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Capítulo 19










M: Jarryd James - This time.

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*




Valle de Gesso, Cúneo; Italia. Marzo del 2008.



Aparte de nervioso, Francesco se sentía enojado. Era la cuarta vez que revisaba su teléfono, esperando que hubiera alguna señal de Lisé: pero no la había. Hacía dos horas que su primo se hallaba en lo de Rita, ya que ésta lo había llamado por la mañana diciéndole que tenían que discutir el problema que seguía pendiente entre ellos.

En la sala, se hallaba también su madre, que lo contemplaba tras echar vistazos a su revista. Erika tenía el mismo semblante estoico que su fallecida hermana, solo que más vivaz y menos altanero. Fran se rascó la nuca al encontrarse con la mirada azulina de su progenitora, que era una de esas apacibles, para tranquilizarlo —o tan solo intentar, ya que no podía tranquilizarse aunque lo quisiera.

—Estoy seguro de que algo va mal —le dijo Francesco, consciente de que cualquiera, inclusive su madre, le diría que estaba yéndose por el cielo con sus exageradas preocupaciones—, no sé, pero no es buen augurio que Rita quisiera hablar. Y Lisé no me coge el móvil.

—Espera una hora, si no contesta, podemos darnos una vuelta por allá.

Escuchar la voz de aquella mujer no le quitaba menos tensión a sus hombros. De hecho, desde la muerte de Ilse, no había cosa que ella le dijera que él no soliera poner en tela de juicio; después de todo, Erika, su madre, siempre mentía: una vez había dicho que Ilse estaba muerta por un paro cardíaco, cuando era la ingesta de todo un bote de somníferos lo que había causado su deceso.

Franco no creía en el cielo ni en el infierno; más bien, y muy a pesar de las manías católicas de su familia, incluso a pesar de Lisandro, pensaba que ambos se vivían allí, en lo terrenal.

—No se siente bien —musitó, al tiempo que se ponía de pie, apretando el celular en su palma.

En cuanto dejó la estancia a sus espaldas, apretó los párpados y se recargó contra el primer muro que halló en su camino. Una parte de su cuerpo estaba en sintonía con su cerebro, que le decía «no está sucediendo nada», pero el otro, su sexto sentido que parecía tan frío, gritaba con estrépito que era su deber ayudarlo.

Muchas veces había cometido el error de ponerse en el lugar de su primo, sin haber conseguido llegar a una conclusión exacta; con referencia a Lisandro siempre era lo mismo: un concepto, una palabra, una frase inconclusa, todo era inexplicablemente inútil porque nunca había logrado entender cómo funcionaba su mente —o su corazón.

Él odiaba a muchas personas. Y con el tiempo, había comenzado a creer que lo hacía porque cada vez que dañaban a Lisandro él se veía en la obligación de guardar el rencor que el otro no se permitía. No sabía si llamar a aquella actitud altruista o masoquista. Sin embargo, atareado y ansioso, intentó ver más allá del dolor de Lisé, mientras trataba de controlar sus malos pensamientos.

Cuando el meollo era sobre Rita Rocca, todo cuanto podía imaginar terminaba en caos, o en algo relacionado con éste.








Lisandro observó, minucioso, a su hermano, que no le había apartado los ojos de encima durante toda la cena. Estaba completamente seguro de que algo ocurría, algo que se asemejaba a una corriente que no podría detener, y que lo arrastraría si no se sujetaba de sus ideas más lógicas. No era que tuviera miedo, sin embargo, para ese entonces, le resultaba imposible no tomar a mal el silencio que gobernaba en el comedor.

Tampoco estaban los empleados, como otras veces.

