✦ DÍA 3 - Capítulo 1✦
Aquella mañana en particular, una suave llovizna tejía dibujos abstractos entre las grietas de las veredas. Era, sin duda, un día diferente que preludiaba un cambio, una rotura en la monotonía del purgatorio. Él lo sabía.
Don Lucio suspiró. Apagó el motor de su vehículo y abrió la portezuela. Antes de descender, se estiró para tomar su paraguas negro, que reposaba en el asiento trasero. No era el día ideal para estar fuera de su hogar, pero tenía que convencer a Anahí de marcharse. Debía revertir la opinión que ella había forjado de él-
«Necesito que confíe en mí y que siga mis consejos».
Ingresó al edificio veintisiete y presionó el botón para llamar al ascensor. Sabía que sus empleados lo vigilaban; el capitán, desde la portería, y los demás, a través de las mirillas de sus puertas. Había contratado un total de doce personas para que vivieran en aquella construcción y vigilaran las idas y venidas de los residentes de El Refugio, así como también de curiosos que se acercaran al lugar. Y nadie sabía al respecto, ni siquiera las hermanas Valini, aunque era posible que lo sospecharan.
Desde la creación de la fortaleza subterránea, casi cuatro décadas atrás, el crimen en la ciudad estaba prácticamente extinto. A don Lucio no le agradaban los niños, pero tampoco disfrutaba viéndolos morir una y otra vez cuando eran atrapados en medio de un robo. Por eso, para proteger tanto a los pequeños como a los ciudadanos honrados, él había creado un escondite del que muy pocos tenían conocimiento. Allí se alojaban todos los niños que aún no tenían edad para trabajar ni familias que los cuidaran. Lucio se consideraba un hombre generoso al brindarles un nuevo hogar, comida y elementos de primera necesidad. No tenía en cuenta la falta de aire fresco o de juguetes, tampoco el encierro. Allí estaban a salvo y eso era lo importante.
Sabía que una institución normal y sobre la superficie hubiera sido mejor para las almas de los pequeños y, sin embargo, escogió construir una fortaleza subterránea para poder invertir allí parte del dinero que recolectaba de las transacciones ilegales que realizaba. Puso su egoísmo por encima de la felicidad de una centena de desconocidos.
Argentina le pertenecía en cuanto a influencia. Lucio había pasado ya tanto tiempo en el purgatorio que ahora era dueño de departamentos y de edificios enteros. Casi la mitad de las propiedades en la ciudad eran suyas. El dinero de los alquileres le llegaba sin que moviera un solo dedo. El tema era que, más allá de su fortuna legítima, tenía influencia en el mercado negro. Y esa clase de guita la tenía que usar con cuidado y donde no levantara sospechas. El Refugio era el sitio ideal.
Ni siquiera los sunigortes sabían de la existencia de la fortaleza subterránea, a excepción de su líder, Eduardo Soriarte, que hacía la vista gorda porque le temía a don Lucio y porque recibía un salario doble a cambio de su silencio.
Todo el que lo conocía lo respetaba por uno u otro motivo. Todos, excepto Anahí.
De mala gana, el hombre aguardó mientras el ascensor descendía con la velocidad usual, lo que le dio apenas tiempo suficiente para colocarse sus lentes de sol; los necesitaba cada vez que ingresaba a El Refugio. Los cambios de luces en aquel lugar eran repentinos e intensos; sus ojos no podían tolerarlos.
Cuando llegó al octavo subsuelo, las puertas se abrieron y lo dejaron a merced de un mar de oscuridad que ya le resultaba familiar. Caminó en línea recta a gran velocidad. Allí nadie podía ver el oscilante movimiento de su cuerpo, que se mecía con fragilidad, siempre a punto de caer ante el más mínimo tropiezo.
Se dirigió a la calesita y de ahí a la cocina, donde, supuso, podría encontrar a Delfina.
