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Capítulo 17



M: Daughter - Doing the right thing.



Vittorio sí tenía esperanzas. Mientras Rita decía las mil y una razones por las cuales él era mucho mejor que Lisandro, guardaba en su boca los mil y un improperios que deseaba gritarle. Tenía un chichón en la ceja izquierda al que poco le había faltado para reventar. Sin embargo, su labio y ojo izquierdo, no habían corrido con tanta suerte.

Parpadeó, sintiendo que le punzaban las sienes. Aquellos golpes le habían sabido a gloria y había experimentado una sensación similar al orgasmo, pero al mismo tiempo contraria. Los puños de su hermano pequeño significaban en su carne una forma oscura de redención. «Adelante», decía su mente, dispuesta a dejarse violentar.

Era la única forma en la que podría decir «perdóname».

Aún por esas fechas Vittorio Rocca seguía interpretándose a sí mismo como la mayor tragedia de la familia; producto del amor caótico de su madre solo había encontrado horror en el mundo. Conforme adquiría un nuevo vicio Rita lo tocaba más y el asco incrementaba a un grado del que sentía que no había uno más alto.

—¡Se volvió loco! —bufó su madre, que tenía una mano en la mejilla.

No se había atrevido a mirarla desde que llegaron a la casa, un kilómetro lejos de donde se hallaba el chalet de Matteo.

Tampoco tenía ganas de hablar, pero no porque sintiera los músculos molidos y el alma partida en pedazos, sino porque era consciente de que Rita se encontraba en uno de esos momentos en los que prevaricaba a diestra y siniestra. Era uno de esos momentos en los que fraguaba cómo vencer una muralla inexistente.

Para Rita, por muy ridículo que pareciese, Lisandro era su enemigo. Y por lo tanto también debía ser enemigo de Vittorio. Rita decía que ambos, los dos, madre e hijo, eran uno solo. Vittorio sentía repulsión hacia él mismo. Por Rita no sentía nada. Por Rita sentía una ausencia horrible en el pecho.

Solo pensar en ella hacía que se quedara vacío.

Se sentía en el infierno.

—Tenemos que pensar en la manera de hacerlo escarmentar —murmuró Rita, meditabunda, mientras se dejaba caer junto a Vittorio.

Hacía años que no la toleraba. Llevaba soportando el silencio cinco años, luego de darse cuenta de que Rita mentía.

Rita no era la única que lo amaba. Tampoco era la única mujer que había en la tierra.

Ilse jamás le había fallado y en cambio él se había encargado de destrozar su alma, que era la cosa más pura que una vez hubiera conocido. Vittorio pensaba en el suicidio. Pensaba en el suicidio del mismo modo en el que pensaba con matar a Rita. Era cobarde y no se creía capaz de llevar a cabo ninguna de las dos.

Vittorio sabía que la frase «tenemos que pensar» en realidad no lo incluía él. Más bien tenía el horrido concepto de «yo maquino y tú ejecutas». Era el ejecutor de los terrores de su madre. Sabía que cualquier cosa que viniera después de aquella tenebrosa frase, implicaría un dolor para su hermano.

Pero ya no le quedaban energías. No le quedaba amor propio ni le quedaba célula que destrozar.

Ya estaba más que muerto.

—Voy a decirle que venga para la cena —musitó Rita, con seguridad en la voz.

Esa fue la primera señal de alarma.

Cuando Vittorio veía a Rita no pensaba en otra cosa que en las caricias. Se pasaba los días repitiendo en su cabeza las escenas más volcadas con su madre, que concebía la realidad de una manera tan atrofiada que para esos años a él le era imposible siquiera intentar comprender.

La segunda señal de alarma se encendió acto seguido, cuando la vio sonreír. Mientras le acariciaba el mentón.

—Haría cualquier cosa por ti —susurró.

Vittorio se obligó a esbozar una sonrisa.

Seguía sin querer hablar.

—Además —prosiguió Rita, luego de quitar la mano de su mejilla—, Lisandro tiene que entender que no todo en la vida es de color rosa. Ya ha jugado lo suficiente. Ahora es momento de que ayude a su padre...

—¿Con dinero? —se atrevió a inquirir Vittorio.

Sin embargo, para Rita, cualquier comentario que insinuase que él no estaba de acuerdo con ella, era una ofensa.

O peor que una ofensa.

