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Capítulo 22




M: Brian Crain - Childhood Memories.



Durante casi una hora, Axel había intentado corresponder a la preocupación que Romualdo Rocca aparentaba en ese instante, justo cuando el inspector les comentaba que Eliseo enfrentaría una pena nada piadosa frente a las autoridades; en cambio, había comenzado a sentir calor, porque le sucedía siempre que estaba enojado, lleno de ira y de impotencia.

El hombre los había abordado en el estacionamiento del hospital, a donde Axel, apenas llegar con Sol y Catalina, había encontrado al padre de Francesco.

—¿Qué tan posible es que la información oficial se mantenga lejana de la nota pública? —quiso saber, más interesado por la entereza de su hermana que del destino de la familia.

Seguía pensando que Vittorio Rocca no era tan víctima como parecía: aunque en el fondo, una parte de sí mismo lo obligaba a comportarse con modales imparciales. Lisandro tampoco era el corderito que Catalina creía. La frase despectiva que le había espetado danzaba en su cabeza, sin intención de detenerse.

El inspector les explicó que al tratarse de un caso como aquel le resultaba casi imposible ocultar la índole del crimen; según su punto de vista, era solo cuestión de tiempo para que sus propios círculos sociales comenzasen a esparcir el siniestro, a pesar de que no era de su incumbencia. También les comentó que era muy probable que Lisandro tuviera que permanecer en la provincia hasta que a su padre le dictasen auto de formal prisión.

Axel fue víctima de un repentino calambre que le sacudió la pierna derecha; Romualdo lo observó con atención, entendiendo que su pesar se debía a Catalina, que era muy probable que no quisiera dejar Italia. De cualquier manera, resolvió cuando estaban despidiendo al agente, Lisandro no se hallaba como para más líos.

Entonces recordó a su propio hijo y la mirada de petrificación que le había lanzado poco antes de percatarse del estruendo que ocurría en el interior del chalet de Eliseo. Era como intentar resolver el problema ajeno aun cuando tenía problemas propios bastante serios.

Esa noche, además de perder un secreto, había perdido la confianza de su único hijo, cuya mirada de decepción no podía olvidar, y era muy probable que jamás olvidaría.

—¿Necesitas ayuda con algo? —le preguntó Axel.

Dentro de sí, libraba una batalla que despuntaba sangre y olvido; era como un encuentro de las oscuridades. Se preguntó si, con la investigación de Rita, saldría la luz la manera en la que Lisandro había sido engendrado y el cómo todos y cada uno de los miembros de la familia habían participado de aquella empresa.

Ocultar que Matteo Rocca se había aprovechado de una mujer joven, ambiciosa y dañada por la vida, había sido el menor de sus problemas; conforme Lisandro habría ido creciendo y Vittorio había percibido la locura de su madre, Romualdo, Erika y Eliseo habían acordado que el secreto no solo debía permanecer en el interior de sus casas, sino que la salud de Rita era, en última instancia, lo que menos importaba si el porvenir de la familia estaba en juego.

Para entonces, Romualdo Rocca ya no era fiel de la iglesia, como lo había sido su madre y padre y los padres de estos; vivía bajo la creencia de que no podía haber un dios si injusticias como esas, perpetradas por sus propias manos sin problema alguno, se llevaban a cabo. Sin embargo, cuando su hija se había visto víctima de los estragos de sus propios demonios, entendió que los pecados alevosos se pagaban en vida, no en el infierno.

Vivía imaginando cómo era el fuego eterno al que su alma estaba seguramente condenada. Mientras pensaba la magnitud de la desgracia que vendría tras la noticia de que Vittorio Rocca había asesinado a su madre, y que Lisandro Rocca yacía en un hospital bajo la inyección de un antídoto contra el arsénico, sintió que ya no le quedaban más energías para seguir con una mentira más.

—Mi hijo me odia —sonrió, como si la mera pronunciación de la verdad le resultase decir una alegoría.

Entraron en el centro de salud con aire meditabundo; Axel bajo la mirada del tío Rocca, Romualdo bajo el terror de saber que probablemente sería sojuzgado por crímenes morales. No supo cuál era la peor prisión que le aguardaba casi a la vuelta de la esquina: si la de su piel o la del mundo.

—¿Tiene un motivo? —inquirió Axel por fin, cuando empujaba una puerta vaivén.

Dejó que Romualdo pasara primero y luego suspiró tan hondo que el pecho se le acalambró.

