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Capítulo 25




M: Tep No - Safe Dream.



Bloomington, Indiana; mayo de 2008.



Ya no podía recordar desde cuándo Thomas era su amigo; las únicas memorias que conseguía unir de sus primeros meses en la universidad, ahora estaban difusas e incompletas. Mientras admiraba a su amigo, Lisandro intentó cavilar qué sería de su vida si lo sacase de ella, si, tras volver dos días atrás luego de que el juez por fin le permitiese marchar, con la promesa de volver si acaso necesitaban de sus declaraciones (aunque el inspector le había dicho que era casi imposible, dadas las circunstancias), allí no hubiera encontrado un hombro como aquel.

El entrenador, por supuesto, le había pedido que se quedara en la banca por un mes más, hasta que, durante el verano, pudiera recuperar las energías; no era que él se sintiera menos dispuesto, o que las ganas de entrar en el agua siguieran ausentes, sino que, lo sabía bien, Enric no podía arriesgarse frente a una competencia a perder, ya que era la penúltima.

Lisandro confiaba en Thomas al grado de que, cuando lo vio llegar en primer lugar, le había asegurado por la mañana que la carrera era prácticamente suya. Sin embargo, después de hablarle de lo sucedido y de cómo su padre había sido imputado por complicidad en el intento de asesinato en su contra, el otro muchacho se quedaba sumergido en un silencio ominoso, como si se sintiera culpable.

—Te juro que no hubieras podido hacer nada —le había dicho la tarde de su regreso, mientras acomodaba ropa en los cajones de la cómoda.

Por fin, luego de que el dolor que le había supuesto no poder ni siquiera zanjar temas con Vittorio comenzase a descender de su garganta, se dio cuenta de que lo difícil no era que tendría que acudir al terapeuta, ni enfrentarse con Catalina, sino acomodar la vida que sin duda alguna había seguido su curso (porque las vacaciones finales ahora estaban prontas, los finales inminentes y los trabajos de último curso se estaban entregando por esos días).

Vio que Thomas, con ayuda del entrenador, que tenía un gesto ufano en las facciones, salía de la piscina; se levantó de la banca y caminó hacia ellos, con el pulso acelerado, el corazón latiendo a mil por hora, y el recordatorio de que al día siguiente, sábado, tenía su primera cita con una terapeuta que el mismo consejero estudiantil le había recomendado.

Lo abrazó apenas Enric lo hubo liberado de sus manos y se aferró a él con la fuerza de quien necesita expresar un «gracias» que no puede espetarse.

Durante los distintos interrogatorios, Lisandro había percibido la necesidad de charlar con alguien que le oyera sin exigir explicaciones; Thomas era el único que poseía aquella virtud, porque cuando decía algo, lo decía de manera contundente, y con tanta convicción que Lisé siempre acababa dándole un punto a favor, aún si estaban discutiendo por cosas sin importancia.

El único tema que no se había mostrado dispuesto a trazar como un boceto en el borrador que era su vida en ese instante, era, por supuesto, Catalina.

—Te lo dije —masculló Thomas en dirección de su amigo, secándose el cabello con la toalla que éste le había dado.

Lisandro enarcó una ceja, sonriendo. Aquella, sin embargo, no era una sonrisa de complacencia, sino de cansancio.

—Ganaste —concluyó Lis—. Enric está orgulloso de ti y no lo culpo. Eres el mejor.

Sonrió: no era la primera vez que Lisandro le decía que era mejor incluso que él. Y nunca, nunca, había tenido ni el valor ni la fuerza necesarias como para preguntar por qué lo hacía, si estaba más que claro que jamás alcanzaría su marca.

Hasta ese instante.

—Sabes que no es cierto —aludió, encogiéndose de hombros.

Se dejaron caer en las gradas, minutos después, esperando a que el entrenador acudiera hasta ellos para darle la noticia de en qué momento tendría que ir y pararse encima del podio con el número uno.

Para Lisandro, Thomas era el número uno: de muchas maneras y sentidos, maneras y sentidos intangibles al resto.