—Bueno, no. No exactamente, mi amor —le dijo, se irguió, acomodándose el cabello rubio detrás de los oídos—, sabes que Púrpura será rematada este año. Y Lisandro puede, ¡no! No es que pueda, es que es su deber.

En ese instante Vittorio sopesó lo que su madre proponía. La conocía tan bien que sin que explicara qué exactamente estaba tramando, él ya sabía lo que planeaba.

Tras la muerte de Matteo, Lisandro había sido nombrado heredero universal, causando en su madre un gran colapso que había culminado con ella despotricando en contra de su hermano menor. Entonces le habían persuadido, y Lisandro había aceptado con tal de zafarse de los insultos y las exigencias, a cederle la mitad de dicha herencia.

Lo que nadie sabía era que esa mitad realmente había pasado a manos de Eliseo y Rita. Y que de esa mitad de dinero, propiedades y acciones, no quedaba más que el recuerdo.

—Lo menos que puede hacer es...

—Nos vendría bien que pagara la deuda de Púrpura, ¿no? —la tanteó Vittorio.

Rita le dio la espalda. Se talló con la mano izquierda la nuca.

Vittorio la miraba de hito en hito, seguro de que estaba por llegar al límite de su paciencia para con él. Se lamió los labios y cerró los ojos, al tiempo que pensaba en su hermano. Últimamente no hacía otra cosa que pensar en Lisandro. En su vida. En su futuro. Y por pensar en él pensaba en Catalina.

Pensaba en el cómo la había arruinado. No pudo evitar que se lo formase una sonrisa. Catalina era inocente, rozando el grado de tonta. Y era la tonta más enamorada de Lisandro que había visto nunca. Era tan tonta que había caído fácil.

Otra de las cosas que no le gustaba hacer, aparte de recordar mucho, era imaginar: porque cuando imaginaba terminaba odiando a Rita, y no era así como deseaba vivir. Para él, mientras menos rencor le tuviese a su madre, menos valor tendría ésta dentro de su existencia.

La mano de Rita le rozó los nudillos. Su palma estaba caliente y sudada. Vittorio se obligó a no parecer incómodo, aunque fuera así como se sentía en realidad.

—Tu hermano es un egoísta —le espetó—, no entiende de razones.

Abrió los ojos de golpe, para encontrarse con el perfil pulcro de Rita Rocca, que parecía no haber visto que él escrutaba sus rasgos.

Cuando se quedaba con la mente en blanco, como en ese instante le sucedió, solía evocar el pensamiento de ciertas palabras de Ilse. Ella, que había sido la única luz en su mundo de tinieblas, le había dicho que no estaba obligado a servir de chivo expiatorio. Le había creído un poco en ese entonces, y justo allí, al escuchar a Rita e imaginar lo que significaban aquellas palabras, supo que si para ella «Lisandro no entendía de razones» solo les quedaba un camino.

Tragó saliva tan fuerte que pensó, solo por un segundo, que se había atragantado con la propia lengua, de tanto morderla y aguantar las ganas de asfixiar a su propia madre, con la que había conocido todas y cada una de las perversiones de las que era capaz un ser humano con la mente corrompida.

—¿Entonces? —Se sentó en el sofá en el que había estado recostado, poco a poco: delante de Rita no podía comportarse de manera abrupta—. ¿Qué haremos? Eliseo está en la ruina...

Cuando Rita lo miraba directamente a los ojos, a Vittorio le daba tanto miedo, aún a sus treinta años, que la veía como a un espejo. Con el paso del tiempo, y de las torturas, mientras estas incrementaban y se transformaban, sentía que se iba pareciendo más y más a ella. Si el año anterior había sido pérfido, este era pérfido y escarnecedor. Si la navidad pasada era alcohólico, este era alcohólico y adicto a los sicotrópicos.

No solo estaba envenado del cerebro. Sino que del corazón ya no le fluía otra cosa salvo ácido mortal. Del que desvanecía el alma y quemaba por dentro, muy pero muy lento, las entrañas.

—Haremos que sea digno de esta familia, cielo —lo tranquilizó Rita.

La vio marcharse. La vio que le sonreía de nuevo y que cerraba la puerta tras decir que al día siguiente hablarían. También le pidió que se tomara un analgésico y que se fuera a la cama.

Estando solo, escuchó por fin la tercera señal de alarma.

Rita había llegado al límite.

Vittorio no tenía nada más que perder.



