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Capítulo 2










M: VÉRITÉ - Underdressed.









Francesco Rocca había padecido asma cuando niño. Y de adolescente había seguido siendo débil y de aspecto famélico, con ojeras remarcadas bajo los ojos. Aunque para entonces la enfermedad aquella era solo un mal recuerdo, Franco, como solían llamarlo casi todos, tenía un modo de ser raro y único gracias a ella; Lisandro le quería como a un hermano.

—Hazle caso, mejor déjalo —le espetó. Sus cabellos negros estaban empapados. Acababa de terminar la práctica de ese día, los músculos todavía tensos por el ejercicio—. Catalina no quiere contarte nada, ¿por qué insistes?

—Tal vez es solo mi ego —susurró Lisandro, una media sonrisa dibujada en su boca, se quitó el gorro de silicón de la cabeza—. ¿A qué hombre le gusta que una mujer se le niegue tantas veces?

Francesco sopesó las palabras de su primo. A un par de metros se extendía una baranda, que a su vez protegía la entrada a la piscina olímpica. Observó que las chicas seguían haciendo crol* y que el entrenador se estaba exasperando. A veces se decía que era mejor no intentar comprender lo que Lisandro sentía por Catalina y viceversa, ya que el tema lo sacaba de quicio. 

De hecho Franco era testigo repetitivo de los peores momentos de Lisandro, memorias por las que nunca preguntaba. Sin embargo, con Cat era todo muy distinto. Así que preferían mantenerse en el margen de lo desconocido respecto de ella. Hasta ese día, por supuesto, en el que Lis había amanecido particularmente contrariado por un aparente lapsus de terror nocturno que había sufrido Catalina durante la fiesta de bienvenida.

Al fondo del deportivo escuchó el grito de Thomas, uno de los compañeros de su grupo, que los llamaba para que se reunieran con él.

—¿Es solo eso? —preguntó con desconfianza.

—¿Qué otra cosa sería, si no es curiosidad? —A pesar de la ironía en su tono, las palabras de su primo no conseguían convencerlo. No al menos del todo.

Francesco sonrió, elevó la mano sujetando la toalla y comenzó a secarse el cabello. Lisandro se había sentado en un escalón de las gradas de concreto destinadas para el público, sus antebrazos en el segundo peldaño, las piernas estiradas hacia delante, de modo que podía mirar el techo sin problema.

—Eres un pésimo mentiroso —musitó.

—El que pregunta estupideces... —respondió Lisandro.

—¿Crees que yo me veo estúpido preguntándote lo obvio? —inquirió. El otro le dirigió una mirada que escondía más de una emoción—. Deberías ver cómo luces mirando como tonto a una chica que jamás te dirá que sí.

Lisandro entornó los ojos. Volvió a mirar el techo con gesto cansado. Más tarde, cuando Franco se había ido y hablaba con Thomas vio que Catalina se dirigía a los vestidores en compañía de Sol, la única chica con la que se la veía pasar el rato. Una idea cruzó su mente, y tuvo que arrellanarse en la grada por lo incómodo que se sintió de pronto.

Definitivamente no le iba a preguntar nada a Soledad.

Contempló al resto del equipo que se retiraba, al entrenador reprendiendo a Dwain, el más lento y rebelde del Club, el ex de Catalina. Frente a él, Franco y Thomas se burlaban de Fedra, la nadadora de relevos que había roto su traje de baño en la práctica de ese día. Se levantó de la grada y al llegar junto a él le palmeó la espalda, todavía llena de gotitas de agua, a Thomas.

No quería dar a entender más cosas de las posibles, pero estaba comenzando a creer que se había pasado de la raya. Con Catalina no sabía nunca cuál era el límite, porque justo cuando ella le sonreía o se quedaba con ellos un poco más de unos cuantos minutos, el sentimiento rumiaba su consciencia. Se convertía, muy a su pesar, en una presa fácil. Como un niño con un dulce.

Thomas y Francesco platicaban siempre, pero él se limitaba a oírlos. En su cabeza seguía presente la ignorancia sobre el frasco de medicamentos, eran calmantes o algún tipo de antidepresivos. No pudo evitar que esto fuera de dar miedo. Recordaba a Catalina de niños y adolescentes y nunca la había imaginado tan débil y triste, como ya era costumbre verla por esos días. 

Pensar en los años que se habían ido no era algo en lo que le agradara entretenerse, pero resultaba incontrolable. Era una sensación de amargura que si se concentraba lo hacía oír a su madre: sus constantes repeticiones, sus palabras hirientes y todas las veces que le recordaba lo poco deseado que era en la familia.

