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Capítulo 16







M: Susie Sue - Here with me.








Axel dejó el móvil sobre la superficie de la mesa, mientras contemplaba el rostro somnoliento de Soledad. En su mente todavía escuchaba las sugerencias de su madre pues le había llamado tras enterarse de lo ocurrido casi una hora atrás. Analey le había recordado que Catalina era lo suficientemente mayor como para que quisiera seguirle los pasos, y que ella ya tenía bastante con tener que calmar el machismo de César padre, que deseaba actuar como sus primeros impulsos le requerían.

Era de ese modo que Axel veía cómo funcionaba su familia; su madre era una mujer tan capaz e independiente que hacía a todos entrar en razón cuando se sentían al borde. El único con el carácter similar a ella era César, que para entonces se había retirado a su cuarto. Él y Sol habían decidido esperar a que Catalina volviera, y se quedaron en el comedor entre humaredas de esperanza. Cada uno tenía la certeza de que aquella noche o bien se terminaba algo o comenzaba lo que llevaba tanto tiempo en la intermitencia de lo imposible.

Alzó una ceja cuando vio que Soledad sonreía, sin prestar atención a que su gesto representaba un claro interrogante. Verla directamente siempre le hacía pensar que la vida le estaba regalando otra oportunidad. Sin embargo, también pensaba en su hija, que se había quedado con su madre. Soledad era tan solo una estudiante a la que le faltaban muchos sueños por concretar y, se imaginó, no sería él quien iba a truncarlos.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó por fin, sin dejar de examinar la pelirroja apariencia de ella.

—Me río de la vida —musitó la chica, contaminada del ambiente fresco que los rodeaba—, han pasado casi tres años desde que conozco a ese par y nunca habían tenido un enfrentamiento como este. Estuve a punto de preguntarme por qué justamente ahora, pero luego comprendí que Lisandro, por muy valiente que parezca, es aún más cobarde que Catalina. La gota que le derramó su vaso fue Vitto, ¿no?

—Ya no sé qué pensar —le dijo, meditabundo, repantigándose en la silla y mirando hacia el frente—, lo único que no quiero es que Cata salga hecha...

—Ten un poco de fe en ella —Soledad le pidió, en un tono abrumadoramente apacible que él entendió como un recordatorio de lo que le había dicho su madre—. Cat no es tan inmadura como parece.

Axel alzó sus cejas negras, confundido. En respuesta, Soledad se encontró negando con la cabeza. El peor defecto del hermano mayor de Cat era su preocupación exagerada. Heredada de su padre, según sabía. Se preguntó si sería del mismo modo con su hija o con otros hijos que tuviera más adelante.

En esa posibilidad no podía evitar contemplarse a sí misma. De pronto, sintió un escalofrío. Se hizo a un lado para erguirse, pero cuando pasaba junto a la silla de Axel, éste la detuvo por la muñeca, mirándola desde su asiento.

—¿Ya te vas? —Había un algo en su voz que la hizo espabilar—. Quédate un poco... al menos hasta que Cat regrese.

Su mente le decía que huyera, pero sus defensas, por el contrario a cualquier razón que tuviera, menguaron en cuanto la súplica tiñó las palabras de él, tan llenas de necesidad que sintió un golpe duro en el estómago. Enamorarse era la mejor de sus probabilidades cuando de él se trataba, mas no estaba lista para encarar la verdad que le rozaba la punta de la lengua.

Le gustaba. Mucho. Le gustaba más que el verano, más que la natación...

Y eso ya era hablar demasiado. O quizá demasiado era decir que simplemente su imagen, su carácter de hombre entero, pulcro y gentil, se la había metido por debajo de la piel, de los sentidos y se había incrustado en su cerebro.

Él se puso de pie, consciente del paso que iba a dar con una chica de veintidós años que vivía al otro lado del mundo. Pero de su padre había aprendido a ignorar los imposibles. Sobre todo cuando fuera en las cosas de aquel músculo ubicado justo bajo el esternón.

—Esto es realmente incómodo —reconoció Sol, mientras él daba un paso hacia ella y se la quedaba mirando con detenimiento—, Axel...

Le dio un beso casto, que ella recibió con miedo. En cuanto sus ojos grises se colocaron sobre ella, en particular sobre sus labios, lo único en lo que pudo pensar fue en lo bien que se sentía la suavidad de su carne. Y que a pesar de que estaban fríos, la sensación le enviaba un choque eléctrico por toda la espina dorsal.

Había mariposas haciendo una fiesta carnaval en su barriga, conforme él repartía más besos delicados, cortos, sobre sus labios dispuestos. Era más alto, más ancho y de cuerpo más caliente que ella. Se sintió diminuta bajo su agarre, entre los brazos que la envolvieron fuertemente.

Era como una prisión: pero suave, tibia. Una prisión de la que no querría salir.

