Capítulo 29
M: Fleurie - Chasing all the stars.
Bloomington, Indiana; Septiembre de 2008.
—¿Y Catalina? —le preguntó la mujer, que se ajustó las gafas al puente de la nariz.
Lisandro ya no la escudriñaba como al principio, esperanzado por encontrar cualquier defecto que lo salvara de sentirse expuesto. Por el contrario, solía agachar la cabeza hacia al frente, de modo que podía ocultar la vista de la de su terapeuta.
Generalmente, las sesiones duraban una hora y media.
Durante las primeras citas, todos los sábados, había sentido que su mente y su corazón estaban atados solo si se encontraba con Catalina, y entonces la mujer, tras hablarlo abiertamente con él, le había dejado en claro que era normal...
Había dicho que casi siempre el ser humano salía de la depresión tras un evento traumático gracias al amor por otra persona, y hasta ese momento —aquel había sido como el cuarto o quinto sábado de las sesiones—, Lisandro jamás hubiera creído que padecía depresión. Sí, le temblaban los dedos cada vez que estaba a punto de saltar hacia las ondas de la piscina. Y sí, tenía muchas pesadillas. Sin embargo, pensar en Catalina era como si estuviera viendo que su vida era una película del drama más cruel y perenne del mundo: un drama en el que él era un muerto caminando hacia la luz al final del túnel.
Catalina era la luz de su vida.
Cada vez que Lisandro la tocaba más allá de lo permitido, sin darse cuenta de dónde habían comenzado sus dedos a buscar la tibia tela de su ropa interior, encontraba que la palabra «necesitar» estaba mezclada —al menos en su mundo— con el sentimiento de amor eterno que sentía por ella.
Tenía grabada en la piel la emoción de saberla existiendo, de saberla a su alrededor, de respirar el mismo aire que el suyo.
—Ella... es perfecta —aludió en voz baja, contemplando la sonrisa diminuta que se había dibujado en la boca de su doctora—. Dice que no, pero sí. Aún con sus caprichos y lo terca que puede llegar a ser...
Era tan perfecta que Lisandro podía perderse en su mirada durante horas, y ser atrapado en la constancia de no haberse despegado de su imagen, aun cuando la noche ya se hubiera dejado caer sobre ellos.
—Aún con defectos —repitió la terapeuta.
Lisandro vio cómo ella anotaba algo en su cuaderno, se giraba en su silla y tecleaba otras cosas en su computadora personal, cuya pantalla se hallaba fuera de su vista.
—¿Le puedo preguntar algo? —se aventuró a decir Lis, mientras entrecerraba los ojos, fingiendo que la luz le lastimaba las pupilas.
La terapeuta, que era una mujer de cabello castaño, bastante crespo y al parecer rebelde, meneó la cabeza arriba y abajo.
Lisandro saboreó el momento; sintió que el reflejo de su yo interno se postraba frente a él y le repartía en el viento miles de partículas hechas de memorias: ya no estaba en el medio del huracán, ni su vida giraba en torno a la desgracia. Comenzaba a entender que, si continuaba así, iba a llegar el día en el que por fin el aire en sus pulmones no fuera el mismo que exhalaba Cat.
Había dejado de robarle energía poco a poco. Con el paso de los días, y de las semanas, había dilucidado lo afortunado que era de tener una segunda oportunidad.
—¿Por qué soy...? —sonrió, intentando camuflar la vergüenza que le daba siquiera formular la mitad de la pregunta que seguía apretujada en su garganta.
—¿Diferente? —La mujer, arrebujándose en su silla, dejó la libretita a un lado.
—Diferente —asintió Lisandro.
Él había buscado una palabra correcta, y sin embargo nunca la había encontrado; «diferente» era la palabra correcta.
—De cierto modo —le espetó la doctora—, cada persona se siente como tú en determinado momento de su vida.
Lisandro pensó en la posibilidad que había de que otras personas estuvieran, en algún plano paralelo, sufriendo lo mismo que él: se preguntó si sus yos paralelos también tenían una Catalina, un Francesco, un Thomas, un entrenador gruñón y varios compañeros de nado, en sus vidas; él les debía mucho a todos.
Gracias a la gente que lo rodeaba —que eran su familia ya, de hecho—, no se había podrido en la ira irracional que siempre había mantenido resguardada en el pecho.
