanecían intactos en su interior que ahora quería proteger a toda costa).
—¿Ya terminaron? —Su padre era un hombre extraño, que nunca estaba en casa y cuando estaba solía comentarle a Lisandro que había problemas financieros en la familia. A sus quince años, entendía muy poco sobre el dinero, sobre lo que este le provocaba a la gente, pero las reacciones de su madre y la imposición por querer arreglar sus matrimonios le resultaba un gesto repugnante, una manera infernal de tratarlos como objetos. Le dijo que sí a su padre con la cabeza y se enredó la toalla en la cadera, encima de sus shorts—. Hijo —Eliseo levantó la vista hacia él, dejó de hojear la revista que leía y lo miró con un raro dejo de dolor en los ojos—, ¿estás seguro sobre...?
Por supuesto que no lo estaba. Tenía miedo de que las cosas no salieran como él se empeñaba en creer. Y su padre nunca era tan insistente como para preocuparse por lo que sintiera.
—Sí —mintió, pues eso era lo único que sabía hacer cuando se sentía acorralado—. El abuelo dijo que si entreno todos los días conseguiré el lugar en...
—No entiendo por qué tan lejos, ¿en Milán no hay nadie que se encargue de eso?
Lisandro suspiró, dejó caer los hombros por el peso que se cernía sobre ellos. Eliseo no se percató de esto, pero sí enarcó una ceja para demostrar que quería una respuesta, una correcta como de costumbre.
—Enric Andreev está en Bloomington, quiero seguir sus pasos, padre —le dijo.
En parte, era cierto. El único que conocía la verdad para que él se fuera tan lejos luego de su preparación en el liceo era su abuelo, Francesco y, pese a que no importaba mucho ya, Catalina. Pero lo que no iba a decirle a su padre era que irse al otro lado del mundo era un método más para protegerse; era todo lo que podía hacer para no odiarlos, para no echarles en cara que lo trataran como basura, como si no fuera su propio hijo.
Eliseo miró hacia un lado, le sacó la punta a una pluma plateada. A Lis le molestaba que comenzara con sus preguntas, porque, gracias a sus ausencias, sabía que no les interesaba nada que tuviera que ver con sus pasiones; un padre normal hubiera notado que a su hijo menor le habían roto el corazón por primera vez, habría percibido que Catalina no había vuelto esas vacaciones, luego de la navidad en la que ella había prometido responder si quería o no ser su novia. Por supuesto, él no era Vittorio y no merecía a alguien como Cati, eso era lo que iba a decirle su padre.
Cuando Catalina no respondió sus llamadas, Lisandro juró que hubiera bastado con que ella dijese que no se sentía igual, que no era su tipo o cualquier otra excusa, pero ni eso. Ni siquiera se había molestado en llamarlo y ahora sus hermanos le habían prohibido que la buscara. Estaba decidido a obedecer la exigencia de Axel y a colocarse a salvo. No le quedaba de otra que seguir adelante. Francesco decía que había muchas mujeres más. Ilse decía que con lo ocupado que iba a estar al comenzar el verdadero entrenamiento iba a olvidar. Y pensó en creerlo, pensó en tener fe en que la herida que sangraba en esos instantes y que amenazaba su integridad, sanaría.
Su padre se irguió del asiento, se acercó a él y le colocó la mano sobre el hombro, con una fuerza que no era necesaria.
—Sigue sin importarte lo que pensemos, ¿cierto?
Lisandro se mantuvo callado. Quería responderle, pero jamás le había faltado, ni a él ni a su madre, al respeto. Se limitó a tragar saliva, a dejar que se le escurriera el valor y se lo anidara en lo profundo del alma junto con el dolor causado todos esos años. Parpadeó un par de veces. El apretón se intensificó, por lo que su corazón comenzó a latir con más fuerza. Se sentía iracundo, a punto de que sus energías colapsasen.
—Escucha, hijo —lo increpó su padre—, el que vivas con mi padre no cambiará las cosas. Vitto es el primogénito, ¿entiendes?
Asintió. No hacía ninguna falta que se lo recordara. Él había nacido en segundo y tenía que respetar eso, mantener una postura, según sus padres, humilde. Alguna vez había oído que Eliseo hablaba sobre la herencia de Matteo Rocca, misma que a él no le interesaba. Decía que era la única forma en la que ellos saldrían de sus problemas.
Lisandro fantaseaba al creer que no pertenecía a esa familia, que sus padres, seguramente, le habían adoptado. Pero con uno de los primeros accidentes de su hermano había donado un poco de su sangre. Le gustaba imaginar que en algún mundo paralelo todo lo que vivía a diario tenía una razón de ser. Poco a poco había aprendido que si ignoraba los golpes, que si se resistía, estos cada vez se harían menos importantes, aunque siguieran doliendo.
—Mientras estés con padre dile lo que tú sabes sobre Vittorio —continuó su padre, le soltó el hombro y Lisandro pudo mirarlo de vuelta—, es buen estudiante, sabe cumplir con sus obligaciones.
Matteo no iba a creerle, pero él haría lo que su padre le estaba ordenando. Le diría a su abuelo, para que siguiera considerando a Vittorio como heredero, que se esforzaba en el colegio, que no era de los más revoltosos y que su madre no pagaba gran cantidad de dinero con el fin de eliminar los chismes que se corrían en su favor. Era su obligación mantener el nombre de la familia limpio, y su abuelo defendía esa creencia a capa y espada.
