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Capítulo 3










M: Zella Day - Compass.







No era tan tarde por la noche como parecía. Antes de convencer a Lisandro de que acudiese a hablar con Catalina, Thomas se había propuesto salir un rato al restaurante de Benny; no tenía hambre, pero estaba aburrido y su cuerpo exudaba energía, la suficiente como para haberse quedado a hostigar a Francesco, quien, en ese instante, rabiaba a su causa.

Le estaba diciendo que no era buena idea que alentara a Lis con Cati, que eso iba a terminar mal y que casi podría apostar por ello.

En cambio a Franco, Thomas pensaba que ellos no debían meterse demasiado en las decisiones de Lisandro, aunque a veces creía que la incumbencia en ese caso iba mucho más allá de una simple palabra como lo era «familia». Lisandro y Francesco tenían una relación que él no podía entender.

—Un día me darás la razón —seguía refutando Francesco, sentado en una silla junto a la ventana de su habitación—. Catalina lo hace pedazos y tú lo envías a que cave su propia tumba.

Thomas sonrió. Había hecho como que no escuchaba, pero en el fondo sabía que algo de lo que Franco decía era verdad. Se esforzaba por creer que las cosas entre Cati y Lisandro mejorarían, que los años que habían pasado ya comenzaban a ser solo eso: tiempo que no iba a volver. Mas no podía asegurar que fuese así enteramente; sobre todo porque sus primeros años en la universidad aquel par de jóvenes no habían hecho más que dañarse.

Recordaba cómo Lisandro había tratado a Catalina cuando recién ingresaron; a él mismo que le había parecido un tipo con aires sumos de grandeza. Por desgracia, más temprano que tarde, Lis ya se había convertido en uno de sus mejores amigos. Eran confidentes como los más, compañeros de fechorías y de indudables aciertos. Y sin importar lo que su primo dijera, él notaba cuánto le dolía que Cati no le contara la verdad. Que no le dijera lo que había sucedido ese verano luego para no verla hasta hacía casi tres años atrás.

—Lisandro no es un niño —susurró al fin Thomas, miró con delicadeza a Francesco y éste le devolvió el gesto—. Es tiempo de que zanjen eso de una buena vez, ¿no crees?

—No seas idiota, Thomas —repuso Franco—, Lisandro está enamorado de Catalina, ve tú a saber por qué; si algo se lo mete en la cabeza...

—Tiene que ser una característica familiar —lo interrumpió el de cabello castaño, Francesco emuló una sonrisa de burla, nada divertido en realidad—. Mira, Frank, yo sé que te preocupas, pero tienes que permitir que llegue al fondo o no volverá a ser el mismo. Lo que sí no termino de explicarme es por qué ahora. Parecía que...

—Lisandro no sabe fingir que odia a una persona, ni siquiera lo hizo con su madre que es una total arpía. —Francesco no era partidario de criticar a sus tíos, pero en cierta manera, el resquemor anidado en su pecho para con ellos era imposible de no sentir. Tragó saliva con parsimonia, al tiempo que se erguía de la silla y se recargaba contra el muro de la habitación. Miró a Thomas de arriba a abajo, preguntándose cómo era que se tomaba las cosas siempre a la ligera, como si no tuvieran la importancia que sí tenían—. Que Catalina terminara con Dwain el ciclo pasado solo empeoró las cosas.

Thomas, repantigado en la cama de Lisandro, los pies cruzados, suspiró. Observó el techo iluminado por dos lámparas de noche e imaginó lo que ahora estaría pasando con Cati y Lisandro. En particular, él creía que solo podían pasar dos cosas: una resultaba tranquilizadora, la otra horrenda, tan grotesca que le provocó un escalofrío. Francesco se había quedado en silencio, junto a su cama, la espalda contra la pared de color blanco.

Tomó en cuenta que ambos estaban más que acostumbrados a que Lis tuviera esa oscuridad en los ojos. Thomas era muy inteligente y (él no conocía a Catalina desde pequeños, así que no sabía exactamente cómo ayudar a su amigo) cuando pretendía enterarse de las cosas bastaba con presionar a Francesco. Le planteaba los peores escenarios, incluso le hacía pensar que él era el culpable: pero allí no necesitaba enterarse de nada.