Al principio de la trágica muerte de su vida (su vida en Milán), o lo que quedaba de ésta, Lisandro se percató de lo poco que, por esos segundos metálicos y sangrientos, había pensado en aquel muchacho que estaba sentado a su lado; pero también se dio cuenta de que, no pensar en él, le volvía más real y explicable. Thomas era parte de la realidad que le gustaba de su vida, la verdad que le daba paz, que le dejaba dormir por las noches y que le permitía estudiar una carrera.

Era su mejor amigo porque aun estando ausente en su pensamiento lo sabía existente en el corazón, como si fueran verdaderos hermanos de sangre.

—Eres el mejor porque tus metas son honorables —comentó Lisandro, en voz baja.

Thomas, cuando le había visto volver, quiso imaginar cómo resultaría convivir con el vestigio del amigo que siempre había creído tener, pero, tan solo escuchar que no necesitaba olvidar nada de lo sucedido, le había hecho entender que no solo él no había cambiado y que no estaba perdido, sino que su alma, antes fracturada, presentaba un extraño haz de luz: lo veía en su mirada, en la forma en la que se expresaba y en el cómo le había pedido que su cuna fuera un tema del pasado.

Un tema que no debía perturbar más de lo debido.

Su vida, ya de por sí, era perturbadora.

Se preguntó si, cuando fuera con la terapeuta, las preguntas no resultarían igual de dolorosas que haber vivido el horror en carne propia. No obstante, se obligó a abrazar la fe que le quedaba: confiar en Lisandro era lo menos que podía hacer para demostrarle que no estaba solo, y que, sin importar cuántos océanos atlánticos los separasen, el tiempo vivido juntos se les había tatuado en la piel.

—Nos queda un año y fracción aquí —comentó Thomas.

Lisandro asintió. Se inclinó hacia el frente y posó los antebrazos en sus piernas. Tenía puesta una camisa de algodón, gris, y unos vaqueros. Ese día no se había, por lo visto, molestado en peinarse, porque el cabello lo llevaba hecho una maraña en la cabeza (aunque estaba siempre lacio y prolijo por naturaleza).

Entonces Enric se aproximó a Thomas, le quitó la toalla y la arrojó a la banca a un lado. Ambos, Lis y Thom, se pusieron de pie. El segundo se giró para comenzar a caminar hacia las gradas de calificación, donde un hombre esperaba con la medallita correspondiente: la universidad de Bloomington había ganado los últimos tres años desde que Lisandro y Thomas formaban parte de la escuadra de eliminatorias.

Las nacionales estaban cada vez más cerca y Enric Andreev podía ver cómo conseguía que, la amistad entre ambos muchachos, siguiera intacta, incluso más fuerte.

Lisandro se cruzó de brazos, confirmando en el pecho la misma sensación de alivio que había experimentado al ver que Catalina no lo odiaba, y que las cosas entre ellos estaban suspendidas en el tiempo como si alguien las hubiera detenido para que pudieran resolverlas más tarde. A pesar de que tenía miedo de verla frente a frente, el ansia de su corazón, y la serotonina de su cerebro, lo habían puesto a maquinar la manera en la que le diría «estoy aquí, gracias por esperarme, no me volveré a ir, no sin ti, al menos.»

Estaba lamentando tantas cosas, que la pérdida de Púrpura ahora solo era un resquicio de inmundicia, un pequeño punto negro en el mapa de su mundo: uno que giraba torno a las personas que nunca habían dejado de creer en su capacidad para salir adelante, como si fuera, él mismo, su propio salvador. No sabía si sería capaz de continuar dando la apariencia de encontrarse más cabal que nunca, porque en el interior las brasas de la tragedia le ardían, las rocas de la culpa se despedazaban y se movían, y las mentiras hacían el trabajo de golpear sus neuronas.

Su mente, supo cuando insistió por última vez con Vittorio, antes de volver, jamás sería aquella normal, como la de Thomas. Esa era la gran ventaja que su amigo tenía sobre él, pero que seguramente no comprendía ni lo haría en un futuro.


