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Capítulo 13




M: Oh Wonder - Technicolour beat. 





Entre hermanos existía un vínculo de sangre que no se podía romper así las diferencias físicas y sentimentales fueran kilométricas. Vittorio, mientras observaba a Lisandro agachar la cabeza y ocultar la mirada de las exigencias de su padre, se preguntaba por qué no soportaba todo eso que a él nunca le había parecido más que el agobio de un par de monstruos. No sabía qué sentir y, a pesar de todo, nunca le había dicho que la ira en él crecía y se le pegaba a los músculos como la más dolorosa de las magulladuras.

El desfile de emociones encontradas que se esparcían en su pecho cuando lo tenía al frente, pese a que eran muy pocas las ocasiones, se incrementaba al grado de percibir ardor en las sienes, las venas de las muñecas y en la nuca, donde también se le erizaban los vellitos. Se echó el líquido de su copa hasta el fondo de la garganta con la intención de aminorar la carga que se le acumulaba en los párpados: no podía dejar de ver todo lo que Lisé tenía, aún sin tener nada, más que él.

Lo que no sabía era que aquellas esperanzas muertas en su corazón se reducían a la inexperiencia que, gracias a su madre, Vittorio había sido condenado a demostrar; su tarjeta de presentación, como muchos lo sabían, era la ávida sensación de ser mejor que todos: mejor que cualquiera, excepto que su hermano. Y era Rita Rocca quien le había infundado aquel pensamiento insano de que Lisé estaba todo el tiempo tratando de dejarlo abajo.

Un tipo se acercó a él y le preguntó si le llenaba la copa de nuevo, en la que, después de asentir, volvieron a servirle champaña. Lisandro se había vestido con un frac de color gris; al observarlo con tanto detenimiento se dio cuenta de que era más parecido a su padre que él mismo, con su cabello castaño y lacio, y sus ojos grises, más la piel de aspecto lívido, que por casi no recibir los rayos del sol daba la apariencia de una suavidad virginal, que él no tenía debido a sus más recientes vacaciones en la playa.

Fue entonces, cuando volvió la vista hacia la mesa del buffet que se hallaba casi a la entrada del chalet, que la vio: Catalina entraba en el sitio de la mano de su hermano César, que se lo veía calmado, bien vestido, con un traje negro muy similar al de Axel; ninguno de los dos llevaba corbata, y los botones de sus camisas, los del cuello principalmente, iban sueltos hasta el inicio del pecho. Detrás de Cati había una chica rubicunda, vestida de manera sencilla y poco lujosa, pero muy hermosa, tanto que a Vittorio le fue imposible no notar que venía del brazo del mayor de los Medinaceli.

Sin embargo, fueron los ojos de Cati, y no de los varones a los que él miraba, los que lo inspeccionaron casi en el acto; por la naturaleza de su ser acostumbraba a no sentir vergüenza, mas en ese instante algo parecido a lo que era un resquemor profundo y espinoso se afianzó en el músculo que palpitaba bajo su esternón. Éste le dio un vuelco, al encontrarse en vivo y en directo con los ojos castaños de Catalina; quien ahora se había convertido en una joven llamativa y deslumbrante, con una hermosura antigua y peculiar. Por supuesto que podía entender por qué su hermano la imaginaba como una figura inmaculada, que se rompía al más mínimo de los daños.

La amargura se cernió en su mente cuando el recordatorio de lo que le había hecho inundó sus memorias; había, arraigada en su cabeza, una reticencia a la que su madre calificaba como debilidad que se debe exiliar de las personalidades. Para Rita, Vittorio era la representación de sus mayores triunfos, y aunque él, en presencia de su madre, se comportaba como ella deseaba, en el fondo de sus pensamientos se sentía el mayor fracasado sobre la faz de la tierra.

Era por eso que no sabía si lo que sentía para con Lisandro era odio, enojo o amor fraterno, seguido de lástima, pudor, pena y arrepentimiento. Quizá, concluyó, entre lágrimas derruidas en su corazón, que era una mezcla de todo aquello que un hombre capaz de pensar por sí mismo percibe cuando se está al borde del abismo. Era un vil títere que siempre se había prestado a los juegos absurdos de una madre controladora, a la que siempre le había temido, pero sin la que no podía vivir...

