Capítulo 14
M: The Land Below - Don't trust the rain.
Milán, Italia. Mayo del 2000.
Ilse se quedó pensativa, sentada en el mismo camastro en el que Lisandro y ella habían compartido tantas anécdotas; ahora que estaban creciendo, que las edades se disipaban en distancias tenues y prosaicas, notó que su primo estaba cambiando más de lo que ella hubiera esperado. Los años a ella se le corrían como una película antigua, un suceso dolorido de pasiones ocultas y atrocidades escondidas detrás del telón familiar.
Lisandro se estaba convirtiendo en un ser de ademanes cuidadosos, encerrados bajo una capa gruesa de espurio que ni ella misma conseguía atravesar. Sintió cómo se la llenaron de lágrimas los ojos, y debajo de éstos, cómo le tiritaba la piel arrugadita, consecuencia de contener el dolor y la culpa. Se sentía tan dañada y aprisionada en las verdades a medias, que mientras veía a su primo encerrarse en ese mundo de sentimientos fríos, eternos, ella se volvía una muñeca de porcelana rota, dejada al olvido.
Entonces comprendió que mientras más intentara ocultar sus verdades y mientras más rígida quisiera aparentar ser, las cosas se le vendrían abajo como una avalancha de nieve imprevista, provocada por el más terrible de los sismos. Decía querer mucho a Lisandro, pero sus actos demostraban que no amaba a nadie más que a Vittorio y que, por muy prohibido que su madre dijese que era ese tipo de relación, su cerebro no dilucidaba el mundo sin distorsionarlo, si no lo hacía de la misma forma en la que lo hacía Vittorio.
Y haría, sin importar que dañase el amor puro que había entre Lis y Cati, lo que el otro le pidiera. Se encontró de frente con una hilera de pecados que iba a cometer, y que, al terminar el verano, cuando se supiera lo de su embarazo, quizá saldría a la luz. Mas no le interesaba nada que no fuese cumplir la sublime promesa que le había hecho a Vitto semanas atrás, cuando le había dicho que esperaba un hijo suyo.
Francesco y Lisandro nadaban en la piscina de la cúpula, una habitación enorme mandada a construir en su casa para que Frank aprendiera a nadar y se sintiera en casa, protegido bajo el abrazo de su familia y valorado por la ufana revisión de sus padres. Se estremeció al ver la mirada de Lis clavarse en ella nada más salir del agua, chorreando líquido de los brazos delgados y del cabello, luego de quitarse el gorrito de natación.
Eran aquellos un par de iris gris que, si miraba con atención, trasmitían una historia completa; sin embargo, los más grandes secretos de su primo él se los guardaba, pero Ilse ya los conocía. Los conocía tan bien que por eso había terminado cayendo con Vittorio, tras negarse durante mucho tiempo, bajo la espera de que la atracción carnal que percibía en sus dedos cuando él la tocaba, se marchara pronto.
Nunca ocurrió eso. Si no que, con el tiempo, lo que había parecido un sentimiento abrupto, había transmutado en una especie de espíritu vivo, que cambiaba y cambiaba cada día hasta ser lo que sentía en ese momento: un amor sin escrúpulos, de los más oscuros deseos y fundamentado en la posesión sexual que él le hacía pensar cada vez que estaban juntos. Era como una entrega que nunca había sentido a pesar de ser una adolescente de diecisiete años, que según sus padres, no sabía nada del amor.
—¿Estás bien? —Lisandro se estaba limpiando una oreja cuando preguntó.
Ilse recostó la cabeza en el respaldo del camastro y encogió las piernas, de modo que quedaba acostada en una posición casi fetal.
—No —se limitó a decir, consciente de que levantaría una sospecha pero tranquila porque Lisandro nunca iba más allá.
Siempre preguntaba lo oficial sin parecer impertinente, y confiaba en que si ella deseaba contarle algo una sola de sus interrogantes bastaba para que desarrollase una charla. Le había prometido a Vittorio que no contaría nada y que después de la fiesta a la que César Medinaceli le había invitado, por su ingreso en la sociedad y el recibimiento de un título que ella no alcanzaba a comprender, las cosas cambiarían para los dos.