Y allí radicaba el problema. Mas su cuerpo le pedía que no se detuviera. La experiencia mayoritaria era bastante obvia en Axel. Con ello, no evitó sentir celos de las anteriores, de la madre de Alex, su hija, que lo esperaba en casa...

—Axel...

Él acalló su voz absorbiendo su boca en una caricia más grande, y más placentera, y más urgida y más todo. Soledad no podía escoger entre ninguna de las emociones que se le clavaban en el pecho cuando su lengua hurgaba en el interior de su boca.

Alguien carraspeó en el marco del comedor, donde una Catalina sonriente observaba, un tanto avergonzada por la escena que estaba por interrumpir.

Como un acto reflejo, Sol se separó de forma abrupta de Axel, que la veía, divertido, encantado por la inocencia en sus gestos. Miró a su hermana, y el recuerdo de lo que había sucedido regresó como aquella imagen de un pariente al que no se quiere demasiado, pero que aun así importa.

Se guardó las manos en los bolsillos del pantalón, mientras se dejaba caer en la silla de vuelta. Soledad tenía los ojos apretados, una mano en la boca.

—Lo lamento —se rio Cati, que se había acercado hasta ellos y ahora se estaba sentando a un lado de su hermano—, no iba a interrumpir, pero tampoco quería preocuparlos.

Cuando Soledad abrió los ojos, se encontró con la mirada brillante de su amiga, que la esperaba. La herida estaba en su labio, pero parecía haber olvidado que la tenía allí.

¿Por qué estaba tan sonriente? Intentaba resolver Soledad.

—¿C-Cómo estás? —titubeó, quería recuperar el aliento, se sentó frente a Cat, a un lado de Axel, que llevaba una extraña máscara de tranquilidad en el rostro. Parecía ufano y galante, como si hubiera obtenido un trofeo.

Catalina se acomodó el cabello a un lado del oído. También tuvo que recordar esa noche, el beso de Lisandro y la manera en la que habían estado de acuerdo en que no podían estar juntos. Catalina estaba con Dwain, pero se había decidido a terminar con él apenas regresaran. No podía seguir mintiendo, en realidad, aunque Lisandro estuviera lleno de problemas, sin energías.

Era él y no sería nadie más. Nunca. Y si no era él, en su vida, con ella, entonces prefería estar sola. Respirando gracias al recuerdo de sus caricias, de sus labios.

—Le conté todo —confesó en un suspiro, cerrando los ojos—, y él... él solo... Necesita su espacio.

—Era de esperarse —concordó Axel—, enterarse de que tu familia es un nido de víboras no debe ser un plato que se digiere fácil.

—No puedo regresar el tiempo —musitó Cat, compungida por aquella imposibilidad—, pero sí puedo ganarme su confianza otra vez. Puedo apoyarlo. Puedo ser...

Axel se rio, pero el gesto no alcanzó a tocar sus ojos, que la escudriñaron en el acto.

—No pueden ser amigos —la alertó él—, ya no son niños, deberías saberlo.

—¡No quiero que se aleje de mí! —exclamó su hermana.

—Linda —le espetó Soledad, mientras estiraba la mano para alcanzar la de Cati, la sujetó con fuerza—, dale tiempo. Y tómalo también tú. Lo necesitas.

Catalina contempló a su amiga, que se guardaba la vergüenza en los ojos. Evitaba mirarla, enfrentar su rostro. Se preguntó si era de ese modo que ella lucía, o si alguna vez habría lucido de esa manera.

—Voy a ir a la cama para que estén más... cómodos —no supo decir otra cosa.

—¿Segura que estás bien? —le preguntó Axel.

Los tres se pusieron de pie. Catalina meneó la cabeza, se masajeó el cuello, exhausta, la memoria del beso hormigueaba en sus labios.

—¿César se fue a dormir? —inquirió, desde el umbral del comedor.

—Tiene que volver mañana. Él y Aníbal irán a Londres a un exposición a la que mamá no puede ir.

Su madre. Catalina deglutió saliva cuando recordó que en dos días, antes de volver a Indiana, estaría frente a frente con ella. Pero le preocupaba más su padre, que para entonces ya debía de estar enterado de los hechos.

El Marqués era inmune a los escándalos, pero cuando se refería a Vittorio perdía los estribos. Se enojaba como Cat nunca había visto, a menos que se tratase de Lisa: porque César padre nunca se enojaba con Junior, o con Axel, eran su orgullo y Catalina no podía acordarse de una sola vez en la que hubieran causado problemas.

Ninguno.

Tampoco eran perfectos, pero resultaban hombres. «Hombres», como bien lo mandaba la palabra. Ella también estaba orgullosa de ser hermana de los Medinaceli.