... Vittorio sabía que aquello era un tremendo pecado, que se iría al infierno, pero estaba tan desolado en ese mar de iniquidades con Rita, que no podía evitar, tras muchos años de oírlo de sus propios labios, que ella era precisamente la única mujer que lo querría sin importar sus defectos. Ese era el motivo por el que se dejaba guiar hacia las tinieblas. Era una perdición dulce, que después se tornaba en hiel pesada sobre la lengua y terminaba llegando a su estómago como una excitación dolorosa. Su cuerpo se resistía a tener tan infructuosos y desalentadores anhelos, pero era todo lo que conocía.

Y a través de su hermano menor, al que Rita se había encargado de sobajar una y otra vez por medio de él, tan solo porque conocía el secreto más oscuro, terrible y pendenciero de su familia, podía ver más allá de los sueños que nunca había poseído. A través de Lisandro él podía vivir. Pero claro, Lisandro, con sus ademanes limpios, era siempre capaz de ignorarlos, al grado de dejar que todo mundo lo hiciera añicos; no sabía, a ciencia cierta, si de él odiaba o amaba esta característica.


*


—Podemos irnos si quieres —César le susurró en el oído, pero Catalina sabía que esa era la única manera de ver a Lisandro, aunque lo hubiera perdido de la vista minutos atrás.

Por un momento había creído que era su presencia la que incomodaba, pero tras notar que Eliseo —el padre de Lis— se encontraba allí con Vittorio, que no había reparado en verla, supuso la verdadera causa del desvanecimiento de él. Siempre, cuando niños, le había ocurrido lo mismo: estaba tan enojada con Lisandro por nunca defenderse y al mismo tiempo tan orgullosa por la maravillosa persona que podía llegar a ser, que los sentimientos arraigados en su alma se volvían sinceros, la única cosa que podía llamar auténtica en su vida.

Pero seguía sin saber si exactamente aquello era amor. De lo que sí estaba segura era de que de ninguna manera era como ese amor que sus padres se tenían, del que superaba las adversidades, del que dejaba los tormentos relegados a la oniria y del que resurgía de las cenizas, de los escombros, de la banalidades. Lo que ella percibía en su corazón era un tumulto de emociones sin igual, que no podía sentir hacia ningún otro ser.

Catalina cerró los ojos y empezó caminar hacia el jardín por el que Lisandro se había minutos atrás. Si podía tener convicción era cuando sus hermano estaban cerca, cuando la presencia de Vitto no significaba peligro, retroceso en el tiempo, vueltas hacia el pasado que dolían y miradas en las que podía ver las mentiras que ella misma había dicho; estaba tan cansada de ser la peor de las cobardes que de pronto ver a una familia, cuyo fundamento era el interés monetario, le parecía una acto histrión, el teatro infalible disfrazado de perfección.

—¿Adónde vas? —Axel la sujetó de un brazo, contrariado.

—A hablar con Lisandro.

Le sonrió al tiempo que miraba a César, quien también le había devuelto el gesto. Fue su hermano de ojos azules, como el cielo, el que le puso una mano en el hombro a Axel para que se tranquilizara.

—Sabes que Lis no me hará daño —le susurró.

Axel ya no estaba tan seguro de ello...

—Es que Lisandro no es quien tú crees —murmuró su hermano, mientras miraba en otra dirección que no fuera la mirada de Catalina.

—¿Qué? —lo increpó ella, pero Axel se limitó a negar con la cabeza porque no sabía cómo decirle a su hermana lo que había pasado días atrás.

Suspiró, con un cansancio nocturno golpeándole la cabeza.

—Axel... —César trató de disuadirlo.

—Hace mucho tiempo que el Lisandro que tú conocías se fue —musitó a coste de sus propios pensamientos, pero allí lo único que importaba era que Cati fuera consciente de la realidad.

Catalina había temido siempre que le dijeran eso; pero con el tiempo había adoptado esa actitud nada altruista cuando se trataba de Lisandro. Él ya la había tratado como si no le importara, como si no la conociera y como si no valiera nada; la había menospreciado y la había dejado a un lado como si fuera una persona infectada de la peor de las enfermedades.

Por primera vez en su vida lo creyó así: estaba enferma de amor por él. Y su cuerpo menguaba cada vez que sentía el rechazo, cada vez que sus miradas se cruzaban, cada tanto que se dirigían la palabra por mero compromiso: el resto del mundo tenía razón y por eso ella no lograba continuar con su vida. Estaba tan atada a él que no concebía un mundo en el que la posibilidad de ser a su lado no fuera factible.

