Capítulo 12
M: Molly Moore - Peace of my heart.
Soledad, al sentarse en el muelle hecho de madera, sumergió las puntas de los pies en el agua del río; Catalina nadaba en el interior del caudal, flotando en la superficie con la mirada clavada en el cielo, que era de un color azul suave, mezclado con los rayos del sol.
Aquel día, dos después de haber llegado a Gesso, César Jr. se había reunido con ellos y se encontraba sentado a su lado, en un silencio que se prestaba para escuchar las respiraciones de ambos y los ruiditos de los pájaros que volaban a su alrededor; alondras y picaflores.
Sol tenía en la mano una botella de cerveza de raíz que César le había traído; lo miró de soslayo y se percató de que había cerrado los ojos. No pudo evitar que esto le resultase una ironía: porque César no podía ver. Siempre que se daba cuenta del cómo manejaba su ceguera le resultaba imposible no admirar su valor.
A Axel lo había conocido durante el primer año de universidad, cuando éste había ido a recoger a Catalina en las vacaciones navideñas; sus modales y manías eran entre cálidas y fulminantes, casi idénticas a las del padre, pero con su toque personal si les tomaba un poco de aprecio.
Como por invocado por su mente, el susodicho se sentó a su lado, llevando en su mano un teléfono móvil y en la izquierda un vaso desechable. Vio cómo buscaba a Cat con la mirada. Axel parecía mayor de lo que en realidad era cuando se dejaba crecer la barba.
Le dirigió una mirada que la tomó por sorpresa y se vio en la necesidad de carraspear, como para desviar la atención que el joven le ponía, indignado o tal vez preguntándose por qué la chica de pecas en la nariz y cabello rojizo se mostraba interesada en él.
Podía oler su loción bajo los estragos de su nerviosismo, y se fundían con el intenso palpitar de su corazón.
—¿Quieres nadar? —escuchó que le preguntaba.
Por inercia, entre avergonzada y ansiosa, Sol le envió a César una mirada de disculpa, inquiriendo a sí misma si se había dado cuenta de cuán preocupada estaba porque se la notara eso: eso, que le gustaba Axel. Entre mujeres, aunque nunca se charlara de ello, Sol creía que había reglas invisibles y aun así sagradas.
—Por mí no se preocupen. —Oyó el chasquido de la madera cuando Axel se levantó casi de un salto, y al alzar la vista hacia él se convirtió su emoción en un sonido estentóreo de su interior porque se controlara. Era una llamada de auxilio, emitida por su corazón que le pedía que no fuera estúpida.
Los hermanos de la mejor amiga son prohibidos: esa era la regla. Y se la tenía que recordar sin importar nada.
Axel se había quitado la camiseta y aunque era delgado, tenía una figura espléndida a sus ojos; de piel blanca y unos cuantos vellos en el pecho, del mismo color que los de su barba y el cabello en su cabeza o sus cejas pobladitas. Parecía, a un grado altísimo, un hombre sacado de una revista de actores famosos.
Internamente se llamó tonta, mientras aceptada la mano de Axel que la instaba a erguirse. Acto seguido, él se quitó la bermuda y dejó a su vista un short de lycra que faltaba poco para que se le pegara a los muslos. A Sol le temblaron las piernas, que ejercitadas y fuertes, nunca habían sentido lo que era estar a merced de alguien que podría robarle los suspiros.
Hizo ademán de acomodarse el cabello y volvió a mirar a Catalina, que seguía pensativa flotando en el agua, cavilando, como no le fue difícil suponer, qué hacer con su vida y cómo seguir fingiendo que amaba, con toda su alma, a Lisandro. Comprendió que aquel lugar le traía recuerdos que antes habían estado dormidos y que las memorias, allí, dejaban de ser etéreas.
Cuando César bebió de su botella de cerveza Soledad alcanzó a ver cómo esbozaba una media sonrisa; se asemejaba mucho a los gestos de Catalina, salvo que César tenía ojos azules y cabello más rubio todavía que su compañera.
—Puedes ahogarte con eso si sigues sonriendo como tonto —le dijo, al tiempo que se quitaba del cuerpo la blusa que había llevado puesta.
—No sé —admitió César, sin dejar de reírse, tras paladear el sabor amargo del líquido—. Cuando los ambientes se ponen románticos me dan ataques de ironía.
Se dejó puesto el short de mezclilla que le llegaba hasta los muslos y caminó hacia Axel, que la esperaba al final del muelle; una sonrisa sin mortificaciones, por el comentario socarrón de su hermano, dibujada en su rostro.