A su edad, todavía no había tenido una relación seria y dudaba mucho que pudiera desear una, sobre todo si el amor «maduro» era como ese que Lisandro sentía por Catalina; su amigo parecía siempre aturdido por las ideas sobre ella, su mundo lucía como si girara a su alrededor.

—¿Alguna vez ha estado totalmente bien? —inquirió Thomas, Francesco evadió su mirada acuciante, el mohín para que se apresurara a decir algo—. Lisandro, todo el tiempo, ha decidido preocuparse por Catalina. No importa cuántas veces te enojes con él. Antes era que estaba furioso con ella, ahora que tiene miedo de que algo grave vaya a pasarle. El caso es que siempre estará atado a esa mujer, aunque tú y yo lo arrastremos en dirección contraria.

Intentó comprender la frialdad en las palabras de su amigo, pero Franco no sabía hacer otra cosa que tener miedo por Lisandro: siempre se había preocupado por él, aun cuando intentaba impedírselo. Antes de ingresar, Francesco había imaginado que la universidad iba a ser como una bocanada de aire, un trago de agua pura; pero en cambio se la pasaba estresado todo el tiempo, viendo cómo un amor infructuoso, nacido de una imposibilidad, iba creciendo mientras se comía vivo a su primo, su hermano, su mejor amigo.

Se preguntó qué pensarían los hermanos de Catalina si supieran que él de nuevo estaba con esa insistencia perspicaz de no quererse rendir. Sin que Thomas se diera cuenta caviló qué tanto podría afectar que César y Axel (hermanos mayores de Catalina) se enteraran. Una vez le habían prohibido a Lisandro que llamara, que la buscara; era tarde para ellos, le había dicho César hijo, aunque no habían comprendido exactamente la razón de ese comentario en particular. Se dijo que tendría que estar muy desesperado o muy fúrico con Lisandro para jugarle de aquel modo. No lo haría porque no deseaba lastimarlo más.

Había personas a su alrededor que intentaban sacarle «cosas» o «datos» sobre él, pero Francesco, en cuanto a ese tema, era una tumba; sus secretos eran un sepulcro cuidado por el más fiel de los guardianes. El cariño que los padres de Lisandro no le habían dado siempre lo había tenido con los suyos propios y con su abuelo, que prácticamente había sido su padre. Negó con la cabeza y se dejó caer en su cama, un tanto rendido y cansado.

—¿Crees que Catalina sienta lo mismo?

El otro muchacho se sentó, imitando a Francesco. Se miraron de frente y ambos, en privado, cada uno en sus cabezas, contemplaron el porcentaje de probabilidades sobre los sentimientos de Cati, que resultaban contradictorios y confusos.

—Si no lo sintiera no se habría venido a Bloomington —conjeturó Thomas—, además, nadie en su sano juicio permitiría que otro le hablase del modo en el que Lis lo hacía, ¿o te olvidaste de eso?

Por supuesto que no lo había olvidado. Era imposible olvidar que cuando Dwain y Cati habían jugado a los novios, él casi todos los días era víctima de cambios de humor erráticos (celos, pero Lisandro decía que no lo eran). En la pared contigua había un reloj de color negro, Francesco vio la hora y sintió que el estómago se le encogía.

—Tengo hambre —le dijo, el de cabellos castaños se irguió—, vamos a Benny's.

Thomas no puso objeción alguna. La conversación había dado paso en su estómago a un apetito voraz. Antes de dejar la habitación Francesco recordó una de las razones más fehacientes para desear que Lisandro estuviera bien. Él había comenzado a nadar por vencer un miedo, por demostrarle al mundo que no era un inútil. Pero no lo había logrado solo. Lisandro lo había sostenido en el agua, sin importar cuánto muy pesado fuese.





*





Eran muy pocas opciones las que tambaleaban en su mente; sin embargo, Lisandro sabía a la perfección que con Cati todo iba a ser así. Mientras aguardaba a que el silencio fuera reemplazado con alguna palabra, se dijo que la paciencia no era una de sus mayores virtudes. Catalina lograba sacar lo más suave de él, como si en su presencia se convirtiera en un niño debilucho.

Sostuvo con más fuerza de la necesaria el bote de pastillas en la palma izquierda; quería que Catalina se fijase en que Lisandro no tenía intención de oír nada que ella no quisiese decir. Pero estaba atareado por las constantes recriminaciones de Francesco, angustiado por el estado raro de Cati y agobiado en demasía por el cariño que fluctuaba para, a veces, convertirse en lo que tanto se empeñaba en ahuyentar de su pecho.