Vittorio sonrió, de pronto, con más entusiasmo que nunca en su vida. Una vena le palpitó en la sien izquierda; al tiempo que deglutía saliva, Lis sujetó la copa llena de vino y se la llevó hasta la boca. No bebió nada. Fingió que sí. Un regusto a almizcle le llenó el paladar apenas un poco de líquido se deslizó infraganti en el interior. Vittorio entrecerró los ojos, miró a su padre, volvió a sonreír y levantó la copa en dirección del centro, sin destacar a alguno de los presentes.

Rita, por su lado, permanecía en silencio. Cosa que a Lisandro también le provocó un augurio de peligro, peor que cualquier otro que hubiera tenido rondando en su mente. Cabizbajo, miró dentro del plato que tenía servido al frente, los restos de comida y la ensalada que no había tocado porque la odiaba. Por primera vez en su vida, se arrepintió de no haber escuchado a Francesco esa tarde.

Pero como tal, estaba allí, de frente a lo que parecía ser un duelo a muerte. Solo que no alcanzaba a distinguir quién era el padrino y quién el retador.








Romualdo dio un pequeño respingo en su asiento, al escuchar el fuerte azotón que su hijo acababa de darle a la puerta. Por un solo instante pensó en exhortar que debía tener más cuidado con su actitud poco afable, pero cuando le vio los ojos de preocupación, y los ademanes desesperados, concluyó que las razones que habían llevado a Francesco a actuar de aquella manera pronto serían de su conocimiento.

—Lisandro no ha vuelto y no me toma las llamadas —se lamentó, entre ansioso y afligido.

Su padre saboreó las palabras, las meditó, se recargó en el respaldo de su silla en el despacho y suspiró, larga y pesadamente.

—¿A qué fue? —inquirió, con un sentimiento desaforado apretándose en su pecho.

De repente el miedo también lo invadió, y no porque no estuviera acorde con el masoquismo de Lisandro, que seguía teniendo fe en su familia (por promesa hacia su abuelo), sino porque los anteriores eventos los tenían con el vaso medio vacío, y no medio lleno como era la costumbre en la casa Rocca.

Le lanzó una mirada inquisitiva a su hijo, antes de erguirse y hacerle una seña para que fuera detrás de él.

Bajaron las escaleras; Romualdo en un silencio que escudriñaba las posibilidades, Francesco comenzando a formarse más de las sospechas que ya se encontraban haciendo fila en su corazón. Sentía que Lisandro corría alguna especie de peligro, no del tipo espiritual, como otras veces, esta vez era peor.








Seguía mirando su plato. Al frente, Rita lucía extraña, con los ojos clavados en sus propias manos. Eliseo, su padre, era como todo el tiempo: un fantasma injertado en la rama familiar. Engullía con parsimonia, con aspecto despreocupado, en silencio, viendo a diestra y siniestra. Él no cambiaba nunca; Lisandro temía que sería así hasta sus últimos días.

Volvió a suspirar, cansado, sopesando lo que a continuación era prudente hacer.

—Madre dijo que la única manera de hacer que afrontes tus obligaciones aquí es que te mueras —sonrió Vittorio.

No era una mueca de diversión, sino de pesar. Los ojos azules, intensos, sin vida, de su hermano se posaron sobre los suyos, y leyó en ellos la expresión perfecta de lo que estaba intentando decir. 

Cuando Lisandro agachó la vista de nuevo hacia la mesa, la copa que iba por la mitad para ese entonces, ya con la respiración agolpada y el pulso acelerado, lo hizo a tiempo para escuchar a Rita mascullar—: ¿Qué carajo haces?

—Lo que dijiste, madre —susurró Vitto—, lo hago entrar en razón.

—Vittorio. —Había alarma en el intento de amenaza de su madre.

Al contrario de lo que había deseado, todo lo que pudo oír fue un chirrido de auxilio, como si la persona que le había dado la vida hubiera sabido en ese momento que las cosas estaban a nada de salirse de sus manos.

—Por favor, madre —contradijo Vittorio, y Lisandro lo miró.