Iban a huir juntos.
Vittorio huía de su madre y de su apretujado amor; ella huiría de la ignominia y de los reclamos de la sociedad, huiría de la decepción de sus padres y de la desventura que le vendría a Lisandro cuando ella mintiera para salvar un patrimonio. Cuando Vittorio se lo había pedido, había querido preguntar por qué tenía que decir que su hijo en realidad era de su hermano, pero Vitto no le daba razones porque no las conocía, simplemente obedecía a lo que Rita Rocca ordenaba.
Y allí, un par de meses antes de que comenzara el verano y los Medinaceli volvieran a Milán de vacaciones, ella sabía lo que tenía que hacer.
Le acarició una mejilla límpida a Lisandro, por donde la piel eriza y blanquecina de su primo desplegaba una naturaleza angelical, pura y sin misterios por resolver; era como haber descifrado el más lindo de los secretos de la humanidad, y sabía dulce, y entendía por qué Lisandro estaba enamorado hasta los huesos de Catalina, que era una chica a la que solo le faltaban la corola y las alas para ser igual que él.
De alguna manera rozar su piel lívida le hizo sentir en un papel judaico del que no pudo escapar; y que cuando lo sintió cernirse sobre su cabeza, aunque evadió la mirada de su primo y se escondió detrás de unos quejidos lastimeros, falsos y descubiertos a la vez, solo lo acuñó con resignación. Lo estaba traicionando en todo el concepto de la palabra «mentir» y de la palabra «destruir», y no sabía hasta qué grado las emociones fraternas que los unían se quebrarían cuando la gente a su alrededor supiera.
El mundo era caótico, pero Ilse era lo suficientemente inteligente como para entender que no había nada más perturbado y lleno de caos que su propio cerebro, en el que los pilares de la razón sana, habían sido derruidos y escombrados por un amor que al principio había sido imposible, pero que ahora, ahora parecía ser tangible y aromático. O al menos cuando Vittorio le decía que pronto no habría nada que les impidiese estar uno al lado de la otra era así como se sentía.
Lisandro se sentó frente a ella e hizo que meneara las piernas a su izquierda de modo que le daba un poco de espacio en el camastro. Lo vio que tragaba saliva y que la manzanita de Adán en su cuello se meneaba con tranquilidad. A veces odiaba que pareciera tan apacible y odiaba saber que lo suyo con Catalina no era imposible de ninguna manera. Odiaba ver que su primo frente a las adversidades, manejaba una actitud entera y dulce, al menos con ella, sutil y encantadora.
Las lágrimas se estaban acumulando en sus ojos y en la garganta percibió un nudo tan grande como la carga abultada en su vientre. Jamás había planeado embarazarse. Ni había planeado amar a Vittorio, un ser que a duras penas parecía entender el mundo que lo rodeaba. En cambio a ellos, Lisandro era quien mantenía siempre los pies sobre la tierra sin importar que fuera menor en edad que ellos. Ahora lo veía claramente: era por eso que su madre no soportaba tenerlo en frente, era por eso que había aceptado que se marchara de la casa para vivir con el abuelo.
Y sin embargo, le seguía doliendo que ellos tuvieran que destruir parte de su vida para que nada se interpusiera, como había dicho Vitto que su madre aseguraba, en su carrera de natación. Su familia no era adinerada, vivían en una posición económica muy favorable, pero los tiempos en los que los viñedos y las haciendas de lavanda se encontraban en su apogeo habían pasado, y no estaban más que los resquicios de aquellas imágenes.
Ilse podía nombrar con exactitud las veces que había escuchado a Vitto decir que su madre estaba frustrada porque el abuelo Rocca le había dejado en claro que no dejaría a Lisandro solo nunca. También por eso había aceptado que se fuera de la casa, que Lisandro dejara Púrpura y que emprendiera el inicio de un camino en el que muy pocas personas lograban llegar a la meta.
—¿Cuándo vienes con Matteo? —Ilse preguntó con voz queda y suave.
