Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 11










M: Avril Lavigne - When you're gone.









Catalina sabía que sus mejores recuerdos se encontraban unidos a su infancia. Aquella en la que había sido mucho muy feliz, por encima de la etapa que vivía en la actualidad, que parecía cada vez más sombría.

Su hermano Axel conducía la camioneta y Soledad hacía las veces de su copiloto; César se había adelantado al valle para dar instrucciones antes de su llegada. Y mientras contemplaba la pista que dirigía a Cúneo, asombrada por el sol que parecía del verano pero que seguía siendo primaveral, sintió que el aire frío, mezclado con moléculas radiantes del sol y su vitamina D, traído por el viento de los Alpes Marítimos, del mediterráneo, la abrazaba y la protegía del dolor público al que estaba expuesta.

Lo que ocultaba del mundo era siempre lo mismo; ocurría que, cuando estaba a solas, Catalina solía pensar que era su ego, y no su corazón, quien gobernaba los pasos que daba en el mundo. En conjunto con sus otros demonios, podía poner en una balanza aquel noviazgo con Dwain, en el que él nunca había podido ver que lo utilizaba, pese a que sintiera que salía ganando: sexo a cambio de nada.

Por supuesto, Catalina había sentido, recostada en su habitación muchas veces, cómo el peso de los daños y de los dolores espirituales se le iban acumulando; hasta que Dwain percibió en ella aquella atención secreta que mantenía a la distancia con Lisandro. Después de eso, sus encuentros el año pasado se habían ido reduciendo hasta convertirse en mínimos roces con orgasmos forzados.

Dwain había terminado por descubrir que el sexo con ella no significaba otra cosa sino un efecto secundario de su bajo autoestima y que él era el móvil para no sentirse aislada. Fue por aquel entonces que la ruptura se llevó a cabo como un objeto quebrado mucho tiempo atrás, y cuya resonancia no se escucha hasta que las partículas se esparcen por el suelo.

Se había ganado una enemistad que crecía mientras el rumor de que ella vivía eternamente enamorada de Lisandro se esparcía por el campus. Luego de eso, se había enterado de que Dwain la llamaba frígida y había considerado una pérdida de tiempo que dijera que cualquier cosa que consiguiera con él, era nada cuando pensaba siempre en otro durante sus actos sexuales.

Al recargar la frente en el vidrio polarizado de la ventanilla, miró el paraje de los primeros campos en Cúneo, que se extendían alegres en contra de la luz solariega y que danzaban en un compás perfecto con el viento italiano. La voz de Soledad, alegre y sigilosa, bañaba el interior de la camioneta y se gozó de ver que Axel sonreía con un gesto de estupor al oír a su amiga charlar sobre las ridículas tareas de Enric.

Se sintió tan ajena de nuevo, como si no encajara, que pensó en saltar por la puerta en un movimiento antes de que cualquiera se diese cuenta: pero era demasiado cobarde para terminar con su vida. No podía enfrentar lo que ella misma sabía que era. Sus torpezas y la única vez de su promiscuidad que le había costado un futuro perfecto al lado de Lisandro.

En ese instante, Sol comentó algo sobre los primos Rocca, que eran famosos por demostrar que tenían un don en la sangre para el deporte.

Axel la observó por el espejo retrovisor y cuando sus ojos se encontraron con los suyos vio algo de ese lo siento que seguía oculto entre ellos. Volvió a escuchar la voz de Soledad en la habitación, casi veinticuatro horas atrás, que le decía que le dijera la verdad a Lis, sobre que lo amaba. Pero, ¿sí lo amaba? O, ¿eran esos sentimientos producto de su imaginación egocéntrica, del amor propio que un día se había tenido, de aquel beso en los senderos que había sido el primero y que atesoraba en su memoria como un evento sagrado?

No lo sabía; si lo pensaba, aunque fuera por un momento, podía ver el temblor de su cuerpo tras notar que muchas cosas eran diferentes, que Francesco la odiaba y que de Lisandro ya no obtendría nada más que lástima y amargura.