Estaba sacando un arma pequeña de alguna parte debajo de la mesa, quizá su pantalón. Lisandro no quiso hacer ningún movimiento. La mirada de Rita, a diferencia de la de su marido, que observaba el cañón con el terror vivificado en el iris, se dejó caer de lleno encima de Vittorio.

Ahora no solo había advertencia en ella. Había también furia.

Los ojos de su madre eran como un volcán a punto de hacer erupción.

Vittorio dejó a un lado de su plato el arma.

—Solo quiero que charlemos en familia, ¿no era eso lo que querías?

Luego de tanto tiempo, Lisandro sintió que el problema era solo entre su madre y su hermano. Sintió que el fin de algo estaba por llegar y sintió que por fin había perdido la fe. Se preguntó cómo era que nunca oía lo que la gente estaba advirtiéndole todo el tiempo.

«Es como sentarte en la mesa del mismo diablo», le había dicho Franco, y después había prometido que aquella sería la última vez que los vería. Tras haber besado a Catalina, como hombre y no como niño, quería más, y ese más de intermitencia se acababa allí, porque cualquiera de las cosas que podrían suceder en los siguientes minutos, terminaban en una línea paralela que separaba su vida de la Cat en el futuro.

Era eso lo que se negaba a aceptar. También deseó poder haberle dicho que la amaba más que a nada en el mundo. Hubiera querido besar sus pies de ser necesario con tal de absorber su recuerdo.

Pero allí ya no había más tiempo.

Lo sabía por el jugo que estaba paladeando en la boca. Y también por el terror en la mirada de su padre. O en la desesperación dibujada en los rasgos demacrados de su hermano, cuyas facciones todavía mostraban la violencia que sus propias manos le habían infringido.

—Tú no te acuerdas, Lisé —continuó Vittorio, ahora con la mano derecha recostada sobre la cacha del arma, la mirada encima de su padre—, pero madre te odia porque sabes su secreto... Sabes qué tipo de mujer es.

Estaba en lo correcto; Lisandro no tenía la menor idea de lo que hablaba.

—Rita Rocca nos odia. —Le observó, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas a borbotones.

Lisandro vio que eran lágrimas contenidas durante años. Agua que venía a raudales y que no pensaba en detenerse. No tenía ni una intención de abrir la boca porque estaba tan abatido como su hermano.

—Rita quería que te diera algún veneno —susurró Vitto—, pero la verdad es que estoy cansado de joderte. Estoy... estoy tan cansado.

En el interior, Lis sabía que su hermano estaba mal como su madre; pero se sintió tan aliviado por tener al menos una justificación para con sus actos, que no pudo evitar acompañarlo con las lágrimas.

Tragó más saliva, mas la carga en su lengua y las púas de su garganta no cedieron.








—Solo necesito que envíes a alguien, sí, por favor —Romualdo carraspeó, todavía con el auricular en la mano—, gracias, avísame cualquier cosa.

Dos horas y media. Dos horas y media que a Francesco se le antojaban cerca de una eternidad. Miró a su madre una vez más, que para ese instante también se estaba preocupando. Por lo general, Lisandro comía, recibía las recriminaciones de su madre y volvía a casa en menos de cuarenta minutos. Los tres se estaban preguntando qué había ocurrido los otros ochenta que sobraban.

Apenas comenzaba a oscurecer. Franco sentía que las ganas de salir de la casa crecían y se hacían más palpables. La impotencia le rasguñaba las mejillas, haciendo que le ardieran.

—Vuelve a intentarlo —le ordenó su padre, al tiempo que se pasaba una mano por el cabello.

Erika lo observó un poco antes de dejarse caer por completo en el sofá, donde hundió la espalda y echó la cabeza hacia atrás. A pesar de que no tenía sueño, el miedo que le reptaba por las piernas hacía menguar las energías de sus músculos. Pensar en Rita y en Vittorio, y en el cómo le habían arrebatado a Lisandro tantas cosas a lo largo de los años, le hizo recordar a su hija, de cuya imagen apenas y se acordaba.