*


Cuando Catalina vio a Francesco en la biblioteca, usando una sudadera negra y sus habituales jeans entallados (siempre llevaba Vans así que no había diferencia allí), fue consciente de que nada era normal en su vida; ni ella, ni sus padres, ni sus hermanos, ni el hombre del que estaba enamorada, del que seguía sin tener noticia. Y cuando Francesco la sintió al otro extremo del pasillo con la letra «b» (seguro estaba buscando el mismo autor que ella), supo que nunca la había odiado.

Ahora ya no estaba enojado, sino que tenía vergüenza de mirarla a los ojos.

Ella se acercó a él, cargando un par de tomos de finanzas en los brazos y acechando directamente sus ojos azules, que eran grandes y asustadizos, como si estuvieran esperando algún tipo de recriminación por su parte. Salvo que, cuando llegó hasta su sitio, y se recargó en un estante, le sonrió como si fueran viejos amigos y no hubiese pasado nada, absolutamente nada.

—¿Viniste tú solo? —le preguntó Catalina, mientras extendía una mano y sacaba el tomo que estaba segura Francesco estaba buscando.

El muchacho miró por encima de la cabeza de ella y tragó saliva, observando que no había nadie en aquella zona y que era muy probable que no los escucharan.

—Llegamos antier —aceptó Francesco, al tiempo que sujetaba el libro con la mano derecha y se acomodaba la sudadera del cuello—. Lisandro acompañó a Thomas al pódium.

—Debe estar fatigado —asintió Cat, que se quedó tan pensativa como siempre, pero diferente aun así.

Francesco no supo ver qué era lo tenía el rostro de ella que lo hacía volver a la realidad; quizás era que Bloomington se había convertido en su casa y sus compañeros en familia: nadie los miraba raro, y en especial los miembros del club que se había encontrado esa mañana por el campus, parecían simplemente felices por haberlo visto de regreso. Era como por fin darse cuenta de que formaban parte de algo aunque lo hubieran perdido todo.

Él, en particular, había perdido la poca confianza que le tenía a sus padres, aunque Lisandro le había hecho prometer que no pelearía más con ellos: en el vuelo de regreso, habían charlado todo el trayecto sobre qué cosas se pueden perder para nunca recuperarse; estuvieron de acuerdo en que la vida es lo que encabeza la lista de las cosas incomparables, luego el amor, que se toca, se aprecia y se guarda, pero si se deja ir no vuelve.

Por último, estaba el perdón: para Lisandro, y Franco estaba seguro, dejar de perdonar a quien les hacía daño era como renunciar a ser parte de la humanidad, a rendirle culto al diablo o a fungir un papel de juez que no estaba dispuesto a cargar en la espalda.

Catalina continuaba, paciente, admirando su silencio, que era hosco, abrupto y confuso, como todas las cosas que sentía en el pecho —lo que había sentido aquel mes en particular.

—Fatigado no —refutó Franco. Abrió la tapa del libro y leyó el título—. Está como siempre: raro.

Cada vez que Catalina intentaba entender por qué el halo de misterio que rodeaba a Lisandro estaba allí, tan constante y frío como siempre, le dolía la cabeza y no podía dormir: aquel mes, había sido el más largo de su vida.

El corazón, que momentos atrás palpitaba de manera mediocre y rutinaria, saltó en su pecho seguido de una revolución de respiraciones; su cuerpo, su mente y su alma, conectados hasta querer y necesitar siempre lo mismo, habían reparado en la figura al frente, a tan solo unos metros de distancia, que significaba «la tortura ha terminado».

Lisandro le había pedido tiempo.

Le había pedido tiempo de saborear la situación tras besarse en el bosque del Campeggio, y le había pedido que lo esperara, y ahora que se ponía a pensar en ello se estaba preguntado exactamente para qué querría él ser esperado: sintió miedo, frío, calor y luego sus extremidades experimentaron lo que fue otro calambre parecido al del dolor, pero que no era ni dolor ni culpa ni insomnio.