—¿Estás aquí? —Thomas lo estaba mirando, mientras se dirigían a los vestidores, las toallas echadas sobre los hombros, todavía vestidos con el pescador de lycra spandex—. ¿Te quedaste en la piscina de nuevo?

—¿Por qué le dan antidepresivos a una persona? —se encontró preguntando. Se dijo que tenía que controlarse, que debía darle un poco de dignidad a su persona.

—Dios, ¿de veras seguirás con eso? —susurró Francesco, a Lisandro no le importó el tono furibundo de su primo, que no pasaba desapercibido pues sus grandes ojos azules parecían querer saltar de su órbita—. Incredibile.

Franco hablaba italiano si estaba molesto. Como en ese instante. En cuanto a Lisandro, se podía jactar de conocer sus peores facetas, las mejores igualmente: una de ellas era que su capacidad de perdonar a los que lo dañaban parecía nunca llegar al máximo. En ocasiones le había descubierto meditabundo, tan absorto que no se atrevía a interrumpir ese momento. Aunque en ciertas veces le dolía pensar que su hermana muerta, tuviera que ver en ello.

Por eso se sentía culpable cada que le echaba en cara su amor platónico por Catalina, que Lisandro juraba inexistente, pero que se le salía por los ojos y se le escurría entre las palabras al hablar de ella; cualquier cosa que fuera sobre la susodicha siempre había significado algo malo en sus pláticas. Lisandro había estado enamorado de ella desde pequeños.

—¿Por qué no le preguntas? —La sola idea lo hizo temblar. El día de la fiesta se había atrevido a inquirir sobre el insomnio de Cati. Ella no había reaccionado como esperaba y casi ocurría un accidente del que se hubiera sentido más culpable todavía. Culpable de otro crimen. Culpable como solo él se llegaba a sentir en los instantes en los que recordaba a Ilse, la hermana de Franco, que había fallecido cinco años atrás.

Thomas agachó la cabeza, se le habían caído los visores. Entonces Francesco pudo ver mejor a Lisandro: no le respondió nada, y lo vio un poco agitado. Él mismo comenzó a exasperarse.

—Sí, Lis —ironizó Francesco—. Pregúntale.

Imposible. Lisandro miró la rampa que descendía hacia los vestidores, la salida de emergencia desde aquel punto del campus.

—No me dirá nada —dijo.

—Exacto —gruñó Francesco, siguieron caminando.

Thomas sentía la presión de estar siempre en el medio de ambos. Era el único amigo de dos primos que gozaban de personalidades totalmente diferentes. Francesco era un niño mimado, que con el tiempo había aprendido a sobrevivir en un mundo de bravucones; en cambio, Lisandro, había sido independiente, según sabía por ellos mismos, desde pequeño. Tenía un hermano que era el primogénito y el culpable de que él siempre se hubiera quedado en segundo plano.

Aunque para Lisandro la primicia del nacimiento era algo ridículo y sin importancia.

Thomas lo admiraba mucho, dejando de lado que tuviera un temperamento calculable, en el filo de la prepotencia; luego de conocerlo, se había percatado de cómo los dos primos Rocca ya le eran indispensables. Eran un equipo dentro del equipo de natación; el tipo de grupos que se junta por complementos diferentes al interés. Eran amigos porque se sentían a salvo siéndolo.

Apenas llegar a los vestidores se dieron cuenta de que había muy pocos miembros ya. Se quitaron los pescadores y entraron en las duchas.

—Puedes tener a la chica que quieras, Lisandro —musitó Francesco. Las regaderas eran compartidas, no había nadie más que ellos—. Insisto, ¿por qué Catalina? ¿Es por su padre?

Lisandro conocía muy bien al señor Medinaceli. Tanto que el hecho de que se le mencionara lo hacía estremecer. Era el dios personal de Catalina. No le tenía miedo porque fuera un ser sin tacto, sino porque conocía hasta dónde era capaz de defender a sus hijos: Vittorio, su hermano mayor, siempre había tenido distintas rencillas, por distintos motivos, con Axel, el también hermano mayor de Catalina.

Recordar que ambos tenían prohibido acercarse a ella lo hizo sonreír.

Una que otra vez se había preguntado si ella no se daba cuenta de sus miradas furtivas y sus roces accidentales; porque Thomas y Franco lo habían interceptado más rápido de lo que él se hubiera permitido hacerlo. 

