Capítulo 21
M: Hiatus - Fortune's fool.
Era un cuarto frío, con una luz nítida y una mesa de color cromado. Eliseo Rocca se encontraba observando sus manos, que un policía había esposado hacía como cinco horas. En la boca tenía los resquicios del sabor del vino que había ingerido durante la cena. Cuando paseó la vista alrededor del sitio, cuya extensión estaba seguro que no pasaba de los dieciséis metros cuadrados, sintió que la muerte, disfrazada de realidad, yacía frente a él, a través de la puerta, aguardando.
Iba a por él.
Mientras cerraba los ojos, escuchó la tenue voz de Lisandro entre sus pensamientos; no. Era más bien un recuerdo de su niñez. Había creído que las cosas se quedarían como hasta entonces, sin llegar a más, pero la locura de su mujer había roto las fronteras de lo ridículo: ahora estaba solo. Solo para enfrentar un destino del que era el forjador, y que en el fondo lo sabía merecido.
El hombre corpulento que lo había escoltado hasta allí abrió la puerta. Tenía un aspecto regio, sin un ápice de amabilidad en la cara. Aún no sabía la verdad, pensó Eliseo, y ya estaba siendo tratado como un delincuente; aunque pensó sus posibilidades nulas. Ahora que Rita estaba muerta, toda la culpa de las atrocidades que habían cometido a lo largo de los años, recaería sobre sus hombros.
Tuvo unas ganas enormes de que Matteo también viviese: porque después de todo, había sido él el inicio de aquella tormenta de arena. Ojalá, pensó, pudiera revivirlo. Pero sabía que cualquier intento por eximirse la culpa quedaría por los suelos. Todas las mentiras que había dicho ahora lo enfrentaban.
—¿Sabe? —le preguntó el hombre, que horas antes se había identificado con el título de inspector; no recordó el apellido, pero Eliseo alcanzó a entrever en su memoria que era uno de origen turco—. No es la sencillez del delito lo que más me sorprendió, sino el hecho de que no pudiera someter a Vittorio. En el estado en el que se hallaba hubiera resultado bastante fácil.
Era verdad; pero, a ciencia cierta, Eliseo Rocca comprendía que su valentía era casi nula cuando algo como eso ocurría. Por eso estaba tan oculto dentro de su cinismo, que era demasiado comparado con el ya extinto de su mujer.
—Me estaba apuntando con un arma —dijo, con el tono de un ebrio que apenas comenzaba a entender la tragedia de su intoxicación etílica.
El hombre se sentó frente a él y cruzó los brazos sobre el pecho. Eliseo se preguntó si ese sería el momento en el que entraría el policía «bueno». Pero se quedó esperando, ya que la puerta no se abrió ni hubo una segunda voz en la pequeña oficina. De pronto sintió más frío y los huesos le calaron. Pese a que se dio cuenta muy rápido de que aquella no era sino la consecuencia de no haber dormido desde la noche anterior.
Olía a sangre, además de que también olía a vergüenza. Era un residuo de sus penas del tamaño de su propio cuerpo, tan grande que sintió el pecho agotado y los brazos acalambrados, de tenerlos en una sola posición toda la noche.
—¿Su mujer...? —inquirió el inspector, un gesto de extrañeza en el rostro—. ¿Sabe usted por qué su hijo habría de querer matarla?
Lo sabía, pero no tenía intenciones de hablar de ello. Si algo podía hacer de maravilla era quedarse callado. En la mente tenía encarcelados miles de secretos; sobre la cuna de Lisandro, sobre los bajos escrúpulos de Matteo Rocca y sobre el amor enfermizo que Rita sentía hacia Vittorio.
—Entiende que está en graves problemas, ¿verdad? —insistió el hombre, inclinándose hacia el frente, sobre la mesa.
Eliseo enarcó una ceja en su dirección, respondiendo al reto que le suponía mantener la boca cerrada.