**



César se quedó quieto, escuchando los ruidos a su alrededor. La campiña, estaba seguro, se había disfrazado de colores verdosos. También podía jurar que había milanos en los árboles y que las encinas estaban en su mejor momento. Extrañó que su hermano no se hubiera reunido con él, pero sabía que esa noche había dormido en el cuarto de Sol.

Axel y él siempre habían sido cómplices, tanto que, como a César nunca le había gustado usar corbata, su hermano mayor se la quitaba estando juntos. Ya de adulto había adoptado una especie de amor por el desorden en su propio cuerpo, a la espera de que Axel lo imitara. Sin embargo, aquella mañana no había ocurrido nada. Es decir que Axel no había bajado a desayunar con él ni ahora estaba sentado con él en una silla de veraneo en el porche de la casa.

Estaba extasiado.

Soledad era una chica hermosa, espontánea y tenía una candidez que casi lo cegada, de manera literal.

El rechinido del piso se cimbró bajo sus pies; una de las ventajas de no poder utilizar su vista, era que había aprendido a hacer uso del sentido del olfato con mayor agilidad. Y también reconocía el olor de Catalina aunque éste estuviera mezclado junto con muchos otros. Como el de su madre, Cat tenía en la piel un aroma mágico que a él le fascinaba. Era cosa de las Medinaceli, supuso, porque cualquier lugar al que asistieran, mismo en el que se quedaba su huella entre el resto de los presentes.

Sintió cómo se sentaba a su lado y percibió el calor humeante de una taza de café amargo: como lo tomaba siempre. Hizo ademán para sujetar el asa y se repantigó en la silla, mientras Cati lo observaba con parsimonia, añorando saber lo que pensaba.

—Recuérdame por qué es que te vas tan rápido —le exigió Cat, al tiempo que se cruzaba de piernas.

El sol había salido por completo y el aire comenzaba a oler a eso que huele un paraje virgen que no ha sido del todo explotado por el ser humano.

—¿Por los deberes? —se rio César, le dio un sorbo a su taza de café y le regaló a su hermana una sonrisa tan tranquila que en sus rasgos, Catalina podía jurar que veía el mismo semblante altruista de su padre, y la misma mirada dulce de su madre, aunque de diferente color.

—Busca una mejor excusa —lo reprendió.

Le gustaba admirar sus ojos casi transparentes, que de pronto se tornaban gélidas, como si de verdad tuvieran expresión; la ceguera, Cat era consciente de ello, lo había truncado en los aspectos más importantes, como en su vida personal a la que casi había renunciado. Pero, cada vez que lo tenía al frente, lo veía tan feliz y paciente que le agradaba pensar que, sinceramente, César había superado esa etapa de su vida en la que ella se había suspendido.

Cuando le dio un trago a su café con dos terrones de azúcar, el labio le punzó un poco, proyectando frente de sí el recuerdo de la noche anterior, que en realidad no había podido repeler de su mente en toda la noche.

—Entonces, ¿Lisandro y tú? —observó César, con gesto airado y serio—, ¿cuántos años tienen?

César sabía perfectamente que Lisandro le llevaba a ella un par de meses, que su cumpleaños era en mayo y el de ella en agosto, que eran de la misma edad. Pero en la ironía de su comentario Cat percibió un dejo de curiosidad. Su hermano, dada la personalidad que lo caracterizaba, no iba a preguntar nada directo. De hecho, Cat estaba consciente de lo fácil que era para Junior suponer cuál era su estado en ese momento.

Cosa que ni ella misma podía resumir.

—Sonará ridículo que lo diga ahora, pero... —Lo miró por un instante, hasta que los labios de él se curvaron en una sonrisa ufana, como si realmente hubiera sabido lo que ella iba a contar. Rodó los ojos, le dio otro sorbo al café antes de agregar—: creo que cerramos algo que hacía mucho tiempo estaba inconcluso.

—Está enamorado de ti —analizó con severidad César—, ¿cómo se puede cerrar eso?

—No. No me refiero a los sentimientos...

—Ya. ¿A su familia? —Catalina susurró un «sí» tembloroso que César consiguió deglutir, paciente—. Todo hombre tiene un lado malo, Cati. Incluso él.

Contempló la imagen que tenía al lado, de un hombre de veinticinco años, de cabello rubio y ojos azules, que no parecía romper un plato, con un gesto de honorabilidad en el rostro como el más; sin embargo, en el interior, Catalina sabía que podía convertirse en un hombre de opinión implacable.