—Sigue siendo él, para mí —le respondió a un nada hilarante Axel, que ahora la miraba expectante, quizá con el miedo de que fuera a reaccionar mal.

No pudo evitar sentirse extrañado y confundido, debido a que no era normal en Catalina que pudiese responder con algo tan certero e intacto de inseguridades.

La vio mezclarse entre las personas que bebían por el tramo del jardín, se perdió contra las luces rutilantes, las voces que sonaban estentóreas y el viento primaveral en la campiña. Su tío Óscar le hizo una seña para que se acercara, y él miró a Sol para que aguardara un segundo, dibujó en silencio con sus labios un perdón e inició el paso. Caminó derecho, sin premura, convencido de que quizá algo malo sucedería si no trataban un tema tan delicado con pinzas.

Entonces recordó las palabras de Lisandro; supo que tenía razón y que estar allí, en un lugar que significaba tantas cosas para ellos, tal vez era el principio del cierre de un evento que hacía mucho debía haber sido lapidado, enterrado tres metros bajo tierra.

—Lo único que debes hacer es mantener a cierto muchacho bajo la mira —le indicó, inclinándose un poco hacia su hombro para que nadie más oyese.

—No sé qué tan bueno sea, de todos modos —se encontró respondiendo, mirando también por el sendero en el que Catalina se había adentrado.

Su tío trató de hacerlo ver pros y contras de la situación; pero Axel sentía en el estómago miedo, del tipo encefálico, a que Catalina saliera más rota que antes, y que en consecuencia su padre se llevara un golpe de decepción que no merecía y que su madre llorara lágrimas de sangre cuando supiera que su hija estaba encadenada a una relación que se estaba, bajo sus ojos, volviendo enfermiza.

No quería llamarla de ese modo, pero cada vez la palabra «obsesión» parecía ser la única que describía bien lo que Catalina y Lisandro tenían con el otro. De por medio estaba el hecho de que Cat todavía no le decía a Lis la peor de las cosas, y por peor de las cosas, cuando miró a lo lejos a Vittorio junto al catering, percibió la ira contenida en su interior que radiaba cualquier sentimiento puro que pudiera acompañarlo.

Tras terminar de charlar con su tío, quien estaba más confiado de lo que Axel podía imaginarse a sí mismo, se condujo a donde Soledad hablaba, distraída y feliz, con César. Fue su sonrisa despreocupada y su silueta enfundada en un vestido color perla lo que lo hizo espabilar, demostrándole que no era un ser hecho de resquemores, que él, gracias a la crianza que le habían dado, podía querer a alguien y desearla, y amarla tal vez, sin miedo.

Así consiguió comprender un poco a su hermana, que a pesar de estar en una edad de descubrimiento, no pasaba de hundirse en ese amor que parecía nunca ver la luz real del día.


*


No había luna a la vista y no había lámparas tampoco, por lo que el lugar en el que Lisandro se hallaba estaba oculto por un manto de oscuridad. Catalina lo buscó con la mirada unos segundos hasta que envió su vista hasta unas bancas de madera, muy cercanas al terraplén por el que después descendían rocas hasta llegar al río.

Mientras se aproximaba a él podía oír con más intensidad el choque del agua contra las piedras; hacía un viento nimio que refrescaba su cuerpo, ataviado esa noche en una falda de volantes azul y una blusa blanca, holgadita de los hombros. A solo un par de pasos tuvo miedo de que él se levantara y se fuera, pero luego, verlo inclinarse hacia adelante y llevarse ambas manos a la nuca, le dio por enterado de que necesitaba estar allí, decir la verdad, abandonar su dolor, relegar su orgullo y miedo a algún rincón de su cabeza, y entregar por primera vez lo que durante tanto había mantenido en la penumbra de su corazón.

Contorneó la banca y se sentó a su lado, pero él no se irguió ni levantó la cabeza. Escuchó cómo respiraba, cómo carraspeaba y cómo volvía a respirar de manera profunda y alargada. Aquellos, para Cati, eran meros actos de despereza, pruebas contundentes de que la contención en él significaba mucho más, mucho más de lo que ambos podía confesar.