Cruzaron el gran portal de hierro donde se leía la frase de bienvenida; un adorno único, construido mucho tiempo antes de que siquiera Catalina tuviese recuerdos. Cúneo era una ciudad aislada, junto a un río que la vestía de alrededores hermosos, verdes y coloridos, con aromas inolvidables que torturaban mentes al dejarlos atrás, unidos a los corazones de los más románticos.

El lugar al que tenían que ir se encontraba a las orillas, donde se extendía la verdadera atracción de un pueblo en el que todavía podían admirarse algunas construcciones medievales. Mientras su hermano conducía a vuelta de rueda por la calle principal de Entracque, Catalina se decidió a no dejarse desplomar, a levantar la cabeza y no darse por vencida.

—¿Quieres llegar al Campeggio? —Axel le preguntó. El acento de Madrid le sobresalía por encima de las palabras, aunque intentaba mitigar su voz, era tan sonora y linda como la de su padre.

—Prefiero ir directo a la casa, si no te molesta —le respondió, sin mirarlo de vuelta.

Su tío Óscar tenía varias propiedades en aquel municipio y uno de sus pasatiempos favoritos cuando se hallaba de visita era asistir al club de campo donde se reunía con sus amigos de la infancia; uno de ellos era administrador de la piscina, en la cual se daban clases infantiles y en la que Catalina recordaba haber nadado muchas veces cuando pequeña.

Todo estaba rodeado de naturaleza. Adonde mirara, el color verde cubría la vista, incluidos los collados pequeños que se erigían en las colinas. Un par de kilómetros adelante yacían, sin poder moverse, las casas de veraneo que poseían varias familias; la de los Rocca era vecina a la de su tío, que era a donde Axel y ellos solían permanecer siempre.

Hacía mucho tiempo que Catalina no acudía a ninguna exposición de uvas ni de olores, y hacía mucho tiempo que no se envolvía en tragedias como la que parecía tener al frente. Aparte de sentirse confundida, se sentía exhausta, como si durante todo ese tiempo jamás hubiera consolidado una sola noche sin tener pesadillas. A veces se preguntaba cómo era que rendía en los entrenamientos y en las clases si dormía tan poco.

Sus fuerzas aparentes no eran nada comparado con el alboroto que solía tener en la cabeza, adonde ocultaba su mala actitud para con el mundo; a Dwain, por ejemplo, nunca le decía por qué le gustaba envolverse con él de diferentes modos, pero nunca de ese en el que una pareja llega a terminar. El sentimentalismo no era una palabra que definiera su relación, ni que ella pensara usar cuando se trataba de él.

Como mujer, hecha, aunque no fuera tan derecha como todos esperaban, pensaba que era buena tomando malas decisiones; sí, era su mejor característica; se había dado cuenta de que al único al que pretendía demostrar el ser humano que podía llegar a ser era a Lisandro. Con él se podía convertir en una criatura frágil y humillada, dispuesta a agachar la cabeza; y no sabía por qué.

De nuevo, sin tener la intención de arruinarse, pensó en la posibilidad de aceptar que amaba a Lis con las neuronas de su cerebro y que la sinapsis de éstas se llevaba a cabo únicamente a la espera de que un día podría verlo a los ojos sin sentirse rechazada.

Pero, se tuvo que repetir, Lisandro estaba demasiado lejos de sus alcances. Tal parecía que cada vez que estiraba el brazo hacia su recuerdo, las memorias se estiraban más y se adelantaban a lugares ocultos, cubiertos por una especie de negrura que no podía desmantelar aunque se lo propusiera: de ese modo veía los intentos que había hecho, al cabo de aquellos años, por recuperarlo.

Imaginó lo que Soledad le diría si le estuviera contando ese nuevo descubrimiento sobre lo que sentía por él; era muy probable que le exigiera más verdad, que le propusiera dejar de decir mentiras y que abandonara la esperanza de recuperar una amistad que, en realidad, nunca, jamás, había sido una relación de amigos.