Recordaba a la perfección su primer encuentro con la menor de las hermanas Valini. La había encontrado llorando una mañana en el parque. Al parecer, su hermana había robado algo de comida y los sunigortes la atraparon y la mataron al instante. Recién habían llegado al purgatorio, así que no sabían demasiado sobre el funcionamiento del lugar. Él llevó a la pequeña a su casa para que no sufriera la misma suerte que su hermana —y para evitar más crímenes—. En esa semana, Delfina se encargó de cocinar, lavar, planchar y hacer todas las tareas que le correspondían a su empleada doméstica. Una vez que encontraron a Irina, él les ofreció darles trabajo como mucamas en su hogar, pero la mayor lo rechazó diciendo que no quería perder su libertad y que, además, no sabía hacer nada útil. De inmediato, él las envió a El Refugio y les pidió que se encargaran de cuidar a los niños; les dio ilusión de poder y liderazgo, sin quitarles toda su libertad. Allí tendrían comida y un techo. Las había contratado indirectamente. Además, confiaba más en dos jóvenes mujeres que en los brutos empleados que vigilaban el edificio. Sabía que ellas ayudarían a que aquel lugar se convirtiera en un hogar, en una familia. Así los niños ni siquiera pensarían en salir.
Lucio entró a la cocina sin golpear la puerta. Delfina se volteó al oír pisadas y lo observó, confundida.
—Don Lucio, buenos días. —Hizo una leve reverencia con su cabeza—. No esperaba su visita. ¿Qué lo trae de nuevo a El Refugio? —preguntó con amabilidad. Su voz temblaba un poco por el miedo al recordar la escena del día anterior.
—Vengo por la nueva. La quiero lista para salir en diez minutos. Dale uno de tus vestidos para que no se vea tan ridícula. Esperaré en mi auto, tengo que hacer una llamada. Adiós. —Le dio la espalda sin siquiera dejarle contestar y comenzó a caminar en dirección a la salida. No le agradaba pasar demasiado tiempo bajo tierra. No era claustrofóbico, pero el encierro lo ponía nervioso.
Una vez más, Anahí despertó con las mejillas secas y los labios pintados de terror; las pesadillas se habían apoderado de su noche. Pensó que quizá debería agregar un atrapasueños a su lista mental.
Oyó golpes.
Eso era lo que la había despertado. Alguien reclamaba su atención al otro lado de la puerta.
—¡Anahí! —llamó Delfina—. Anahí, despertate. Es urgente.
—¡Ya voy!
Sabiendo que se trataba de la hermana menor, no se preocupó por ponerse más que la polera, que apenas si le tapaba la mitad de la bombacha. Caminó descalza hacia la puerta y abrió una rendija para poder hablar desde la oscuridad de su habitación.
—¿Qué pasa?
—Don Lucio —dijo Delfina—. Don Lucio está acá. Te vino a buscar. Quiere que estés en su auto en cinco minutos.
—No me importa. Puede esperar todo el día.
—Anahí, por favor —rogó la morocha—, esto es importante. Hacelo por los nenes. Si él se enoja con nosotros, nos quedamos sin comida y sin nada. Hasta me pidió que te prestara uno de mis vestidos.
La pelirroja lo tomó y cerró la puerta.
—Dame dos minutos para ponerme esto y atarme el pelo.
Sin tener un espejo en el cual ver su imagen, se colocó el vestido, aunque le quedara ajustado. Se puso los shorts blancos debajo de la falda para sentirse segura en caso de que fuera estuviera ventoso. Se recogió el cabello en un modesto rodete y asumió que sus ojeras eran ya dos agujeros negros. No podía hacer nada al respecto. Por último, se calzó las alpargatas que no combinaban con nada y abrió la puerta.
—Estoy lista. Ni me digás cómo me veo, prefiero no saberlo. Guiame hasta la salida. Todavía no entiendo estos pasillos y me voy a perder.
—Dale. —Delfina le dedicó una sonrisa. Quería decirle que se veía bien, adorable incluso. Pero aceptó la petición y mantuvo la boca cerrada.
Caminaron en silencio, casi corriendo, hasta llegar al ascensor. Allí, se despidieron con un sencillo: «Nos vemos más tarde».
Anahí se preguntaba si, en realidad, aquel hombre pensaba llevarla a otro sitio, alejarla de la seguridad de la fortaleza subterránea o, quizá, arrebatarle la vida. Irina y su hermana parecían tenerle miedo, después de todo.
Preocupada, la pelirroja tomó una gran bocanada de aire apenas alcanzó el umbral del edificio. Su primer paso en el exterior la hizo sentir como un animal que iba directo al matadero para convertirse en hamburguesa. No sabía qué esperar de aquel encuentro.
Don Lucio, por su parte, estaba tranquilo. Ya había realizado su llamada y tenía la vista clavada en su reloj de pulsera cuando oyó la puerta de su vehículo abrirse del lado opuesto. Sin levantar la mirada, esperó que la chica dijera algo. Escuchó cuando se ponía el cinturón de seguridad y luego, silencio.