Su comportamiento siempre había sido el mismo: tranquilo, de ademanes educados, pero arcaico y pretensioso cuando alguien intentaba traspasar sus propios límites. Suspiró, mientras echaba la cabeza sobre el respaldo de la silla.

César se inclinó un poco hacia adelante, de modo que sus antebrazos podía recargarlos en las piernas.

—¿Lo quieres? —le preguntó—. En serio, ¿lo quieres?

—No —Catalina le respondió, dubitativa, mirándolo a los ojos aunque los de él no se colocaran sobre los suyos—. No sé qué siento por él. No sé cómo sentir una sola cosa por él. Lo siento todo. Todo cuanto soy capaz de identificar como sentimiento lo siento hacia él.

—Indescriptible —añadió junior—, como madre dice que es el amor doloroso.

Juró que César la miraba, pero pronto se dio cuenta de que era la misma necesidad de ella por sentirlo. Aquella, aunque no pudiera palparse, era la única muralla entre la realidad de su vida, que seguía girando en torno a Lisandro, y el pasado, de cuyas paredes todavía quedaban los resquicios. Los que dolían. Del pasado quedaba la huella del error, el haber ido por un camino distinto al de Lis.

—¿Qué va a pasar con ustedes de aquí en adelante? —la increpó su hermano, ahora con dos tonos de voz más bajos que antes—. Quiero decir, ¿se acabó todo, por fin?

¿Acabarse? Lo cierto era que Cati no tenía la menor idea de lo que esa frase en particular tenía que ver en su vida, o de si, de alguna manera, podría encontrarle un espacio en los días del futuro. Negó con la cabeza, pendiente del jardín, del sendero hecho de adoquines por el que desfilaban, a los lados, en línea recta, dos parterres de flores de las que no conocía la especie.

Antes de poder responder se imaginó qué seguía; la noche extinta, luego de que Lisandro se apartara y de que los dos se quedasen con esas ganas trepidantes de obtener más del otro (hubieran querido dejarse llevar hasta que la consecuencia los aplastara), habían acordado esperar: en ese instante, para Cat, esperar parecía ser la única de las varias opciones que tenían a su alrededor.

Ni ella ni él querían evitar al mundo, porque vivían en él, y deseaban vivir en él, pero juntos.

Aunque la alusión sobre «juntos» todavía siguiera en el término de inexplicada, inconclusa, quizá sin determinación o quizá sin consumación. Siendo que «juntos», dicho de esa manera y ejecutada de esa manera, era una expresión implícita para decir «enfrentar el pasado para poder vivir el presente». Dwain era aún el presente de Cat y Rita Rocca con su odio infundado hacia su hijo, con todos sus destrozos a lo largo del tiempo, era el pasado de Lisandro. Cosas que no podían dejar para después.

—No lo sé —se sinceró, sonriendo, a sabiendas de que hablar con César sin que éste pudiera ver sus muecas de dolor y angustia, era solo un método para expurgar de su mente todo lo tóxico que se implantaba cada vez que ocultaba la verdad—, esperar, supongo.

—Al menos ya no tienes que mentir. No guardes más secretos. —César se puso de pie, con la taza en la mano. Se dirigió al interior de la casa, pero antes de entrar, justo en el marco de la puerta se detuvo y le espetó a su hermana, con su sonrisa llena de parsimonia que contagiaba a cualquiera—: Tengo que ir a arreglarme que mi vuelo sale a las tres.

Eran las ocho y media de la mañana. Catalina lo siguió con pasos meditabundos, cruzando el pasillo que llevaba al living y luego conducía, unos metros al fondo, directo a la escalera de la segunda planta.

—¿Todavía no se levantan Axel y Sol? —preguntó, mientras subían los peldaños uno al lado de la otra, habían dejado las tazas en la mesilla del recibidor, a donde seguro la mujer que los atendía las recogería más tarde.

—Necesitaban descansar, ¿no? Se quedaron a esperar tu regreso.

Asintió, negando al mismo tiempo con la cabeza. Dejó escapar una risilla que a su hermano le tuvo que dejar en claro lo liviana que se sentía. La Catalina que tenía allí era, casi podía asegurarlo, el vivo retrato de su madre, pero de cabello rubio y de ojos marrones: era la imagen de la chica que siempre había debido ser, y a la que siempre le había faltado algo. 

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