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✦ MEMORIAS - PARTE 1 ✦


✦ 1 ✦

1861, Buenos Aires

La cálida brisa nocturna que invade mi estudio ha despertado el recuerdo de otra añeja escena vivida durante los años en los que transité la tierra de los vivos.

Fue durante una noche como la de hoy que conocí a uno de los hombres más grandes de la historia argentina. Tenía en ese entonces no más de diez años, por lo que me permitiré recurrir a la inocencia de mi mente en la fecha en cuestión.

La cena había quedado atrás varias horas antes del suceso. Todos en nuestro hogar nos habíamos alistado ya para rendirnos al sueño, aunque el insomnio había robado todo mi cansancio. El motivo era incierto, pero supongo que temería a las pesadillas infantiles y a sueños rotos por el sol de la mañana.

Pasada ya la medianoche, sentí la necesidad de ir al baño. Me levanté en silencio, sin molestarme siquiera en calzarme.

Atravesé los pasillos como un espectro mudo que merodeaba por la gran construcción. Conocía el camino de memoria y era capaz de moverme en la penumbra del hogar.

Cuando alcancé la puerta del baño noté que una débil luz asomaba en el estudio de mi padre, casi en el extremo opuesto de la construcción.

«Habrá olvidado apagarla», pensé con inocencia. Allí me dirigí para dar fin al brillo antinatural que se alzaba en la oscuridad y creaba sombras hostiles a mi alrededor.

Me encontraba a mitad de camino cuando oí sus voces.

¿Quién visitaba a mi padre a esas horas de la noche? ¿Habría ocurrido algo?

Caminé con sigilo hasta la puerta. Recuerdo el diseño con el panel inferior de madera y un pequeño ventanal de vidrio que les permitía a los adultos observar si el dueño de la casa se encontraba acompañado o no.

En puntas de pie alcancé a posar mis ojos sobre el borde del vidrio. Frente al escritorio de mi padre se encontraba Bartolomé Mitre. No podía dejar de observarlo.

Mucho se hablaba de él en la familia Ocampo y en el centro de la ciudad. Los periódicos alababan sus hazañas y era considerado un héroe nacional. Al menos, eso entendía yo a mis diez años.

No pude evitar sonreír al verlo en mi propia casa.

Dentro del estudio, en la pared opuesta a donde yo me hallaba, había un espejo. A través de él yo analizaba los gestos de Mitre, su mirada, su seguridad e incluso su sonrisa. Lo admiraba sin comprender realmente el motivo.

Y en un descuido, me moví.

Los ojos del futuro presidente de la Argentina notaron la sombra en el espejo. Pero lejos de enfadarse, me dedicó una amable sonrisa.

Me sentí entonces como el niño más importante del mundo. Compartía un pequeño secreto con un gran hombre.

Regresé a mi habitación y dormí. Soñé con grandes batallas en las que gracias a mí se salvaban vidas y se obtenía la victoria.

Qué ingenuo era a los diez años...

Reencontré a Bartolomé Mitre en eventos sociales futuros. No sé si recordaría al pequeño Ocampo que lo había espiado, pero algo en sus ojos me decía que aún compartíamos el secreto. Siempre me recibía con su media sonrisa antes de saludarme, como si en silencio recordara aquella noche.

Es un hombre al que nunca olvidaré, que, con sus fallos y certezas, marcó mi vida y la de mi país.

✦ 2 ✦

1870, París

La nostalgia me invadió en sueños de noches sin luna y fríos inviernos en soledad. Una brisa helada trepó por mi espalda al despertar de la añoranza y supe de inmediato que tenía que poner por escrito el recuerdo que acababa de florecer en mi memoria.

No me detendré a detallar los motivos que me llevaron a viajar a Europa a mediados 1869 porque eso significaría inmiscuirme en otra anécdota de menor importancia que de seguro redactaré en un futuro no tan lejano.

Regresaba en ese entonces del hogar de mi maestro de francés. Su nombre escapa a mi memoria, aunque tengo grabada su silueta en la retina. Su estatura era menor que la mía, pero su presencia infundía respeto y temor. De su rostro angular sobresalía una prominente nariz puntiaguda bajo la cual asomaba su delgado bigote.

