Capítulo 30
M: Sleeping Wolf - The wreck of our hearts.
Si era Lisandro, hacer el amor tenía no solo un significado; el concepto cambiaba, se deformaba y luego caía en lo que era un hilo de caricias delicadas, como todo cuanto resplandecía en él. Sus manos le apretaban los dedos con fuerza, mientras Catalina respiraba el aroma fresco de su cuello, que se fundía con el olor que desprendía su cabello, húmedo en la nunca por el sudor del ejercicio en el sexo.
Estar debajo de él era como... como una espiral sin término, o que al menos Cati no quería que terminara nunca. En ese mismo momento, su clímax se notaba lejano, y los movimientos que hacía en su interior, la transportaban al recuerdo de todas las veces en las que lo había deseado, y en las que se había quedado despierta luego de verlo emerger en el agua.
Tenían más que las memorias enredadas en las piernas, donde la altura quedaba mitigada y las sábanas de la cama de Cat los había obligado a compartir la respiración, el frenesí y los choques de placer que se le formaban en la cadera y se esparcían por la extensión entera de su vértebra. Era como romperse, su empuje dentro y fuera, que era suave, tierno y al tiempo determinado, con furia; sus pedazos de cordura los había dejado en el pecho de él, que le presionaba de vez en cuando los senos, ligeramente abultados y rígidos por la excitación que ya no podía controlar.
La plenitud le llegó como un terremoto en la pelvis, y se hundió con Lisandro en un golpe de frustración.
Él le susurró al oído que la amaba, justo cuando Cat había podido rozar el cielo con las yemas de los dedos. Tembló debajo de su respiración, mientras Lis se sacudía hasta llegar junto a ella. Se miraron a los ojos, y se amaron allí, en silencio, entre el frío, entre las moléculas del aire y el aroma del verano que se vertía a través de la ventana, desde las ramas del roble emblemático.
Cat le pasó una mano por el mentón, y le acarició los labios. Lo vio que cerraba los ojos y se movía hacia un lado para no aplastarla. Estaba muda, excitada, e hipnotizada por la imagen de él, totalmente desnudo. Él, abiertamente de ella. Él, que la amaba y que había detenido el tiempo hasta que pudieran encontrarse, sin veranos impidiendo que sus corazones volvieran a formar uno solo... como toda la vida.
Un dedo de Lisandro trazó un camino desde sus senos, pasando por las cimas rosadas, hasta la naricita de Cati, que se encontraba sumergida en un lago hecho de sensaciones; tenía el corazón repleto de él, de la esencia que lo acompañaba, de la fragilidad que a veces se rompía. Muchos años atrás, esa misma imagen infinita, se parecía únicamente a los sueños más eróticos de ellos, en una cama, o en el agua: las fantasías que Catalina había tenido con él no se acercaban en lo más mínimo a lo que le palpitaba en todo el cuerpo.
—¿Te hice daño? —le preguntó Lis.
Era consciente de que en momentos se había excedido: pero era incontrolable. Ella, toda ella era un delirio. Su delirio. El delirio que había disfrutado por completo poseer, aunque fuera por un breve instante.
Lisandro se fijó en la oscuridad de la habitación, que los rodeaba como si estuviera vigilando cómo se había consumado...
—Hueles a lavanda —dijo, al tiempo que hundía la nariz en su cabello, contra la almohada, y se repantigaba para apretarla más a sí mismo: no quería que amaneciera ni que la noche terminara; se moría por comenzar de nuevo, por... amarla más.
La verdad era que lo que Lisandro olía en ella era aquel aroma que tenía grabado en la cabeza; entonces recordó que una vez, muchos años atrás, cuando Cati no había vuelto para el verano (y tampoco lo haría siete veranos después), que Franco le había dicho que si olvidaba su voz las cosas iban a dejar de doler; por eso concluyó, mientras le besaba la piel del cuello, de la línea en el mentón, y de la barbilla, que nunca había olvidado cómo sonaban las promesas en la voz de Catalina.
Su alma era el mismo dibujo que el de ella, un trozo de tiempo plasmado con sangre, que perduraría... Alguien los había hecho en el mismo molde, con la misma intensidad de sentimientos, como para que no pudieran vivir separados.
La amaba tanto, que las punzadas de dolor eran cada vez más intensas, y se convertían en miradas al futuro, en preguntas...
—¿Qué sería de mí, sin ti?
Catalina, luego de tener los ojos cerrados, se volvió hacia él.