Quizá, de todas las personas que le habían infringido algún tipo de daño, Catalina era a la que menos deseaba guardarle rencor. Ella dirigió sus ojos hacia él, con miedo fluyendo de sus pupilas. Lisandro pensó que, igual que él, no tenía una sola palabra en la garganta que pudiera describir cómo se sentía en ese instante. Fue él quien evadió su mirada, moviendo sus ojos grises por la habitación bien ordenada, las sábanas de la cama izquierda, que todavía seguían semi-tendidas.

Por recomendación del entrenador Enric ellos tenían que ir a la cama temprano, lo más que sus deberes estudiantiles se los permitieran; pero Lisandro ahora sabía que Catalina pasaba días a cuestas de unas pocas horas de descanso, en los que la mayoría de las veces soñaba y su cuerpo no alcanzaba a reunir suficiente energía. El entrenador Andreev era un viejo lobo para detectar y oler su bajo rendimiento y era muy constante que Catalina sufriera sus regaños.

Como todo, Lisandro había entendido que no podía preguntar nada; que sus deseos a Cati no le interesaban en lo más mínimo y que cada vez que intentara anticiparse ella volvería a exigir que no inquiriera cosas que no estaba en su capacidad controlar. Lisandro no la entendía mucho, pero sí sabía que mientras más cerca quisiera estar ella más lo repelería, como si fuera un insecto que conseguía sobrevolar a su alrededor de vez en cuando.

Francesco le había preguntado por qué ahora. Lisandro era consciente de todo lo que le había ocultado a su primo, de las veces que se percibía al borde de sus propias energías como si estas estuvieran extenuadas. Thomas se daba cuenta que se exigía demasiado, que a veces sus pensamientos radicaban en lo estricto, mucho más cuando se trataba de nadar. Lo que ninguno sabía de él era que el agua se había convertido en ese lazo permanente entre Catalina y él; que conforme acumulaba más metros en su cronometraje, más velocidad, mejor braceo, significaba estar más cerca de ella, de aquellos años en los que ambos eran un par de niños con sueños.

—¿Antidepresivos? —Lisandro contuvo la respiración, la pregunta había brotado sola, como si tuviera vida propia.

Enarcó una ceja en dirección de la chica al frente, cuya cabeza agachada escondía parcialmente sus ojos. Lisandro quería ver la expresión de su mirada, cómo los músculos de su rostro reaccionaban a su voz y a su presencia; tal vez esperaba más de lo que merecía. No podía evitar preguntarse si Cati guardaba algunas recriminaciones en su contra, por las veces que él se había portado mal con ella.

El silencio comenzó a roerle la cabeza a pesar de que era bastante común entre ellos. Por algún motivo, permanecer delante de Cati lo hacía sentir vulnerable. Veía una figura de mujer al frente, pero mucho temía que las actitudes de Catalina distaban de ser las de una fémina en la etapa previa a la adultez. Lisandro no sabía, siquiera, si él mismo se encontraba a nada de dar ese paso a la independencia total.

El año entrante dejaría la universidad y, como Enric le había previsto, tendría mucho que entrenar si deseaba un lugar en su país frente a otros competidores. Estaba nervioso por ello, pero también feliz porque habría cumplido su primera meta, la que le había prometido a su abuelo mucho antes de que muriera. Lisandro lo extrañaba; extrañaba lo que solía ser cuando el señor Rocca lo alentaba y le decía que el hecho de que sus padres no lo amaran igual que a su hermano, no significaba absolutamente nada.

Un tiempo se lo había creído, luego, la muerte de Ilse (hermana de Francesco) le había dejado en claro que su destino había sido marcado mucho antes de tener consciencia; estaba acostumbrado a la oscuridad, a los demonios, a la culpa: por eso le gustaba aparentar que no sentía nada. Era mucho más sencillo fingir que se le iba la vida en la piscina, en la arquitectura y en sus propios pensamientos, lugares a los que no le permitía la entrada a nadie. Y cuando estaba allí, dejando que Catalina viera cómo se desesperaba porque no era capaz ni de responder a una de sus palabras, imaginaba todos sus esfuerzos vagos.