Era una sensación nueva de euforia. No sabía qué, en realidad.

Al tiempo que se esforzaba por no llenar a Franco con preguntas, enfocó la mirada en los estantes al fondo. Sus pensamientos se desviaron hacia el recuerdo del mes anterior; las horas que no había podido dormir, mientras miraba su teléfono, siempre esperando una llamada que ni era necesaria —porque le había dicho a Lisandro que aguardaría por él sin esperar recibir nada a cambio— ni había llegado.

Ambos se miraban con incomodidad: Francesco porque le daba pena no poder contarle que Lisandro seguía en la misma posición de no querer hablar sobre sus sentimientos, Catalina con la esperanza de que el muchacho rompiera un poco su personalidad fiel a Lisandro. Aunque, se dijo, eso ya era pedir demasiado.

—Si quieres —le dijo Catalina, sin mirarlo a los ojos, sino viendo, de hecho, la pila de libros que Francesco ya había acumulado contra sus el brazo—, te puedo ayudar a que te pongas al corriente.

No sabía de qué manera Franco iba a recuperar el último mes de clases, lo que sí pudo imaginarse fue que quizá los profesores le habían dado espacio debido a la situación de la familia Rocca, que la verdad ella desconocía para entonces. También se había guardado de contarles a su padre y a su madre los detalles de la conversación que había mantenido con Lis, tres días antes de regresar a Indiana.

Su refugio, recordó Cat, había sido ver que Thomas (todo el mes había estado pendiente de él a lo lejos) no presentaba ninguna alteración en su modo de ser, salvo su silencio escrupuloso; pero a ese Catalina se había acostumbrado con el paso de los semestres. Era, para los amigos de Lisandro, la chica que siempre le echaba a perder todo, que se metía en su vida como una sanguijuela y que a la fecha seguía interfiriendo en las decisiones del joven como si de una línea móvil se tratase.

Suspiró, un poco contenta de verlos de regreso, un poco preocupada porque seguía sin saber qué le esperaba a ella; el futuro, para el resto del mundo, nunca era tan incierto. Cada quien se gozaba haciendo sus planes y Catalina pensó que ella no tenía por qué ser la diferencia, así que había continuado estudiando, nadando, comiendo y hablando, como si el tiempo de verdad estuviera transcurriendo. Al fin y al cabo, la única cosa buena que había hecho en ayuda de Lisandro era respetar sus decisiones.

A pesar de que se contrapusieran a las suyas propias.

—¿De veras? —preguntó Franco, que se mesaba el fleco rebelde.

La chica se limitó a sacudir la cabeza, sin sonreír, sin hacer ni una mueca, sin reaccionar más de lo debido ni mostrar que estaba ansiosa por saber de Lisandro: para esas alturas, Catalina sentía que respiraba gracias al amor que le había profesado en el bosque y días después en la habitación de la clínica, y a esas mismas alturas, había empezado a creer que la imagen de él, por muy distorsionada que fuera, e incompleta y desfragmentada, era la gasolina de su motor.

El corazón le palpitaba porque él estaba vivo en alguna parte del planeta tierra: era por eso que veía el suyo como partido por la mitad, ya que, había descubierto recientemente, habían nacido, ella y Lisandro, para amarse el uno al otro.

—En serio —dijo—. ¿Me buscas mañana? —insistió, las mejillas coloradas.

Francesco era más desconfiado que ninguna otra persona que ella hubiera conocido antes; de hecho, sus padres reaccionaban tan diferente a cualquier situación, que ver cómo él respiraba, cerraba los ojos y asentía, le revolvió el estómago: estaba pensando que a lo mejor no la quería cerca, porque, después de todo, antes no había podido verla ni en pintura.

Ojalá, deseó Catalina, fuera más valiente: necesitaba preguntarle si los asuntos —Lisandro— entre ellos habían terminado por zanjar el horror de lo imperdonable, o si todavía yacían amalgamados en sus pechos. Tal vez, pensó, el dolor por Lis era más fuerte que él mismo y en eso Cati también creía comprender lo que sentía Franco, cuyas ojeras iban tan remarcadas que bien podían pasar por hematomas debajo de los ojos.