—La verdadera diferencia, Lisandro —continuó la terapeuta—, se encuentra en la pregunta: ¿quieres vivir o quieres pasar a ser un número más en la estadística?
Si le hablaba tan crudo como en ese instante, una parte de su entendimiento se bifurcaba hacia el prejuicio; no obstante, se veía a sí mismo, de pie, yendo a clases, saliendo —a veces lo hacía para complacer a todos, pero lo hacía y eso era lo que importaba— del campus, riendo con Cat, o quien fuera, y entonces las cosas más oscuras se bañaban de rayos ultravioleta.
—Además, lo que tú tenías, por suerte —atajó la mujer, alzando las cejas como si se le hubiera ocurrido decir aquello en el último segundo, mientras Lisandro recordaba, sin que ella se diese cuenta, cuándo había comenzado a sentir lástima por él mismo—, no era depresión; estar en la playa del abismo no es lo mismo que haber entrado en el océano hasta tocar su fondo.
Había comenzado a sentir lástima por él mismo tras rechazar a Catalina el primer año de la universidad. Y desde entonces su vida se había vuelto miserable: porque hablar mentiras era lo que menos le gustaba hacer aun cuando se sintiera atrapado. La realidad era que él mismo había arrojado la red en la que sus manos y sus pies habían estado atados durante tanto tiempo.
Casi igual que Cat.
—La semana pasada, el lunes —comentó. La hora y media estaba por terminar. La mujer lo miró con apremio: lo hacía así siempre que a él se le acababan las palabras, o cuando se le quedaba la mente en blanco, como un lienzo—, intenté leer la nota de Vittorio.
La doctora cambió de expresión.
La mayoría del tiempo parecía ajena a la rutina y concentrada en el paciente en turno, pero allí, durante el lapso que Lisandro estaba en ese sitio, sentía que la terapia había sido su primera decisión sin ataduras mejor invertida.
—¿Intentaste? —se rio ella—. ¿Qué pasó?
—Pensaba que me había dejado el tiro de gracia guardado en ese sobre —susurró Lis. La mujer asintió. Se limitó a escuchar—. Pero siempre que llamo a Milán me dicen que está... bien, cualquier cosa que esto pueda significar.
Una de las mejores cosas de la terapia era que no era necesario hablar si no tenía absolutamente nada que decir; Lisandro a veces no entendía la intensidad de sus emociones, y por eso se quedaba en el limbo de la peripecia, como si el mismo dolor estuviera cansado de vivir en su cuerpo; tanto que había comenzado a salir en medidas diminutas.
Su doctora y él guardaban silencio; ella, por su lado, fingía escribir en una papeleta, pero, a esas alturas, Lis ya conocía un poco los ademanes de la mujer: lo único que en realidad hacía era darle espacio para que organizara sus ideas. Para que tratara de ordenar las palabras y que así pudieran salir mejor.
Si explicaba por qué amaba a Cat, la terapeuta decía que su relación se fortalecía, así él se estiraba más pronto hacia la salud. No física, sino mental y espiritual: ahora los pedazos, zurcidos por las cicatrices, que tenía su alma, habían comenzado a ser una costura nueva, a pesar de que gran parte estaba a medio camino.
—Dime algo —lo apremió ella. Lisandro veía la pregunta íntima flotando sobre la cabeza de la doctora, y agachó la vista para recibir el golpe con dignidad—, ¿por qué sería tu culpa que él esté allí? ¿Qué cosa podría ser lo suficientemente grave como para cambiarlo todo de nuevo?
—Ya no sé —aceptó, frotándose el rostro con ambas manos—. Lo que sí sé es que suicidarse nunca ha sido su intención.
Suspiró.
La terapeuta sonrió.
—Vamos a disminuir las sesiones a dos por mes —le comentó.
Él sintió que no entendía. Frunció el ceño, contrariado. Mas la sonrisa de la mujer le dio a comprender que no era necesario que preguntara por qué.
—Catalina debe de estar esperando.
La hora y media había llegado a su fin.
*
Sol no podía mover un dedo sin sentirse pesada, por eso Catalina se había ofrecido para acomodar su equipaje; los primeros meses de embarazo, había resuelto que seguir la escuela hasta el alumbramiento era su mejor opción, mas las circunstancias, siempre más fuertes que la voluntad propia, se habían repantigado en su barriga. El bebé estaba incómodo con la rutina tan pesada del colegio, y al final de las cuentas, ella no podía sentirse más sola que antes.