Sus ojitos eran una ventana de posibilidades y de sueños: Matteo siempre había estado equivocado en una cosa. La meta de Lisandro no tenía sabor si ella se iba de su vida. Su meta más grande era ella, que lo observaba como si fuera una especie de animal en peligro de extinción.
—¿Qué sería de mí, sin ti? —respondió ella.
La besó despacito, y se le resbalaron de la cabeza los miedos, los años antaño, el remordimiento por haberla dañado y la incertidumbre de saberse vacío. Porque cierto era que ya no estaba ni vacío ni sin ella.
Con Catalina se arreglaban muchas cosas en su vida, pero había sido la decisión de avanzar la que lo tenía allí... muriéndose de amor por ella.
—¿Te quedas conmigo? —le preguntó Cat.
Lisandro se limitó a asentir. La volvió a besar y se abrazaron de modo que él la sujetaba contra su pecho, sus piernas enlazadas. No tenía sueño, pero sí quería cerrar los ojos y saber lo que se sentía despertar a su lado. Tenía ganas de imaginar que la escuela había terminado y que era dueño de sus decisiones.
También tenía ganas de dedicarse a ella como todo ese tiempo no lo había hecho.
En el corazón, a Catalina le palpitaba el terror de tener conciencia acerca del sobre que Axel le había dejado. Abrazada a él, escondida en su agarre, y en las sábanas, se dijo que no quería arruinar el momento, aunque una parte de su mente le decía que debía confiar un poco en su padre.
Se quedó en silencio escuchando la melodía que emitía la respiración de Lis, hasta que él comenzó a contarle lo que la terapeuta le había dicho: sobre que iban a disminuir las sesiones. Fue allí que Cat lo vio más relajado, como si no hubiera cruz ni yelmo de castigo, o como si ya hubiera aceptado que no podía cambiar el pasado, y que sí podía forjarse un futuro.
—Franco dice que su padre vendrá —comentó Cati.
Lisandro tenía la cabeza recargada sobre el pecho de Catalina, y ella le peinaba el cabello hacia un lado y otro. Se habían movido de posición varias veces, mientras hablaban de todo y de nada, de cualquier cosa.
La garganta de Lis se contrajo; todos esos meses, su primo se había negado a charlar por un segundo tan solo, con su padre, que llamaba a Lisandro con frecuencia para ver cómo iban sus terapias.
Una vez, en agosto, le había contado que su padre había recibido una golpiza en la prisión. Pero a Lisandro no le dolía su sufrimiento, le dolía que nunca tomara el teléfono si le llamaba al reclusorio. También le dolía saber que a Eliseo no le importaba que a pesar de todo, para él seguía siendo su padre.
Matteo Rocca le había criado, mas estar al tanto de su verdadero ser, a Lisandro le provocaba repulsión.
Había insistido con Francesco para que le respondiera las llamadas, pero era tan terco que por esos días Lis ya prefería quedarse callado, confiando que no pasaría mucho hasta que su primo consiguiera dejar los recelos lejos de sí.
Lisandro estaba cansadísimo de odiar a la gente; y a veces pensaba que sí, que merecían ser odiados, pero algo en su cabeza le sugirió que las facturas no las iba a cobrar él, sino la misma vida. Así como le había retribuido tanto dolor, tanta espera y tanta miseria a lo largo de los años.
—Ya no sé qué decirle —le espetó, la voz adormilada—, no quiero que se enoje conmigo.
—Igual y deberías decirle que lo entiendes —masculló Cat, acurrucándose más contra él—, no debe ser fácil mirarte a la cara sabiendo...
—A mí no me importa nada de eso, Cat —musitó Lis, interrumpiéndola—. El culpable es el que jala el gatillo, no los espectadores.
Catalina suspiró.
Él la miró a los ojos...
—¿Yo fui espectador? —preguntó.
—Tú fuiste... Púrpura —sonrió—. Todo lo que hacía era recordar cómo te había robado aquel beso... y entonces era feliz.
—¿Eres feliz ahora? —insistió Cat.
Lisandro se removió en el colchón, puso la mano izquierda detrás de la cabeza y observó el techo, que le sonreía, mezclándose con la oscuridad y con el frío.
—No sé —murmuró. La miró de soslayo—. ¿Tú sí?
Ahora fue Cat quien puso el mentón en el pecho de Lis, que respiró profundo al sentir cómo sus pieles desnudas se frotaban. Ella se estremeció al ver que el cuerpo de Lisandro respondía con facilidad. Tuvo que treparse encima de él para besarlo de nuevo. La desnudez de ambos les exigía que no perdieran tiempo.