Mi padre había contratado a este hombre al que había conocido en un viaje durante su propia juventud. Con él pasaba mis mañanas y mis tardes, aprendiendo no solo el idioma sino también las costumbres francesas.

La despedida era siempre poco antes de la cena.

Si bien el dinero que poseía gracias a mi progenitor era suficiente para sustentar mi viaje, prefería no recurrir a gastos innecesarios como el transporte hasta mi apartamento.

Caminaba con las manos en el bolsillo a la sombra de la ciudad; esquivaba faroles y áreas céntricas en las que no me sentía cómodo porque resaltaba en el montón. Mi aspecto no era el de un europeo y todavía no me sentía a gusto con mi manejo del idioma. En París era un extranjero más del montón. Mi apellido no impresionaba a nadie.

La noche del incidente fue peculiarmente helada. El invierno francés se adhería a mis huesos y entumecía mis manos a través de los guantes. Había oído hablar del feroz clima europeo antes de abandonar Buenos Aires, aunque mis cálculos fueron erróneos y el abrigo escaseó.

Escondí mi rostro bajo una gruesa bufanda azulada —obsequio de mi madre antes de la partida— y me aventuré por las calles laterales de la ciudad que me servían a modo de atajo.

No fue ni la primera ni la última vez que doblé en una esquina equivocada, pero en esta ocasión el error quedó marcado en mi memoria y desató una decisión de la que hablaré en otra entrada, posiblemente en la próxima que escriba.

Me acercaba a paso raudo a la siguiente esquina, donde un grupo de infantes jugaba a perseguirse entre ellos por los recovecos de la zona. Supuse que actuarían como en el centro porteño y se harían a un lado para permitirme el paso. Sin embargo, me rodearon.

La media decena de niños habló en coro con palabras que jamás había oído y un acento que escapaba a mi comprensión. Desorientado, intenté empujarlos con cuidado para continuar mi camino. Creí que había logrado mi cometido cuando uno de ellos corrió hacia mí y tomó mi reloj de bolsillo.

«¡Un criminal!».

El niño comenzó a correr y yo seguí su carrera. Mis piernas ya habían dejado de funcionar a su máxima capacidad varios años atrás en otra anécdota que contaré en el futuro.

Intenté gritar, pedir ayuda, pero no encontraba las palabras en francés y temía que la desesperación dificultara mi acento.

Seguí corriendo sin emitir palabra alguna hasta que el pequeño dobló en una avenida. Allí, ambos pusimos en juego nuestra agilidad para esquivar a los transeúntes. Una mujer comprendió lo que ocurría y gritó.

Dos oficiales uniformados se unieron a la carrera y alcanzaron al niño con facilidad. Lo golpearon hasta el cansancio.

Cuando llegué a la escena, el niño yacía en el suelo, sin vida. Mi reloj colgaba de su mano sobre un charco de sangre.

Me resultó grotesco, inhumano.

El reloj era importante para mí; posiblemente, mi más valiosa pertenencia. Se trataba de una obra artesanal de alta calidad con mi nombre grabado, fue el obsequio de mi padre cuando alcancé la adultez.

Pero si hubiese podido prever el futuro, lo hubiese sacrificado para salvar al infante. Tal vez, haya sido este día el que me hizo decidir fundar El Refugio.

✦ 3 ✦

1870, París

Hoy, ya a finales de 1991, he tenido el placer de compartir una tarde de café con don Federico Diego Carlos de Alvear. Durante la charla, hablamos de temas variados que iniciaron en un debate político y terminaron entre anécdotas pasadas; el motivo central del encuentro era la invitación a su pronta boda.

Dejaré de lado las nimiedades e iré al grano. En cierto momento de la velada, don Federico me ha hecho una pregunta a la que no hallé respuesta instantánea. ¿Me he enamorado en vida?

Cuando pienso en romance, el rostro de Manuela se dibuja en mi mente con la nitidez de una realidad tangible y cualquier sentimiento pasado se convierte en cenizas sin importancia.

Sin embargo, el extenso trayecto hasta Villa Ocampo ha despertado la noción de una pasión colmada de envidia a la que jamás he podido llamar amor, sino que la he considerado siempre una obsesión pasajera por la belleza efímera que nunca poseí.