De una vez por todas Catalina tenía que aceptar que lo que había tenido con Lisandro, había significado otras cosas. Cosas que ahora iba comprendiendo y que le dolía entender: porque eso quería decir que quizá había perdido al amor de su vida.



*



En la escalerilla de la piscina de la que era su única propiedad, Lisandro contempló el polvo que cobijaba el piso. El lugar, protegido por una cúpula hecha de acero reforzado, había sido construido por orden de su abuelo, cuando, al ir a vivir con él, le había dicho que solo si se lo proponía podría alcanzar su sueño.

Para él, conforme pasaban más los días y los sentimientos se le agolpaban en la garganta, nada tenía ya un sentido correcto. Por primera vez en toda su vida, algo le estaba cayendo sumamente mal.

Percibía su mente como aquella habitación en la que había una piscina olímpica, dispuesta para él y ahora abandonada. La habían habitado, desde su partida a Indiana, los fantasmas infelices y los recuerdos que se burlaban de él, que le decían lo estúpido que se veía esforzándose por odiar a alguien que formaba parte de su alma.

Como un supuesto que le daba energía, mientras iba a clases y se encontraba a Cati en los pasillos del campus, en las fiestas, en Benny's o en los entrenamientos, siempre se había obligado a creer que estaba allí solo para recordarle que no sería suya de ninguna manera; él estaba seguro de que no era merecedor de desearla, de que sus sueños habían mutado en resquemor y de que, si dejaba de pensar, era Catalina quien lo impulsaba a enojarse consigo mismo.

No lograba comprenderse. Por lo tanto, expulsaba de su entorno a todos cuantos quisieran ayudarlo a entender mejor lo que crecía en su corazón; no recordaba haber sembrado nada en sus arterias como para que ahora, luego de tanto tiempo fingiendo y ayudándose a mentir sobre que no la amaba, que no la añoraba como lo hacía, las raíces de un amor incansable y eterno, esparcieran entre las hendiduras de sus huesos y se incrustaran en sus ideas, volviéndolas irracionales y confusas.

—¿Estás listo? —La voz de su tío Romualdo lo hizo sobresaltar.

Lisandro se puso de pie pues había estado sentado en uno de los escalones que descendían hacia la piscina. Llevaba puesto en la cabeza un gorro de lana que le cubría totalmente el cabello; hizo ademán para acomodárselo, al tiempo que se erguía, giraba y encaraba a su tío, quien lo esperaba de pie en el marco cuadrado de la entrada.

La luz de la tarde atravesaba el portal. Del frente, cuando avanzó y se encontró con el padre de Franco, el aroma de las pocas zarzas de lavanda en el jardín frontal le hizo sentir un hormigueo en la frente. Aquel sentimiento era un recordatorio más: la lavanda siempre significaría la condena más dulce de su vida.

Sin embargo, era total y completamente consciente de que lo hacía de manera voluntaria. Nadie le obligaba a desencajar su realidad ni a olvidar las promesas que se había hecho: era él y nadie más quien despertaba con el sudor perlándole la frente, producto de esos sueños en los que solo podía ver a una única persona. Y ni la natación ni la escuela ni ninguna de sus ambiciones, salvo una, tenían nada que ver.

El más puro de sus sueños estaba sujeto a su ilusión por olvidar que Catalina había dormido con otro en lugar de él, pero era tan secretamente siniestro que no había pasado mucho para que se dijera que Catalina no le debía nada. Se preguntó si ayudaría con algo que ella supiera que el abandono le causaba más desgracia que la traición, aunque esta no existiese.

—Todo acá sigue igual. —Su perfecto inglés sacaba de casillas a su tío, que se esforzaba por lapidar su acento italiano en la lengua.