Solía preguntarse cómo era que Axel no se había convertido en un hombre amargado; su mujer lo había dejado con una hija pequeña, a la que estaba criando prácticamente solo, con la ayuda de su familia. Y sin embargo, se lo veía tan entero y capaz, manejando casi en su totalidad los negocios de su padre, que resultaba imposible no sentir admiración por él. Era, como estaba comenzando a asegurarse, el hombre que cualquier muchacha como ella quisiera.
Se obligó a guardar la compostura; lo siguió por el pequeño montículo de tierra que se formaba a un lado del muelle, donde las olitas de la corriente habían dejado un rastro de piedrecillas de agua. Él se adelantó un poco, y conforme fue avanzando y el agua comenzó a tragar sus piernas poco a poco, Sol permaneció observando su figura que se sumergía en el río mientras se hacía más y más profundo.
Con la cabeza y parte del torso fuera del agua él se giró, nadando, hacia ella y frunció el ceño; sus miradas se encontraron por un milisegundo, hasta que Sol la apartó para ver que Catalina ahora se dirigía hacia su hermano, sin siquiera imaginarse que en el estómago a su amiga se le habían hecho estallar bombas enteras de dopamina. Cuando volvió a ver a Axel, él no había dejado de observarla, pero ahora con un gesto contrario a la indiferencia.
Tragó saliva, pero justo antes de darse la vuelta e intentar huir, un par de manos fuertes, y suaves, la hicieron acabar el tramo que le faltaba por llegar al río.
—Mi hermano no muerde, lo prometo —César casi le susurró al oído, mientras la guiaba hacia el caudal—, mis padres lo educaron bien, Sol.
—No sabía que ya podías nadar —le dijo Soledad, caminando con pesadez en el agua.
Su cuerpo había comenzado a hundirse.
—Ah, puedo hacer de todo —se rio él—, nadar es una de las cosas más fáciles que un ciego aprende a hacer luego de ir al baño completamente solo.
Soledad no contuvo la risa, contagiada por la parsimonia de César, que ahora nadaba en calma a su lado, cerrando los párpados.
—Si los cierro, imagino que es mi voluntad no ver —musitó, en un comentario que casi tuvo que gritar—, sin embargo, sentir es diferente. Deberías tratar.
El agua estaba fría de una manera exquisita. Debido a la poca decadencia del terraplén en el que se encontraba la casa, el río corría a una velocidad que les permitía moverse sin peligrar. Mientras veía a César alejarse de ella y unos metros adelante, Sol cerró los ojos, y percibió el mundo que el hombre se niega a ver: los sonidos que los rodeaban, eran, a su vez, musicales, acompasados con lo que sentía en la piel en ese momento.
Parecía un instante lleno de magia y perfección, como si no perteneciera al plano terrenal.
Movió las manos en la superficie del agua y entre los dedos se le filtró una sensación de hormigueo, pero esta vez no permitió que se le escapara; disfrutó del temblor en sus dedos y del calambre que acuciaba su pecho, el nudo que tenía en la garganta y los sentimientos encontrados que nacían en su corazón: pues no sabía cómo decirle a Cat que desde que había visto a su hermano un par de días atrás, de nuevo, y haber compartido con él ciertas cosas que no solía compartir con nadie, comenzaba a sentir una imantación que jamás en su vida había percibido.
Él le llevaba ocho años, o sea que tenía treinta; pero en su mente era como si ese espacio que dividía sus nacimientos no tuviera cabida ni importancia. Intentó ver qué le diría su madre si supiera que le llamaba la atención un varón que vivía al otro lado del mundo; emitió una carcajada diminuta al tiempo que abría los ojos, para ver de cerca que la sola idea de que él la mirara diferente era imposible.
*
Treinta minutos. Habían pasado tan solo treinta minutos desde que habían comenzado a cenar: Lisandro nunca había podido comprender a su madre, que cada vez que lo veía, parecía que durante todo el tiempo que no se habían hablado, ella solo se dedicaba a hablar sobre sus errores.
—Digo, ya que al final hiciste lo que te dio tu gana —le dijo la mujer, con tono de frustración—, lo menos que podrías hacer para no dejar a la familia en vergüenza sería ganar.
Rita le había mostrado un periódico en el que se leía su nombre el año pasado, porque no había podido vencer en internacionales a un portugués que, por supuesto, tenía mayor condición; así como también mayores objetivos, cosa que a él siempre le hacía falta. Lisandro ya no tenía nadie a quién demostrarle que era capaz de vencer sus troncos mentales, que podía derrumbar las murallas crueles de la vida.
Un segundo lugar era, para su madre, humillante y, como estaba diciéndole justo en ese momento, resultaba inaceptable para un miembro de su familia; no importaba el hecho de que ellos ni siquiera pagaban el colegio, ni sus gastos básicos. Era un hombre independiente en su totalidad, y aun así, se obligaba a respetarlos porque eran sus padres y no podía, pese a que esto era casi imposible, odiarlos.