—Ya sabes que no me gusta el romanticismo —dijo, pero no supo cómo seguir con la excusa: Thomas y Fran la conocían muy bien.

—Yo creo que lo de ustedes va más allá de las palabras. —Thomas le interrumpió las cavilaciones, pensamientos que giraban en torno a Catalina. Catalina y siempre Catalina—. Si hablaras menos e intentaras que ella hablara menos también...

Por un instante no alcanzó a entender la sugerencia. Se volteó, desnudo como estaba, los labios rojizos, el rostro y cuerpo de piel blanca, a mirar a los otros dos que seguían bañándose. Luego de unos segundos, mientras observaba cómo el agua se iba por la coladera, el pequeño remolino que se formaba alrededor de los cuadros del piso, llegó a la conclusión del planteamiento que Thomas proponía.

Se le antojó ridículo.

—La verdad es que no te entiendo —añadió su primo, que cerraba la llave de la regadera—, ¿por qué este repentino interés? Pensé que lo habías superado. Pensé que ocho años habían sido suficientes para olvidar aquel verano...

«Aquel verano». En ocasiones, Francesco lograba sacarlo de sus casillas. Negó con la cabeza y jalando una toalla donde se extendía un tubo para colgarlas, salió de las regaderas.

Thomas y Francesco ya conocían aquella escena a la perfección; si en una oración, el sujeto era Catalina, la plática completa se convertía en una chimenea con cenizas crepitantes. Aunque Lisandro dijera «no», ellos sabían que la respuesta a la frase «estás enamorado de ella» era un «sí» rotundo.





*





Se recargó en el muro de su lado en la habitación: Soledad escribía algo en su laptop y Cati seguía los movimientos rápidos de sus dedos sobre el teclado. Estaba comiéndose una manzana.

Alguna vez, en el ciclo pasado, Lisandro le había dicho que parecía robot. Sol decía que era por celos, que Lis estaba a por ella siempre, pero Cati pensaba que era por otra cosa, que Lisandro siempre le había guardado un tipo de rencor por el verano luego de la propuesta.

Y eso que no se había enterado de lo otro, lo otro que había desencadenado tantas mentiras entre ellos.

—Lisandro se quedó con mi bote de pastillas —musitó. Quería conseguir que Soledad le dijera algo, pero estaba enojada, como otras veces antes—, más temprano le iba a pedir que me las regresara, pero me dio...

—Miedo... —la interrumpió la otra muchacha, concentrada en la pantalla de su portátil—, ya he escuchado esa misma canción durante casi tres años, Catalina.

Al menos le había hablado. Cati la miró de nuevo, dejó la manzana a medias sobre la cama; se sintió triste, las lágrimas formándose en la línea de su párpado. Al principio de su vida universitaria, se había quedado en el limbo de la antipatía, pero el tiempo le había dado a entender que necesitaba un hombro, un consejo; lo confirmó cuando el rector las asignó en el mismo dormitorio. Soledad era una chica fuerte, con un orgullo que imperaba. Regañaba constantemente a Cati, y a veces no le dirigía una frase.

El segundo año de vivir juntas, ambas habían aprendido a confiar en la otra. Ahora Sol sabía lo que había hecho, aquello que había desatado una desgracia sobre su familia y el aliciente para que decidiera matricularse en Bloomington, tan lejos de casa. Tal vez el hecho de que supiera que Lisandro y Fran irían también, por la selección de natación del campus, la había ayudado a inclinarse por esa opción.

Ya había decepcionado a muchas personas; aunque sus padres eran todo amor, su madre bien le había dicho que nada pasaba por casualidad y que lo que sucediera de allí en adelante tendría que asumirse como cualquier acto premeditado, pese a que ella no había planeado hacer nada de eso. Importaba no herir a Lis por ese entonces y llevaba tiempo intentado no hacerlo.

Pero él tenía razón: ya no congeniaban. Eran muy diferentes. Lisandro tenía actitudes contrarias que Cati toleraba porque se sentía culpable de solo mirarlo a los ojos. El verano —hacía ocho años— se había interpuesto entre ellos como una barrera. Ahora eran tan desiguales y agrios el uno con la otra que a Catalina le suponía una pérdida de tiempo intentar reponer los daños. Lo admiraba mucho por ser quien era, pero también estaba enojada con él. Por ser tan perfecto siendo que a ella se la acumulaban los defectos hasta en los folículos del cabello.