El cansancio le brotaba como raíces a través de los dedos, y de los pies, que movía con temblor. De ese modo Catalina supo por qué Lis le había pedido que se marchara: de cualquier modo, lo peor ya había pasado, o al menos eso estaba queriendo.

Cuando la vio deslizarse por el pasillo de la biblioteca a Francesco le dieron ganas de tirarse al suelo: se sentía patético, nostálgico, con el dolor aferrado a su garganta. La úvula le provocó náuseas en cuanto se dijo que no podía seguir rechazando a Catalina si estaba más que claro que compartían la misma aflicción. Fue así que se acordonó un nuevo fundamento a la cabeza respecto del dolor: ya no lo tenía encarnado al cuerpo, sino que únicamente lo vestía, como un suéter, una camisa, un pantalón que con el tiempo se iba a cansar de usar.

Había, tras ver que Catalina estaba más bonita que nunca, y más pacífica y menos introspectiva, comenzado a creer que el futuro le sonreía.

Volvió a leer el título del libro, y refunfuñó internamente. Aún le quedaba mucho trabajo por hacer. Sin embargo, lo único que podía pensar era ver que Lisandro comenzara a acoplarse —o hacer eso que hacía siempre porque desde pequeños parecía un alien, una persona ajena al mundo terrenal, como... sempiterno—. Se restregó la cara con una mano y avanzó hacia el pasillo de la letra "c".

Catalina sabía que seguro para esas horas Soledad ya estaba en la habitación; así que intentó disimular que quería correr hacia allá y tirarse en sus brazos, llorar, inquirir y tal vez gritar un poquito de felicidad: añoraba tantas cosas en ese momento que se sintió como aquella niña cuya imagen había mudado en la persona que tenía frente al espejo todas las mañanas, y de cuya apariencia solía avergonzarse, pero, ya no tanto, de hecho.

Charlotte y Fedra la habían detenido junto a la rotonda de la Diana Cazadora y le habían preguntado si iría la semana entrante a la fiesta del fin de cursos que organizaba el club para despedir a los suertudos que podían retirarse a sus casas. Tras meditar aquella idea tuvo que resolver que no podía tomar una decisión sin saber qué le deparaba ese día, o cuando fuera que Lisandro intentara al menos acabar con la tortura del silencio...

Corrió el último tramo hacia los dormitorios, y se vio en la necesidad de respirar profundo cuando cruzó el umbral de su habitación. Soledad yacía, sentada con las piernas dobladas, sobre el colchón. El primer pensamiento que acudió a su mente apenas notar que estaba llorando y que llevaba un objeto extraño en la mano, de color blanco y tan largo como la palma, fue que estaba enferma.

Sol levantó la vista y, temblorosa, se cubrió el rostro con ambas manos.

Con el ceño fruncido, Cati se dejó caer junto a ella, las manos unidas en un nudo sobre su propio regazo. Iba vestida con un pantalón hasta las rodillas, un suéter blanco, de lana y el cabello lo traía suelto, un poco alborotado, pero fresco y cepillado. Sintiendo que Sol la escrutaba de pies a cabeza, como buscando algo en particular, se dijo que su manera de vestir era tan rara como la manera de ser de Lisandro: vivía amando su personalidad, tan misteriosamente eterno y hermoso; dulce...

... Catalina apretó los ojos y le sujetó a Soledad la mano, destapando así la prueba de embarazo que la pelirroja —lo supuso por las dos rayitas dibujadas en el indicador— acababa de hacerse.

La miró (al tubito de plástico) como se miran las cosas increíbles, insospechables; la miró con las ganas de preguntarle si el bebé era de su hermano Axel. Aunque, afortunadamente para ella, la respuesta ya la sabía.

Abrazó a Soledad como nunca lo había hecho —siempre era al contrario—: cuando la rodeó con los brazos y la apretó contra sí, en realidad le estaba diciendo «es mi turno de cuidarte».


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