—Supongo que sí —admitió, entre cansado y avergonzado, o quizá estaba más cansado que avergonzado; allí mismo le era imposible elegir entre una y otra emoción—. Ama demasiado a su primo como para perdonarme.

El mayor de los Medinaceli le preguntó a una enfermera si podía checar cuánto tiempo permanecería Lisandro bajo observación, ya que Romualdo le había explicado con brevedad la situación de su cuerpo.

Tras revisar una tabla de anotaciones donde se llevaba el control de las rondas a las habitaciones de los convalecientes, la mujer le indicó que solo tenía una orden de veinticuatro horas, así que, le dijo ella, seguro saldría para el día siguiente por la mañana.

Se sonrió con mucho ánimo, al tiempo que continuaba caminando con el tío de los muchachos en dirección de la sala de espera, en la que Soledad yacía sentada; Axel la miró en cuanto se internaron por el corredor, que no era mucho muy extenso, pero que olía y estaba sumergido en una nubarrada de olor a desinfectante y medicamentos.

—¿Todo bien? —La pelirroja se frotó el cuello con la mano derecha, para después instarlo a que se sentara a su lado.

En el momento en el que obedeció al gesto, Axel vio cómo Romualdo se quedaba en silencio, mirando el pasillo y las pocas iluminaciones. Lucía cansado, agitado y triste, con el rostro vestido de una máscara de sedentarismo que él reconoció de las personas que no saben por dónde comenzar a corregir un error. Recordó haberse sentido así en una sola ocasión en su vida, y estaba ya tan lejana que incluso pensar en ella le provocó repelús.

Sujetó en su mano la palma de Soledad, que recargó en su hombro la mejilla, cerrando los ojos con pesadez. Se la veía adormilada. Así que Axel deseó recibir a Catalina con buenos aires para poder marcharse. Aunque una parte de él le decía que aquella noche sería una de las más largas de su vida.

La otra parte de su raciocinio se debatía entre avisarle a sus padres o no.

—Tenemos competencias en mayo —aludió Sol, sin abrir los ojos—. El equipo de chicos depende de Lisandro.

—Ahora lo único que depende de él es su propia salud. —Soledad levantó la mirada y escudriñó la grisácea de Axel, que mantenía los ojos fijos sobre Romualdo—. Debe sentirse hecho...

—La natación es importante para él —continuó la chica, a sabiendas de que el hombre a su lado no le estaba contando todo lo que sabía—, ¿piensas que querrá quedarse aquí después de lo que sucedió?

Al encontrarse con aquella mirada de ojos exigentes, Axel identificó en ella el sopor de no haber descansado en toda la noche. Negó con la cabeza, dándole una sola parte de la razón.

—El inspector dice que la policía no le dejará marcharse —contestó—. El tío Óscar tiene algunos contactos, si logra algo seguro que le dejan irse bajo la promesa de volver para el juicio. En caso de que lo haya...

A Sol, durante aquellos días, se le había olvidado cómo funcionaba el mundo de su amiga Cati; el repiqueteó en su cabeza parpadeaba en sus ojos, mientras admiraba la parsimonia en Axel. Quizá, pensó, una parte de él estaba feliz de que la tragedia hubiese acaecido sobre la familia Rocca, aunque intentó formarse una idea menos hosca para la reacción del muchacho.

Lo único que justificaba la frialdad de sus palabras, era el hecho de que Catalina sería, en todo aquel embrollo, como una hojita arrastrada por el viento septentrional impiadoso. De hecho, cuando sopesó la situación, se dio cuenta de que no se había detenido a pensar mucho en la que su amiga haría estando al otro lado de mundo, consciente de los sucesos por los que pasaba Lisandro.

—La verdad no creo que demore mucho —añadió Romualdo, acercándose un poco a ellos, quizá agradeciendo no estar solo en el pasillo del hospital.

—¿Por qué? —preguntó Soledad.

Axel agachó la cabeza y observó su reloj de pulsera.

—Porque Vittorio se confesó culpable.

Era lo que había dicho el inspector; y Axel pensaba que lo que restaba ya no tenían derecho a verlo. De todos modos, su opinión allí distaba de ser indispensable. Era la palabra de Catalina la que definiría el cómo iban a pasar los últimos días del spring break.



*



De las muchas preguntas que le danzaban en la lengua, Vittorio no podía dejar de pensar quién era en realidad, si alguna vez había tenido voluntad propia. Tras intentar recordar su infancia, se percató de que esta yacía inundada de cortinajes, escombros y mentiras. Sin embargo, era su vida a partir de los catorce años la que cobraba mayor énfasis en sus memorias.