Estaban rodeados de naturaleza y la única construcción era la que habían dejado a sus espaldas. Se aventuró a resoplar el aire engullido en sus pulmones, distante de crear el oxígeno que su cerebro necesitaba para saber cómo decirle la verdad ahora sí.

—Los tiempos parecen no cambiar —Vittorio se acercó a ellos, y entonces Lisandro levantó la cabeza—, siguen siendo un par de extraños acá... ¿qué hacen?

Su voz resonaba en su cabeza como una explosión nuclear, lista para derrumbar las pocas defensas que le quedaban. Cati se puso de pie, pero sus movimientos se detuvieron cuando Vitto la contuvo mientras le jalaba la muñeca sutilmente; antes, mucho antes de que pudiera huir de su mirada azulina, pérfida e infernal, entendió que era el destino quien se negaba a que las cosas salieran como las planeaba.

Las consecuencias se le estaban echando encima como una voluminosa carga que había sido sujetada por mucho tiempo; pero la tensión era tanta y el saco donde las guardaba estaba tan dañado y roto, que presintió, sin hacer mucho esfuerzo, que aquel era el momento de que el suceso estallara y la dejara en evidencia para siempre: lo vio en Vittorio, y lo vio en Lisandro, cuando miró el ademán de su hermano para con ella.

Como acto seguido le había comenzado a correr el flujo sanguíneo con violencia; lanzó una mirada hacia Lis, que se puso de pie y quedó de frente con ellos.

—¿Qué era lo que decías de las esperanzas, Lisé? —inquirió Vittorio, con un tono cínico.

Lisandro no respondió porque no podía hacerlo. Sabía lo que su hermano estaba pretendiendo al insultarlo de aquella manera.

—Ah, no —se contradijo Vitto—, si fue Matteo quien te lo decía no, ¿cómo era? —soltó a Catalina y se cruzó de brazos; Catalina y Lisandro lo miraban con un dejo de odio, de lástima, de pena que no se podía ocultar—, sí, ya sé: puedes perder todo menos la esperanza.

Le escucharon reír; Catalina se abrazó a sí misma, sintiéndose pequeñita y agobiada, bajo el yugo de un monstruo que se hacía llamar pasado, terror, calamidad, dolor y culpa. Vio que Lisandro se daba la vuelta con la intención de irse, y cuando Vittorio le dirigió una sonrisa cargada de burla, descubrió que ya no tenía fuerzas para luchar contra sus errores: se sentía el concepto más bajo de la debilidad, el término simple para describir los sueños mediocres, los deseos subrepticios.

—Debido a que nunca volviste no me sentí con el derecho de contárselo —musitó Vittorio mientras bajaba las manos y las guardaba en el interior del pantalón de su frac.

Lisandro se detuvo, dejó de avanzar: imaginó de inmediato a lo que su hermano se refería. Parecía una escena tan surreal que al encarar de nuevo a los dos personajes, con papeles tan contrarios en su vida, vio esa esperanza inútil que Matteo siempre esperaba y que él, en particular, había visto morirse...

Era un sentimiento de aflicción tan agudo y eterno que se estaba convirtiendo en parte de su sistema.

—Nunca te dijo, ¿verdad? —insistió Vittorio.

Ya no sonreía, sino que en sus ojos Catalina pudo vislumbrar una capa de brillos adictivos... como si estuviera drogado.

Le ardía la piel, le ardía el alma y el veneno de su sangre amenazaba con surgir y volverse palpable; estaba a nada de mostrar en quién se había convertido. Estaba a un solo paso de ser quien, por tanto tiempo, había evitado ser, de nuevo, delante de ella. Pero, pensó, de nada servía culparse y esconderse. Nada valía la pena si Catalina, por pensarlo un ser sin una pizca de corrupción, seguía creyendo que no estaba destruido por los años, minimizado por su familia y encajado como una estaca en el concreto de la desesperación.

La miró con ganas de abrazarla y pedir perdón; no pudo, por mucho que su hermano intentara hacerlo, evitar entender todo lo que esos años había ocurrido. Al relamerse los labios saboreó una amargura nueva, el estado más puro de la catarsis que él y Cati soñaban, sin darse cuenta, uno con el otro, en fantasías de amor y de sexo y de un futuro casi extinto, que se morían por vivir juntos pero que el pasado insistía con aprisionar.