Si bien la respuesta a las palabras de don Federico sigue siendo una negativa rotunda, creo que ha llegado la hora de hablar de uno de los secretos que he guardado con más recelo durante mi existencia.

Su nombre era Climent. Clemente en español.

A Climent lo conocí en París durante mi primera visita al Louvre en 1870.

En aquellos días, pasaba mis fines de semana disfrutando de paseos solitarios por la mágica ciudad europea que había conquistado mi corazón. Hallaba belleza en cada recoveco de la maravillosa capital francesa. Desde la arquitectura hasta el lenguaje, desde los rostros nativos hasta su historia; todo en París era ante mis ojos una creación divina.

Y Climent no fue la excepción.

El día de nuestro primer encuentro mi manejo del idioma era todavía bruto, descortés, por lo que intentaba mantenerme callado salvo que necesitase pronunciar alguna palabra.

Recuerdo que el mediodía había quedado atrás y yo deseaba abandonar el Louvre para respirar aire fresco y descansar los pies, mas la señalización era confusa —casi nula— y todos los pasillos conducían a ningún lado.

Rendido ante la imposibilidad de hallar una salida, me vi en la obligación de recurrir al uso del idioma. Revisé la multitud que me rodeaba en busca de un rostro que denotara la seguridad francesa de quien conoce cada curva y esquina del lugar. Hallé a Climent.

Con sus dieciocho años, era casi tan alto como yo. Su largo cabello dorado iba recogido detrás de su nuca y tenía sus grandes ojos verdes clavados en una pintura que no supe identificar. En la mano izquierda cargaba un grueso anotador mientras que con la derecha bosquejaba las líneas bases de la imagen que observaba.

Un futuro artista, adiviné.

—Excusez-moi —pronuncié cuando estuve lo suficientemente cerca de él. Luego, le pregunté con mi brusco acento si podría señalarme la salida.

Climent respondió en inglés, idioma que no comprendí. Luego, repitió su frase en italiano y a duras penas descifré las palabras gracias a la similitud lingüística.

—Hablo español —añadí.

—Je ne parle pas espagnol —contestó Climent con algarabía. Su risa era armónica y apacible—. Mon nom est Climent.

—Mi nombre es Lucio. —Me presenté con cierta lentitud. Quizá su italiano le permitiera comprender mis palabras.

Entre un idioma y otro logramos entendernos a medias. Climent no solo me acompañó hasta la salida, sino que me invitó a cenar en su restaurante preferido. Acepté la oferta sin pensarlo dos veces. Relacionarme con los parisinos me ayudaría a mejorar mi manejo del idioma.

¡Qué tonto he sido! Debería haberme negado.

No tardé en notar que junto a Climent yo era un mono de circo. Un bruto. Una bestia del continente salvaje.

Cada movimiento que Climent hacía desbordaba en delicadeza y hermosura. Sus manos se deslizaban por el espacio como plumas en las alas de un ángel, y sus pasos danzaban sobre la acera al ritmo de un vals silencioso. Era el epítome de la perfección varonil.

Yo también caminaba, pero mis pasos eran de plomo; yo hacía gestos extraños con mis manos cada vez que abría la boca. Mi voz sonaba grave y ruda en contraste con su tono rítmico y melódico.

Climent no era un ángel, pero los imitaba a la perfección.

Si existiese un sinónimo de belleza capaz de abarcar la hermosura divina, la palabra sería «Climent». No existe término que pueda poner sobre este manuscrito que sea capaz describir su persona.

Lo envidiaba.

No era un chico inteligente ni talentoso, pero había viajado mucho y atraía a otros como un imán. No vestía con ropa de buena calidad, y, sin embargo, lucía mejor que todos los jóvenes adinerados que había visto en Buenos Aires a lo largo de mi vida.

Climent me pertenecía. Era la luz que dispersaba mis sombras y alejaba los demonios. Era el modelo que yo deseaba seguir pero que jamás conseguiría imitar. Climent portaba siempre la sonrisa que yo era incapaz de dibujar en mi rostro.

Nuestra amistad floreció sin inconvenientes. Me esforcé por mejorar mi acento para poder hablar con él en francés e hice todo lo que estuvo a mi alcance para impresionarlo.

No, Climent nunca fue un interés romántico sino una obsesión superficial. Un producto de mi envidia.