—Iba a decírselo. Lo juro —carraspeó. Entonces Soledad levantó la vista, cerró la laptop y suspiró, con intención de escuchar a Catalina porque se avecinaba uno de esos momentos—, pero... es que él es tan... No lo sé.

—¿Lo que él hizo importa?

Catalina negó con la cabeza; no era una persona prejuiciosa, mucho menos con Lisandro. Le agradaba verse en el espejo y recordar cómo era antes de haber hecho lo acontecido. Él había sido un adolescente perspicaz, le había hecho prometer que iría a la misma escuela que ella porque quería que le respondiera una pregunta. Se trataba de algo que en ese instante —a los quince años— se le había antojado infantil.

Antes, cuando Lisandro le había enseñado a nadar, Catalina sentía mariposas en el estómago cada vez que sus manos de dedos blanquecinos y delgados la tocaban. Él lo hacía por ayudarla, pero su amistad se había ido transformando. Hasta el momento en el que Lisandro decidió que podían ser algo más que amigos.

Tras encontrarse de nuevo en el campus, Catalina no había sabido cómo explicarse. La voz de su interior le había dicho que él no iba a creerle, mucho menos si se enteraba de lo que había hecho. Ni siquiera iba a considerar escucharla después de que le confesara la verdad. Lo iba a lastimar y estaba renuente a hacerlo. En la actualidad, Lisandro era más valiente, o siempre lo había sido, pero estaba segura de que ella tenía la culpa de que su relación fraternal estuviera rota.

Que Francesco la odiara era un punto más para añadir a esa teoría: ambos eran inseparables. A pesar que de pequeños Franco siempre la había querido, por aquellos días ya no era lo mismo. Los tres formaban una ecuación incompleta con caracteres completamente fuera de lugar. Lisandro y ella, en especial, se habían convertido en personas con metas e ilusiones distintas.

—Si le digo sentirá repulsión de mí —consideró, Soledad abrió los ojos como si el gesto pudiera hacerla oír mejor; Cati hablaba muy bajito para su gusto.

Se levantó de su cama y cruzó el espacio que la separaba de la de Catalina. Se echó una almohada en el regazo conforme se dejaba caer a un lado de su compañera. Cati la miró de nuevo, sus mejillas encendidas en color rosa.

—Él se enredó con su prima y a ti no te importa. —Sol quería hacerla entrar en razón. Siempre había sabido que Lisandro y ella tenían una historia inconclusa, tan potente como nunca había visto, pero le gustaba ser discreta. Algunas veces había estado a nada de contarle ella misma a Lisandro, mas se detenía por la debilidad de Cati, por su cinismo y por ese odio irracional que sentía hacia sí misma.

Si notaba las miradas de Lisandro, sentía que algo en el pecho se le amagaba, como la culpa por ser testigo del amor que dos personas se tienen y no poder gritarlo. Se preguntaba si a Franco y a Thomas les pasaba lo mismo. Ellos, después de todo, eran los compañeros de Lisandro, un ser taciturno, que resguardaba sus pasiones como algo sagrado: al menos eso era lo que podía ver ella, y era muy intuitiva y observadora, así que dudaba mucho estar equivocada.

—Es muy diferente, Sol.

—¿Por qué?

—Porque él se enamoró, ¿no? —Catalina respiró muy hondo. Le ardían las mejillas, el corazón le latía más frenético que de costumbre.

—¿Se lo preguntaste? En realidad sabes poco menos que yo, igual y puedes preguntarle a tu hermano, César seguro que sabe más...

—Ni loca —se apresuró a decir Cati. Se levantó de la cama con un salto. La habitación tenía solo las luces del buró encendidas, por lo que las esquinas se encontraban sumergidas en un manto negro, sombras oscilantes. Afuera, a través de la única ventana en el cuarto, alcanzaban a ver las ramas del roble que se levantaba en el medio de los dormitorios, la oscuridad en el patio y una parte de la fachada de las otras casas—. Mi hermano me hizo prometer que me olvidaría de eso, ya lo conoces.

En efecto. Soledad conocía bien al hermano de Catalina. Cómo deseaba que ella fuera un poco más como él: con la frente en alto, sin importar lo que ocurriera. Misma característica que tenía Lisandro y por la que Cat estaba embelesada.