—Primero no pedís permiso para subirte, después ni siquiera saludás. En serio, ¿dónde están tus modales? —La observó de reojo. Intento sonar menos ofendido de lo que estaba.
—Los reservo para quienes merecen buen trato —respondió Anahí. Parecía estar enfadada—. Lo siento, don «obligo a la nueva a levantarse y no le doy tiempo ni siquiera de ir al baño» —agregó a modo de queja.
El hombre soltó una risa forzada y giró la llave para encender el motor.
—¿Qué es tan gracioso? ¿Mi cara? —preguntó la pelirroja.
—Me reía de tus palabras. Hace años que nadie me trata así. Pero si vamos al caso, tu apariencia no es la mejor del mundo —comentó él.
—Lamento no verme lo suficientemente bien como para complacerlo, oh, gran lord, don No Sé Qué y No Sé Cuánto, pero en El Refugio no tengo espejos ni ropa, ¡ni siquiera maquillaje! Es un horror —confesó con sinceridad, casi esperando que él le brindara esas cosas. Después de todo, era el benefactor del lugar, ¿no?
—Nunca pensé en eso —admitió Lucio mientras acomodaba uno de sus mechones detrás de la oreja—. No creí que lo necesitaran.
Anahí levantó la vista y lo analizó con cuidado, sorprendida por la afirmación. La apariencia del hombre era similar a la del día anterior. En esta ocasión, sin embargo, podía ver con mayor claridad que su cabello era muy largo y que lo llevaba en una colita que le llegaba hasta la mitad de la espalda.
«Extraño», pensó. No sabía si el estilo era pasado de moda o simple rebeldía.
—¿Tengo algo en la cara? —preguntó don Lucio.
«Ojos, nariz, boca...», pensó ella con sarcasmo, pero no respondió. Desvió la mirada y observó el complejo de edificios. Se preguntó si tendrían alguna conexión con El Refugio.
El vehículo comenzó a moverse.
—¿En qué pensás? —preguntó el hombre poco después. Su voz denotaba sincera curiosidad. Buscaba entablar una conversación para romper el hielo.
—En muchas cosas. En la lluvia, en mi familia, en este lugar. Me preguntaba quiénes viven en el complejo, si ellos saben sobre El Refugio. También me preguntaba si las personas acá extrañan a sus familias, o por qué estoy en el purgatorio y no en el cielo o en el infierno.
—Ya veo —contestó Lucio sin dar respuesta alguna a las interrogantes. Sobre algunos temas podía hablar, otros eran un misterio incluso para él.
—¿A dónde vamos? —añadió ella.
—A dar una vuelta, a comprar algunas cosas para los chicos y para ustedes tres —respondió él.
—¿Qué cosas?
—Cosas —repitió Lucio sin dar detalles—. Después de todo, tenés que sobrevivir un mes en este lugar.
Los ojos de Anahí se abrieron como platos por la sorpresa. Se volteó y clavó la mirada en don Lucio.
—Esperá, ¿cómo que un mes? ¿No estoy atrapada para siempre?
—Veo que esas dos no te contaron nada —sonrió. Era su oportunidad para ganarse la confianza de la pelirroja—. ¿Te hablaron de la visita?, ¿o del juicio?
Anahí negó con un movimiento de cabeza. Luego, notó que él no la observaba porque tenía los ojos puestos en el camino.
—No.
—Ah, ¿querés que te cuente?
—Sí. Por favor.
—Como no sé qué sabés, dejame empezar por el principio. Estás muerta y este lugar es el purgatorio, un sitio al que van las almas que no son lo suficientemente puras para el cielo, pero que tampoco están del todo corrompidas como para el infierno. —Lucio hizo una pausa—. Quienes llegan a este lugar tienen opciones, pero antes de optar por una, hay tiempo para analizarlas.
—No entiendo.
—Una semana —ignoró el comentario y continuó. No le agradaba que interrumpieran sus explicaciones—. Te vas a quedar acá por siete días desde tu llegada. Después, tu espíritu se despertará en el mundo de los vivos. A esto se lo llama «visita». Allá pasarás otros tres días como fantasma. Nadie te va a ver. En ese tiempo se supone que vas a ver a tu familia y amigos.
—¿En serio? ¿Voy a poder volver?