—No quise entrometerme en... —Deglutió saliva cuando Cati levantó en un mínimo de energía su cabeza, mirándolo directamente, la oscuridad se cernía torno a ella, su rostro un tanto iluminado por la luz lejana de la lamparilla—, ya sé que no soy nadie para preguntarte. Pero solo quiero saber si estás bien. También sé que no me lo vas a creer porque todo este tiempo he vivido haciendo cosas para que pienses lo contrario, pero... me preocupas.

Catalina se cruzó de brazos. Tenía los pies tan tembleques que temía dar un paso para al menos no hablar entre susurros. Por su cabeza nadaba la idea de que Lisandro mentía. Sin embargo, le gustaba creer que él no escondía nada y que era mucho más transparente que nadie en su mundo. Sus errores seguían detrás de una cortina subrepticia que Lisandro estaba tratando de penetrar, sin mucho éxito, pero lastimándola de pies a cabeza.

Era un martirio pretender que cuando quiso explicar las palabras se habían clavado en su lengua, renuentes a salir por miedo, miedo a que sus ojos la escudriñaran con furia, coraje y repulsión. Lisandro acababa de decir que se preocupaba por ella, que sus energías eran puestas en cubrir una mentira, que en un principio se había creído. Ella no había cumplido su promesa de ir a la misma escuela que él, para estar juntos.

Por aquel entonces Catalina pensaba que los cuentos de hadas eran una posibilidad en su vida ya que siempre había tenido a su príncipe al lado. Todo se había acabado, no obstante, tan rápido como moría el alba, como el ocaso, como una lágrima resbalaba por su mejilla y se perdía debajo de su mentón o se absorbía en su ropa. En ese momento se dio cuenta de que Lisandro no se refería a su promesa, a la de volver pronto a Italia para responder a su pregunta, el inicio de una relación de niños impulsados por el amor a un espectro de agua.

Estaban más que unidos por una pasión, pero Catalina no sabía si él se sentía igual.

—No tengo depresión —susurró—, es algo muy complejo, Lis.

Fue él, al escuchar por fin una respuesta, quien se adentró en la habitación. Los pasos en el piso de laminado se volvían estentóreos, como avisándola de un grave peligro, un remoto encuentro que la desharía por dentro; su corazón dio un vuelco. Sintió que, por un instante, al tiempo que los metros se volvían centímetros y estos se convertían en partículas de aire, de polvo, invisibles, la expectación era muy alta, que si dejaba a su imaginación volar muy alto el golpe de regreso sería más doloroso que antes.

Entonces no sabría lidiar con la realidad: años antes había apuntalado la posibilidad de que Lisandro ni siquiera le dirigiera la mirada, que esa fuera la pauta para observarlo de lejos. Y allí, tan cerca de sí mismo, con su aroma golpeando en las fosas nasales, se vio a sí misma diminuta, como un objeto quebradizo sin voz ni voto.

—Supongo que no quieres contarme —sentenció Lisandro, levantó la mano izquierda donde aguardaba el recordatorio de sus peores años, de lo que había hecho.

En el fondo quedaban unas pocas píldoras, píldoras que no quería en su garganta ni en su estómago.

—¿Sabes qué noté? —inquirió Lis. Catalina permaneció en silencio, tan callada que solamente se escuchaban sus respiraciones aceleradas, ni siquiera parpadeaba—. El frasco no lleva el nombre del paciente.

Tal vez ese era el momento de decirle. Tal vez en ese sitio, a oscuras, tan cerca, oyendo de nuevo su corazón latir, debía comenzar a sincerarse con él.

—¿Me las vas a devolver?

—Catalina, ¿para qué son? —Lisandro se mostró ansioso de pronto, rompiendo esa barrera de invisible petulancia con la que todo mundo le veía—. ¿Tienes una adicción o algo parecido? De ser así, déjame ayudarte.

—No.

—¿No? ¿No qué, Catalina?

La única adicción que tengo es mirarte.

Que no tengo adicción, Lisandro. Por favor, devuélvemelas.

El silencio los envolvió de nuevo. Afuera el viento golpeaba la ventanilla, no obstante, ellos no oían nada. La poca luz tampoco tenía importancia. Lisandro podía apreciar un par de pecas que Catalina tenía en la nariz, a la altura del tabique. Quería sonreír por lo bonita que se veía entre las sombras, pero aquel simple acto de conciencia le menguaba la voluntad con la que se había vestido esa tarde.