Un médico había escrito muchas cosas sobre él en unas hojas, que no alcanzó a ver por la distancia.

«¿Quién eres? ¿Qué es lo que recuerdas de ti mismo cuando tenías cinco años? ¿Adónde vas? ¿Amabas a tu madre? ¿Amabas a tu hermano? ¿Tienes miedo de ir a prisión? ¿Eres alcohólico? ¿Usas alguna droga? ¿Cuál es la última memoria que tienes del día anterior a este? ¿Recuerdas haberle disparado a tu madre? ¿Pensabas asesinar a tu padre y a tu hermano?».

Era una lista interminable de cosas que no quería responder, pero de las que sí conocía la respuesta. Todo iba encaminado al pasado, a lo que hubiera podido ser y que lastimaba su corazón ya de por sí vejado y roto.

«Soy la nada, el vacío en persona, un sujeto que se llenó de espurio y con los años se alimentó de dolor. No recuerdo nada. Simplemente me fueron robadas las ganas de recordar. Estoy seguro de que voy al infierno y de que allí obtendré paz: el fuego redime y hace olvidar. Sí, amaba a mi madre, pero la odié tanto durante toda mi vida, que sin querer me convertí en la peor de sus creaciones: soy su reflejo en el agua cristalina. Amo a mi hermano con el alma que no tengo: también le odio, y quiero que desaparezca de mi vida.»

Su mente era un diario de sangre. Las extremidades le pesaban y moverse dentro de la celda no le proporcionaba ninguna comodidad. Se sentía extenuado, desesperado, al borde del abismo. Conocía las preguntas y se las había aprendido de memoria, porque las respuestas las llevaba consigo como un miembro más de su cuerpo...

«No tengo miedo de ir a ninguna prisión terrenal: conozco la peor de todas; ya la viví lo suficiente. El alcohol me liberó mucho tiempo, pero luego me cerró las puertas en la nariz. Uso todo cuanto pueda apartarme de mi realidad, todo lo que me impida soñar o recordar quién soy. Recuerdo a Lisandro y a su novia, o la chica que él siempre quiso que fuera su novia; son tan estúpidos ambos: se aman y no se soportan al mismo tiempo: no se dan cuenta de que comparten la mitad de cada uno, sin el otro, no funcionan.»

Vittorio solo podía pensar en Ilse de manera esporádica ahora que sus manos estaban llenas de un futuro que no le pertenecía. Y mientras tanto seguía respondiendo las preguntas a la nada, al vacío en su interior, en donde quizás algún día hubo un alma...

«Recuerdo haber decidido acabar con el dolor tan profundo que yacía en el corazón de mamá. Recuerdo haberla perdonado. No. Eliseo merece vivir con sus cadenas, morir solo, llorar solo y padecer la iniquidad en carne propia. No. Lisandro tiene la vida por delante y nosotros éramos el único impedimento en su mente para que pudiese continuar. Ahora debe portarse como el hombre que es; debe vivir como desea y no como le ha prometido al viejo que le arruinó la vida a todo el mundo.»

Había contundencia en sus pensamientos; cada vez las excusas disminuían y la cabeza se le tornaba tan amorfa que ya no distinguía ni las horas que habían pasado mientras permanecía encerrado.

En la esquina, sobre la cama de hormigón, había papel y pluma que el médico le había dejado bajo la promesa de que no iba a cometer más locuras; cuando se lo dijo, y él aceptó el trato porque se le antojaba ridículo, el médico le había deslizado una hoja amarillenta arrancada de su bloc de notas. Le había dado su pluma, que era de color azul. Pero seguía sin poder dilucidar qué escribir y cómo empezar a hacerlo.

Si escribía te amo, pero te odio, seguramente la caligrafía destellaría la verdad a través de las letras; no amaba, ni odiaba, sino que era solo un ente reducido a la gran nada del espacio intangible que le rodaba en ese instante: barrotes, cadenas, oscuridad, todo estaba igual que siempre, salvo que dentro, Vittorio se sentía más a salvo que nunca en su vida, como si lo único con lo que estuviera lidiando allí mismo fueran sus propios tormentos.

Se dejó caer con languidez en la superficie heladísima de la cama, pensando en una nueva frase para escribir la última nota que los vincularía a Lisandro y a él. Era como romper los vestigios de la sangre, los genes y el daño de las conexiones que los volvían hermanos. Era totalmente consciente de que las escenas anteriores serían como una vivencia lunática para Lisé, pero la fe que le tenía resultaba aún mayor.