De no ser por las fotografías que había de Ilse por doquier, la madre de Francesco temía que su recuerdo se difuminara en su mente, incapaz de clavar con estaca algo que debía de ser eterno. Lisandro, por otro lado, tenía una personalidad diferente y rauda en comparación con sus hijos, pero había aprendido que su capacidad no radicaba en el hecho de no odiar a quien le hacía daño, sino en ignorar muy bien —lo suficiente como para reprimir sus sentimientos— aquello que le causaba dolor.

Su paz familiar se debía a que los muchachos estaban al otro lado del mundo, lejos de la maldad de una familia que parecía carecer de los escrúpulos básicos; sintió que la amargura de los años y el dolor de aquel funeral en el que había visto por última vez a su hija, le acariciaban las manos y le decían: "estamos listos para volver y hacer pedazos tu familia".

Por una causa que todavía no podía entender, el silencio le supo a un nuevo risco del que estaban a punto de caer. No era bueno para nada que Lisandro no volviera, ni que las noticias estuvieran escasas. En aquel caso, la falta de éstas, era en sí el peor de las anticipaciones.

—Me da tono, pero sigue sin responder —les espetó Francesco.

Padre e hijo se miraron por un lapso de tortura. Fue entonces que Erika entendió cuánto miedo yacía en el interior de su hijo, y entendió también que, por ningún motivo, Francesco seguía siendo su bebé.











—Si tú no estás en realidad no hay nada para mí aquí —musitó Vittorio, al tiempo que se frotaba con la punta cromada del arma una de sus sienes.

Por más que quisiera, Lisandro ya no podía mirarlo a los ojos. En cambio, estaba tratando de controlar sus nervios. Comenzó a recapitular aquellas últimas veinticuatro horas y lo único que se dibujó en su mente fue el recuerdo de Catalina. El sabor de sus labios y la calidez de su piel a pesar de que habían estado a la intemperie de la noche.

Apretó los ojos para conservar su recuerdo por más tiempo, mientras aún su mente se encontraba cuerda. Eran tantos años los que había pasado tratando de sacar a flote sus más oscuros demonios que cuando escuchó un chasquido y supo que su hermano había quitado el seguro de la pistola, algo parecido a fuego le quemó en el estómago.

Era una sensación abrasadora que le recorría todo el esófago y que estaba intentando regurgitar a través de su garganta. Levantó la vista y se encontró de frente con el iris azul de su hermano, que mantenía una postura rígida.

Por supuesto que todo eso estaba planeado.

—¿Por qué? —le preguntó.

Vittorio se limitó a sonreír y se puso de pie.

—Ya es suficiente, Vittorio —exigió Rita e intentó erguirse de su asiento también.

En ese instante, Vitto hizo su silla hacia atrás y se movió más rápido que su madre, por lo que, justo a tiempo para hacerla recapacitar sobre su impaciencia, le apuntó a la cara con el arma y soltó lo que parecía ser un suspiro cargado de dolor.

Al frente, Lisandro notó que su padre parpadeaba más veces de las necesarias para conservar los ojos libres de escozor. Miles de memorias estaban bañadas de resquemor por culpa del hombre que tenía al frente, cuyo aspecto no era más deplorable tan solo por el hecho de que el comedor se hallaba iluminado.

Vitto seguía de pie, a un lado de su madre.

—¿A qué te supo el vino? —inquirió.

Fue entonces que Lisé paladeó por completo aquel raro y novedoso sabor. La escena, de pronto, se le antojó surreal. Veía a su hermano amenazando a todos, a su padre temblando de miedo y a una mujer que durante toda su vida le había recordado que había sido un hijo no deseado.

Pero, a cuestas de su inteligencia, Lisandro reconoció que las palabras de Vittorio no estaban del todo erradas: Rita les había demostrado que no amaba a ninguno de sus hijos. Hacía mucho tiempo que no la miraba como si realmente fuera su madre, era más bien una figura atrofiada de lo que debía ser una madre de verdad.