Tragar saliva le resultó más difícil en ese momento, ahora se veían tan de frente que Lisandro pensó en acortar la distancia. Pero no era ese tipo de muchachos, o no sabía bien si era porque tenía miedo, el suficiente como para que le zumbaran los oídos y se le acalambraran todos y cada uno de los músculos del cuerpo. Sentía un yunque en la espalda, un peso que le hastió cuando supo lo que era, cuando vio que ser feliz era una posibilidad exigua en su vida.

—Ten. —Lisandro alargó el brazo izquierdo, casi le tocó, con el bote de pastillas, la clavícula semi-desnuda a Cati. Entonces miró el resto de su pijama, un short diminuto que dejaba a la vista sus delicadas piernas, lo trabajado de sus músculos. Ella hizo ademán de alcanzar el frasco, pero él movió la mano más rápido. Dobló el codo hasta que pudo tener el botecito junto al tórax y los dedos de Catalina le rozaron el pecho. Lo recorrió un estremecimiento en la cintura, luego siguió por su espalda hacia la nuca.

—No estoy jugando. —Las mejillas de Cati estaban sonrosadas, su cuerpo acalorado. La piel de Lisandro era suave, la camiseta blanca dejaba al descubierto su color blanquecino, la firmeza de su epidermis. No tenía un torso remarcado, era delgado, pero su cuerpo a ella le parecía de ensueño; ejercitado en el agua conseguía una apariencia de ángel, con la que siempre se había permitido fantasear—. ¿Qué quieres?

—Que hables conmigo —musitó Lis, más concentrado en observar sus facciones femeninas que en hablar—, quiero que me digas por qué andas con un frasco de antidepresivos en la bolsa todo el tiempo.

—¿Haría alguna diferencia que te lo dijera? —Catalina procuró bien rozar la línea de la verdad, no decir más de lo que debía—. Mira, solo, dámelas. No es nada del otro mundo.

—Entonces cuéntame.

Catalina negó con la cabeza.

—¿De veras me odias tanto? ¿Por qué?

—Estúpido —le espetó Catalina, a punto de llorar—, dámelas ya o vete.

—¿En serio quieres eso?

No.

Sí, por favor. Si no me las vas a devolver al menos déjame sola.

«Ojalá pudiera odiarte», pensó Catalina, pensó que si sus esfuerzos por repudiarlo hubieran sido fructíferos al menos ahora no le importaría lastimarlo. Porque cuando lo supiera estaba segura de que él iba a sufrir por su culpa. Lo que había hecho era lo que ahora estaba purgando, verlo y saber que no tenía parte en su vida.

Por su lado, Lisandro contempló el espacio que ahora parecía más reducido. Años antes nunca había visto a Catalina tan a la defensiva. Allí, sin en cambio, había una barrera demasiado alta para él.

—Muy bien —dijo, le extendió el frasco. Catalina dudó un poco antes de tomarlo, como si el hecho de hacerlo representara otro kilómetro entre ellos. La oportunidad se le había esfumado de nuevo—. Catalina, ¿por qué te inscribiste acá?

No podía responder a eso. En realidad, no deseaba hacerlo. Le suponía la mayor de las tonterías decir que creyó que podrían comenzar de nuevo, ser como cuando niños; en el punto en el que estaban, donde su deseo por él crecía y el miedo irracional le carcomía las neuronas, Catalina sopesaba las pocas posibilidades que ahora mismo le quedaban.

—Enric Andreev. —La sonrisa que se dibujó en los labios de Lisandro a Cati se la antojó miserable, típica de cuando él se enfurecía—. Es el mejor...

Las lágrimas se la acumularon en el lagrimal de ambos ojos.

—Tienes razón. —Lisandro volvió a mirarla, y ella sintió que sus ojos le penetraban hasta lo más hondo del cuerpo—. Soy un estúpido.

Se dio media vuelta. Catalina se sobresaltó con el portazo y no hizo otra cosa más que admirar la pieza vacía, tragarse el aroma de Lisandro. El corazón quería saltarle del pecho, la cabeza le daba vueltas. Apretó en la mano derecha el frasco y dejó que las lágrimas surcaran sus mejillas, que también ardían, como si alguien se las hubiera arañado.

De pronto sintió frío, aunque esa era una noche relativamente calurosa.

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