Estaban hechos, Cat y él y el amor que sentían el uno por el otro, de recuerdos. El espacio que los dividía, y que parecía oceánico, estaba formado de memorias, de sonrisas y de caminatas en un sendero al que Lisandro no podría, si su padre perdía la hacienda, volver. Pero entendió también que no era eso lo que le dolía de dejar ir a Púrpura, sino que con ella y su aroma septentrional a lavanda y a niebla, también dejaba ir lo único que poseía de la mujer que siempre había amado con cada célula del cuerpo, y que parecía tan indispensable en su sangre como los mismos leucocitos que luego, causa del cáncer, comienzan a ser destructivos.

Él también estaba enfermo de amor...

También estaba de pie frente a alguien a quien creía conocer, pero que por su culpa, por ser el motivo de un odio en su hermano, se convertía en la víctima de sus imperfecciones. No había, de aquel suceso, más culpable que él. Si él, se dijo, nunca la hubiera querido, si nunca se hubiera fijado en ella, entonces Vittorio jamás la hubiera poseído... Jamás hubiera deseado tenerla primero con tal de destruir otra parte de su espíritu.

Un par de lágrimas se le deslizaron por las mejillas, seguidas y corridas por agua tan salada como la del mar muerto. Estaba tan atónito, que se obligó, entre un tambaleo y la debilidad repentina de sus piernas, que normalmente poseían un empuje enérgico, a retirarse. Zanjó los pasos en el pasto verde del jardín y se dirigió hacia la casa, al sendero de piedra, con ganas de volver a Bloomington y nadar durante horas.

Justo entrar en el inmenso jardín en el que los catadores ahora daban las nuevas, Lisandro vio a Francesco, que mantenía una conversación ávida con su madre; frunció el ceño cuando sus miradas se encontraron, pero esa noche, en ese segundo, Lis no quería arrastrarlo en la intermitencia de sus emociones, que resultaban ser un mix de apretujadas recriminaciones, valor, injusticia y amor... Amor por ella y por su pasado, por el presente que no tenían y el futuro que ahora, más que nunca, sabía nunca iban a compartir.

—¿No quieres que te cuente los detalles? —le gritó su hermano metros atrás, haciendo que varios de los presenten se giraran a verlo.

Se detuvo en el umbral, y decidido a afrontar sus miedos, giró sobre los talones. En un extremo de la reunión Axel lo miraba, un espectro de terror en su rostro, Catalina yacía a su lado, en sus ojos dibujado un halo de dolor que él sintió como propio. Era el causante de sus miedos, de sus errores, de sus caídas... Era quien le había provocado noches de insomnio y lágrimas de arrepentimiento. Mientras alzaba la mirada hacia Vittorio, se respondió la pregunta que un mes antes le había hecho a Catalina en el Benny's.

Y supo, también, por qué no había respondido: el motivo de su insomnio, y de sus pastillas, era él. El motivo de cualquiera de sus condenas era él.

—¿Cuándo vas a dejar de ser tan idiota? —lo increpó su hermano estando ya frente a frente con él.

En las pupilas dilatas de Vitto Lisandro alcanzó a vislumbrar el dolor de los años, el yugo infernal de un amor insano y la cadena perpetua que llevaba incrustada en la piel.

No quería responder, pero tenía que hacerlo.

—Dime qué quieres oír y entonces hablaré.

Vittorio sacudió la cabeza, con el fervor de la poca lucidez rompiendo sus ideas.

—Lo usual —musitó.

Para entonces, Rita se encontraba al lado de su hijo, susurrándole algo al oído; Lisandro sabía que ella, ni por asomo, estaba preocupaba por él o por Vittorio, sino porque todo el mundo los estaba oyendo...

—¿Qué cosa es eso? —preguntó Lis.

—¡Cállate ya! —le gritó Rita, furibunda.

Lisandro sonrió.

—¿Quieres oír de mí, que me jodiste con ella? —suspiró, al tiempo que señalaba con el mentón a Catalina.

Vittorio hizo una mueca de triunfo, y movió la cabeza para ver en la misma dirección.

—Pues me jodiste, Vittorio y no tienes idea de cuánto. Pero no me importa. Yo me voy y tú te quedas, como siempre. Me voy a donde tu veneno no pueda alcanzarme y tú te quedas para seguir bebiendo de él... —Rita lo miraba, despavorida, temiendo que si se acercaba o si le ordenaba a Eliseo que lo hiciera, Lisandro dijera algo más...