Eliseo, por lo tanto, era la piltrafa donde Rita había dejado el espurio y los destrozos causados a lo largo de las vidas de sus hijos. Todo encajaba: el odio que se le escapaba por los poros de la piel hacia él, el amor enfermizo que siempre había hecho de Vittorio un completo inútil, y aquella pieza borrosa que era su padre dentro de la familia.

—Si bien recuerdo —apuntó Vittorio, mientras veía su reloj de pulsera: ahora lucía más decadente que al principio—, los residuos de cantarella* causan mareos e incluso pérdida de la consciencia, aunque no provocan la muerte hasta después de veinticuatro horas de la ingestión.

—¡Cállate de una vez! —gritó Rita, que tenía las manos empuñadas sobre la superficie de la mesa.

Lisandro apretó la quijada, siendo más capaz de acaparar el calor en las extremidades. Su cerebro, al tanto de la situación en la que se hallaba encerrado, había comenzado a palpitar como si lo estuvieran sacudiendo.

El resto de su cuerpo estaba hiperventilando.

—Hice lo único bueno que he hecho por él en años —susurró Vittorio.

Acercó la silla a su madre y miró esta vez a Eliseo. Ambos padres se quedaron estáticos, mirándose uno a la otra, quizá buscando cómo salir del embrollo que ellos mismos habían causado.

—¿Sabes, Lisé? Siempre pensé que si te trataba mal lo suficiente, tú tendrías el valor para irte y no volver —le dijo, mirando a su padre pero dirigiéndose a su hermano, que en realidad lo oía como si se tratara de un eco sordo—, pero siempre has sido masoquista. Y vuelves. Cada maldita vez, vuelves.

Una parte de sí mismo lo obligó a levantarse, pero le fallaron las piernas apenas había dado dos pasos lejos del comedor. Vittorio no había tratado de detenerlo. Sin embargo, era su propia energía la que lo estaba clavando al suelo.

Le sobrevino un fuerte mareo, que pronto se convirtió en un movimiento del suelo tan trémulo que tuvo que recargarse en contra del muro que daba frente a sus padres. Los podía mirar a la perfección. La respiración se le apretujaba en los pulmones. Lisandro sintió que alguien —o algo— le aplastaba el corazón y que más al fondo le dejaban caer clavos al rojo vivo en los intestinos.

Percibió el dolor en la cabeza y el sudor que se le resbalaba por las sienes, la frente y el cuello. Mientras inclinaba el cuerpo hacia adelante, y asía las manos de sus piernas, un calambre agudo se le incrustó en el vientre bajo, a la altura de la pelvis. Era un retortijón que bien podría ser confundido con una gastroenteritis, que un día había padecido por los malos hábitos alimenticios.

Su rigurosa dieta y la forma en la que comía por aquellos días solo daban cabida a una posibilidad: Vittorio estaba diciendo la verdad sobre el veneno.











El chalet de Mateo seguía estando a un kilómetro de distancia. Aunque iban hacia allá, fue la primera vez que Francesco se sintió víctima de la impaciencia. Era él quien siempre estaba diciéndole a Lisandro cómo debía reaccionar. Se encontró arrepentido por haber exigido tantas veces que olvidara a Catalina, abnegado a aceptar que aquella simple y meticulosa era la naturaleza de su primo.

Se juró internamente, cuando su padre entraba en la calle asfaltada construida especialmente para el fraccionamiento, que le pediría perdón mil veces.

Los alrededores estaban escondidos por la negrura, y solo rutilaban algunas de las farolas en las esquinas o en las entradas de otras casas en el lugar. A lo lejos, Francesco distinguió la verja en la casa de los Medinaceli y se preguntó si era prudente o no comunicarle a alguno de los miembros lo que estaba ocurriendo. Pero, se repitió, todavía no estaba muy seguro de lo que ocurría.