Mientras se marchaba, esperó que Axel y Sol pudieran recuperar el antiguo ambiente en el que habían estado tan ocupados antes de su llegada... Nunca había visto a la inquebrantable y seria Sol tan colocara, además de su cabello.

Catalina se preguntó, antes de entrar en su pieza, si quizá podría tener una sobrina con el mismo tono de cabello que su mejor amiga.





*





Lisandro estaba desanudándose la corbata cuando Francesco abrió la puerta de golpe. Intentó, con un fuerte suspiro, no tirarle de prevaricaciones de inmediato. Pero el ademán de su primo se le antojó eufórico. Casi pudo apreciar la riña que se lo venía encima en los próximos minutos.

—¿Se te olvidó cómo llamar a la puerta? —le preguntó, sin dejar de observarse en el espejo.

—¿Qué carajo fue todo eso?

—¿Qué?

Francesco meneó la cabeza recriminatoriamente, exudando ira por los poros de la piel. La mirada azulina estaba clavada en los movimientos de Lis, que en ese instante se dejaba caer en la cama, sentado, para quitarse los zapatos. Hizo lo mismo con el saco, después agachó la cabeza, fatigado y asió las manos del borde de la cama, como si estuviera conteniendo sus propias fuerzas.

—¿Estuvo con él? —Franco se recargó contra el muro, de brazos cruzados—. ¿Lis?

No hubo respuesta. Francesco frunció el ceño, entre enojado y triste.

—Tú te enteraste en la fiesta de la fraternidad, ¿no es cierto? —insistió su primo.

—Algo así.

—¿Cómo es algo así? ¿Catalina se medio acostó con tu hermano?

—Esa es la razón por la que no quiero contarte —aceptó Lisandro, mientras se levantaba de la cama y le daba la espalda.

Franco pensó en que hubiera sido mejor recibir un golpe de su parte, porque seguro habría dolido menos.

Lo único que podía imaginar era el rostro de Lisandro, en el odio que exigía su mirada y en los golpes que le había asestado a su hermano. Nunca le había visto tan fuera de sí, sin control. Y la culpa la tenía Catalina, que seguía poniéndose en el medio de su vida.

Parecía siempre querer arruinar la existencia de Lisandro, que ya de por sí era ardua y pedregosa.

—Me preocupo por ti —comentó, un tono sibilante en su voz.

Cuando hablaba así Lisandro pensaba en Ilse. Y pensar en Ilse en ese momento en el que se había enterado de lo que había hecho no le resultaba para nada agradable.

—Ilse le dijo a Cat que el bebé era mío.

Los ojos del otro joven se abrieron con suspicacia. Había conocido tan bien a su hermana, que no dudó ni un segundo de lo que Lisandro estaba diciendo. Sin embargo, algo en su interior le impedía ver a Cata como la víctima. La realidad era que seguía sin comprender toda la parafernalia de la relación entre ellos, mas se había asegurado de mantener una posición fría, que allí le obligaba a ponerse solo del lado de Lis.

Al terminar la fiesta, su padre le había dicho que no se metiera, que Lisandro podía arreglar sus asuntos sin ayuda suya. Escuchar de la propia boca de su primo solo confirmaba sus sospechas: no le contaba sus secretos porque él personalmente no podía odiar a Catalina. Y a veces Francesco pensaba que él sí que podía detestarla.

Resopló todo el aire en sus pulmones, mientras observaba el techo, extrañamente cubierto de una luz amarillenta. El color de la habitación era el perla, y las cortinas de satén caían hasta el suelo en las puerta-ventanales, que daban paso hacia el jardín trasero. Fran miró en derredor, con gesto cansado.

—¿Qué vas a hacer con tu madre?

Aquella era la pregunta temida.

Lisandro se dio la vuelta, al tiempo que se peinaba el cabello. Le dolía el labio, y un costado del estómago. Pero le dolía, en ese instante, más el corazón, que había comenzado a suplicar que durmiera.

—Ni puta idea —musitó—, seguro que mañana habrá una revolución en su casa, pero si te soy sincero ya no me importa.

Francesco quería creerle, pero...

—No dejes que te afecte, Lisandro —intentó persuadirlo—, pasado mañana volvemos a Milán, pasamos unos días allí y luego...

—Sabes que no me dejará ir sin antes haberme recordado cuál es mi lugar en la familia —refutó su primo.

Ambos se quedaron en silencio, cada uno analizando los pros y los contras de la situación en la que se había metido Lisandro.

—Vittorio se veía mal hoy —susurró, tanteando el terreno más que otras veces—, había algo...

Lisandro estaba consciente de ello. Había visto —y sentido— en los ojos de su hermano el puñado de demonios que lo poseían en ese momento. Vittorio siempre había sido cruel con él, llevándolo hasta los límites de su propia cordura, pero esta vez había sido diferente. Sumido en los efectos del alcohol —y de esa cosa que dilataba sus pupilas— Vittorio lo había provocado, y casi podía jurar que se sentía bien cuando lo golpeaba.