Por suerte, su padre y hermano aún no llegaban a Gesso y, por mala suerte, tenía que compartir el comedor con su madre; agradecía tener su espacio en el valle, la casa que también era de su abuelo, pero que se había dividido entre él y Francesco. El domingo que venía, y para ello restaban únicamente dos días, era la famosa fiesta de las vendimias, en las que su padre, tío y contrincantes sacaban a relucir sus cosechas de lavanda, y otras flores que coronaban la región con sus aromas.
Lisandro sabía que su padre asistía con el afán de vender, en un último suspiro, lo poco que quedaba de Púrpura; al recordarlo, el sabor del ravioli se agudizó en su paladar y sintió ganas de regurgitar. Mantuvo la vista fija en el plato con la intención de agotar aquella paralela insistencia por su cuerpo que rechazaba el alimento. Sin embargo, estaba consciente de que no era en realidad la comida ni la plática, sino ella. Lisandro no soportaba estar en presencia de la mujer que le había dado la vida.
Cuando vivía, Matteo solía decir que siempre que esos sentimientos impuros intentaran derruir su mente, recordara cuál era su meta en la vida; fue entonces que se dio cuenta de cuán perdido se sentía, sin alguna fuerza que valiera la pena y con un objetivo claro. Así que se obligó a pedir disculpas en voz baja, y no pudo excusarse porque sabía que Rita jamás iba a entenderlo. La matemática de su cerebro solo tenía registrado a un individuo y desde muy pequeño a Lisandro le había quedado claro que no era él.
Había comenzado a picar la comida sin ánimos de seguir engullendo, y la energía de su cuerpo, le daba para ir y correr diez vueltas al perímetro de la casa de sus padres; como siempre, tenía la vista oculta de la de su progenitora, cuyos ojos azules destilaban odio hacia él. Por suerte, pensó de nuevo, cuando la empleada ingresó en el comedor y empezó a recoger los platos no servidos que su madre insistía en poner sobre la mesa por si recibían visitas, y también retiraba el suyo, se había puesto ropa deportiva.
A pesar de que el río les proporcionaba una temperatura digna de los aires del mediterráneo, Lisandro sentía las extremidades calientes, a punto de bullir como si las estuviera colocando sobre agua hirviendo. Rita le dio un beso en la mejilla, que en su piel lívida fue como percibir un roce de un cubo de hielo recién sacado del congelador.
Tras dejar la casa a sus espaldas, se echó la capucha de la americana en la cabeza y comenzó a trotar por el sendero de roca que subía por la colina, en dirección de las últimas casas del fraccionamiento. Tenía, para su total desgracia, que pasar primero por la veraniega de los Medinaceli, y estaba completamente seguro de que Catalina y sus hermanos ya se encontraban allí. Ojalá, se encontró deseando, ella no hubiera acudido, y de ese modo no vería aquella parte de él que durante tanto no había visto.
Por la voz de Cat la noche en la fraternidad, Lisandro llegó a la conclusión de que la chica tenía una imagen de perfección intacta y celestial sobre él, sin que se pudiera imaginar que la fantasmagórica ilusión era más retorcida que sus propios anhelos eróticos al pensar en ella. Exhaló una vaharada de aire y el dibujo de su somnolencia se convirtió en el vaticinio de que, a tientas, su corazón yacía esperando una y otra y otra y otra vez sin cansancio a que una señal surgiera para sí.
No obstante, aunque doliera, ya había adoptado una realidad en su vida a la que no podía renunciar sin reconocer que era una de las peores personas que él mismo había conocido; y que por mucho que intentara ocultarlo del mundo era más parecido a Rita Rocca de lo que quería reconocer. Y aún más, reconocerlo frente a Catalina, tan solo para que ella supiera que el suceso terrible que los había marcado para siempre no era su culpa solamente. Sino de él también, que era un cobarde que nunca podía decirle cómo la amaba sin importar cualquier error que hubiera cometido.
«Los errores no te definen», le había dicho Matteo, cuando lo veía absorto en sus charcos de odio hacia sus padres y, por sobre todos y cualesquiera sentimientos, el tremendo odio que radiaba en su mente, alma y corazón, por Vittorio. Su hermano.
Oyó pasos de trote detrás de sí y se giró a medias para encontrarse de frente con un par de ojos grises y un rostro de facciones masculinas marcadas; las conocía perfectamente, aunque ahora se habían convertido en una acentuación de madurez compleja, como si él no pudiera ver en realidad cómo era madurar a cuestas de una figura paternal.