—No debí dejar que fuera solo —susurró.

Se mesó el cabello y cerró los ojos. Romualdo le dirigió una mirada introspectiva, imaginando lo que era para su hijo tener miedo y rabia a la vez.

—Jamás te habría permitido ir con él —le respondió, con parsimonia.

—Nunca me ha importado que no me permita hacer tal o cual cosa —refutó su hijo, más colérico que antes—, y justo ahora...

—Franco —lo interrumpió, mientras le ponía una mano sobre el hombro—, Lisandro está bien.

La gente podía decirle lo mismo mil veces y él seguiría sin creerlo. Se arrellanó en el asiento del acompañante en la camioneta y miró por la ventana, deseoso de que su padre tuviera razón por esta vez.

Durante la enfermedad de Ilse, tras el aborto clandestino que se le había practicado, su padre y en especial su madre siempre había dicho lo mismo: estará bien. Claro estaba que no había sido así.

—Sé que no confías en mí —le dijo Romualdo, con la vista clavada en la calle—, pero te juro que estará bien.

—¿Y si no? —lo contradijo él.

En silencio, después de mirarlo por el rabillo del ojo, caviló cómo reaccionar en dado caso. Muy en el interior, Romualdo Rocca fingía que la posibilidad de una desgracia más en su familia era intangible, pero los hechos, las palabras y el testimonio de su hermano y de esa mujer que lo consumía como si fuera un parásito, le decían todo lo contrario a lo que él deseaba pensar.

—Si no —carraspeó, armándose de valor antes de decir—: esta vez no habrá Mateo que no es impida darles lo que merecen.

—¿Cómo? —preguntó Francesco, moviéndose bruscamente en el asiento para poder mirar a su padre a la cara—. ¿Qué tiene que ver Mateo?

—Mucho.

—Quiero saber —le espetó su hijo, con más energía.

Romualdo suspiró, encogido de hombros, mientras maniobraba para dar vuelta en una esquina; faltaban menos de doscientos metros para llegar a la casa donde sabrían cómo acabaría todo. Aunque ese todo estuviera tan sumergido en el fango de las mentiras y las verdades a medias.

—Cuando Ilse murió —relató su padre, la voz más apagada que de costumbre— Lisandro me contó que Rita había sido la culpable.

—Pero Ilse cometió suicidio —farfulló Francesco, contrariado.

—Lo sé, hijo —prosiguió—, pero el aborto y el suicidio fueron sugerencia de una sola persona. Ya sabemos quién fue.

—Y ¿Mateo? —insistió el muchacho—, sigo sin comprender...

—Mateo nos pidió que no lo hiciéramos público —volvió a trabarse, como si se le enredara la lengua—, por Lisandro.

—Por su carrera —puntualizó Francesco—, pero Mateo amaba a Ilse...

La amaba. Ambos sabían que el mayor de los Rocca, el fundador de los principios —ahora rotos— en la familia, sentía un amor inquebrantable por sus nietos. Para Francesco, resultaba obvio que no quisiera escándalos en la vida de Lisandro, aún a causa de la nieta a la que tanto decía amar.

—Claro que la amaba —dijo Romualdo, cuando estaba aparcando la camioneta junto a la glorieta que adornaba la entrada de la casa—, pero Ilse no era su hija. Lisandro sí.











Sentía los labios más resecos. Un particular entumecimiento le nubló la vista esporádicamente; luego se restablecía e iniciaba el ritual de nuevo. Vittorio le susurraba cosas a Rita en el oído, y se aseguraba de que su padre no se moviera.

Aquel ser, se dio cuenta, no era más su hermano. Sino que era el resultado de una vida de horrores; era una criatura a la que se le habían depurado los sentimientos. Quiso imaginar cómo podía arrastrarse hasta él y pedir que terminara con eso, pero no podía moverse.

