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✦ DÍA 2 - Capítulo 1 ✦


Anahí despertó aturdida y con la respiración agitada. El corazón le latía a gran velocidad y sentía que la transpiración resbalaba por su nuca y le recorría la espalda con lentitud. Acababa de tener una pesadilla, aunque no lograba recordar sobre qué. Se llevó una mano al pecho, todavía con los ojos cerrados, e intentó obligarse a rememorar el sueño.

No obtuvo resultado alguno.

Puteó varias veces porque apenas podía visualizar rostros y palabras: «Irina», «Delfina», «Refugio», «calesita», «muerte»... No, esa no era la pesadilla, se trataba más bien de un sueño lejano, pasado. Un sueño tangible, pero borroso; bastante realista, e imposible al mismo tiempo.

La pesadilla había sido otra. ¿Cuál?

Resignada, Anahí abrió los ojos para sumirse en una oscuridad casi tan intensa como la que la rodeaba cuando sus párpados se cerraban. Supuso que estaría en su habitación, aunque no recordaba haberse dormido en el futón y tampoco vislumbraba las diminutas estrellas fluorescentes que adornaban el cielorraso desde que era pequeña. Se sentó y bostezó varias veces antes de frotarse los ojos con ambas manos. Seguía sin poder acostumbrarse a la negrura de aquel cuarto.

Odiaba la oscuridad, le molestaba casi tanto como le aterraba. Se sentía indefensa; sabía que era un temor que la mayor parte de las personas superan al crecer, pero ella no podía. Le asustaba no saber, no comprender el entorno. Y la oscuridad era el epítome del desconocimiento. En la oscuridad, las fronteras del tiempo y del espacio se difuminan hasta desaparecer. Uno podría estar en cualquier lado, en cualquier momento, y no saberlo. La oscuridad desorienta. Es escondite y sitio de acecho; es prisión y guarida, una contradicción constante que coexiste en un entorno colmado de peligros. Además, podría haber monstruos o fantasmas, ¿no?

La pelirroja se consideraba una mujer valiente, salvo por el irracional desasosiega que la invadía en la penumbra. No temía al fuego ni al agua, a ningún insecto o animal que conociera. La oscuridad, sin embargo, la incomodaba más de lo que le agradaría admitir.

Anahí se puso de pie y caminó, tanteando la pared, en busca del interruptor o la ventana, lo que encontrara primero. Si su orientación no le fallaba —lo cual era más que posible—, debería toparse con las cortinas en cualquier momento, siempre y cuando avanzara hacia su derecha. Pero no fue así. La primera pared terminó en la esquina, y la muchacha debió doblar. Recorrió así tres de los cuatro muros antes de alcanzar el interruptor. Al presionarlo, un clic precedió a la intermitente iluminación de una vieja bombita de luz amarillenta que colgaba de los cables, en el centro del cielorraso.

La iluminación titiló varias veces y luego se mantuvo estática, tan suave y tenue que apenas creaba siluetas.

Se encontraba en una habitación que le resultaba desconocida. Allí no había ventanas o relojes, ni nada que le indicase si era de día o de noche. Paseó su vista por el mobiliario y se encontró con un viejo librero casi vacío, con una mesita ratona y con un pequeño velador lleno de polvo en un rincón.

Lo encendió.

Varias sombras desaparecieron ante la nueva fuente de luz. Anahí decidió acercarse a los estantes. Allí no encontró clásicos como Orgullo y prejuicio y Cien años de soledad, aunque sí había novelas y poemarios. No conocía ninguno de los títulos, pero varios autores le resultaban familiares.

«No sabía que Cortázar tenía una novela policial titulada El hogar de los muros sin nombre», pensó Anahí con curiosidad. Tomó el ejemplar entre sus manos y le quitó el polvo para ver la contratapa.

«No es momento de leer», se reprendió a sí misma cuando notó que la historia le resultaba interesante. Regresó el libro a su estantería y estornudó.

Eso de despertarse siempre en un lugar desconocido empezaba a molestarle. ¿Dónde estaba? Tenía que averiguarlo. Caminó hasta la puerta temiendo que estuviese cerrada. La pateó con fuerza y, para su sorpresa, cedió sin dificultad.

Anahí se asomó al pasillo. Fuera, todo era blanco, salvo por algunos dibujos infantiles que colgaban de las paredes.

«Entonces, lo ocurrido no fue un sueño, sino una broma de mal gusto. No puedo estar muerta», se dijo.

Se abstuvo de recorrer el lugar porque sabía que se trataba de un laberinto subterráneo. Su sentido de la orientación era tan malo que de seguro se perdería. Se resignó a esperar a que alguien fuese a buscarla.

Reingresó a la habitación. Dejó la puerta abierta por si Irina o Delfina pasaban por allí. Quizá, sí era tiempo de leer.

Tomó la novela de Cortázar. No era una gran lectora, pero podía pasar varias horas atrapada entre las páginas de una buena novela de vez en cuando. Anahí movió el sillón hasta ubicarlo junto al velador porque la iluminación era mala y no se veía ningún otro enchufe cerca. La tarea le tomó casi media hora. No era fuerte y el mobiliario antiguo pesaba más de lo que parecía a simple vista.

Leyendo, perdió la noción del tiempo. Una, dos, tres o quién sabe cuántas horas pasaron.

Se encontraba atrapada en aquella extraña historia; su mente se había sumergido en una distopía surrealista. Con gran concentración, pronunciaba cada palabra que leía en un leve susurro. No podía controlarlo. Le avergonzaba leer en público porque le era imposible hacerlo en silencio. Y, cuando se metía de lleno en la trama, la mente de Anahí se aislaba del mundo. Era incapaz de notar cualquier cambio en el entorno y muchas veces no oía cuando le hablaban. En más de una ocasión olvidó incluso bajarse a tiempo del colectivo.

Fue por ello que no escuchó los pasos apresurados de Irina, que corría por el pasillo con la respiración agitada mientras gritaba su nombre.

—¡Anahí! ¡Anahí! ¡Despertate! ¡No seás vaga! ¡Dale que es tarde! —La morocha se detuvo en la puerta de la habitación y se enfadó al notar que su invitada estaba levantada. Creyó incluso que la estaba ignorando—¿Qué mierda estás haciendo? A esta hora ya deberías estar duchada y todo.

Anahí cerró el libro apenas alcanzó el punto final de un párrafo, pero no levantó la cabeza.

—Primero que nada, ¿cómo carajo querés que sepa qué hora es? No hay ventanas ni relojes ni nada —suspiró—; además, lo decís como si supiera dónde mierda está el baño.

—¿Sos o te hacés? —Irina señaló la mesita ratona—. Ahí tenés un mapa del lugar y además dice bien clarito «duchate cuando te levantés» y tiene el baño marcado con una cruz. ¿Estás ciega?

La pelirroja no había notado el papel blanco sobre la mesa del mismo color.

—No lo vi —admitió sin darle mucha importancia al asunto.

—Vamos. —Irina tomó la muñeca de Anahí y tiró con fuerza—. No hay mucho tiempo. Corré, seguime hasta el baño y duchate en cinco minutos. Delfi te dejó ropa lista. Peinate más o menos pasable y nos tenemos que apurar a la oficina de reuniones.

Sin dejarle tiempo a contestar, la morocha empezó a correr por el pasillo, arrastrando a Anahí.

—¿Por qué el apuro? ¿Dónde estamos? —quiso saber ella.

—Ya te lo dije —contestó Irina con la respiración agitada. Su voz resonaba entre los angostos muros—; estás muerta y este es el purgatorio. Nuestro hogar se llama El Refugio y el dueño te quiere evaluar o yo qué sé. Ya te voy a explicar mejor; ahora, apurate.


Bombita: Bombilla, foco.

Velador: lámpara de noche.

Las fotos que salen en multimedia me las enviaron lectores durante los años que esta historia estuvo publicada bajo sello editorial. En estos momentos ya salió de circulación.

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