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Capítulo 15










M: Dido - Thank you.






Valle de Gesso, Cúneo; Italia. Marzo del 2008.


Por un segundo Catalina se permitió creer que caminaba más rápido que Lisandro, pero cuando se detuvo, luego de descender una pequeña elevación de tierra que conducía a las orillas del río, se percató de que en realidad él solo le estaba dando espacio: como siempre. Sus ademanes le parecían tan adecuados a las situaciones que ni ella misma comprendía el alcance de su paciencia. Se abrazó a sí misma y se lamió el labio inferior, paladeando después un sabor metálico que le provocó náuseas.

A su alrededor no había más que árboles cubiertos por el suspiro de la oscuridad. El sonido sordo del río, que en su mente se escuchaba como un eco musical, hacía las veces de compás sigiloso, por el que la melodía se formaba en acorde con los movimientos de las copas de los árboles. El viento golpeando contra las ramas y contra los troncos viejos. Olía a tierra mojada, y bajo sus pies había hojas secas. Catalina, a pesar de estar en un lugar virgen como su dolor, se sentía revestida de inocencia, como si el paisaje en derredor le diera la oportunidad de reinventarse.

Le punzaba la boca y el interior de ésta. Apretó los dientes mientras cerraba los ojos cuando sintió que la cercanía de Lisandro era cada vez más palpable, y que su culpa, de un momento a otro, se volvía etérea, inexistente. Ver a Lis con esas muecas de odio hacia su hermano no solo la había hecho entender que él era tan humano como ella o como sus hermanos, sino que verlo, verlo de verdad, le ocasionaba un choque de emociones sin precedentes en el interior.

—Me acosté con tu hermano —susurró, deseosa de que las palabras se las llevara el viento, y de que los árboles apañaran el secreto y lo sepultaran debajo de sus raíces, como a un muerto que no podrá jamás volver a la vida.

No supo si la nula respuesta de él fue una buena señal; se limitó a esconder el rostro entre sus palmas y se deslizó con cautela hacia abajo, hasta quedar sentada sobre el suelo, con las piernas dobladas hacia atrás y a la izquierda. Las ramas desperdigadas crujieron con su peso, pero Cat escuchó otro sonido similar. Miró hacia Lisandro, que en ese instante se estaba acuclillando y arrojaba una roca pequeña hacia el río.

Tenía el cabello despeinado, el fleco corrido sobre la frente; le titilaban los ojos como si estuviera... como si estuviera conteniendo las lágrimas. Sin embargo, Catalina sintió que no podía esperar más, sintió que en la cabeza, además del dolor, tenía agolpados los años de silencio, los años en los que permanecer callada casi había sido su única opción. Pero entendió, como se entienden las cosas que realmente no se necesitan comprender, pero que pesan en el alma como un pecado sin eximir, que amar a Lisandro no significaba soportar sus juicios, sus palabras de horror y sus miradas de amor.

Amar no era la cuestión en todo aquel embrollo del que los dos formaban parte, sino perdonar e intentar vivir con un error que, en realidad, no significaba más que un crimen extinto.

—Me inscribí en la UBI porque quería contártelo —gimió. Él la observó a los ojos, circunspecto, enredado en ese halo de impertinencia que a veces Catalina odiaba, pero que en Lisandro podía justificar—. Pero tú no me dejaste...

—... Porque habían pasado cinco años —se rio él—, ¿sabes qué, Catalina? —Ladeó la cabeza, de modo que podía ver uno y otro ángulo del rostro de Cati—. No es necesario que te justifiques... Ni siquiera quiero saber los detalles.

—Es que no se trata de lo que tú quieras —farfulló ella, apresurada porque las palabras le salían atropelladas, sin fuerza, ahogadas mucho antes de que soltaran la punta de su lengua—, hasta hoy he hecho lo que me pediste. Me alejé de ti y lo pasé de lado, me alejé de ti y decidí intentar, al menos, seguir con mi vida.

—Es obvio que no lo conseguiste —refutó Lisandro, poniéndose de pie al mismo tiempo.

Catalina hizo un esfuerzo enorme para levantarse, pues en el suelo, entre la tierra, se le habían decantado las energías y la voluntad. No obstante, algo dentro de sí le pedía, le suplicaba, que levantara el rostro frente a él, que le demostrara que podía ser valiente a pesar de parecer, la mayor parte del tiempo, una muñeca de trapo débil y sin dignidad. Pero sí tenía dignidad, y, aunque herida, salía a flote cada vez que pensaba en Lisandro y en su olvido.

Lisandro y su indiferencia.

Lisandro y su mirada clandestina.

Lisandro y sus malditas preguntas.

—¿Ves? —Él le estaba dando la espalda, miraba hacia arriba, a la espesura de los árboles que se intrincaban en las copas. Cati vio que la miraba por encima del hombro, los labios fruncidos y las mejillas coloradas, vistas aún delante de la bruma que los cubría. Eran nada más las luces de la casa de campo, en la lejanía, desde su sitio, que rutilaban hasta llegar como tiernos halos por donde caía el terraplén—. Siempre haces lo mismo. Haces que me sienta estúpida...

Algo, con la frase «me acosté con tu hermano», se había roto dentro de él. Como si, después de los años, con los esfuerzos, y las metas, y la simpleza de los sueños, nada valiera la pena. Como si él mismo no valiera nada. Sentía que respiraba de manera mecánica, espontánea, acicalando sobre su cabeza un yelmo para no entender de razones.

No podía —o no quería— encararla. Y mientras escondía la mirada en la umbría de la noche, hacía un enérgico, y lleno de angustia, esfuerzo por no girar y estrecharla entre sus brazos para pedirle perdón. La realidad de su vida era que sin ella, sin importar cualquier error, se sentía vacío. Y cualquier error del pasado, cualquier mentira o cualquier verdad a medias, resultaba nada si tenía que vivir en un mundo en el que superar su ausencia fuera una posibilidad tangible.

En los calambres que le daban los dedos de las manos se le escurrían los recuerdos de las veces en las que había rechazado a Catalina. La había rechazado porque él estaba más manchado de sangre que nada. Porque la memoria de eso que no sería jamás estaba presente, delante de él, moviéndose siempre a donde él iba, cada vez que intentaba ser sincero consigo mismo. E incluso, por las noches, cuando imaginaba cosas, cuando soñaba despierto, podía verse protegiendo eso tan frágil que Cat tenía en el alma.

Mas sus manos, entrenadas para aprisionar todo cuanto tocaban, vejadas por las recriminaciones de la vida, por su propia madre que nunca le había amado, se encargaban de impedir que la tocara.

—Tu prima me dijo que estaba esperando un hijo tuyo.

De pronto, como si un presentimiento interior decayera en el laberinto de su mente, Lisandro giró sobre los talones, contrariado. Deseó con todas sus fuerzas que aquello no encajara a la perfección: pero él la había visto. Había visto a Ilse semanas antes de que escapara, semanas antes de que abortara a ese bebé del que nadie sabía quién era el padre. Lo recordó todo. Recordó cómo, tras ese viaje del que ella había vuelto tan rara y alejada, cómo su salud fue en deterioro, hasta ser lo que había quedado de su cuerpo poco antes de morir.

—Y tú la amabas tanto que supuse que sí era cierto —musitó Catalina, con las lágrimas desbordando por las mejillas lívidas—. Ella también estaba en esa fiesta, con Vittorio, pero yo le creí porque sabía cuánto...

—Estás equivocada.

Catalina sonrió, pensando que era eso precisamente lo que esperaba que él respondiera. Por supuesto que iba a defender la memoria de la muchacha que llevaba ya muerta algunos años.

—La gente de Milán y del Campeggio, del club, de todas partes, Lisandro, todos se lo dijeron a mi padre: que era tuyo y que Ilse había... había...

Negó con la cabeza y la agachó. Lisandro dio un paso hacia ella, las manos a los lados del cuerpo.

—No me refiero a eso —le dijo, mirándola—, digo que estás equivocada porque no la amaba. No al menos como piensas. Era mi prima.

—¿Y eso qué?

—No era mío. El bebé no era mío.

Si otras veces se habían mirado a los ojos, y habían sentido que se pertenecían, nunca fue como en ese momento. Lisandro nunca había visto la ilusión a través de sus pupilas, direccionadas hacia él nada más, como si fuera el único hombre en el mundo. Y Catalina nunca había visto aquella tristeza en su iris, en la mirada cristalina. Nunca había sentido, cuando él la observaba así, que la entendía, que no la juzgaba.

—¿Catalina?

Ella apretó los párpados, y las lágrimas se despojaron de toda culpa, del horror del pasado que en sus pesadillas venía disfrazado de palabras de aliento. Sin saber cómo podía, percibía sus propios latidos en los oídos, en la garganta, y sentía que el estómago se le había hecho pequeñito y apretujado.

Él en cambio continuó mirándola. Extendió la mano y le tocó el labio de donde surgía una pequeña hilera de sangre, misma que estaba a nada de secarse. Le acarició con la yema del pulgar, mientras acortaba más la distancia y los latidos de su corazón parecían más un rugido interno, debajo de su esqueleto, la carne abierta, delgada y magullada.

Era así como él podía entender el amor: lo que sentía por Catalina era tan intenso y tan inacabable, que hacía de su dolor algo propio.

—Ojalá pudiera decir te amo, y que fuera suficiente. Pero un te amo no significa para siempre. Catalina —musitó. Llevó su otra mano al mentón de ella para hacer que lo mirara. Cati obedeció a su gesto y abrió los ojos, encontrándose de lleno con aquello de lo que no podía huir—, te amo.

Era un te amo perfecto. Dicho a pesar del daño. Lanzado al vacío, pero recibido con amor por un corazón contrito. Catalina alzó las palmas y sujetó con fuerza las muñecas de Lisandro, pensando que si lo tomaba con cada energía de los músculos, él entendería que era así como quería pasar su vida.

No quería cesar de mirarla. Si lo hacía, Lisandro era consciente de que se acababa el instante en el que solo ellos importaban. Afuera, en el mundo real, estaba su madre y lo que probablemente haría por el bochorno anterior. Estaba su padre y sus odiosas frases de chantaje. Afuera estaba todo lo que tenían, y lo que les impedía estar juntos: en el mundo real yacía el presente, esperando, sin una pizca de paciencia.

Con el rostro de Cat acunado en sus manos, Lisandro se aseguró de respirar por unos segundos. Tuvo la sensación de que ella se estremecía con el roce de su piel contra la suya, como si, con esa leve caricia, su cuerpo se le entregara sin necesidad de consumar un acto sexual.

—Lo único que quiero que sepas, es que soy incapaz de odiarte: porque si te odio, me odio a mí mismo. Eres lo poco que me queda de humanidad.

—No hables como si estuvieras despidiéndote —habló Cat, tan bajo que las palabras apenas fueron audibles para Lisandro—, entiendo que no podemos estar juntos, que nos arruinamos y que no podemos volver atrás. Pero no te despidas de mí...

Con las manos liberadas, Lis retrocedió un paso, cerrando los ojos.

Catalina sintió que se quedaba en las tinieblas, sin él tomándola para proteger la poca integridad que tenía. Sin él, que siempre sabía qué hacer, Catalina no podía entender la vida. Estaba en la UBI como un pretexto para estar a su alrededor, para formar parte de ese mundo en el que Lisandro vivía. Era como pertenecer a él sin que se diera cuenta. Pero si se apartaba por su culpa no solo sentía que se volvía exigua, sino que le arrancaba a él todo por cuanto había luchado.

—Tú tienes que dejar de pensar cosas buenas de mí —murmuró Lisandro, mientras mesaba su cabello y echaba hacia atrás las hebras más largas del fleco—, soy una de las peores personas que te puedas imaginar. No sabes qué tipo de familia tengo y los secretos que... guardo.

—Nada de eso me ha importado nunca —Catalina carraspeó, el llanto sofocado—, tus errores no te definen, Lisandro. Para mí, para mí eres lo que tienes que ser.

—Fui quien te alejó, Cat. ¿Acaso no lo ves?

Lo vio, de hecho. Catalina vio que cuando él se confesaba sus defensas caían. Entonces vislumbró de nuevo en sus ojos la amargura a la que se había acostumbrado. Dio un paso hacia atrás, de repente avergonzada.

—¿Hasta dónde tengo que llegar para demostrarte que no me importa tu posición, ni tus medallas? ¿Qué tengo que hacer para que puedas perdonarme? —Cat se cruzó de brazos, afligida.

Lisandro torció un gesto con la boca, que Cat identificó como una de sus sonrisas sarcásticas: era como un mohín de «me río de lo que acabas de decir».

—¿Qué es, según tú, lo que te tengo que perdonar? —La siguió, los ojos engurruñados, la postura erguida—. ¿Que te acostaras con Vitto? ¿Que fueras el objeto de la burla de mi madre y de mi hermano? ¿Quieres que te perdone porque te utilizaron para joderme?