—Después del verano. —Lo observó parpadear un par de veces y también se percató del singular aleteo de sus pestañas, que eran de un color castaño claro, casi un rubio oscuro y cenizo, pero menos, mucho menos hermoso que del color que lo tenía Vittorio.
Suspiró al tiempo que sentía un encogimiento en el corazón; parecía que tener a Lisandro a un lado le ocasionaba sentimientos de dolor, por lo que decidió ponerse de pie y tras despedirse dándole un beso en la mejilla corrió hacia las escaleras, para después no detenerse hasta llegar a su habitación.
Mientras cerraba la puerta y contemplaba el color caoba de los muebles y las paredes de una matiz de melocotón y perla, olió en los vestigios del aire y las esporas del polvo que volaban en derredor suyo, aquel único aroma que conocía casi como conocía la voz de su padre o de su madre, o las manías raquíticas de su hermano menor. Pensó en Francesco y pensó en el cómo la había descubierto un par de días antes cuando, por la noche, Vittorio había entrado a hurtadillas en la casa pues esa noche se había quedado en la casa con el pretexto de una competencia a la que irían los muchachos más temprano.
Deglutió saliva, mientras se dejaba caer en la cama y abría los brazos para extenderlos sobre el colchón mullido, en el que todavía había un par de sábanas distendidas. Estaba allí el remordimiento que tenía el mejor sabor de su vida, el que, a pesar de ser un pecado casi mortal, la alentaba a sentirse viva, a creer que por sus venas corría sangre real y que los latidos que oía en su pecho no eran artificios de su mente. Era un ser capaz de entender los alcances de sus atrocidades, pero que por amor a alguien a quien creía parecida a ella no podía ver de manera distinta.
*
Cada vez que Vittorio se miraba en el espejo sentía que no se reconocía, que el hombre, si así se lo podía llamar, que estaba allí, frente a sus ojos, era un bufón, un juego que su mente le hacía para que no supiera dónde comenzaba el muñeco de Rita y dónde el esclavo del demonio. En la cama yacía una maleta incompleta, un par de boletos hacia Madrid y una orden invisible, dibujada en su cabeza solamente.
Parpadeó, parpadeó y tragó saliva tan fuerte como su tráquea pudo contraerse. No era su idea, ni sería nunca su idea destruir lo que podía ser la única felicidad de su hermano, al que amaba en secreto y por el que sufría en silencio; de la única manera en la que se puede querer cuando solo te han enseñado a destruir. Vittorio Rocca no conocía el amor sincero, solo sabía de un significado de posesión, un «todo es mío» que su madre se encargaba de grabar en sus pensamientos a cuesta de sus energías. Sin importar que mientras le recordaba que lo amaba, siempre que le hacía ir contra su voluntad, lo hacía envolverse en dolor, en recriminaciones y en lodo.
El fango del que estaba repleto su corazón y del que no pensaba despojarse, se iba nada más cuando estaba con una persona, que parecía entenderlo pese a que siempre la estaba tratando con la punta del zapato. Vittorio no sabía de qué forma, o cómo, o desde cuándo, pero sí sabía que con Ilse se sentía libre, se sentía eterno y se sentía menos culpable. Arrastrarla al infierno no era lo que todos llamaban un acto ruin, sino un paso más para dirigirse hacia la libérrima sensación de independencia.
De pronto, al dejar de ver su reflejo, escuchó la voz estentórea de su madre que reñía, de nuevo, de nuevo, a Lisandro. Puso la mejor atención que pudo, pero oír que era aquella la misma charla de siempre y que Lisé no se defendía, le hizo recordar por qué llevaba tiempo obligándolo a marcharse. Vittorio recordaba todas las veces en las que su madre le decía que Lisandro quizá no era hijo suyo, que nunca podía reconocer en él las facciones de la familia y que los doctores quizá se habían equivocado.
Él estaba consciente de que era una estupidez porque mucho tiempo atrás, cuando se había accidentado, Lisandro le había donado sangre: eran hermanos, de ese no cabía la menor duda, pero para Rita, Lisandro, como bien lo decía ella, era una vergüenza de pies a cabeza. No hacía nada de lo que ella se sintiera particularmente orgullosa y en esas cosas absurdas del deporte Rita pensaba que Lisandro perdía el tiempo.