Un par de segundos antes, se había dejado caer lentamente, en contra del muro, hasta quedar sentado y con las piernas dobladas. Tosía de cuando en cuando, con la garganta pastosa y el paladar exprimido.

—Es el momento de elegir —habló Vittorio, por encima de los chirridos que él escuchaba en su tímpano izquierdo—, mamá o papá.

Se levantó de la silla e hizo ademán de acomodar el arma en dirección de su madre. Lisandro lo admiró como se admira una escena que no parece tomar parte en la realidad. Habían comenzado a deslizarse por sus mejillas espesas lágrimas, que dejaban a su paso, en la piel enrojecida por el esfuerzo del dolor, marcas perpetuas.

Eliseo intentó ponerse de pie, al tiempo que levantaba las manos.

—Explícale a Lisandro por qué nunca lo defendiste —le exigió Vittorio, cambiando la dirección del cañón hacia él—, dile a tu... hijo por qué permitiste que esta mujer lo dañara.

Eliseo nunca había tenido vida propia. Hasta ese momento, nunca se había percatado del desastre que sus secretos y el veneno contenido en éstos había creado. No se sentía cobarde, sino el peor de los criminales.

Hacía mucho tiempo que se había dejado caer en la red de mentiras de las que estaba formada su familia, iniciando por su padre y terminando con Vittorio, que sabía cada una de las cosas —gracias a Rita— por las que habían pasado.

El único limpio era Lisandro, y a pesar de lo que anidara en su pecho, Vittorio sentía ese aprecio irracional hacia él. Siempre poniéndose de trampa para que ninguno pudiera llegar hasta él. Rita, por su lado, amaba —u odiaba— tanto a Vitto que nunca se había dado cuenta de los errores cometidos.

Dejaba que Vittorio estuviera más metido de lo que debía en sus asuntos. Y entonces, frente a ellos, gozaban de las consecuencias de haber creado a un monstruo.

Le temblaban los párpados. Los resentía cada vez que intentaba cerrarlos para descansar del escozor en la esclerótica. Escuchó una risa que rompió con estrépito en la habitación y la voz de su padre que gemía un «perdóname». Al principio, Lisandro creyó que Eliseo estaba dirigiéndose hacia Vitto, pero, tras virar la cabeza hacia ellos, pasando de largo a su madre, que continuaba en la misma posición, se dio cuenta de que era en realidad a él a quien se encontraba pidiéndole perdón.

—Tienes razón —musitó Vittorio—, eres tú el más culpable de todos. Tú hubieras podido pararlo... Y parar a Rita.

Otro pinchazo en el corazón. Lisandro se dobló hacia un lado, aguantando el ardor en la boca del estómago y asegurándose de no soslayar ningún gemido: estaba lo más expuesto que se podía, ya no le quedaba nada más que dar.

—Lisandro tiene suerte —se rio Vitto—, no te mereces a un hijo como él.








Francesco se bajó de la camioneta, todavía con las ideas embotadas; no conseguía digerir la información que su padre acababa de confesar. Pero tenía mucho sentido: la herencia y la sublime preferencia que había tenido siempre Mateo por Lisandro.

No se sentía celoso en lo más mínimo, pero, saber la verdad tampoco le ocasionaba buenos sentimientos; no sabía qué clase de persona era su abuelo. Durante su vida entera, lo había venerado como si fuera un héroe.

Lo peor de todo, al menos para él, era que Lisandro lo tenía sobre el pedestal más alto de la pulcritud. Un sitio en el que ni siquiera a Catalina podía poner.

—¿Me estás diciendo que Lisandro no es mi primo, sino mi tío? —inquirió, al ver que su padre se apeaba con él.

Eliseo, Romualdo y Lisandro eran los únicos en la familia con ese color de ojos; iguales a los de Mateo. Comparó las facciones y encontró, para alimentar su culpa, que Lisandro era, de hecho, más parecido a Mateo Rocca que su padre y el padre del susodicho.