Era verdad que Axel estaba lo más pendiente que podía, pero a éste lo arrastraban sus obligaciones siempre en dirección contraria a su hijo, que para entonces se movía bastante en el vientre de su madre.
—Qué frío —anunció Sol, asomándose por la puerta.
Cat sabía que estaba ansiosa porque su hermano llegara a por ella. La observó moverse de extremo a extremo en la pequeña habitación, y se vio en la obligación de manotear la palma de su amiga cuando intentó ayudarla con la ropa.
—Me tratas como si estuviera lisiada —refunfuñó Soledad—. Solo estoy embarazada.
—Lo cual es bastante obvio, si te fijas —le respondió a la otra, que cerraba en ese instante la maleta.
A espaldas de su compañera, la figura alta y delgada de Axel se dibujó junto al marco; llevaba un pantalón de gabardina, y un chal de color negro, más una camiseta debajo. Daba a pensar que estaba exhausto, por lo que Catalina entendió que no había dormido ni un poco en el vuelo hacia Indianápolis, donde quedaba el aeropuerto más cercano.
Los hermanos Medinaceli se sonrieron, intercambiaron un par de miradas, y sintieron el regusto de satisfacción cuando Sol se percató de la presencia de él.
—Vaya, por fin —suspiró la chica, caminando en dirección de Axel.
La recibió con un abrazo, y miró por encima del hombro a Catalina, que negó con la cabeza y continuó con la tarea de guardar en un neceser las vitaminas de Soledad.
Sol y Axel iban a vivir en México por un tiempo hasta que el pequeño naciera. Al principio, Cat se había preguntado si el hecho no incomodaba a su amiga, pero los nulos comentarios al respecto le habían dejado en claro que estaba consciente de la cuna del padre de su hijo, y de que su obligación, como siempre, era estar al frente de la corporación publicitaria de la que su madre era dueña.
Los observó ultimar los detalles de la partida de Soledad, mientras pensaba en cómo le habría ido a Lis ese día en la terapia.
Según lo que Axel le había dicho, tenían que pasar a visitar a los padres de Sol, y ella quería permanecer unos cuantos días con ellos, antes de partir.
—Un regalo —Su hermano le extendió un sobre de color amarillo, que en una esquina tenía membretado el escudo de armas de Alameda—. Para Lisandro.
Cuando le besó la coronilla, sujetó la maleta y se dio media vuelta, Axel se limitó a mirarla por encima del hombro. Soledad la tenía abrazada con fuerza, y Catalina no dejaba de observarlo, como cuestionando cuál era el contenido del sobre.
Ella reconoció la letra de César Medinaceli, padre, en el reverso del sobre-carta.
Con el ceño fruncido y el corazón hecho un puño debajo de los huesos, Catalina apretó los dedos al papel; su hermano y su mejor amiga salían del cuarto uno detrás de la otra. Catalina se quedó en el umbral, hasta que ellos descendieron la escalera hacia el primer piso del Ashton.
La habitación se había quedado vacía; no solo porque la cama opuesta a la suya ahora ya no tenía las sábanas color melón de Sol, ni porque no hubiera ropa en su cajonera, ni tampoco porque no se respiraba el aroma de su perfume en el aire, sino porque su ausencia era algo para lo que Cat no se había preparado.
En su mesita de trabajo había dejado un par de apuntes de Francesco que estaba ayudando a corregir; aunque listo, el muchacho podía llegar a ser un cabeza hueca. Él mismo le había dicho que no conseguía concentrarse en dos cosas a la vez, y Catalina le había respondido que quizá Charlotte tuviera que ver con ello (luego del verano Franco y ella se la pasaban mucho juntitos, y era muy raro encontrarlos por separado).
Conforme los minutos se consumían y la noche apretujaba el ambiente alrededor, el frío se apoderaba de sus extremidades. Sin embargo, Cat era consciente de lo mucho que sus dedos le pedían acariciar cuando menos el mentón de Lis. Tenía ganas de verlo, aunque no hablaran de nada.
El último mes, Lisandro había demostrado que juntos podían pasar horas, hasta días enteros, recostados uno junto a la otra, escuchándose respirar.