«Debes aprovechar que eres más inteligente», le había dicho un día, convencida de que podía conquistar a Catalina Medinaceli, una chiquilla a la que le llevaba más de seis años y por la que no sentía nada. Ni siquiera atracción. Sin embargo, estaba amarrado a aquel hilo de sucesos que Rita había dictaminado para él. Estaba cada día más cerca de joder por abajo y por arriba la entereza de unos chiquillos de quince años. Estaba por arruinar a la única persona de la que se había enamorado.
Pero Vittorio no se sentía completo. No se sentía cabal como para ser un padre.
Pedir la ayuda de Rita era tal vez esa forma viable en la que no iba a mancharse de sangre las manos, aunque, implícitamente, era él quien tiraba del gatillo. Ilse cumpliría otro de sus caprichos e iba a enjugar el sudor de su rostro frente a frente con el mismísimo infierno, del que Vitto y Rita formaban parte desde mucho tiempo antes.
La puerta de su cuarto se hallaba abierta y vio que Lisandro cruzaba casi trotando por el pasillo. En el hombro tenía la toalla con la que se había ido por la mañana hacia la casa de su tío Romualdo. Rita tenía planes de clausurar la piscina en Púrpura, o eso le había dicho a Eliseo, su padre, quien no podía actuar más que para decir que sí o decir que no, pero nunca para refutar una decisión tomada por la inescrupulosa madre de ambos.
Era un supuesto caótico, que él no le creía ni jota a su propia madre: lo que quería, y era más que obvio, era continuar con esa guerra inexplicable que llevaba en contra de sus hijos; pues aunque no lo viera de ese modo, también él se sentía un peón en sus estrategias, se sentía una máquina operada con locura y cero responsabilidades. Y estaba tan hundido en ese océano de impertinencias, de actos siniestros y mentiras negras, que no podía verse viviendo de otra manera.
Lo único que pudo hacer, luego de plantearse miles de opciones, fue vejar la paciencia de su hermano, que ahora estaba creciendo y se volvía cada vez más latente de la terrible mata de veneno que brotaba en el centro de su familia; Vittorio, durante mucho tiempo, había tomado la decisión de hacer que su hermano los odiara, sobre todo a él, que sintiera que estaba solo y que no tenía a nadie en Púrpura a quien perseguir. Solo le quedaba dañar la cosa más amada que él creía poseer, y para eso necesitaba el apoyo de su madre.
El recuerdo de Catalina Medinaceli era, para Lisandro, como uno de esos objetos valiosísimos que se guardan bajo candado, escondidos en lugares sagrados, posicionados en urnas bendecidas. Definitivamente, tocarla no era una de sus mejores decisiones, sino hacerle pensar a Lisandro que así había sido. Mas, al enterarse, su madre lo había convencido de que embarazar a una chica como ella era una de las últimas opciones que tenían para salvar la posición de Púrpura.
Caminó por el pasillo hasta la habitación de su hermano, y sin tocar se adentró en el espacio, que era mucho más pequeño que el suyo, pero con una vista hermosa hacia los senderos de lavanda que en su temporada arrojaban un aroma único. Vittorio se guardó las manos en los bolsos de su pantalón de lino, mientras miraba en derredor, las cortinas blancas, las paredes libres de adornos, los libros apilados en la mesilla del fondo, en una esquina.
Lisandro se hallaba de pie junto a la puerta del armario. Lo miró como siempre; con aire de cansancio, y Vittorio pudo leer en sus ojos aquellas frases que esperaba oír, pero que Lisandro nunca se animaba a espetar. Cuando lo impelía para que surgiera algo, para que se desquitara, lo único que conseguía era que su madre lo hiriera más, que le volviera a recordar lo diferente que era.
Nunca había gozado de ver cómo Lisandro se aguantaba las lágrimas y se derribaba sobre sí mismo, indispuesto, hastiado, pero paciente, siempre paciente.
—Esta habitación es muy fría —le dijo, mientras admiraba la tapa de un libro en el que se leían un par de cosas sobre la próxima fiesta de Aníbal de la Fuente, primo de Catalina Medinaceli—. Sí, esas fiestas de los duques... No entiendo cómo España sigue teniendo títulos.
Lisandro no respondió, y Vittorio esbozó una media sonrisa, seguro de que probablemente Lisandro tenía miedo de hablar en su presencia. Sentía que el ácido gástrico se le subía por la garganta y le quemaba la carne interna, cada centímetro hasta llegar a la lengua y provocarle grima. Entonces bajó la vista hacia el suelo. Su hermano estaba descalzo, e iba con el pantalón de lycra. Vittorio supuso que había estado en la piscina.
—¿Sabes que madre no te dejará usar más la piscina? —inquirió.
Lisandro se volvió hacia él, asintiendo.
—¿Y qué piensas al respecto?
Vittorio sabía que lo estaba forzando. Sabía que estaba matando sus sueños, que con Catalina, acabaría por completo de extenuar su alma, de por sí corrompida por el rechazo de sus padres y el odio que él mismo fingía hacia él: para protegerlo, para alejarlo, para hacer que se marchara, que aceptara de una vez por todas las propuestas de su tío, de su abuelo, que insistían con que dejara aquella casa para siempre.
—Madre siempre tiene la última palabra —susurró el más pequeño de los Rocca.
Lo observó secarse el cabello, sacudir la cabeza para expulsar de ella el exceso de agua.
—¿Irás a vivir con Matteo? —quiso saber, con el, quizá, tono más conciliador que había usado nunca para con Lisé, quien había, en ese momento, erguido el mentón y engurruñado los párpados—. Digo, no me extrañaría, cada vez madre te soporta menos.
—Supongo que sí.
Oír eso lo hacía enfurecer. Hacía mucho en una fiesta Vittorio casi le rompía la cara, fatigado del alma, cansado de las extremidades, de la mente; tenía mitigadas las fuerzas y la voluntad, y la coherencia en su vida parecía una cosa intermitente. Nunca había sido más racional que cuando amaba a su hermano, cuando le decía con palabras que era un idiota, pero se guardaba el por qué, nunca le decía por qué pensaba que era un idiota y Vittorio nunca, jamás había sido capaz de decirlo.
En ese instante quiso gritarle que se fuera, que se marchara y que no volviera, a pesar de que, sacarlo de su vida, saber que estaría lejos y que jamás lo vería de nuevo, significaba renunciar a una de las pocas personas que lo impulsaban a dejar de ser un monstruo. Pero, por desgracia para los que lo rodeaban, Vittorio no sabía amar sin dañar y proteger sin destruir. Estaba tan acostumbrado a la corrupción que había aprendido de Rita, que intentar exhalar una buena obra le suponía una reacción en cadena más peligrosa.
Por lo tanto, cuando Lisandro había dicho, tan indeciso como siempre «supongo que sí» él había comprendido que no le quedaba de otra que arruinar su única ilusión. Catalina era la ilusión de Lisandro. Y si seguía esperanzado con ella jamás iba a alejarse de su madre que, para Vittorio, era más importante.
—Sabes que ella te odia, ¿no? —Se rio, y contuvo la respiración, junto con el llanto—. Dios, Lisé, deja de ser tan masoquista. Al menos Matteo tiene piscina en su casa.
Ya no lo miró de vuelta ni se molestó en ver cómo era el semblante de Lisandro tras oír sus palabras; que eran diferentes a las del resto, a las que acostumbraba a darle. Aquellas no eran frases de humillación, ni de odio, o de mentira, o de oprobio: aquellas habían sido las únicas palabras que podían surgir de su cuerpo a modo de afecto. De otra forma era incapaz de decir a Lisandro que prefería que estuviera lejos de Rita y de ellos, a verlo igual que él.
Él ya tenía suficiente con el horror de fundirse en la mugre con su madre, y si a Lisandro le pasaba lo mismo, entonces nada de su sacrificio, de ofrecerse como chivo expiatorio, habría valido la pena.
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