Le permití hacer bosquejos de mi semblante en su cuaderno y yo le enseñé las bases del español. Cenábamos juntos casi todas las noches cuando yo abandonaba el hogar de mi maestro. Los temas de conversación parecían nunca acabar.

Climent era la luz, y yo, su oscuridad. Climent era un ser divino, y yo, un demonio. El contraste entre nosotros era abismal. No dudo que su alma se encuentre en el cielo.

Luego de varios encuentros, temí que mi reputación corriera peligro o que llegara a oídos de mi padre algún absurdo rumor. Pero mi maestro —hombre de mundo— aseguró que en París la amistad masculina no era vista con los mismos ojos que en mi hogar y que no debía preocuparme por estúpidas habladurías. No las habría.

Me dejé llevar por su encanto.

Climent lo fue todo para mí, sin haber sido realmente nada. Durante casi un año, fue el rostro que yo soñaba tanto despierto como dormido. Climent ocupaba todos mis pensamientos diarios.

¡Lo que hubiese dado por poseer su delicadeza! ¡Su belleza! ¡Su todo! Quería ser él. Me hubiese encantado estar en sus zapatos por unas horas.

Climent lo tenía todo sin poseer nada; apenas si tenía dinero para sobrevivir. A mí las riquezas me sobraban, pero con ellas era incapaz de comprar la perfección que Climent desbordaba.

La partida fue dura.

Sin importar mis intentos de persuasión, Climent no se atrevió a poner pie en Buenos Aires. Rechazó el pasaje en barco y el hospedaje en la casa de mi familia. Climent le pertenecía a París, no a mí.

No recuerdo haber abrazado jamás a alguien como lo abracé a Climent el día que embarqué para regresar a América. Las palabras sobraban entre nosotros y ya habíamos prometido no llorar.

Le di la espalda cuando el capitán hizo su último llamado al abordaje y escuché su voz por última vez. Me dijo que mi francés había mejorado mucho.

Climent me escribió varias cartas que no tuve el valor de contestar. La rutinaria vida de los Ocampo y las obligaciones sociales diluyeron mi interés en él.

Climent era belleza. Era lo físico, lo visible.

Climent no brillaba en sus palabras, en sus mensajes.

Ya no me importaba. Si no podía verlo, no existía.

Jamás le contesté.

Enterré a Climent en lo más profundo de mi mente y temo que pronto volverá a su rincón. Por ello quise hablar de él mientras el recuerdo florece ante mis ojos.

✦ 4 ✦

1878

Mi vida acabó. Mi vida comenzó. 

Cuando el final se posó sobre mis pupilas,

un nuevo comienzo sacudió mi alma.

El último día entre los vivos transcurrió con sórdida lentitud. Un viejo reloj contaba los segundos frente a mi cama. Llevaba enfermo ya casi una semana y la fiebre aumentaba a cada hora.

Todo había comenzado con una jaqueca inusual que ignoré y atribuí a la falta de sueño; sin embargo, cuando mi lengua perdió color al día siguiente, llamé al doctor Montes de Oca. El veredicto fue veloz: padecía de la famosa fiebre amarilla que había robado miles de vidas en la ciudad casi una década atrás.

¿Cómo era esto posible? Los periódicos aseguraban que esta enfermedad afectaba a la clase baja y a los inmigrantes, y yo no había entrado en contacto con estos grupos en ningún momento —a pesar de las insistentes recriminaciones de mi padre sobre posibles damas de compañía nocturna de las que me negaba a hablar. Patrañas.

Nunca he sabido adivinar el causante de mi infortunio, así que solo puedo afirmar que he sufrido un agónico final.

A la jaqueca le había seguido un calor insoportable. Ni los empleados ni mis familiares se atrevían a ingresar a mi habitación, quizá porque dejaba la ventana abierta en pleno invierno o tal vez por miedo al contagio. Nunca me molesté en preguntarles. Sabía que el tiempo se escurría entre mis dedos y la prioridad era utilizar cada segundo en una acción útil en vez de en conversaciones superficiales y nimiedades.

Una sed insaciable se apoderó de mi garganta al poco tiempo. No existía bebida capaz de calmarla.

A duras penas conseguí que me entregaran papel y pluma para poder escribir mis cartas finales.