En cambio él estaba tan arrepentido, que no lograba diferenciar entre la emoción que todavía lo carcomía por haber besado a Cat y haberla tocado a un grado más íntimo, como nunca antes, y el escozor en los ojos. Sus golpes en el rostro de su hermano mayor, se habían dibujado como una paleta de juzgado. Y él no era un buen juez para nada.

La ira lo había cegado. Había hecho de él una gran y miserable nada. De eso, comprendió, era de lo que siempre le había advertido Matteo que se alejase. Y ahora entendía por qué.

—Lo sé —Cerró los ojos, convencido de que igual sería inútil intentar hablar con su hermano, que era controlado de todo a todo por Rita—, pero si de él no sale contarme...

—¿Y con Cat? ¿Sigue con sus mentiras?

Lisandro le lanzó una mirada de desaprobación por su tono. Francesco levantó ambas manos a modo de disculpa.

—Le dije que no había nada que perdonar —le confirmó. Francesco, a ciencia cierta, no esperaba menos de él—, pero tampoco creo poder... No creo que sea bueno estar en este momento. No se siente bien, del todo... ¿sabes a que me refiero?

Francesco quiso interpretar sus palabras, pero no lo consiguió, en cambio, sí visualizó en los ojos de su primo esa cosa que tenía cuando miraba a Catalina. ¿Deseo? ¿Amor? ¿Odio? Quizá los tres, pero fundidos unos sentimientos con otros.

—Nunca he amado tanto a alguien así —repuso al fin, sin mirar a Lisandro, que sí lo observaba con detenimiento. Era lo más sensato que le había dicho nunca sobre Catalina—, hay tiempo, Lis. Date tiempo y dáselo a ella también. Lo necesitan. Tal vez si vuelven a...

—No quiero ser su amigo. Ya no soy un niño. Crecí y mis sentimientos por ella siguen evolucionando. No puedo detenerlos. Ser su amigo es como el suicidio para mí.

No intentó no sonreír, sino que estiró sus labios y cerró los ojos, más tranquilo ahora, por ver a Lisandro en una pieza. Incluso podía ver en él la plenitud de una confirmación.

—Y, ¿cómo se siente ella? —se interesó, mientras levantaba una ceja.

Lisandro no lo sabía, pero podía describir lo que su piel espetaba. Podía narrar letra por letra cómo las manos de Cati temblaban entre las suyas y cómo sus labios lo habían recibido tan bien. Podía contar cómo su cuerpo entero se cimbrada, pegado al suyo y cómo la fricción de estos resultaba tensa, una completa tortura.

Se sintió más enjaulado tan solo imaginarla, con él, explotando eso que los unía y que los había dejado frustrados sexualmente. Pero el tipo de problemas que tenían, en especial él, no se resolvían con sexo.

—Supongo que igual que yo —respondió, guardándose los detalles para él mismo.

—Solo espero que todo vaya mejor, Lisandro —le aseguró su primo, cuando se daba la vuelta—, no me gusta que te hagas daño.

Suspiró cuando Francesco ya se había marchado. Conforme se quitaba la camisa las ideas o los fragmentos de estas se iban uniendo poco a poco, hasta formar un solo resquicio. Sin embargo, su mente allí era una jugarreta ambigua, anonadada. E imaginó que fantasear con Cati era lo más sano que podía hacer en ese momento, para no tener pesadillas.

Si no se concentraba en otra cosa que no fuera su imagen entre la oscuridad, entre el aroma del bosquecillo y el ruido del río, el miedo por lo que venía iba a comérselo desde los pies hasta la cabeza. Una parte de su cerebro le pedía que renunciara a todo, pero si lo hacía, ya no sería él mismo. No tenía más opción que enfrentar el futuro, que ahora le tocaba a la puerta.

El dolor más grave de su vida era Catalina, y el misterio que lo embargaba. Seguía pensando en la razón de la ira de su madre y cada vez que estaba con ella intentaba recordar si había hecho algo para que Rita lo odiase.

Tiró la camisa en una silla acolchada del fondo, en una esquina y se metió debajo de las sábanas, en una cama que le quedaba grande, en la que cabía más de una persona. Pero además del espacio, yacía la soledad amarga. Esa de la que venía huyendo siempre. No obstante, después de lo que había sucedido, era capaz de entender que esa emoción de abandono solo lo alcanzaría con ella.

Su madre, su hermano y su familia, eran una barrera en su corazón que no podía ignorar, sin importar qué cosa significase; eran ellos o él y Catalina. No había qué discutir más sobre eso. Hacía mucho que había decidido. Su balanza siempre había estado inclinada de ese lado.

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