Sus labios cálidos se humedecieron con los de ella. Lisandro empujó su lengua en el interior de su boca, y Catalina gimió, avergonzada, tras sentir que él arqueaba la espalda y levantaba las manos para tirar de su cintura.
—Soy muy, muy feliz —dijo, contra sus labios.
Sentados en la cama, ella a horcajadas sobre él, deslizaron sus manos a través de las extremidades dispuestas...
—Ahí está tu respuesta, entonces —le comentó Lis.
Catalina sonrió.
Si era Lisandro, hacer el amor no era simplemente penetrar y llegar a cierto punto, sino que era hundirse, degustar, poseer... era tocar el alma y ver que se habían pertenecido siempre. Y que lo harían para toda la vida.
*
Lisandro se estaba poniendo la playera cuando vio que Cat se quedaba de pie, contra el mueble de su ropa, empuñando un sobre amarillo. Lo miraba como si tuviera algo grave que decirle: lo sabía por la expresión cansina de sus ojos, muy poco regular en ella desde hacía tiempo.
Tras meterse la prenda por encima de la cabeza, se relamió los labios y se acercó a ella.
—Axel me dejó esto —Le extendió el sobre.
Él vaciló antes de tomarlo; las letras rezaban el nombre de Alameda. El membrete no era otro sino el escudo de armas de Alcalá, que Lisandro conocía por ser el que cubría el orgullo de los Medinaceli.
Lo que sabía Lisandro de la libertad era esto: que a ciencia cierta no existe, que es una manera de catalogar muchas emociones. Él, por ejemplo, no se sentía libre del yugo de su familia, sino que ya no le afectaba; así nada más. Sin una complicación. Había decidido regir su vida por convicciones, no por recuerdos dolorosos.
Había decidido ir a una terapia, hablar de lo que tenía en la cabeza; había decidido seguir enamorado de Cat.
Había decidido que no podía olvidar a su madre, ni la manera en la que había muerto, ni a Vittorio, ni el hecho de que no le respondiera ni las llamadas ni las notas que se había permitido mandarle. Había, también, comprendido que si no miraba al frente se iba a hundir en algo que ya no era tangible: el tiempo muerto.
No podía volver y no podía reparar lo que el tiempo muerto se había tragado.
El sobre pesaba como un yunque hecho de posibilidades. No supo si porque era del padre de Catalina o porque tenía miedo de lo que esa misma idea pudiera significar.
—¿Qué es? —quiso saber.
Catalina se encogió de hombros...
—Tal vez quiere que le pida permiso oficialmente —Esbozó una sonrisa. Catalina se sonrojó con el comentario, y prefirió darle un poco de espacio, así que se movió hasta el espejo e hizo como que se arreglaba el cabello—. Normalmente, ¿el Marqués envía este tipo de misivas?
A través del reflejo, Cat negó con la cabeza.
Esto era lo que Cat sabía de la felicidad: existe. Si se busca, existe. A veces, luego de haber tirado el frasco de píldoras de César a la basura, Catalina se preguntaba si de no haber ingresado en la UBI ellos se hubieran encontrado de todas maneras. Se planteó la idea de verlo en las competencias profesionales de natación, se arguyó el pensamiento de mirarlo en las olimpiadas.
De una u otra forma estaba segura de que el destino los hubiera reunido otra vez.
La felicidad tenía ojos grises... tenía piel de porcelana y labios rosaditos. Se llamaba Lisandro y era suyo por completo.
Él se le aproximó con un papel extendido. Era una hoja tamaño oficio, con un dobladillo institucional que Catalina había visto una vez entre los documentos de su madre. Se giró en los talones, mirándolo, confundida por no poder entender por qué Lis la miraba como si hubiera hecho algo terrible.
—¿Tú tienes que ver en esto? —inquirió Lis.
Su voz era un suspiro, algo que estaba a punto de extinguirse, como si quisiera romper en llanto.
Cat hizo ademán de agarrar el papel, pero tuvo miedo; por un momento, su felicidad se ensombreció, se escondió en un recoveco de su mente y no la dejó entrar. Pero luego cerró los ojos, aspiró profundo y le lanzó aquella mirada de amor... la mirada de alguien que recapacita porque recuerda quién es.
Le dio los papeles.
Catalina lo leyó de un atisbo, buscando la información necesaria.