—¡Dejame terminar! —gritó él al perder la paciencia—. Perdoná, pero preferiría que hicieras las preguntas cuando acabe.
Anahí asintió en silencio. No podía culparlo por enojarse; a ella también le molestaban las interrupciones, aunque sus años de experiencia como profesora del secundario le habían ayudado a mejorar el límite de su paciencia.
—Como te decía, vas a pasar tres días entre los vivos antes de regresar al purgatorio. Cuando un mes se haya cumplido desde eso, y si no te morís acá en ese período, vas a sers transportada a la Corte Final. Ahí tomarás la decisión más importante de tu existencia. Tenés tres opciones. Podés elegir quedarte acá por tiempo indefinido, reencarnar en un cuerpo nuevo sin tus recuerdos o volver como fantasma entre los humanos. A esta instancia la llamamos el juicio.
—¿Puedo preguntar ahora?
—Adelante.
—A ver, ¿cómo es eso de por tiempo indefinido? —dijo Anahí.
—Las almas pueden purificarse o corromperse con los años. Se dice que, si eso sucede, cuando vuelvas a morir, en vez de despertar acá, es posible que aparezcas o en el cielo o en el infierno. Es todo un riesgo —explicó Lucio.
—Okay, suponé que elijo quedarme. —La pelirroja expresó su pensamiento en voz alta a medida que lo elaboraba—. Pasan un par de años, muero de nuevo porque me atropella un colectivo y me toca ir al cielo porque soy una buena persona. ¿No puedo elegir reencarnar en ese momento? ¿Sería muy tarde para cambiar de idea?
—No lo sé. Nadie lo sabe. De la misma forma que cuando estamos vivos no conocemos con seguridad lo que ocurrirá después de morir, cuando fallecemos en el purgatorio no tenemos noción de lo que sigue. La lógica nos dice que iremos al cielo o al infierno, pero quizá no haya nada después de la segunda muerte. O tal vez reencarnemos automáticamente sin tener la opción de escogerlo. —Lucio se encogió de hombros.
—¿Vos qué creés que pasará?
—Supongo que quienes desaparecen van al cielo o al infierno —confirmó él—. Sería lo lógico.
—Entonces, ponele que llega el día del juicio, ¿existe alguna manera de reencarnar y poder volver con mi familia como si nada hubiese pasado?
—No, claro que no. Cuando uno reencarna, comienza desde cero. Serías una nueva persona con una nueva vida y no te acordarías de nada anterior. Además, ¿para qué querrías volver como si nada? Serías un bebé. La gente a la que querés se va a morir también. —Respiró hondo—. Dejame repetirte algo que solía decir uno de mis viejos amigos: siempre hay que tener cuidado al desear recuperar algo que hemos perdido porque, muchas veces, al tenerlo de nuevo con nosotros, ya no es como lo recordábamos. Al menos, ese es mi punto de vista. Lo dejaré a tu criterio cuando hayás vuelto.
—Y si me quedo como fantasma, ¿qué ocurre? —inquirió la pelirroja.
—Nada. Tengo entendido que serás un espíritu por siempre. No vas a poder regresar al purgatorio, pero tampoco vas a poder ir al cielo o al infierno. Es una opción peligrosa.
—¿Qué debería elegir?
—No lo sé, es tu decisión. —Lucio hizo una pausa y simuló que pensaba—. Si yo estuviera en tu lugar, seguro reencarnaría. Yo no lo hice en su momento y todavía me arrepiento —mintió.
—¡Wow! Qué sueño más complicado. Me sorprende mi propia imaginación.
—¿Un sueño? —Lucio no pudo evitar reír—. Como digas. Ya te golpeará la realidad en la cara tarde o temprano.
Anahí no contestó porque en el fondo sabía que estaba despierta. Además, había dejado de prestarle atención al hombre para observar el paisaje a través de la ventana. Se encontraban en el centro de la ciudad, detenidos frente a un semáforo. Era temprano, pero el tráfico de la hora pico parecía haberse diluido y permitido que en las calles se pudiera transitar con tranquilidad. A lo lejos, un edificio sobresalía por su extraña arquitectura. Se trataba de una construcción bastante más alta que las demás, cuya cima imitaba un cubo. Se veía como un martillo inestable.
Poco a poco se acercaron hasta encontrarse justo enfrente.
—Este es el único shopping de la ciudad. Los precios son bastante más elevados que en los negocios particulares, pero es práctico y cómodo poder comprar todo en el mismo lugar —explicó don Lucio y satisfizo así la curiosidad muda de Anahí—. Se llama Alto Argentina. Por lo que sé, no es un nombre original.