Sin importar que Matteo lo conociera perfectamente, Lisandro mentiría para que su padre estuviera contento con él. Pero Matteo Rocca sabía muy bien quiénes eran sus nietos y el lugar que le correspondía a cada uno. Lisandro siempre había sido su consentido, siempre se habían sentido como el padre y el hijo que ninguno tenían. A Lisandro le importaban mucho sus metas, y como sus padres no se mostraban interesados en ello, Matteo se había impuesto la responsabilidad de ayudarlo.
Eliseo le palmeó el hombro, como queriendo reconfortarlo. Había ocasiones en las que Lis añoraba preguntarle si al menos recordaba su nombre. Lo veía a los ojos como si fuera un desconocido, como si no hubieran sido sus espermas los que lo habían engendrado. Era cierto que él y Vittorio no se parecían mucho, Lisandro tenía el color de piel como su abuela fallecida, el color de cabello y ojos de su abuelo. Vittorio, en cambio, era tan rubio como su madre; los ojos azules casi cristalinos. Pero sus modales daban, según su abuelo, sus tíos y otras personas de su círculo, vergüenza.
Caminó más lento de lo normal hacia su cuarto, donde ya lo esperaban sus maletas. Miró en derredor y aspiró profundo. La ventana, como siempre, seguía abierta. En los pulmones había ese oxígeno tan puro, el que solo la mansión poseía e iba a renunciar a ello. Un día había leído que el odio corrompía corazones, hasta no dejar más que vestigios de emociones humanas; Lisandro sabía que como se sentía allí mismo, pronto aprendería a odiar a todos. Aprendería a echar culpas, a maldecir personas. Aprendería que la ausencia de Catalina significaba que su madre y padre tenían siempre razón.
Se secó el cabello. Evitó mirarse en el espejo. No quería encontrarse con su reflejo porque en ellos podía observar los ojos castaños de Catalina, la mirada infantil y soñadora. Quería entender, de verdad, quería preguntarle por qué. Tal vez besarla había sido su error. Tal vez decirle que estaba enclaustrado en su amor y que añoraba nunca separarse de ella había sido el detonante para que terminara por alejarse.
Quizá Cati se había dado cuenta de que sus padres decían lo correcto: no era igual que Vittorio, no se comportaba como él y sus ambiciones resultaban mediocres. A Lisandro le habían dicho que los hombres no lloraban, pero allí, a solas, se permitió sufrir. Permitió que el agua surcara sus mejillas, que se deslizaran hacia su mentón lampiño y que se escurrieran por su cuello.
Asió las palmas a la madera de la cómoda que estaba utilizando como soporte. Se dio por vencido en una cosa, aunque no estaba acostumbrado a claudicar. El entrenador nuevo le había dicho que el amor no era para un niño, ni para un adolescente como él. Ese hombre decía que no podía juntar dos metas si ni una estaban cumplidas. Lo indicado era empezar por la más sencilla y considerar a Catalina como un imposible y darse por vencido como ella resultaba lo más sano para sí mismo.
En ese instante la puerta se abrió.
—Cuando me dijiste que tú y Cati intentarían ser novios en serio pensé dos cosas. —La vocecilla de Francesco se filtró entre sus ideas. Lisandro emitió un gemido, se limpió las lágrimas con la toalla y miró a la cara a su primo—: La primera era que no habría vuelta atrás. Pensé que seguro iban a ser novios hasta los veintiuno y luego se casarían.
Lisandro no pudo contener la risa. Francesco estaba recargado a su lado, los brazos cruzados sobre el pecho, no lo miraba a los ojos, sino hacia la puerta-ventana que daba vista a los jardines en Púrpura. De alguna manera rara siempre conseguía controlarse cuando estaba con su primo, conseguía ver la realidad sin que doliera del todo. Apretó las manos con más fuerza en la madera, respiró profundo, deseando que las ganas de romper algo se fueran.
—¿Y la segunda? —preguntó.
—Pensé que si algo salía mal de eso tú no te pondrías a llorar como un niño pequeño, porque eres valiente y fuerte, tal vez más que nadie que yo haya visto antes. Confío en que si Catalina no cumplió lo que acordaron no dejarás tus luchas por ella, Lisandro.
Era muy común que Lisandro se quedara sin palabras cuando Francesco lo sermoneaba. Conforme iban creciendo, ambos se habían percatado de que eran muy diferentes, de que no eran capaces de llevarse del todo bien, pero que se necesitaban. Se querían y se necesitaban.
—Mamá me dijo que cuando pierdes a alguien lo primero que olvidas es su voz —le dijo Francesco, al tanto de que Lisandro seguía absorto en sus pensamientos—, también dijo que si eso nunca sucede, significa que esa persona jamás se irá.
Cómo deseaba poder borrar de su mente aquella voz agudita.
Resolvió que ya tenía su segunda meta; al oír a Francesco se le encendió una esperanza en el pecho. Se creyó joven y se prometió que no dejaría de nadar, que se esforzaría como Francesco decía. Y él sabría que cuando la voz de sus padres con sus insultos, con sus reproches, y la de Catalina con sus mentiras, con las promesas falsas de siempre estar ahí, un día se irían.
Un día miraría hacia atrás y sabría que forjar sus sueños como se hacía con el hierro, había valido la pena. Por lo pronto, fingir que nada dolía era lo indicado. Delante de sí se bifurcaban un par de caminos, direcciones por las que necesitaba decidirse. Contempló una idea vaga que resonaba en su cabeza: a lo mejor lo de Catalina se le iba a pasar porque la ilusión neófita se va, el amor platónico se extingue y las enmendaduras del corazón desaparecen.
Le esperaba una vida de caídas, una vida en la que ni Catalina ni sus padres tenían ya lugar.
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