—¡Te lo dije! —gritó una voz detrás de ella, que de inmediato reconoció como la de Francesco.
Al tiempo que se giraba en su silla, sin levantarse, Cat miró cómo los tres se metían en la habitación. Lisandro se quedó, no obstante, con un hombro recargado en el marco de la puerta, las manos metidas en los bolsos de su vaquero.
Tenía una expresión nueva en el rostro; sus ojos, casi siempre de apariencia triste, desprendían un gesto de parsimonia, como si fuera inquebrantable, y no tan frágil como Catalina lo sabía. Lo único que podía hacer era sonreírle. Había veces, como esa, en las que no podía espetar nada que le hiciera justicia a lo que sentía en el corazón, y en la mente, y en los recuerdos, que le golpeaban la cara como diciéndole «despierta».
Estaba más que despierta.
Y Lisandro era hermosamente real.
—¿Ahora qué? —les preguntó a los otros dos, que discutían algo que Cat todavía no había podido entender.
—Francesco dice que, además de las prácticas y la tarea, también tienes una vida social —dijo Thomas, que se había dejado caer en la cama de Sol.
Catalina enarcó una ceja, y se mordió un labio, sin comprender...
—Sí —concordó Franco, recargado contra el muro a un lado de la cajonera de Sol—. Tienes una vida social con nosotros. ¡Ah! Y con Sol.
Aún si no podía llamarle social, Catalina sabía que aquella realmente era la vida que había escogido. Y estaba cada día, desde hacía varios meses, más orgullosa de haberlo hecho.
—Te falta la pizza —susurró Lisandro desde la entrada—. Tiene una relación muy bonita con la pizza.
Ni en mil años Cat lograba resistir la ternura de su voz, con aquel timbre, roto por el dolor y el tiempo, que se sabía de memoria.
Comenzó a explicarle a Franco sus errores en una tarea que ya debía de haber entregado, y cuando estaban a punto de marcharse Cat les pidió que la recogieran al día siguiente para ir juntos al Benny's. Fedra había ganado en las últimas competencias contra una chica portento para las olimpiadas y Enric les había dicho que tenían que celebrarlo, pero hasta el día domingo.
Entonces se quedaron, ella y Lisandro, solos en una habitación fría y con una luz de mesita, que alumbraba la tarea de Cat, pero que oscurecía el resto de la pieza. La noche se había cernido por completo, el aire hacía que las viejas ramas del roble rasguñaran la ventanilla.
Lisandro cerró la puerta a sus espaldas, jaló una silla hasta la mesa y se sentó del otro lado, frente a Catalina. Ella continuó escribiendo.
—¿Y Axel? —Lisandro se acomodó el fleco, e hizo como que miraba la cama solitaria de Sol.
Pero Cat sabía que aquel era solo uno de sus intentos por romper el hielo que de pronto se entrometía en sus charlas.
—Perfectísimo —sonrió—. Con el síndrome de futuro papá en su cabeza.
Lisandro no sonrió. Así que Cat guardó silencio, ocultó la mueca de diversión y sintió cómo él le agarraba la mano, se la llevaba hasta el rostro y la dejaba allí, acariciándosela con los labios, con la nariz y con las mejillas.
—Necesito que me ayudes con algo —murmuró Lis, que ahora le sujetaba los dedos contra los suyos. Catalina asintió, y él dejó su muñeca libre, para inclinarse sobre la silla y hurgar en uno de sus bolsillos.
Vio cómo sacaba una hoja doblada en varias partes, de un color amarillo anémico, como las de un bloc de notas.
—Ésta es la nota de Vittorio —dijo él, mientras observaba el papel como si en él tuviera a un ente maligno—. Creo... creo que ya me esperaste demasiado.
Ella se puso de pie. Le calaba la baja temperatura en las piernas porque no se le había ocurrido vestirse de manera más apropiada, pero estando en la intimidad de su cuarto muy pocas veces lo hacía. Así que allí se encontraba, con un short de mezclilla hasta los muslos, un suéter de punto y el cabello suelto completamente.
Se acercó a él lo más que pudo, metiéndose en el medio de sus piernas.
Ahora Lisandro tenía que mirarla hacia arriba. Catalina le peinó el cabello, lacio y suave, con los dedos, e intentó transmitir lo que no podía hablar...