—No. No lo es —confirmó la pelirroja, esbozando una sonrisa—. En Buenos Aires están el Alto Palermo, Alto Avellaneda y no sé, varios otros. Es como una cadena, creo.
—Ah. —No le agradaba admitir que alguien sabía más que él—. El edificio es bastante nuevo. El concepto de shopping es reciente acá.
—Ya veo. Qué raro. Pensé que existían desde hace un montón.
Estacionaron en el subsuelo. Anahí aprovechó para observar el vehículo que no había podido apreciar cuando subió porque estaba apurada intentando evitar mojarse demasiado con la llovizna.
Lucio manejaba un automóvil antiguo. Ella no sabía nada sobre vehículos, le parecían todos iguales. No era capaz de diferenciar modelos o marcas. Para Anahí, el concepto de automóvil significaba tan solo cuatro ruedas y un volante que se movían gracias a un motor. Pero, al menos, era capaz de apreciar que aquel era un coche antiguo que había sido remodelado. Se veía caro. Era de color negro y no tenía ni una mancha o raya. Además, un pequeño Espíritu del éxtasis adornaba el frente.
—¿Te gusta? —preguntó Lucio.
—Sí, está bueno. Es demasiado elegante para mí, pero se nota que es un gran auto.
—Lo es.
Don Ocampo tomó a Anahí del brazo y enganchó las extremidades de ambos como solían hacerlo en el pasado, como lo hacía su abuela.
La pelirroja contuvo la risa. Sabía que él era anticuado, de otra época. Y le resultaba fascinante. Quería decirle que la gente ya no caminaba enganchada por el brazo, pero prefirió no hacerlo enfadar. Se había prometido hacer lo posible por no discutir con él. Por el bien de Delfina, por el bien de los niños que vivían en El Refugio. Contendría su malhumor salvo que él la insultara o la maltratara; cosa que, hasta ese instante, no había ocurrido.
Caminaron hasta el ascensor y se dirigieron al primer piso.
—Este lugar es enorme —dijo Anahí cuando las puertas se abrieron.
La pelirroja recorrió el interior del edificio con la mirada. Aquel sitio tenía, al menos siete, pisos llenos de negocios de todo tipo. No reconocía las marcas, pero eso le daba igual. Se sentía maravillada ante tantas luces y carteles. Después de pasar dos días bajo tierra, extrañaba la ciudad.
Don Lucio miró la hora en el reloj central que colgaba encima de una gran fuente de agua.
—Es temprano. Tenemos toda la tarde para comprar, así que podés tomarte tu tiempo.
—¿Yo? —Anahí estaba confundida.
—Sí. Comprá lo que necesités para vos, y lo que considerés que haga falta para los demás criminales de El Refugio. —El hombre habló con cierto desprecio—. Muebles, ropa, juguetes, comida; lo que sea.
—¿En serio? —Toda su vida Anahí soñó con que alguien le dijera: «Comprá lo que quieras, yo pago». Y, aunque técnicamente estaba muerta, su deseo al fin se hacía realidad.
Según palabras de Irina, don Lucio era una persona egoísta y con mal carácter. Pero, ciertamente, no se estaba comportando como en su primer encuentro, e incluso había sonreído en más de una ocasión. Quizá no era tan malo como decían. Era verdad que habían discutido el día anterior, pero ella lo había tratado mal y él tan solo se había defendido. Anahí intentó justificar lo ocurrido; después de todo, ella también podía ser insufrible en ocasiones.
En el fondo, le molestaba no poder comprender el motivo de tan repentina generosidad, aunque prefirió no preguntar y arruinar el momento. Se esforzó por creer que el hombre la había invitado para redimirse por lo ocurrido con anterioridad. Si él era como ella, el orgullo no le permitiría disculparse en público y con palabras directas.
—¿Y vos qué vas a hacer mientras yo elijo? —preguntó Anahí.
—Esperar, pagar y enviarlo a El Refugio. —Don Lucio se encogió de hombros—. Sé que dije que tenemos tiempo, pero el lugar es bastante grande. Te recomiendo comenzar a recorrer —sugirió.
—Tenés razón. ¿Dónde puedo comprar muebles? Esa es mi prioridad.
Guita: Sinónimo de dinero.
Shopping: Centro comercial.
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