Me despedí de amigos y familiares. Dejé recomendaciones escritas a mi hermano mayor y me preparé para el adiós.

Lo tomé con tanta calma como me fue posible, ya que nunca he creído en milagros. Sabía que los rezos de mi madre no me mantendrían atado al suelo de la ciudad.

Los últimos tres días fueron los peores. Ya ni fuerzas me quedaban para alzar mi pluma y trazar líneas sobre el papel. Incluso mover mis párpados era un desafío.

La mañana fatal dejé de reconocer el espacio. Las figuras se desdibujaron poco a poco en un nubarrón uniforme que murmuraba palabras ininteligibles. No distinguía voces o palabras. No delimitaba la silueta de las personas.

Y, en algún momento de la tarde, partí.

Desperté luego con inusual sorpresa. Me había recuperado, o eso creí en el primer instante de la muerte. La sed se había apagado por completo y no quedaban rastros de dolor en mi cuerpo. Tenía frío; temblaba luego de las largas noches bañado en sudor.

Me incorporé en medio de un árido paisaje que me resultaba entre nostálgico y extranjero. La llovizna lavaba mis cabellos y embarraba mi camisón donde este tocaba la tierra húmeda en la que me encontraba.

Sentí apatía. O al menos así denominaría en estos momentos mi reacción ante la extrañeza de la situación.

No sabía dónde me encontraba, tampoco me importó. No me interesaba saber si mi hogar estaba cerca o cómo habría llegado hasta ahí. Ni siquiera me preocupaba saber cómo me había curado o cuánto tiempo había pasado.

Tal vez, en el fondo ya sabía que estaba muerto.

Recorrí la zona con cuidado, a paso lento para no resbalar. Me deslicé entre construcciones bajas y veredas angostas.

La lluvia se detuvo en algún momento de la madrugada, cuando el sol comenzaba a brillar bajo la línea del horizonte. Supuse que lo mejor sería ir a una iglesia a pedir asilo.

Alcé la vista al cielo y busqué las altas torres de San Ignacio de Loyola o de la Inmaculada Concepción.

Nada.

Supuse que estaría lejos de la zona portuaria, pero asumí que tarde o temprano hallaría un sagrado refugio.

Caminé por horas hasta que mis pies se rindieron al cansancio. La ciudad todavía dormía y en las calles apenas si se escuchaban murmullos lejanos.

Necesitaba asearme.

Golpeé la puerta de una casona y esperé. Nadie salió a recibirme. Volví a golpear puertas y ventanas sin recibir respuesta alguna.

Cuando la curiosidad se sumó al cansancio, me asomé al interior. No había luces ni señales de movimiento. Empujé la puerta. Estaba abierta.

Entré.

El polvo que cubría los muebles era un claro indicio del abandono. Quizá los dueños estuviesen de viaje. Daba igual. Haría de ese sitio mi hogar temporario. Supuse que me perdonarían al oír mi apellido.

Esatarde lavé mi cuerpo y comí cereales que encontré en la cocina. Luego, dormí.Ya me preocuparía por mi extravagante situación al día siguiente

✦ 5 ✦

1919, Purgatorio

Cuando regresaba de cobrar una deuda en el centro de Argentina, el locutor de la radio decidió pasar el tango Por una cabeza.

Lloré.

No ha sido intencional, pero supongo que las lágrimas se seguían acumulando desde hacía ya diez años. Sí, ahora que miro el calendario, lo recuerdo. Hace exactamente una década que perdí a mi esposa. La escena parece lejana y cercana a la vez.

Necesito escribir sobre ella, sobre mi Manuela.

Pero ¿por dónde comenzar? Existen tantas palabras que podría decir sobre ella, sobre su belleza y personalidad, sobre nuestras más alocadas aventuras y todo aquello que hizo de nuestro matrimonio la mejor etapa de mi existencia. Intentar resumirlo todo en una sola memoria sería insultar su recuerdo; y hablar de su muerte no es la mejor forma de comenzar a pensar su sonrisa. Quizá debería escoger nuestra boda como punto inicial para el recuerdo... no, esta es una historia que quisiera narrar desde el comienzo. Desde nuestro primer encuentro.