Intentó pensar qué cosa le preguntaría Lis en caso de tenerlo al frente, pero tan solo alcanzó a formular un par de cuestionantes que se volvían burlescas. Quizás él le hubiera preguntado por qué le había hecho aquello tan terrible a Catalina: él, seguro de mantener a raya el corazón que le latía como un león furioso en el pecho, le hubiese respondido que no la había tocado, que ella había estado muy ebria como para fijarse y que el hermano no se detuvo a preguntar.

Era un secreto que se llevaría a la tumba, y que lo mantenía orgulloso de su pose de villano irremediable: Lisandro podía fingir muchas cosas, pero a él jamás iba a engañarlo con su antifaz de persona insufrible. Lo conocía tan bien, que estaba seguro del tamaño del amor que crecía entre Cat y él a pesar de las circunstancias.

Entonces comprendió la naturaleza de sus errores; él era, y durante mucho, mucho tiempo había sido, la circunstancia que no les había permitido madurar. Lisandro, por su lado, había dejado que Catalina se marchara una y otra vez. Y Catalina, como siempre, seguía esperando por él. Mientras sonreía, Vittorio Rocca saboreó la línea imaginaria de su encierro. Más que purgar una condena, su cuerpo estaba lleno de libertad.

Tomó la pluma con su mano izquierda, porque era surdo. Y comenzó a escribir. Dos únicas líneas. Nueve únicas palabras. Todos suprimían un solo significado. Era uno que Vittorio nunca podría pronunciar. Sabía que la tumba lo arrastraría primero antes de poder expresarse de manera humana. Por eso también sabía que gran parte de su ser ya no era humano.

Dobló la hoja por la mitad y luego la volvió a doblar, con mucho cuidado. El chasquido del papel en su dorso era como un recuerdo que intentaba meterse en su memoria. Una y muchas otras veces había intentado empujarlo al interior que no alcanzaba con las manos. Pero parecía estar reticente a irse por completo. Observó la hoja y el recuerdo le pinchó una neurona, luego otra y otra más hasta que una proyección de su infancia se coló en su mente.

Las palabras que había escrito tenían un trasfondo que solo Lisandro entendería: porque era experto entendiendo a la gente que le hacía daño. Sin embargo, Vittorio Rocca aún tenía esperanzas en él.

La memoria era tan vívida que se sintió caminando por los pasillos de Púrpura, cuando apenas la adolescencia comenzaba a fluctuar en sus facciones. En el reflejo de la memoria, Lisandro no sabía nadar. Y él lo observaba, desde el umbral de la puerta, pelear con sus visores nuevos. De vez en cuando soltaba la escalerilla, pero no podía ir más allá. Era tan vívida, que casi pudo palpar el agua en sus pies, oler la lavanda a lo lejos y sentir el aire de los Alpes Marítimos; aún en la celda, su derredor parecía coloreado del atardecer en la hacienda.

Al tiempo que dejaba la pluma sobre la cama, se percató del agua que surcaba sus mejillas; las lágrimas involuntarias estaban saladas, espesas y llenas de palabras que nunca podría decir. Sin embargo, no se sentía culpable por nada; las cosas habían sucedido como el destino lo había premeditado. Y aunque le había enseñado a Lisandro cómo controlar el agua, a pesar de que le llegara al cuello, era consciente de que jamás le retribuiría las malas decisiones que con los años había tomado.

Esa era la más tangible de sus culpas: haber decidido caer en las garras del demonio. Haber decidido abandonar a Ilse. Y, por último, haber decidido escribir una carta de despedida para su hermano porque no deseaba verlo nunca, jamás, el resto de lo que pudiera significar estar vivo para él.

—¿Estás listo? —le preguntó un guardia, que estaba asomado al interior de la celda parcialmente.

Vittorio se dio cuenta de lo bien que se sentía recordar que no siempre había sido un monstruo. Asintió, doblando más la carta. No tenía idea de siquiera si la podía catalogar como una carta, pero lo importante era que Lisandro sí entendería lo que trataba de decir con aquellas nueve palabras.

El médico lo estaba esperando; mientras se ponía de pie, tomó la última decisión a la que iba a aferrarse. El guardia no solo lo guiaba hacia la sala de interrogaciones; sino que le estaba llevando a grabar la confesión que necesitaba hacer. Quizá contemplaría al frente el recuerdo de haberle enseñado a Lisé cómo nadar sin tener miedo.

Quizá vería que, al final de todo, el dolor tenía límites, y que habían llegado a ellos por la fuerza. 

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