Mientras Lisandro veía los alrededores, un jardín al frente en el que había juegos infantiles; un invernadero que nadie usaba y un camino de roca que conducía a la parte delantera de la casa, su tío intentaba pensar en el cómo decirle lo que estaba por volverse un cataclismo en su familia. Como su albacea, dudaba mucho que la noticia le cayera de manera tibia en la cabeza, por lo que, a pesar de ser un hombre maduro y entrado en sabiduría, no encontraba la mejor forma de confesarse.

Había pasado mucho desde que Romualdo había dado una mala nueva. No desde que su padre, Matteo Rocca, había muerto. Y aquella que tenía impresa en el corazón, en la mente, y en los dedos, como un onceavo mandamiento, no era la menor de todas las calamidades que le habían sucedido a Lisandro.

En el testamento de Matteo, tras su muerte, se había leído que el único y verdadero heredero de su fortuna había sido él. Su hijo y su compañero. Pero, en debida de los bajos escrúpulos de Rita Rocca, se había llevado a cabo una apelación en la que se les había dividido a ambos muchachos, Vittorio y Lisandro, la mitad de todo. Todo cuanto había poseído el abuelo Rocca.

Lisandro, defendiendo la nobleza débil de su espíritu, no había objetado ni una sola palabra, pero aquel era el momento de tomar una decisión, de comenzar a ser el hombre para el que su abuelo lo había preparado.

—Hay algo que debes saber, hijo —comenzó a relatar.

Lisandro se limitó a mirarlo con atención, mientras se detenía a la mitad del pasillo de concreto por el que habían estado caminando. Romualdo alzó la vista hacia el firmamento, las manos en los bolsillos de su pantalón, un nudo en la garganta.

—El banco remata Púrpura este año.

Estaba acostumbrado a no rendirse. Sus miedos le decían que aquel era el principio de sus pesadillas; que así era como comenzaba su terror, el más lóbrego y distorsionado, ese al que tanto le temía.

Por un momento pensó que era un error, que el paladar de su tío había mezclado las palabras y que éstas, acarreadas por el viento septentrional, le había llegado a él como un objeto punzocortante directo al alma. Su única arma contra el mundo era precisamente la esperanza de conservar la casa en la que mantenía sus sueños; los puros, limpios o los oscuros y eróticos: todos con ella, o con la compañía de los entes que gobernaban su existencia.

—¿Cómo? —inquirió.

Se cruzó de brazos. De ese modo, se dijo, podía ocultar que la respiración había comenzado a agitársele.

—Tu padre está en la quiebra —respondió Romualdo—. Seamos sinceros, Lisé. Todos sabíamos que este día llegaría.

—¿Y se supone que así me lo voy a tomar mejor?

Romualdo ladeó la cabeza, tanteando el terreno que tenía para manejarse con alguien a quien conocía muy bien.

—No —susurró, vencido por el amor de tío que le suponía saber que Lisandro solo lo tenía a él para defender sus intereses—, la deuda es muy alta. Mucho muy alta.

No había manera alguna de que él se resignara a perder esa casa. Todos sus esfuerzos siempre los había cimentado en la añoranza de recuperar lo que su hermano poseía, pero que nunca había deseado. Y ahora ese sueño, otro más, se dispersaba en el aire como las moléculas siendo atravesadas por la luz del sol.

Solo que en su vida, el efecto resultado no era un arcoíris, ni colores de distintas tonalidades, sino un tumulto de palabras espantosas. Su propia voz parecía encaminada hacia la muerte.

No tenía, ni aún si juntara lo poco que había heredado, ni un cuarto del valor neto de Púrpura. Todos sus paisajes, sus memorias y el único primer beso que valía la pena recordar, yacían en sus pasillos, en los senderos. Estaba allí la esencia de lo que hubiera sido su vida de haber tenido padres que lo amasen y un hermano que lo quisiera como si de verdad solo se tuvieran el uno al otro.

No obstante, su realidad era otra muy diferente: la mansión de la lavanda, conocida y venerada por muchos, se perdería, y con ella se iría también lo único que conservaba de ella y que podía llamar suyo de verdad. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro