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✦ DÍA 3 ✦



El cielo era gris y dibujaba un panorama acorde con el resto del purgatorio. Era una mañana sin viento ni lluvia. Simplemente gris. Monocromo.

Don Lucio estacionó su vehículo a pocos metros del edificio y despertó a Anahí, que se había quedado dormida en medio de su conversación de camino a la subasta.

—Sé que puedo ser un hombre un tanto aburrido, pero lo tuyo es una falta de respeto. Me dejaste hablando solo —dijo él mientras sacudía a la pelirroja por el hombro con suavidad.

—¿Eh? —preguntó ella, somnolienta. Abrió los ojos y bostezó. Su cerebro intentaba recordar dónde estaba y qué ocurría.

«La subasta», notó.

Sin contestarle a Lucio, observó su reflejo en el espejo retrovisor para asegurarse de tener el maquillaje intacto, temía que se le hubiese corrido mientras dormía. Por fortuna, todo estaba en orden, tan prolijo como cuando abandonaron la casona.

—Bajemos, es tarde —pidió Lucio. La impaciencia se reflejaba en sus palabras y en el tono de su voz.

Anahí asintió en silencio y se quitó el cinturón de seguridad. Abrió la puerta y descendió, apurada por acomodarse el vestido que se le había subido hasta los muslos.

—Seguime —pidió él.

Y la pelirroja obedeció, todavía demasiado cansada como para responderle.

Frente a ellos se alzaba una reja negra y plateada que recorría el perímetro de la propiedad, un terreno que ocupaba casi la mitad de la manzana. El amplio jardín recortado por un sendero los invitaba a acercarse a la vieja casona. A los lados del camino, el pasto crecido mostraba varios meses de abandono.

Desde el interior de la vivienda llegaban voces, principalmente masculinas, que conversaban sobre distintos temas, y las palabras se superponían.

—Permitime que te explique —ofreció Lucio—. La subasta empieza en media hora, pero teníamos que llegar temprano porque nos van a entregar un catálogo con las posesiones más valiosas que van a rematarse. De esta forma, los compradores pueden hacer un listado con los números de los objetos que les interesan. Eso facilita la compra —hizo una pausa—. Una vez que los objetos principales tengan dueño, nos invitarán a pasar a la biblioteca donde todos los ejemplares de menor valor han sido marcados con un precio fijo. Podremos recorrer y escoger lo que queramos. Antes de marcharnos, pagamos por lo comprado que nos será enviado por correo en las próximas semanas. Además de libros y cuadros, se va a rematar todo lo que hay en el edificio, hasta la vajilla.

—¿Mandan todo por correo?

—Sí. Es más fácil mantener el orden de esa forma. Además, imaginate que compramos media biblioteca o un mueble. No entraría en el auto.

—Tenés razón —aceptó Anahí. Asumía que Lucio tenía el dinero suficiente para comprar la casona completa, con todo lo que había dentro, incluso las personas.

Ingresaron.

Un hombre de escasa estatura y bigote grueso los recibió en el interior, frente a un escritorio. Tomó nota de sus nombres y les entregó una copia del catálogo. Luego, les indicó el camino hacia el salón donde se llevaría a cabo la subasta.

Caminaron con lentitud. Anahí admiraba la decoración de la casa que parecía salida de una película de terror. Se notaba que aquel sitio alguna vez había sido extremadamente lujoso, pero los detalles en dorado habían perdido brillo y los cuadros estaban ennegrecidos. El empapelado estaba rasgado en varios sitios y dejaba a la vista los ladrillos que constituían la pared. A su paso, la alfombra desprendía tanto polvo que le hacía cosquillas en la nariz.

Se esforzó por no estornudar.

El comedor había sido escogido para albergar el evento. Varias filas de rústicas sillas de madera estaban dispuestas para los participantes. Ellos se acomodaron atrás de todo. Varias miradas se posaban en Lucio, algunas con curiosidad y otras con resignación. Nadie se acercó a saludarlo o a conversar con él.

Lucio colocó el catálogo sobre su regazo y comenzó a pasar las hojas y a anotar lo que le resultaba interesante en una pequeña libreta que sacó de su bolsillo. Anahí, por su parte, se acercó a él para poder mirar los objetos aunque fuese de reojo. No podía comprar nada, pero quería saber qué subastarían.

—Si te interesa algo en particular, decime y lo compro.

—¿Estás seguro? —preguntó ella.

—Sí. Las damas deben cultivar la lectura. No me molestaría adquirir algún ejemplar para vos. No me pidás nada ridículo, pero con los libros no tengo problema alguno.

—Gracias —susurró Anahí mientras leía los títulos de cada tomo.

Había enciclopedias, bitácoras de viajes, algunas novelas de autores consagrados, primeras ediciones, libros firmados por su escritor, ediciones de lujo y otras excentricidades.

—¡Pará! —exclamó la pelirroja, poniendo su mano sobre la de Lucio para impedir que pasara a la siguiente página—. Quiero este libro —señaló una antología de cuentos de Manuel Mujica Láinez—. Nunca leí este libro suyo. Ni lo conocía. Y, además, está dedicado por el autor. Lo quiero, me encanta.

Lucio sonrió.

—Láinez vivió en Argentina por varios años. Yo lo conocí. Creo que tengo un par de cuentos suyos inéditos entre mis documentos. Si querés, cuando volvamos a casa los busco— comentó como si fuese algo normal. Luego, anotó el número del ejemplar—. ¿Algo más?

—No, eso solo —aseguró a ella, un tanto distraída.

«A casa», repitió en su mente. «Esa no es mi casa».

—¿Qué te gustaría cenar? —preguntó Lucio sin voltearse para mirar a Anahí.

La subasta terminó a media tarde, pero ellos permanecieron en la casona hasta el ocaso para revisar las estanterías de la biblioteca y escoger otros libros.

Durante el evento, don Lucio logró el precio más alto en doce ejemplares y un viejo retrato. En lo único que le interesaba. Cuando él alzaba la mano para ofrecer una suma ridículamente alta, el resto de los participantes se quedaba mudo y le dejaba ganar. No se atrevían a competir con él. Le temían. Se notaba en el modo en que lo trataban, como intentaban o evitarlo o complacerlo, dependiendo de la persona.

—¿Comida china? —sugirió Anahí apenas se acomodó en el asiento de copiloto—. ¿Existe un barrio chino en Argentina? Porque en Buenos Aires hay uno y siempre quise ir a comer algo ahí.

—Sí, aunque no lo conozco. En general, no soy de ir a esos lugares. Pero si eso es lo que querés, te llevo. A veces es interesante innovar y atreverse a salir de lo usual.

—Dale. Sería genial. —La pelirroja sonrió—. Me muero de hambre.

—Dudo que eso te mate —aseguró él con sarcasmo.

—Es una forma de decir, ¿nunca escuchaste la frase? —preguntó ella.

—No. Sabés que no me relaciono con demasiados recién llegados. Y en el mundo de los negocios, la mayoría estamos acá desde hace décadas —hizo una pausa—. Supongo que mi vocabulario es mucho más moderno que cuando fallecí, pero no estoy al día.

—Si querés, te ayudo —ofreció Anahí.

—No. La verdad es que no me interesa. —Apartó la mirada del camino y ob­servó a su acompañante por unos segundos—. Por cierto, hay algo que me gustaría que dejemos en claro —comentó—. No sé si lo sabrás, pero Argentina debe estar llena de rumores sobre quién sos. Ya nos vieron juntos varias veces, pero nadie se animó a preguntar al respecto. Entre el shopping, la peluquería, la cena de ese mismo día, después con el asunto del robo, la subasta y lo que venga de acá en adelante —enumeró—, no sé qué pensarán. Pero me gustaría que al menos te comportés con suficiente decencia como para no quedar mal. No digo que no lo hayás hecho hasta el momento, salvo por el robo, pero quisiera que intentés continuar actuando como una dama cuando salimos.

—No soy un accesorio —se quejó Anahí—. Aunque prometo esforzarme para no hacerte quedar mal. Te lo debo, Lucho.

—¿Cómo me llamaste?

—Lucho —repitió ella con naturalidad—. Así es como les dicen a los hombres que se llaman Lucio. Al menos en la actualidad.

—Te lo prohíbo. Suena estúpido.

—A mí me gusta.

—A mí no —se quejó él.

—Lo siento, su majestad. Sir Lucio de no sé qué y no sé cuánto —agachó la cabeza como si hiciera una reverencia; sabía que él la observaba de reojo mientras manejaba—. Nunca me voy a aprender tu nombre completo.

—No importa, así está mejor —contestó Lucio con una sonrisa—. Sir —repitió, pensativo—, me gusta.

—¿En serio?

—¿Por qué no? Es un buen título.

—¿Entonces yo qué sería? —preguntó Anahí con curiosidad.

—La chica sin nombre que limpia los baños —sugirió él. Luego, se corrigió antes de que la pelirroja se enfadara—. O podrías ser lady Anahí, marquesa de Buenos Aires.

—No, gracias.

Lucio se encogió de hombros.

—Ya casi llegamos —anunció él, cambiando de tema—. Voy a dejar el auto en el estacionamiento que pasamos en la otra cuadra y podemos caminar al restaurante. Supongo que querrás dar una vuelta por la zona y ver qué tienen. Admito que nunca me tomé el tiempo de caminar por el barrio chino, no sé con qué nos vayamos a encontrar.

Apenas pasaron algunas cuadras, Anahí notó que el sitio no era tan grande como el que había visitado la semana anterior. Posiblemente esto se debiera a que los locales no vendían artículos importados desde China, sino manualidades realizadas por los inmigrantes que terminaron en el purgatorio.

Algunas esculturas en las veredas recordaban a criaturas de la mitología oriental. Anahí no tenía ni idea de qué significaban, pero le parecían hermosas. Una vez más, deseó tener una cámara. Pero acababa de hacerle comprar a Lucio un libro y se sentía incómoda al pensar en pedirle algo más; esperaría algunos días antes de mencionar su afición por la fotografía.

Al igual que en Buenos Aires, los negocios del barrio mezclaban gran variedad de culturas orientales, no solo la china. Las vidrieras ofrecían desde kimonos y yukatas hasta réplicas de vestimenta hindú tradicional. Había lámparas, figuras de madera y dragones por todos lados; tampoco faltaban las katanas sin filo y los shuriken negros como en las películas de ninjas.

—Quiero uno de esos —dijo Anahí, señalándolos. No pudo resistirse. Se había prometido a sí misma no pedir nada más, pero haría una excepción por su viejo sueño de convertirse en ninja.

—¿Un arma? ¿Pensás matarme cuando esté distraído? —preguntó Lucio con curiosidad.

—No —se defendió ella, avergonzada.

—Pensé que ibas a pedirme un vestido, o quizás accesorios. Nunca supuse que querrías algo así.

—Cuando era chica —explicó Anahí— quería ser un ninja. Por eso me gustaría comprar un shuriken. Sé que no debería ir por ahí pidiéndote cosas, pero esto es algo que en serio me gustaría tener y que no es tan costoso. Porfa —rogó.

—Después de comer, ¿te parece justo?

—Sí. Gracias de nuevo.

Lucio hizo un gesto con la mano restándole importancia al asunto. El dinero no era un problema.

Luego de incontables intentos fallidos, Anahí cenó con cuchillo y tenedor. Sin importar cuántas veces don Lucio le explicase cómo usar los palillos, la comida cayó desparramada por la mesa, haciendo un enchastre. Al principio les resultó gracioso, pero después de un rato les ganó la frustración.

Abandonaron el restaurante al recibir sus galletas de la fortuna. Ya había comenzado a anochecer, pero les quedaba tiempo para recorrer la zona una vez más.

Como lo prometió, Lucio compró no solo una docena de shurikens y otras réplicas de armas, sino que también convenció a Anahí de probarse distintos tipos de vestimenta femenina oriental. Los modelos le quedaban bastante bien porque tenía la altura y la complexión física adecuada. Petiza y delgada, casi sin curvas.

Al final, las bolsas no cabían en el asiento trasero del vehículo y el baúl apenas cerraba.

—Gracias —volvió a decir Anahí cuando subieron al auto. Estaba contenta aunque avergonzada. Y todavía quería una cámara de fotos. Le costaba resistir el impulso de pedirla.

—Ya te dije que no es nada. Además, yo también compré cosas para mí. —Lucio se acomodó en su asiento—. Ah, te hago una pregunta. Cuando salgamos del centro, me gustaría acelerar, si no te molesta. Quisiera llegar a casa lo antes posible y darme una ducha, ¿te molesta? —agregó.

—Hacé lo que quieras. Es tu auto. Vos manejás —contestó Anahí sin sospechar que su acompañante tenía pensado pisar el acelerador a fondo en la ruta y cubrir en veinte minutos el mismo trayecto que les había tomado antes más de una hora.

La luna se escondió detrás de nubes aquella noche. A través de la ventana solo se apreciaba un mar de oscuridad sin límites ni fronteras. Los grillos cantaban a coro al ritmo del viejo reloj que colgaba sobre la chimenea del estudio.

Recién había pasado la medianoche y los ojos de Anahí ya comenzaban a cerrarse. Don Lucio le había permitido pasar la noche en vela mientras él escribía en el estudio. Pero ella ya no tenía más ganas de leer, y, sin una computadora con la cual entretenerse, el sueño comenzaba a apoderarse de su cuerpo.

A Anahí se le habían acabado las excusas para conversar. Preguntó sobre el clima, sobre la ciudad y otras nimiedades. Temía inmiscuirse en temáticas que pusieran a Lucio de malhumor, aunque, en el fondo, la curiosidad iba en aumento. La pelirroja se preguntaba cómo había muerto su anfitrión, cuántos años llevaba en el purgatorio, quién había construido El Refugio, cómo era su esposa y por qué murió, entre otros tantos temas que era mejor no mencionar. Confiaba en que Lucio le contaría sus secretos tarde o temprano, quizá sin querer, capaz en medio de una conversación casual.

—¿Qué decía tu fortuna? —preguntó ella de repente, al recordar las galletas que les habían entregado después de cenar.

—Que siempre hay luz en la oscuridad —contestó Lucio sin darle importancia al tema—. ¿Y la tuya?

—Que llevaré felicidad a quienes se crucen en mi camino —hizo una pausa—. ¿Sos feliz?

—No —respondió él, poniéndole fin a la conversación.

—¡Sos un amargado! —bromeó ella— ¿Al menos tenés música? —preguntó Anahí entre bostezos, un par de minutos después—. El silencio me aburre.

—Seguro —contestó Lucio sin siquiera mirarla—. Dame un minuto para terminar el párrafo.

No le agradaba ser interrumpido cuando escribía sus memorias, pero, a decir verdad, no sabía muy bien qué redactar aquella noche. Había pasado las últimas horas buscando las palabras adecuadas para describir su primer hogar en el purgatorio, una vieja casa chorizo que encontró abandonada y en la que se instaló sin pedir permiso. Los recuerdos eran borrosos, por lo que le resultaba casi imposible escribir con fidelidad.

Colocó el punto final al párrafo y deslizó el manuscrito dentro de un cajón. Cambiaría de tema. Buscaría algún otro hecho que redactar luego de encender el estéreo.

Se puso de pie y caminó hacia una de las estanterías cuya mitad inferior mantenía cerrada con pequeñas puertas de madera. Dentro, guardaba todo tipo de elementos que rara vez utilizaba. Tenía un viejo estéreo incapaz de leer CD, una caja de habanos y fósforos para encenderlos, varias resmas de papel, lapiceras comunes, plumas y tinta.

Se agachó, tomó el aparato y dos casetes que llevó a su escritorio. Desenroscó el cable y lo enchufó junto a la chimenea.

Cuando las preparaciones estuvieron listas, la música invadió el estudio.

—¿Tango? —preguntó Anahí, sorprendida cuando reconoció una versión instrumental de Por una cabeza.

—¿No te gusta?

—Me recuerda a mi abuela —contestó—. Y es mejor que el silencio.

—Asumo que ya no está de moda.

—Para nada. —La pelirroja rio.

—A mí me gusta —admitió Lucio mientras tomaba una hoja en blanco y la colocaba sobre el escritorio. Al sentarse, le daba la espalda a Anahí y eso le ayudaba a concentrarse. Sentía que de esa forma era capaz de construir una barrera invisible entre ellos.

—¿Sabés bailar tango? —preguntó la pelirroja al notar que su anfitrión movía uno de sus pies al ritmo de la melodía.

Lucio asintió con un movimiento de su cabeza. Los recuerdos comenzaban a aflorar: Manuela, las milongas nocturnas, los profesores de baile y todo el esfuerzo que había puesto en el asunto. Noches en vela practicando los mismos pasos una y otra vez para impresionar a la chica de sus sueños. El tango había sido su obsesión. Conocía cada canción y cada ritmo a la perfección.

—¿Me enseñarías?

Él se sorprendió ante la pregunta y preparó su mente para negarse.

—Sí —dijo en cambio. Las palabras escaparon de su boca. Ya no podía retractarse—. Pero hace décadas que no lo intento —agregó—. No creo ser un buen profesor.

—No importa, de paso así no me duermo. —Anahí sonrió. Se puso de pie de un salto y se acercó a Lucio. Lo tomó por las muñecas y tiró de él con suavidad para que se levantara.

—¿Por qué no hacés otra cosa? Podrías ordenar tus pertenencias, que seguro están embaladas en tu habitación.

—No quiero. Más tarde.

La pelirroja era caprichosa. Cuando una idea se le cruzaba por la cabeza, no paraba hasta lograr lo que se proponía.

—Está bien. Pero no podés bailar tango descalza. Andá a ponerte zapatos —le ordenó.

Y, sin contestar, Anahí salió corriendo hacia su habitación.

Lucio suspiró, la muchacha le causaba dolor de cabeza. Tomó un papel de su escritorio y comenzó a trabajar mientras esperaba por su regreso. Le entregaría instrucciones básicas sobre el baile y continuaría con sus propias ocupaciones.

—¿Por qué dibujaste huellitas en una hoja? —preguntó Anahí al ingresar y ver lo que el hombre le ofrecía.

—Son los ocho pasos básicos. Estudialos.

—Yo así no entiendo nada. Prefiero aprender practicando —se quejó ella.

Lucio suspiró, rendido ante la terquedad de su invitada.

—A la hora de bailar tango —comenzó a explicar en tono cansino—, hay pasos con nombres particulares, especiales y bastante complicados para un amateur. Sin embargo, existe también una forma sencilla y básica que es la que se aprende primero. —Señaló el papel—. A esto se le llama «los ochos pasos del tango». Y es lo que vas a practicar esta noche.

Lucio esperaba que Anahí lo dejara en paz una vez que aprendiera lo básico. Deseaba que se pasara las siguientes noches encerrada en su habitación ensayando los pasos de la misma forma que él lo había hecho tantas décadas atrás.

—Lo primero que tenés que aprender es a posicionarte —explicó Lucio. Luego, se acercó a la pelirroja, tomó su mano y la guio al centro del estudio—. Juntamos tu mano derecha con mi izquierda y las sostenemos acá. —Acomodó los brazos a la altura de su cuello—. Ahora, yo pongo mi otro brazo alrededor tuyo y vos ponés tu mano izquierda en mi hombro.

Anahí obedeció con cierta torpeza.

—A esto se le llama abrazo de tango —Lucio hizo una pausa—. O al menos así es como lo llamaba mi profesor. No sé si tendrá otro nombre.

La pelirroja sonrió. Había visto parejas bailando tango en el pasado. Y, aunque ella nunca lo había intentado, le parecía una danza hermosa. Su abuela Neli siempre decía que había que bailar al menos un tango en la vida. Anahí estaba muerta, pero nunca era tarde para cumplir aquella afirmación.

—Quiero que me mirés a los ojos mientras bailemos; no hacerlo es una falta de respeto —explicó Lucio.

—¿Y mis pies?

—Yo te voy a guiar. Por esta vez, confiá en mí —pidió él.

Anahí asintió.

Se quedaron así, inmóviles. Ambos poseían miradas poderosas, atrevidas. Miradas que demostraban seguridad.

Sonreían, no por la situación en sí, sino por motivos egoístas. Lucio disfrutaba de tener el control de la situación y Anahí se regocijaba al conseguir que otra persona hiciera lo que ella quería.

Cuando la melodía cambió y un nuevo tango comenzó a sonar en el estéreo, don Lucio tomó la palabra.

—Pie izquierdo para adelante, pie derecho a la derecha, pie izquierdo para atrás, derecho para atrás, cruce...

Anahí tropezó y estalló en carcajadas.

—Soy una pelotuda —dijo, sentada en el piso—. Esto es más difícil de lo que parece. Además, con tacos me cuesta cruzar los pies.

Lucio evitó mirarla en caso de que su ropa interior hubiese quedado expuesta. Con cortesía, extendió su brazo para ayudarla, mientras reía con suavidad a modo de burla.

—Es normal. A mí también me costó al principio —hizo una pequeña pausa y debatió consigo mismo sobre lo que diría a continuación—. Imagino que te habrás dado cuenta de que tengo una pierna que no funciona tan bien como debería —escogió las palabras con cuidado.

—Lo noté —contestó ella mientras se ponía de pie.

—Ese detalle hace que me cueste bastante realizar los pasos más complejos.

—¿Qué te pasó? —pregunto Anahí con curiosidad.

—Nada importante. Un pequeño accidente montando a caballo cuando era joven. No me acuerdo de los detalles —mintió. Odiaba hablar del tema. Le avergonzaba tener que admitir sus propios delitos.

En realidad, recordaba a la perfección la noche en la que decidió ir con su primo a la casa de los Vázquez y robarles una yegua conocida como el equino más veloz de Buenos Aires. La escena atravesó su mente. La huida, los disparos y la caída. Había regresado a su casa dos semanas después, luego de haber caminado varios kilómetros con la pierna herida.

No, no le contaría esa anécdota a nadie.

En cambio, para evitar el tema, volvió a colocarse en posición de baile.

—Intentémoslo de nuevo —sugirió.

—Por ser la primera vez, ¿podríamos ir más despacio? Ya cuando me salga mejor lo podemos hacer a tiempo normal.

—Me parece justo —admitió Lucio antes de volver a comenzar con las instrucciones.



Enchastre: Muy sucio.


LOS OCHO PASOS DEL TANGO son los movimientos básicos que se aprenden y se aplican a casi cualquier tango. 

Los pueden ver acá:

https://youtu.be/xlj7oWIPC4Y

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