
✦ DÍAS 14, 15 Y 16 ✦
Por la noche, Eduardo Soriarte redactó su plan a mano. Tenía pésima memoria de corto plazo desde la juventud y necesitaba anotar todo lo que considerase importante, en especial los detalles, que solían escurrirse entre sus dedos con más frecuencia de la que estaba dispuesto a admitir. Se había pasado la tarde completa en el depósito general del cuartel central. Allí, inventarió cada uniforme y cada arma, cada elemento que necesitaría para obtener el respeto que merecía.
Sabía que no debía apresurarse, que lo mejor era ser meticuloso, pero las ansias se apoderaban de él con cada minuto. Tenía ya la lista de horarios de trabajo de cada uno de sus subordinados, la experiencia que poseían y cuántos años llevaban en servicio. Si en algo era bueno era en ser meticuloso y ordenado. Poseía archivos para todo, acomodados de forma alfabética en un mueble de su despacho cuyos cajones se cerraban bajo llave.
De lo único que todavía no estaba seguro era de cuántos hombres necesitaría para llevar a cabo su plan lo antes posible. Su única certeza era que no estaba dispuesto a escatimar o a arriesgarse. Todo debía fluir a la perfección y en apenas un par de horas.
Entrarían, destruirían y expondrían al día siguiente. No importaba cuánto dinero tuviera don Lucio, los billetes no lo salvarían de un allanamiento seguro. Él mismo se aseguraría de conseguir pruebas: documentos, fotografías e incluso algún testimonio. Confiaba en que podría capturar a alguno de los criminales que vivían bajo tierra y convencerlo de confesar la estrecha relación de don Ocampo con la institución a cambio de su propia libertad.
Soriarte imaginaba los titulares de los diarios. En primera plana saldría su rostro triunfal, o quizás el de su adversario a punto de ser fusilado: con los ojos vendados y de espalda a un pelotón de sunigortes. Se leería en grandes letras mayúsculas algo en el estilo de MAGNATE DE ARGENTINA FUSILADO POR LAVADO DE DINERO o tal vez LA JUSTICIA ES PRIMORDIAL PARA LOS SUNIGORTES: EDUARDO SORIARTE NO LE TEME A NADIE.
Sonrió. Le agradaba pensar en que su nombre sería destacado frente a toda la ciudad. Sabía que una noticia de esa clase sería una sacudida para Argentina y que ya no quedaría nadie para decirle qué hacer, cómo o cuándo. Don Lucio Alonso Ocampo de Larralde era el último muro que debía derribar para imponerse como líder indiscutible.
Sí, Soriarte sabía que existían otros hombres importantes y adinerados en Argentina, pero ninguno poseía tanta influencia como su adversario. Él era el obstáculo final en su camino al éxito, una piedra en su zapato que debía quitarse cuanto antes.
«Solo un par de días más y Argentina quedará doblegada ante a mí», pensó. Se regocijó ante la idea, ante la imagen mental. Llevaba años soñando con su triunfo y, ahora que el momento de actuar se acercaba, podía saborear el poder con la punta de la lengua.
El teléfono comenzó a sonar poco antes del mediodía. Delfina sabía que se trataba de don Lucio, él era el único que conocía el número. Observó la comida que tenía en el horno y se mordió el labio. Debía atender el llamado porque seguro se trataba de algún asunto importante. Pero si abandonaba la cocina, se arruinaría el almuerzo.
—¡Iri! —gritó con todas sus fuerzas. Ya no estaba tan enfadada con ella—. ¡Iri! —repitió.
Una niña de poco más de cinco años se asomó. Era tímida y escondía la mitad de su cuerpo detrás de la puerta.
—Tengo hambre —susurró la pequeña.
—La comida va a estar lista en unos minutos —le dijo Delfina—. Necesito que me hagás un favor muy importante, Agos. Corré a buscar a Irina. Decile que necesito que saque el pastel de papas del horno a las doce y cuarto.
La niña asintió y salió corriendo. Delfina la siguió. Atravesó pasillos hasta llegar a la pequeña oficina en la que guardaban documentos importantes, el teléfono y la única computadora que tenían.
—Hola, don Lucio —dijo ella—, lamento no haber podido atender antes —se disculpó con la voz entrecortada por la agitación.
—No importa —contestó él—. Esto es importante. Necesito que me prestés atención.
Brevemente, Lucio le explicó la situación a Delfina. Habló del robo del anillo, las amenazas y de su plan.
—Entiendo —corroboró la menor de las hermanas Valini una vez la explicación hubo terminado. Y, por si acaso, repitió parte de lo oído—. Entonces enviará albañiles a El Refugio a partir de mañana para terminar la construcción del túnel con la salida alternativa.
—Así es. El trabajo estará terminado en no más de diez días. Necesito que todos los habitantes de El Refugio estén listos para partir lo antes posible, en caso de que haya alguna emergencia o cambio de planes. Los mantendré informados. Adiós. —Colgó.
Al salir de la oficina, Delfina sintió olor a quemado. El almuerzo estaba arruinado. Su hermana le había fallado otra vez.
Uno por uno, según las órdenes específicas de Lucio, los albañiles llegaron al edificio número veintisiete. Los primeros obreros asomaron con el alba y los últimos ingresaron poco antes del mediodía. Irina sirvió de portera, sentada en las escaleras cercanas al ascensor. No le agradaba la tarea, pero al menos le servía como excusa para abandonar el paisaje subterráneo por unas horas; masticaba chicle y jugaba con un viejo yo-yo que había robado años atrás, poco después de llegar al purgatorio. Era una de sus posesiones más preciadas.
Ella no estaba de acuerdo con el plan. Le incomodaba la idea de convivir con dieciocho albañiles por una semana. No confiaba en la posibilidad de tener a casi una veintena de hombres adultos encerrados bajo tierra con ella y con los niños, pero nada podría hacer para evitarlo.
Delfina había asignado tres habitaciones espaciosas para ellos en el extremo más alejado de El Refugio, cerca de la entrada del túnel. Las hermanas les llevarían el almuerzo y la cena, pero los hombres tenían prohibido moverse con libertad en la fortaleza subterránea. No se les permitía tener contacto con los niños o explorar las instalaciones.
Irina guio al último obrero hasta donde se encontraban sus compañeros. Le explicó brevemente las reglas y los horarios en los que llevarían su comida. Luego, se marchó. No le agradaba estar cerca de otras personas, se sentía observada, juzgada constantemente por su apariencia. Se preguntó si los albañiles hablarían de ella, de qué tan alta era o de su pelo corto.
Pronto la compararían con Delfina, con la amabilidad de su hermana y la belleza femenina que irradiaba.
«Ojalá se les caiga el túnel encima», pensó de mala gana cuando abandonó al último obrero.
La chica logró hacer un globo con su chicle. Sonrió, orgullosa. Lamentablemente, debía arrojar la golosina a la basura. Era hora de almorzar.
Las cosas se mueven con prisa. Decidí subir estos tres días en una sola parte para no entregarles capítulos demasiado breves.
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