Lo que ambos sabían acerca del pasado era esto: existe. Pero no podía tocarlos. El pasado existía de la misma forma que un sentimiento, como una cosa inerte que hasta que no se toma en cuenta es capaz de tener un nombre. Como el viento, cuya brisa matutina es capaz de volver a la vida a un muerto. El pasado existía como un relámpago, que truena, provoca un estertor en toda la cúpula celeste, a veces en la tierra, y luego se va. Se va para no volver a menos que le tomes una fotografía y decidas quedarte, detenido, suspendido, mirándolo.
Eso era el pasado lleno de recuerdos: eran memorias, fotografías, nombres de personas, agua y miles de olores.
En el caso de Lisandro, ya no recordaba cómo odiar.
En el caso de Cat, ya no recordaba cómo no luchar.
Él suspiró. Ella parpadeó, atónita. Entonces él supo que no, que Cat no tenía la menor idea de lo que rezaba aquel documento.
—No puedo aceptarlo —dijo Lis.
Catalina entendía, de hecho, sabía perfectamente que él no iba a aceptar... Agarró con fuerza el sobre y del interior extrajo una nota; sonrió al ver que el texto allí estaba escrito de manera atropellada con la caligrafía delgada y elegante de César Medinaceli, padre. Se lo imaginó, agarrando un trozo de hoja de su escritorio, que normalmente estaba hecho un caos, y escribiendo a las apuradas algo con lo que seguro Lisandro entendería el motivo del regalo.
Leyó la nota con el cariño por el hombre que la había engendrado rumiando su conciencia. Se la dio a Lisandro y esperó. Los ojos de él se movieron por la única línea en la hojita. Él meneó la cabeza, las lágrimas a punto de desbordarse por sus párpados.
Le dio la espalda y caminó hasta la cama, con los pulmones hechos un puño.
—Creo que es irrevocable —señaló Cat, dejándose caer a su lado.
Lisandro miraba al vacío, perdido en la confusión de no poder entender; aunque sí, entendía.
En aquel verano, el padre de Catalina había retirado todo su apoyo a las inversiones con los Rocca; lo que había llevado a Púrpura a una cadena de entorpecimiento. Su padre y su madre nunca habían sabido manejar nada en el sitio, y sin la ayuda del señor Medinaceli, había sido cuestión de tiempo caer en la ruina total.
El documento no solo remontaba a Lisandro a un pasado en específico, sino que... le recordó que nunca era tarde para enmendar los errores. El pasado sí existe, y tenía la prueba entre las manos: porque Cat le había regresado los papales.
Ni aun leyéndolos otra, y otra vez, entendía mejor los eventos que lo habían llevado hasta allí. Sin embargo, que Catalina se recargara contra él en el hombro y le acariciara el codo con una mano, lo devolvió a su realidad.
—Es que... —susurró—. No entiendo...
—Ni lo intentes —se rio Cat—. Esa es solo una habilidad que tiene mi madre. Y Axel, quizá. De allí en fuera, jamás nadie ha entendido nunca al Marqués.
Daban las siete por la mañana; a las siete y cuarenta, Catalina tenía práctica de relevos. Iba a ver a Franco en ella y pensó en charlar con él acerca de Romualdo. Iba a confesarle muchas cosas que él ignoraba sobre el verano; se dijo que tal vez así la carga en sus hombros disminuiría un poco.
Solo un poco.
A las siete y cuarenta, Lisandro tenía que ir con Thomas a visitar a sus padres; les iba a anunciar que al término de la universidad no iría a las olimpiadas; no era eso lo que quería hacer. Conseguiría un trabajo en arquitectura, iba a buscar a una mujer que fuera capaz de detener su tiempo y devolverle cosas que parecen irrecuperables, como la dignidad y la sonrisa. Y era todo.
Hasta allí llegaba su ambición.
—Esto no te ata a mí —musitó Cat, armándose de valor para decir aquello—. No pienses que...
—No digas tonterías —la interrumpió él—. Solo... no lo digas.
Dobló los documentos como si fueran una flor delicada y los guardó de nuevo en el sobre, que acarició con el temor de romperlo, o de saber que estaba soñando.
Quizá sí, estaba soñando. Pero todo mundo sabía cuánto había soportado y luchado por soñar así...
—Bien —dijo. Se puso de pie. Catalina lo imitó.
Eran las siete y cuarto.
Ambos salieron por la puerta y cerraron detrás de sí. En la cama, las sábanas se quedaron revueltas, con un extraño aroma a lavanda en sus partículas de algodón.
La nota del señor Medinaceli decía «todo en la vida tiene un porqué».
Aquellos documentos...
... eran las escrituras de Púrpura; a su nombre, Lisandro Rocca. Púrpura era suya. Como Catalina.
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