Mientras mantuvo una relación con Dwain, Cati decía que odiaba a Lisandro, tan pedante, tan perfecto. Pero Sol la veía con detenimiento y se reía internamente de su amiga: era muy mala mentirosa. En lo personal, quería pensar que Lisandro no ponía la suficiente atención, que los ademanes de Cati eran tontos, torpes, lo que hacía difícil de notar sus sentimientos. Ella los conocía muy bien ya porque estaba acostumbrada a oír sus quejas, a recordar cosas ridículas que habían pasado por mera casualidad.

Catalina tenía una imagen tan limpia de Lisandro que se sentía, de cierta forma, como nada junto a él. Su cronometraje, la decisión de sus pasos, su convicción a la hora de desenvolverse. Todo en el joven era digno de envidiar y a veces ella se lo había permitido también. Lo que no lograba visualizar bien en su interior era que ese coraje hacia Lisandro era el enojo por saberlo, probablemente, inalcanzable, como el peor de los frutos prohibidos.

—Entonces hazle caso, Catalina —dijo Soledad. Se recostó en la cama, miró hacia el techo y cerró los ojos—. Olvídate de Lisandro. Haz tu vida. En dos años se habrán perdido de vista y tal vez no lo volverás a ver.

Era una posibilidad.

Entonces, ¿por qué dolía tanto? Dio un par de vueltas en la habitación contemplando los recuerdos, las vivas imágenes de las temporadas que habían pasado juntos. Se dijo, mientras se mordía el interior de la mejilla, que eran memorias destinadas a la muerte y al olvido, que lo que nace a tan temprana edad no podía haber llegado a ningún lado.

Un par de toques en la puerta la hicieron sobresaltar. Catalina se giró sobre sí misma, vio la puerta como si se tratara de un ente maligno y permaneció quieta y en silencio. El corazón le estaba latiendo vehemente y tuvo que obligarse a creer que no era lo que estaba pensando.

Al ver que no se movía, Soledad se puso de pie. Caminó rápido hacia la puerta y se encontró con Lisandro recargado en el marco. Éste no hizo ningún ademán ni intentó saludarla, tampoco sonrió o la miró a los ojos. No, él había lanzado su mirada grisácea de lleno hacia Catalina, que seguía de pie en el mismo lugar que minutos atrás.

—¿Podemos hablar? —quiso saber Lis. Catalina no conseguía responder.

Fue Soledad quien comprendió primero por qué Cat estaba perpleja, con el miedo fluyéndole en las extremidades. Nada más tenía puesto un short y una blusita, porque tenía más de una hora con ganas de irse a dormir. Volvió la vista a Lisandro, que ahora sí le concedió un poco de atención, mas no de la manera esperada. No le dijo nada, no entreabrió los labios ni le temblaron las comisuras de éstos.

Por un breve lapso se sintió intimidada, como si le debiera algo. Fue allí que condujo sus ojos hacia una verdad que probablemente pondría mal a Catalina. No supo qué hacer al mirar el frasco amarillo en la mano que él tenía todavía colocada junto al marco de la puerta. Deglutió saliva, observó la vestimenta del joven y llegó a la conclusión de que, por sus pants, su camiseta blanca y sus zapatos tenis, también había dejado la cama para venir hacia el dormitorio de chicas.

—Voy a... —La verdad era que no sabía qué haría, así que optó por ser sincera y añadió—: Creo que ustedes tienen que hablar, voy al jardín así veo cuando Lisandro se vaya.

Vio otra vez hacia Lisandro, quien esbozó una sonrisa trémula, un mohín con sus labios apenas perceptible. No. Era imposible que le cayera mal alguien y era imposible que Catalina se olvidara de él.

—Gracias —dijo él, al tiempo que se enderezaba por completo.

La chica torció un gesto para restarle importancia al hecho y se fue caminando hacia el pasillo donde estaba la escalera. Antes de comenzar a bajar notó que Lis no se había movido para nada. Imaginó que Cat tampoco. Bajó con cuidado, temiendo que cuando Lis se fuera le dejara en el cuarto a una Cati hecha trizas. De nuevo.








____

*Crol: es un estilo (natación) que consiste en que uno de los brazos del cuerpo se mueve en el aire con la palma hacia abajo dispuesta a ingresar al agua, y el codo relajado, mientras el otro brazo avanza bajo el agua. Las piernas se mueven de acuerdo a lo que en los últimos años ha evolucionado como patada oscilante, un movimiento alternativo de las caderas arriba y abajo con las piernas relajadas, los pies hacia adentro y los dedos en punta. Por cada ciclo completo de brazos tienen lugar de dos a ocho patadas oscilantes.

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