—Lo que yo necesito que comprendas es que no voy a abandonarte —musitó,
Con la mano, en la que sujetaba la carta de Vitto, todavía recargada en la superficie de la mesa, Lisandro parpadeó tantas veces que el escozor previo a las lágrimas se le escurrió entre las pestañas y las mejillas. Se le dilataron los poros de la nariz porque le suponía un esfuerzo doloroso soportar la mirada de temor en Cati.
—¿Puedes leerla por mí? —preguntó.
Catalina le quitó con delicadeza la carta y comenzó a abrirla. No era una carta formal, ni estaba dentro de un sobre. En realidad, era una nota de tamaño cualquiera; y tenía únicamente nueve palabras.
No consiguió ocultar la sonrisa.
Le extendió, tras mirarlo con amor y la misma eternidad de siempre, la prueba más fidedigna de que tenía razón. Nunca en su vida Cat se había sentido tan correcta y centrada como cuando leyó la nota. Lisandro estaba leyéndola...
Su reacción, en un principio, fue de aquella persona que luego Catalina tenía que sacar a flote; del niño perdido que, en el fondo, los dos habían llevado, pero que ella había dejado atrás cuando había estado a punto de perderlo... para siempre.
—Es un monstruo —suspiró Lis.
Se guardó la nota en el bolsillo de nueva cuenta. La miró otra vez; ella sonreía como a él le gustaba verla sonreír.
—Sí, pero un monstruo con sentimientos.
Cuando lo besaba, Catalina sentía tantas cosas, que se le dificultaba salir del trance y volver a la realidad. Quería quedarse, escondida entre sus brazos de almidón y miel, para toda la vida. Segura con él, y atada porque quería vivir atada al hombre que estaba allí.
Era tan magnífico ver que estaba reconstruyéndose para ella, que el corazón le daba saltos todo el tiempo.
—¿Estabas ocupada? —inquirió él, separándose apenas, observando de soslayo los cuadernos de Cat que seguían sobre la mesita.
La tenía sujeta por la cintura, ni ganas de dejarla ir.
—Ya terminé —masculló Cati—. ¿Quieres ir a comer algo?
De un tiempo a la fecha, Lisandro sonreía de manera que a ella se le subía la temperatura a la cabeza y se le desperdigaba por el cuerpo... Le enviaba señales extrañas, y lo peor de todo —o lo mejor de todo— era que las comprendía a la perfección.
Le desabotonó el suéter...
... Y ella lo permitió.
—En realidad, no tengo apetito de comida —murmuró Lisandro.
Se puso de pie. Mientras Catalina lo veía, se sacó la polo por encima de la cabeza.
Si era frenesí lo que había en sus labios, Cat solo pudo comprenderlo como el deseo más puro que tenía por tomar de ella aquello para lo que habían nacido: se pertenecían desde siempre. Se pertenecían antes de siquiera saber qué era el amor.
Y el amor era eso que sintió cuando sus manos le tocaron en lugares prohibidos, o cuando su boca le estrujó la piel del cuello, de los hombros y de los senos... Así hasta repartir por su cuerpo el calor que desprendía por naturaleza.
Lisandro tenía la piel siempre tibia, las manos todo el tiempo buscándola y tenía el corazón vivo, existiendo, para ella.
Si era miedo lo que sintió cuando él la empujó hasta la cama, Cat lo único que hizo fue aferrarse al sentimiento de que en verdad era suyo.
Desnuda, aún con el short puesto, la miró tendida a su lado, en una cama de sábanas suaves, y miles de sueños... sueños que comenzaban a completarse.
Una parte de sí estaba avergonzada. La otra moría por estar en ella; la carne y huesos de su cuerpo le decían cómo tocar y qué era lo que deseaban sentir, pero eran su mente y corazón quienes le pedían que hiciera lo que Vittorio le había exigido en la nota.
Nueve palabras; una historia definida por el dolor, resumida en recuerdos, guardada en un baúl de sueños y metas complicadas; una historia que tenía olor a lavanda y se sentía como el agua entre los dedos si intentaba aprisionarse. Nueve palabras que no olvidaría por ningún motivo porque eran el símbolo de lo que se había perdido y había vuelto:
Vive lo que yo no pude. Continúa... sé feliz.
Lisandro jamás, nunca, se había sentido tan correcto...
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