Volvió a darse la vuelta, y mucho antes de comenzar a caminar la fuerza de un par de manos coléricas lo sujetó de un hombro; recibió el dolor punzante de un puño que se estrellaba contra su mentón. Con el cuerpo parcialmente perfilado, se llevó una mano a la mandíbula. Se aproximó a su atacante con un paso y lo sujetó con ambas manos por el cuello de la camisa, hasta que chocaron sus pechos y sintió su aliento a licor golpear su boca y percibió el olor de su fatuidad.

—Eso... —le susurró Vittorio—, si pudiera hacer que me mataras sin que tuvieras que pagar por ello, sería un gusto.

Atormentado por el tumor de culpa en su cabeza, de las mentiras, de las palabras silenciadas y los perdones mitigados, asestó un puñetazo en la boca de su hermano, y le dejó caer al suelo.

—Quítate —le urgió a su madre, que lo miraba horrorizada.

Se hincó a un lado de él sin percatarse de que ya Eliseo se encontraba tirando de sus brazos, no consiguiendo hacer que dejara de golpear el rostro de Vittorio. Sintió la propia carne de sus nudillos abrirse y el estruendo que, los choques contra la mandíbula de su hermano, ocasionaba a sus huesos. Sintió la adrenalina de la nada en su sistema, la materialización del desquite importuno que siempre había llevado en el interior.

Sintió tanto y nada a la vez que escuchar la voz de Catalina entre las murmuraciones a su alrededor lo hizo enfurecer todavía más. Y fue el grito del mayor de los Medinaceli quien le hizo detenerse. Fue el tierno y desaforado golpe en su codo derecho lo que le hizo volverse; Catalina parecía mareada, sentada en el pasto verde que desentonaba con los colores de su atuendo: el corazón quería salirse de su pecho.

Vio con claridad su labio inferior; violentado por su propio movimiento, por una fuga de su fuerza, por su codo que, cuando Cati había tratado de separarlo de Vitto, tras zafarse del fuerte agarre de Axel, la había golpeado sin intención alguna, pero causándole un tremendo estallido en el rostro.

Axel se había aproximado a ella y la había levantado. Pero Lisandro no alcanzaba a salir de su estupefacción. El mayor de los Medinaceli, en compañía de Soledad, ahora la sujetaba con cariño e intentaba llevarla hacia la casa, a donde la anfitriona les estaba indicando. Un fuerte jaloneo por por parte de ella les impidió seguirla guiando, y al verla caminar hacia el exterior, forzando los pasos y sin detenerse, Lisandro se irguió para detenerla. O quizá solo para continuar detrás de su sombra como siempre había hecho. Necesitaba verla, necesitaba sentirla y necesitaba encarar esos errores que parecían amarrados a sus pies. 

Nada más ver que era Lisandro quien iba tras ella Axel se volvió, sin dejar la preocupación de lado, para ir hacia Eliseo y Rita que se encargaban junto con Romualdo de levantar a Vittorio, que tenía la cara molida a golpes, ensangrentada, y fundida con una extraña satisfacción.

—Ninguno de ustedes, se los advierto, se acerquen a mi hermana. —Axel vio por el rabillo del ojo a César, y a Soledad cuando se acercaron. 

—También podrían considerar dejar tranquilo a Lisandro —lo secundó su hermano, y Axel lo miró, confundido, mas en su gesto pudo ver lo que intentaba—. De mi cuenta corre que mi padre no les tenga tanta consideración esta vez. Que si la última la tuvo, fue por respeto a la única persona en su familia que no tiene un problema mental.

Observó cómo Junior se acomodaba las mancuernillas y se daba la vuelta; fue la primera vez que sintió, sin necesidad de verlo realmente, a su padre como si se hubiera presentado justo en el instante en el que él no podía más...

—Siento mucho lo de Púrpura, era una gran hacienda —les dijo Axel mientras sonreía, atraía hasta sí a Sol y seguía el mismo camino que César.

Conforme se aproximaba a la salida del Campeggio, pudo presentir que, tal vez, aquella era la noche en la que se cerraba un ciclo; pero temiendo, también, que quizás era una puerta del infierno la que se acababa de abrir.


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