Axel se acompasó con él y le extendió, sin dejar de trotar a su lado, una mano. Se detuvieron todavía con las palmas unidas y al liberarlas ambos sonrieron; Lisandro se vio dispuesto a no retroceder si aquel era el instante en el que debía hacer frente al hermano de Cati.
—¿Frío? —le preguntó el joven, quien ahora se había colocado las manos en la cadera y observaba el alrededor.
—El clima perfecto —respondió Lisandro.
—Me preguntaba cuándo te vería —admitió el otro—. Tenemos que hablar. Es sobre Cat.
A Lis le pareció demasiado directo el comentario. Escucharlo precisamente de él fue algo como un golpe que descontroló el imán que sostenía en unión sus ideas. Evadió la mirada de Axel y la desvió hacia el río y la pequeña bifurcación de agua que se formaba junto al muelle.
—No hay nada de qué hablar—susurró, sin poder creer lo que acababa de decir: porque estaba mintiendo.
Si una cosa había estado a punto de arrojarlo al infierno, era el saberse ignorante de la verdad. Él sabía que Catalina no le había dicho todo y asimismo, él tampoco había sido sincero con ella. Había cosas que no le había contado por el solo hecho de no querer preguntar con quién ella había...
—Está mal. —Axel le interrumpió las cavilaciones, al tiempo que negaba con la cabeza—. Me alegra que te haya contado la verdad, porque así puedo...
—No me importa —Lisandro, en la actualidad, aunque Axel le llevaba siete años, era un par de centímetros más alto, y sus ademanes parecían incluso más cuidados, más hoscos, más seguros—, y Catalina me dejó bien en claro que nunca fuimos amigos. Así que si no fuimos amigos siquiera no veo por qué habría de importar más lo que yo piense...
—¿Te dijo con quién...?
—No. —Comenzó a caminar de nuevo, pero escuchó cómo Axel lo seguía—. Tampoco me interesa saber. Ya pasó demasiado, creo que es estúpido hablar de eso. Ustedes, si les hubiera importado un comino, me lo hubieran dicho cada año que vinieron a la expo, cada vez que nos encontramos y fingían que nada había pasado.
Axel lo entendía a la perfección. Se llevó las manos a la cabeza y le vio avanzar con pasos determinados por el sendero.
Soledad le había contado que Cat, poco antes de las vacaciones, por fin había confesado su pecado. Y le preocupaba el estado deplorable en el que la veía como si no hubiera ni siquiera expurgado un poco de la carga de sus hombros. Aquella noche había salido a correr con la certeza de que debía hablar con él personalmente, y allí estaba, frente a frente con un espejo de recriminaciones.
Recriminaciones de las que no podía defenderse.
—Fueron buenos en ocultar todo, ¿sabes? —A medio camino, sin dejar de dar pasos pequeños de espaldas, Lisandro habló. Axel se quedó circunspecto, analizando a fondo sus palabras—. Nadie supo nunca que César está ciego a causa de ella...
—No sabes lo que dices —Axel lo increpó—, sé lo que sientes. Pero culparla sin...
Lisandro sonrió, pero aquel gesto llamativo que iluminaba sus ojos no era sino un tipo de sardonia expelida desde lo más oscuro de su alma.
—Ella es mi hermana, se supone que debía apoyarla. En cualquiera de sus decisiones. Si algo puedo pedirte es que la escuches. No dejes que la rabia que sientes te guíe: porque te vas a arrepentir el resto de tu vida, Lisandro.
—Eres el menos indicado para darme un consejo sobre arrepentimiento —musitó, contrariado—, Cat y yo somos lo suficientemente grandes como para que tú y César sigan interviniendo. Ella me dijo lo que tenía que decirme, pero lo nuestro... —«¿Lo nuestro?», se preguntó; al tiempo que una media sonrisa se le dibujaba en los labios, luego de cerrar los ojos con pesar e inhalar aire, se corrigió—: Lo que pudo haber sido, entre nosotros, ya es cosa del pasado. Tu hermana tiene novio, y yo no la quiero para mí porque soy demasiado tradicional, ¿comprendes?
Tras dejar que Axel se tragara su coraje por la ofensa que estaba espetando contra su hermana, se dio la vuelta, al tanto de que no podía objetar nada.
Lisandro hizo una mueca de hastío, sintiendo odio por su propio ser. No sentía —ni iba a sentir nunca— eso hacia ella: porque la amaba. Y sus neuronas le impedían reaccionar a cualquier impulso sin necesitar de ella.
Apresuró el paso y no volvió la vista atrás, adonde Axel permanecía sin saber cómo ayudar a reparar algo que, con ayuda suya y de su familia, estaba roto, quizá para siempre.
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