Ahora pudo entender. Pudo notar que Lisandro se culpaba, que había entendido desde que Vitto los había enfrentado esa noche. Por eso se había marchado sin decir más. Por eso la había ignorado y por eso estaba allí, diciéndole de mil maneras posibles que la amaba. Y tal vez, pensó Catalina, Lisandro siempre la había amado más de lo que ella podía.

Su amor terminaba allí, en la oscuridad, menguado por el dolor, apaciguado por la humillación de soportar que él la rechazara. Pero el amor de Lisandro traspasaba las barreras del pudor y del rencor. Traspasaba eso que ella no alcanzaba nunca: el amor de Lisandro era como el cielo de inmenso, algo que no se podía cuantificar e intentar igualarlo siempre le había supuesto una batalla en la que sudaba sangre y lloraba energía.

—Quiero que me perdones por dejarte solo —admitió Cat, dio otro paso hacia atrás, temerosa.

Lisandro también dio un paso, pero hacia ella, y luego dio otro y otro más. A espaldas de Cati se encontraba un castaño gigante, de tronco grueso, en el que Catalina recargó la espalda y se encerró contra el árbol y contra él.

—¿Me dejaste solo? Porque en mi vida te he podido sacar de mi cabeza. ¿Cómo lo haces, eh?

—Lis...

Él puso la mano en el tronco, a un lado de la cabeza de Catalina, junto a su oído. La corteza era rasposa, pero no importó, no importaba nada.

—De aquí en adelante no quiero volver a hablar de esto, Catalina. No puedo olvidarte. Pero puedo seguir viviendo. Aunque me resulte difícil... ¿Entiendes que no puedo dejar de vivir por ti, aun cuando te llevo clavada en el pecho?

—Lo entiendo.

—Entonces, deja de pensar que soy bueno... Deja de creer que...

—Basta —gimoteó Cati y le tocó la boca con la mano derecha.

Lisandro, por percibir que ella le acariciaba los labios húmedos, sintió un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal.

—Basta ya.

Intentó retirar los dedos de su carne, pero no pudo. En lugar de eso, despacio, siguió el movimiento hacia su mejilla fría y levantó la vista de sus labios a los ojos y viceversa.

Tras hacer mella con un horror casi indescriptible, Catalina dejó caer la mano con la intención de zafarse. No era, al parecer, tan rápida como él, o tan decidida.

Lisandro tenía los labios fríos. Y su boca exigente, que le hacía doler un poco la herida, le exhalaba el dolor a través de un beso, cuya sensación no podía comparar con nada que hubiese sentido antes. La mano de él descendió por su cuello y se movió hasta su cintura, para apretarla más hacia su cuerpo, que estaba cálido a pesar del clima.

Hizo lo que sus manos le pedían, lo que su corazón suplicaba; como si toda su fisonomía quisiera intoxicarse de él. Parecía que era una droga y que la necesidad de sus caricias la tenían extenuada hasta no saber quién era ni dónde estaba. Parecía que ese lugar era el único al que pertenecía. Se sentía, por primera vez, completa, llena de eso que, ahora lo sabía, solo él podía otorgarle.

Era de él de una manera no corpórea, casi espiritual. Tanto que se pensó frenética, olvidándose de que en la boca llevaba una marca que, aunado a sus besos, y a su lengua que hurgaba en su boca, exigiendo lo que era suyo, jamás podría mantener lejos de sus recuerdos. Era una especie de tensión que le calaba en el vientre bajo y que, en sus pechos, con la presión que él ejercía contra éste con su torso, se sentía como una tortura demasiado antigua.

Debajo de la falda solo estaba usando un short diminuto, cuando él deslizó su mano, despacio, dentro de ésta, la piel de sus muslos se erizó al instante; era un acto reflejo tan súbito que, aunque Cat sabía que no era así, se sentía como si fuera la primera vez que alguien la tocaba de ese modo. Sentía que su mano, allí donde sujetaba con fuerza y posesión, y se movía con miedo hacia su glúteo y regresaba al muslo y volvía a subir, había sido hecha para hacerlo. Para hacerlo con ella, o que ella lo hiciera con él.

El sentido del orden no tenía importancia. De lo que sí se podía sentir dueña, pese a que parecía que la caricia se iba a terminar de un momento a otro, era de su voluntad. Porque así pasaran los años, y hubiera más dolor y más hombres en su vida, era con Lisandro con quien su cuerpo entero siempre añoraba estar. Y con el único con el que había —y habría de— experimentado aquellas emociones.

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