Corría por aquel entonces el año 1919 en el mundo de los vivos. Yo llevaba ya diecisiete años en el purgatorio. Mi estatus en ese entonces todavía no era estable, pero ya había sentado las bases sobre las que me afianzaría en las décadas siguientes.

Ha sido esta situación de lucha por la ascensión y el reconocimiento social la que me llevó a asistir a la fiesta. Ya ni siquiera recuerdo el motivo de la celebración, creo que era una boda. No me importaba antes y mucho menos ahora.

No conocía a casi ninguno de los invitados; todos ellos eran personalidades del purgatorio. Yo era el «chico nuevo», «el que de repente amasaba su fortuna».

El entonces general de los sunigortes, un hombre bajo y con bigote grueso, me presentó ante algunas de sus amistades.

Entre una y otra conversación, me vi atrapado en un debate con la esposa del general y su mejor amiga, Manuela. En ese momento no reparé en la belleza de su enrulado cabello rubio, o en el brillo que sus ojos verdes emanaban con cada mirada que cruzábamos.

En el salón central se había expuesto la obra de un artista recién llegado a la ciudad, un tal Eduardo Sívori que había captado la atención de varios miembros de la clase alta. Un bochorno.

La pintura en exposición mostraba a una mujer desnuda cuyo cuerpo no era siquiera mínimamente atractivo. Se la veía arrodillada frente a un balde de agua mientras que con una mano se frotaba el vientre con una esponja vieja. El título era algo así como El baño de una inmigrante. No lo recuerdo, pero era una obra de pésimo gusto. Obscena.

El artista no había asistido a la fiesta porque estaba trabajando en un encargo para no sé qué cliente, así que no era un problema hablar con sinceridad sobre su obra. En mi opinión, la intimidad femenina no es un objeto de arte, y mucho menos cuando lo que se retrata no es un elemento mítico o divino, sino una persona común. Los desnudos renacentistas eran arte, no esa basura.

Claro está, Manuela pensaba lo contrario. Hablaba de la libertad de la mujer y el problema de la idealización física —términos demasiado novedosos para aquella época, pero a los que me he ido acostumbrando—. Defendía la hermosura en la simplicidad de un gesto tan cotidiano y básico como lo es el baño de la clase baja.

Me costó no gritarle. Sabía que mi reputación caería si nuestro debate se convertía en una violenta discusión.

Intenté explicarle mi punto de vista al comparar ese adefesio con obras de otros maestros nacionales como Cándido López o Carlos Morel. No hubo caso. Para Manuela, mis ídolos nacionales eran representantes de los trazos rígidos de una falsa burocracia conservadora.

¡Qué palabras!

Nunca creí conocer a una mujer capaz de hacer suyos los términos usuales entre hombres letrados. ¡Una mujer con opinión propia y segura! Alguien que no repetía el discurso de su padre, sino que formaba su propia apreciación y buscaba las bases para defenderla. Definitivamente, las épocas habían cambiado.

Más allá de nuestra diferencia en gustos estéticos y la ira que nació en mi pecho ante su terquedad respecto de la desvergonzada pintura, no pude dejar de pensar en Manuela.

Al regresar a mi hogar y cerrar los ojos, la vi frente a mí y reparé en los detalles que había ignorado durante la fiesta. Me detuve en sus mechones rebeldes y en la seguridad de su mirada. Aprecié la curvatura de su sonrisa y me deleité con la indecencia de su escotado vestido.

Y cuando finalmente logré caer en brazos de Morfeo, la soñé.

La soñé luna tras luna durante el año que duró nuestra separación (a causa de mi orgullo que me obligaba a evitar coincidir con ella). La pensé en mis horas diurnas mientras me preguntaba quién era realmente y cuándo sería el ansiado reencuentro. Ni siquiera había prestado atención a su apellido.

¡Podría incluso haber estado casada! Y yo temía ser un desvergonzado que fantaseaba con la mujer de otro. ¿Cómo estar seguro? Mujeres como ella había muy pocas y cabía la posibilidad de que ya tuviese dueño.

No me atrevía a preguntar.

Un año pasó raudo antes de nuestro segundo encuentro real. Para ese entonces, ya había aceptado la idea de que hubiese partido hacia la siguiente instancia de la muerte.

Nunca en mi vida estuve tan feliz de haberme equivocado.

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