—Su hijo irá a prisión —susurró, los ojos engurruñados—, y a usted se le pude imputar por el intento de homicidio en contra de su otro hijo...
Agachó la vista hacia las esposas, entendiendo que la verdad lo dañaría mucho más si intentaba contarla. Estaba consciente de que bien podía decir «Lisandro no es mi hijo, sino mi hermano», pero era demasiado cobarde. Seguía creyendo que ocultar las cosas daba mejores resultados que develar algo con lo que la sociedad disfrutaría pasando de voz en voz, hasta crear un escándalo sin precedentes en su familia.
A lo que Matteo siempre le había tenido tanto terror.
Respecto de Vittorio, quizá también era pertinente que dijese: «Rita se casó conmigo estando embarazada» y añadir «porque yo tenía gustos perturbadores que ocultarle a mi padre y casarme con ella era la mejor manera de negarlo todo». Pero sabía que el hombre al frente haría de su vida un eterno recordatorio del monstruo que era.
—Ahora mismo hay un especialista hablando con Vittorio —murmuró el inspector, cuya mirada Eliseo no podía sostener—. ¿Qué tipo de padres intentan envenenar a un hijo?
Él no lo sabía. Y hubiera querido poder decir que no tenía ni la menor idea de lo que Rita había planeado. Pero, aunque intentara negarlo, era una cosa que ya no le extrañaba. Había vivido tanto tiempo a la espera de las tragedias que, ahora que el telón había subido, no sabía por dónde empezar a reconstruir el pasado.
Sintió un estremecimiento causado por el recuerdo de los primeros años de vida de Vittorio, cuando Rita le había dicho que aquel bebé era idéntico al que había sido el amor de su vida: un médico (casado) del que nunca había conocido el nombre. Recordó también haber cargado al bebé esperando sentir una pizca de cariño hacia él. No lo había conseguido.
—Cometí un único error en toda mi vida —masculló de repente, cuando el inspector se ponía de pie.
Ambos se miraron unos instantes, hasta que el detenido suspiró y se encogió de hombros.
—¿Aparte de arruinar a sus hijos? —lo instó el agente.
—Un único error —repitió Eliseo, el dolor en la garganta y el corazón zumbando en sus oídos—. Pero la familia es familia hasta en los peores momentos, ¿no?
—Explíqueme, porque no entiendo.
El inspector regresó a su asiento, confundido.
—Rita fue una víctima de mi familia. De mi padre, para ser exactos. Tomen pruebas de ADN de Lisandro y Vittorio: encontrarán el porqué de que mi mujer estuviera así de trastornada.
Conforme las palabras salían, Eliseo Rocca iba entendiendo que más preguntas surgirían de allí en adelante. Alguna vez Lisandro había donado sangre para Vittorio, pero los médicos solo le habían dicho que eran hermanos, mas no que compartían únicamente los genes de la madre; ya que cada uno tenía su propio padre. Él no era el de ninguno de los dos.
—¿O sea que Lisandro Rocca no era hijo de Rita? —preguntó el inspector, con cara de tener poca paciencia para él.
—Era su hijo —respondió Eliseo—. Pero nunca le quiso. Tuvo que tomar terapia luego de su nacimiento: le recordaba mucho a la persona que lo había engendrado.
Se detuvo a media retahíla cuando el inspector alzó las cejas en un gesto de preocupación. Según lo que sabía del interrogatorio previo de Vittorio Rocca todo apuntaba a que padecía de un complejo de Edipo mucho muy profundo. Cada una de las palabras del muchacho eran referidas al dolor de tener que acabar con alguien a quien amaba, pero que odiaba al mismo tiempo: por el bien de mi hermano, había dicho.
Mientras observaba a Eliseo, se rascó la barbilla, de la que sobresalían algunos vellitos.
—¿Me puede dar el nombre del terapeuta que la trató? —le dijo, con dos tonos de voz más bajos que los anteriores.
Eliseo se lo contó sin titubeos. Guardó para sí las ganas de preguntar de qué serviría que la policía supiera que su mujer había padecido depresión posparto. Y que en Lisandro veía la imagen de su verdugo. Aquel, se recordó, había sido su único error: aceptar Púrpura a cambio de no denunciar lo que Matteo Rocca había hecho y de lo que Lisandro era producto.
El inspector sabía que estaba frente a una intriga de familia manchada de sangre, y supo que sus próximos meses laborales se convertirían en un calvario. Se preguntó si aquella rutina valía la pena: fue entonces que recordó a Lisandro y Vittorio Rocca, que ninguna culpa tenían y sin embargo iban a pagar de por vida los estragos de sus padres —y del abuelo, que estaba claro no podría purgar sus culpas.
Se levantó de nuevo, al tiempo que guardaba la hojita que había sacado para anotar el nombre del terapeuta que había tratado a Rita Rocca.
—Si usted sabía todo eso ¿por qué lo permitió? —le espetó, ahora sentía lástima hacia aquel hombre, cuyo aspecto deplorable le daba la apariencia de haber envejecido diez años en unas pocas horas.
—Por la misma razón por la que Vittorio acaba de matar a su madre —gimoteó, mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas, luego añadió, en el medio del llanto—: A veces, cuanto intentas salvar del dolor a quien amas, resulta que le estás haciendo más daño. —Su mirada estaba perdida, y lucía espectral, anormal, irrecuperable. El agente tragó saliva—. Lo único en lo que pensé fue en ocultar las cosas que el mundo en el que vivimos utilizaría en nuestra contra. Jamás imaginé que la reacción en cadena sería tan estrepitosa.
Ya no podía preguntar otra cosa que aclarase mejor la situación. Si bien estaba en total desacuerdo en la manera de actuar de Eliseo, comprendió que la afrenta pública puede ser el terror de las élites. Cuando salió de la habitación, lo hizo con la idea de acudir al hospital en el que Lisandro Rocca había sido internado. Aunque no sabía por dónde comenzar a disculparse con él.
Dos o tres veces a lo largo de su carrera había estado de frente con infantes que sufrían daños paternos: sin embargo, esa era la primera vez que acudía a tratar de explicarle a un hombre hecho y derecho que su familia estaba arruinada, y que él sería el único que tal vez tendría un futuro más o menos estable. Estaba seguro de que, en su lugar, el mundo estaría dándole vueltas sin parar. Todavía no lo conocía y ya se hallaba de su lado, a pesar de que Vittorio le despertaba más melancolía que ningún otro en aquel enredo.
Tomó la decisión de postergar la visita a Vittorio, que hasta ahora no había negado nada de sus culpas y parecía muy capaz de comprender lo que le esperaba. El médico que le había echado el primer vistazo, no obstante, le había dicho que su mente estaba demasiado atrofiada, y que abrogar sus pensamientos de muerte era como intentar que los husos horarios dejasen de estar centrados en los meridianos.
Vittorio Rocca, entendió en el silencio del elevador en el que acababa de entrar, estaba tan roto que unir sus partes ya era imposible. A menos que él quisiera hacerlo. Pero ese era el detalle más grande: había aclarado que la vida había terminado completamente en su entorno, y que su hermano merecía aquella oportunidad que le ofrecían a él, porque era demasiado tarde. Se consideraba idéntico a su madre y hasta cierto punto, también le deseaba el mal a Lisandro, aunque de manera involuntaria.
Era más bien un vestigio de lo que Rita Rocca había sembrado en él con el paso de los años.
*
Apenas entrar en el pasillo que un médico le había señalado, Catalina se topó de frente con Francesco, que la miró con aire de alivio y sorpresa mezclados. Sin embargo, tras decirle que quería ver a Lisandro, el primo le comentó que había recibido otra dosis de medicamento y que se había quedado dormido.
Eran casi las cuatro por la madrugada.
Se sentaron uno al lado de la otra en las sillas soldadas a la pared del corredor. Soledad se encaminó hacia el desayunador para traerle un café a Franco, cuya apariencia era similar a la de un muerto viviente. Contagió a Catalina de su tristeza casi en el acto de que se habían dejado caer en las sillas, y aquello se convirtió en una de las pocas veces en las que la armonía había reinado entre ambos.
—¿Crees que quiera verme? —le preguntó ella, en un susurro.
Franco no se giró a mirarla, sino que lanzó la vista hacia el techo, al tiempo que cerraba los ojos.
—No lo sé —se sinceró—. No está muy parlanchín que digamos. Claro que no necesita hablar para darse a entender.
Catalina supo que se refería a que no quería hablar con nadie; y eso la incluía a ella, a pesar de que deseaba en el alma que fuera al contrario. Estar allí con Francesco y que no hubiera más malas noticias que las obvias, ya le había calmado al menos un poco del terrible espejismo que se había formulado un par de horas atrás, durante el trayecto hacia el centro de Cúneo.
Le pidió con toda la humildad de la que era capaz que le contara los hechos. Y una vez sabidos quiso olvidarlos todos.
Por su lado, Francesco, aunque quería hacerlo, no le dijo la verdad sobre el nacimiento de Lisandro, que de todos modos no estaba seguro de si él ya lo sabía. Deseó poder ser más valiente, o más astuto, o tal vez lo que le faltaba era que no se preocupara tanto por Lisé y que odiara menos a Vittorio. Sus sentimientos hacia ambos seguían siendo los mismos. Salvo que ahora unía a su padre, a su madre y al resto a ese oscuro túnel de mentiras en el que habían vivido casi todo el tiempo.
Catalina iba vestida como nunca la había visto. Su cabello estaba peinado con descuido en la parte alta de su cabeza, en un moño desprolijo que le obligó a entender la manera rápida en la que había corrido hacia allá. En la búsqueda, como siempre, de Lisandro.
—Necesito que sepas una cosa —murmuró, viéndola directamente a los ojos.
El gesto y las facciones de Cati seguían siendo infantiles y fatigados. Pero ahora tenía acentos femeninos marcados en los ojos y la boca. Su piel lucía apagada y el cabello tan reseco que Francesco pudo compararla con Lisandro de mil y un maneras. Era como estar frente a la mitad que faltaba de su primo; la que deambulaba por las sombras, en silencio, sin comprender aquel vacío de su propio cuerpo.
Cuando Cat le devolvió la mirada, sintió que las defensas que siempre traía en alto en su contra se desbordaban hasta desaparecer. Se mordió el interior de las mejillas con la intención de sostener el llanto en el fondo de su pecho.
—Si Lisandro se niega a verte —le dijo—, vas a comprender. Prométeme que vas a comprenderlo como lo hiciste hace tres años.
—No es justo que me digas eso —lo impelió ella, frustrada, con el ansia fluyendo por el rostro—. Lo que quiero es estar con él.
—Tú lo conoces, Catalina —insistió él—. Solo prométemelo. Cuando se despierte lo verás, pero si se niega a hablar contigo: no insistas.
Cati negó con la cabeza y se puso de pie, dándole la espalda a Francesco, que se inclinó hacia adelante y colocó sus codos en las piernas.
—Yo también te voy a prometer algo —prosiguió, pero Catalina se quedó en el mismo sitio, con la cabeza gacha, abrazándose a sí misma—. Te prometo que vamos a regresar a Bloomington. Entonces hablarás con él.
—Tal vez sea lo mejor —terció Soledad, que llegaba en ese instante y se sentaba junto a Franco, mientras le entregaba un vaso de café—. Yo creo que tener que enfrentar todo esto ya es suficiente para él.
Entonces, al final de todo, y de cualquier manera, no iba a poder pegarse a él como había deseado. Al girarse, Catalina se encontró con la mirada azulina de Francesco, que fingía dar sorbos a su bebida. Allí, al frente, no tenía al primo odioso y frenético que ni siquiera le hablaba con cortesía en la escuela, sino que yacía aquel muchacho asmático que apenas conseguía nadar dos vueltas seguidas en la piscina junto a ella y Lisandro.
No entendía cómo podía ser lo mejor. Desde el ángulo en el que ella lo veía, Lisandro necesitaba saber que lo amaba y que lo había amado desde siempre. Que en un futuro quería poder hablar sin la misma ciegues con la que se habían alejado. Ahora quería decirle que había ingresado en la universidad con la esperanza de poder aceptar que lo amaba como no iba a hacerlo con nadie, nunca.
No le cabía en el cuerpo lo que sentía por él, así como no le entraba en la cabeza que estar sin él fuera su destino.
—Durante ocho años he esperado reunir el valor suficiente para decirle cómo me siento —murmuró, no sabiendo si hablaba consigo misma o con los jóvenes al frente—. Y ahora que me he decidido a hacerlo, para intentar ayudarlo, ustedes me dicen que me aleje de él. De verdad que no comprendo.
—Ponte en sus zapatos —le dijo Soledad, luego de dar un sorbo a su café—, si te hubiese ocurrido a ti, ¿qué sentirías al saber que la persona que amas conoce esta parte de tu vida?
Aunque trató de hacerlo, Catalina no consiguió responder. Al principio creyó que era una pregunta fácil, pero ponerse de lleno en el lugar de Lisandro le recordó aquel entonces cuando tuvo la oportunidad de contarle lo de Vittorio. «Si a mí me estuviese ocurriendo esto», pensó, y luego concluyó: «sentiría vergüenza de que él supiera qué clase de familia tengo».
No les daba del todo la razón, pero era verdad que no tenía ganas de contender. Luego de mucho, Francesco y ella volvían a tener algo —alguien— en común. Por lo que sí, valía muchísimo la pena soportar un poco más. De cualquier modo, entendió mientras se sentaba por el lado derecho de Francesco, que conocía bien cuál sería la reacción de Lisandro.
Había esperado mucho, sí, pero también se había ocultado en su cobardía bastante. Lo suficiente para ser más paciente todavía.
En ese momento, cuando Sol le extendía otro termo de café, un médico de cabellos crespos y entrecanos entró en la habitación que según Franco era la de Lisandro. El primo de éste se irguió del asiento y les hizo una seña para indicarles que entraría. Y las fuerzas de Catalina se fundieron con su desesperación, y con el amor que sentía arraigado en el estómago, en el corazón y en la mente, al tener la certeza de lo que ya sabía.
Sin embargo, cuando Francesco se asomó a la puerta y le pidió que entrara, con un semblante de energía renovada en el rostro, le volvieron al cuerpo las mil y una cantidades de convicciones que había perdido con el paso de los años. El corazón le bombeó con frenesí, como cuando estaba en el agua, y las falanges le temblaron y se le pusieron frías, como si ya no hubiera la suficiente sangre en ellas como para mantenerlas tibias.
La sensación de ahogo le invadió los pulmones mientras se levantaba de la silla y le daba a sostener el vaso térmico a Soledad, que la miraba, atenta. La pelirroja se puso de pie y caminó con ella hasta el umbral; fue allí que Catalina supo qué era lo único que necesitaba decirle. Lisandro entendería que solamente el tiempo y el amor que ambos sentían por el otro, le ayudarían a restaurar aquel rompecabezas en el que se había convertido sus vidas.
—¿Necesitas algo? —le preguntó Sol, viendo que Cati no se atrevía a tomar el pomo de la puerta.
Era el miedo de siempre lo que estaba junto a ellas. Aquel miedo terrible a no avanzar, el que la mantenía estancada, lejos del camino que conducía a la estabilidad emocional.
—A él —dijo Catalina, tragándose completamente su miedo.
En cuanto empujó la puerta, Soledad regresó a sentarse en las sillas del pasillo, convencida de que Catalina había comenzado a ver a través de sus propios errores la única y limpia verdad a la que estaba condenada: seguía teniendo fe en él. A pesar de todo.
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