—Eso estoy diciendo, sí —le dijo—, era mi padre, pero Dios sabe todo lo que hizo con su familia.

—Padre —susurró Franco, acercándose a él con los ojos entornados—, ¿Lisandro sabe?

Romualdo negó con la cabeza. Mientras deglutía saliva, echó hacia atrás la cabeza. Esperó unos segundos y cuando volvió a su posición natural miró en dirección de la calle aledaña, por la que el guardia del fraccionamiento al que había llamado estaba estacionando una patrulla que no llevaba las sirenas encendidas, a petición suya.

—¿Pretendes que te guarde el secreto? —le injurió su hijo.

Romualdo intuyó la recriminación en la voz, ahora áspera, de una de las pocas personas a las que amaba. No quería perderlo también. Y supo que tampoco quería perder a Lisandro.

—Pretendo que, si Lisandro está bien, seas más su apoyo que su verdugo —musitó.

—No entiendo, ¿por qué no decirle?

—Mateo no lo deseaba.

—Pero Mateo está muerto, padre.

—¿Y qué querías que le dijéramos? —Abrió los ojos, con expresión cansina—. Sí, tal vez hubiera sido prudente decir: ¿sabes qué? Tu madre engañó a tu padre con su suegro. Suena fantástico, ¿no crees?

Tenía tantas ganas, tantas veces, de gritar a su propio padre lo decepcionado que estaba de él; en primer lugar por siempre haberlo tratado como a un niño pequeño, en segundo por no haber podido proteger de su hermana y ahora la tercera, más mentiras.

Cada segundo se hacía más consciente de que no había en él una pizca de valor; pensó en culpar a Mateo, pero se vio a sí mismo y decidió que cada cual habría podido elegir ser diferente, si aquellas habían sido las costumbres del abuelo Rocca. De repente sintió repugnancia por su propio apellido y se vio enmarañado de rencor y culpa.

Al fin tuvo la mínima idea de lo que sentía Lisandro cada vez que intentaba no odiar a su madre. Pero después de eso, Francesco se preguntó cómo saldría vivo. Le aterró el futuro y más que nada, más incluso que en otros momentos: sintió que extrañaba su vida en Bloomington, lejos de Púrpura, de Rita y de Vittorio.

Lejos, en resumen, de su familia entera.

Entonces Francesco pudo aceptar que Catalina era la única que conseguía mantener con vida a Lisandro, aunque fuera de lejos.

—Si todo sale bien —Romualdo se aproximó a él pues en ese instante el guardia caminaba hacia ellos—, buscaremos la manera.

—Si todo sale bien —dijo, sin preámbulos, Francesco—, no volverás a saber de mí ni de Lisandro. De eso puedes es...

Su voz quedó ahogada entre el horror. Escuchar el estrépito de un disparo, además de alertar al guardia, quien de inmediato corrió hacia la reja para intentar vislumbrar los movimientos dentro, sacó una radio por la que se escuchaba el chisporroteo de la estática. Escuchó, sintiendo cómo le temblaban las piernas y el corazón se le subía a la garganta, que pedía ayuda y que una voz le respondía en códigos que no supo entender.

Francesco pensó en varias personas mientras imaginaba lo peor; pensó en Ilse y en Mateo, que no podían hacer nada desde sus sepulcros. Pensó en su madre, ignorante de lo que sucedía. Y pensó en Catalina y en Lisandro.











*Catarella: veneno inodoro, incoloro e insípido; obtenido mezclando  con vísceras de cerdo secas. Presentándose como un polvo blanco similar al azúcar. Se considera un veneno muy tóxico que provoca la muerte, tras atroces tormentos, en veinticuatro horas. Se dice que fue el arma básica utilizada por los Borgia, según la leyenda negra creada por sus enemigos, en torno a la vida de esta familia.

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