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✦ DÍA 18 ✦

Anahí se quedó dormida poco después del amanecer. Ni el mate ni el café lograron mantenerla despabilada. Ya habían repasado el plan varias veces en busca de fallas o alternativas. De vez en cuando surgían detalles, pequeñeces que podrían facilitar el proyecto, pero, en líneas generales, era siempre lo mismo.

Su misión, si podía llamarla así, era memorizar el plano de El Refugio para moverse con facilidad el día en que llevaran a cabo la huida. Anahí y las hermanas Valini recorrerían todas las habitaciones y recintos para reunir a los pequeños sin dejar a ninguno atrás. Y para ello necesitaba conocer el lugar.

Lucio abandonó a la pelirroja poco después de las diez de la mañana. La tapó con una frazada y besó su frente sin pensarlo, ese era un gesto que él solía tener con Manuela. No fue intencional y se arrepintió al instante de haberlo hecho. Retrocedió un paso, temeroso, pero pronto se alivió al ver que Anahí no se había movido de su sitio y que era posible que no lo hubiera sentido.

El hombre dejó escapar un suspiro sincero y sacudió la cabeza. Tenía que partir.

Antes de salir, dejó una nota pidiendo a la chica que lo esperase para cenar. También se tomó la molestia de decirle a Olga que no la despertara. Quizás una buena siesta ayudaría a Anahí a reponer suficiente energía como para no necesitar dormir hasta que hubiesen solucionado el problema. Ella todavía no estaba acostumbrada a olvidar la necesidad del sueño y sucumbía a menudo a la idea del cansancio.

Don Lucio se subió a su auto. Encendió la radio para escuchar las noticias aunque sabía que los primeros kilómetros oiría tan solo estática y que la señal mejoraría conforme se acercara a la ciudad.

Aceleró tanto como pudo hasta que aparecieron los primeros edificios. No le prestó atención al informativo de la mañana ni tampoco a las canciones que sonaban. Había demasiadas preocupaciones en su mente.

Rodeó la avenida Oeste y se internó en la zona residencial que quedaba del lado opuesto de la ciudad. Estacionó frente a una casa de tres pisos con grandes ventanales y techo a dos aguas. Tocó el timbre varias veces. Estaba nervioso.

Un hombre de mediana edad se asomó entre las cortinas del segundo piso. Al reconocer a don Lucio, se apresuró a bajar. Sus pasos se oían desde el exterior.

—¡Qué sorpresa! —dijo el hombre una vez que abrió la puerta—. Pensé que no me tocaba pagarle hasta la semana que viene. —Se rascó la cabeza llena de caspa con cierta preocupación. Hacía cuentas mentales y temía no poseer el dinero que necesitaría.

—No te preocupés, Darío. Lamento venir sin avisar —respondió Lucio—. Necesito comprar dos de tus mejores productos.

Intercambiaron miradas por varios segundos. El comerciante era incapaz de ocultar su asombro ante las palabras que acababa de oír. Sonrió y con un gesto invitó al recién llegado a ingresar a su hogar. Era la primera vez que don Lucio decidía ser partícipe de aquel negocio.

—Sígame —dijo Darío con formalidad—. Y disculpe que esté en bata. Me acabo de levantar y no tenía ningún cliente agendado para hoy.

—Ya te lo dije, no te preocupés. Si tenés lo que necesito, no voy a pedirte que me pagues por seis meses, siempre y cuando puedas mantener la transacción en secreto, claro. —Lucio alzó una ceja, amenazante—. ¿Te parece justo?

—Sí —respondió Darío sin siquiera pensar en la oferta. Era incapaz de contradecir a aquel hombre. Cualquier cosa que él quisiese, se la daría. No deseaba correr ningún riesgo y era mejor tener a Lucio de amigo que de enemigo.

Atravesaron la casa sin detenerse más que un momento para tomar el manojo de llaves que colgaba en el pasillo. Cruzaron del living a la cocina y luego el jardín trasero, donde ingresaron al pequeño galpón de chapa que se erguía contra la medianera. La construcción era oscura y no estaba amueblada. Una bombita de luz colgaba de los cables en el centro del lugar; debajo, una mesa vacía y una alfombra llena de polvo completaban la decoración.

—Deme un segundo —pidió Darío. Luego, encendió la lamparita y empujó la mesa a un lado.

Enrolló la alfombra con cierta torpeza hasta dejar a la vista una pequeña puerta trampa que descendía a lo que Lucio supuso sería el sótano, el negocio.

—Tenga cuidado, don —pidió el hombre—, la escalera es vieja y empinada, baje despacio.

Descendieron en silencio.

Cuando las luces se encendieron en el sótano, Lucio sonrió ante lo que veía. Se encontraban en una habitación mediana con piso de madera y paredes blancas que exhibían rifles y escopetas de distintas clases y épocas. Contra los muros se alineaban cajoneras de exposición en las que Darío guardaba su mercadería. Era un sunigorte retirado con buenos contactos y una tienda ilegal.

—¿Qué necesita, jefe? —preguntó el comerciante.

—Dos pistolas. Simples, fáciles de usar y que no sean muy pesadas. Algo para principiantes —explicó—. Me gustaría que fuesen iguales. Eso facilitaría las cosas.

—¿Necesita muchas balas? Porque para algunas me quedan pocas municiones.

—Sería bueno tener suficientes como para practicar.

—Deme un segundo —pidió Darío.

El hombre abrió una carpeta negra que reposaba sobre las cajoneras y empezó a pasar los folios. Se detenía de vez en cuando para leer algún dato que no recordaba. No por impaciencia, sino más bien por costumbre, Lucio comenzó a golpear el suelo rítmicamente con la punta de su pie izquierdo.

—Tengo dos parejas gemelas que se ajustan a lo que busca —dijo Darío por fin, sin levantar la vista de las carpetas—. Ya se las muestro —agregó.

El comerciante se agachó y abrió un cajón que rozaba el suelo. Utilizando una de las tantas llaves que tenía en el bolsillo, destrabó el vidrio que protegía la mercadería y sacó el primer modelo. Luego, se puso de pie y caminó hacia la derecha en busca del siguiente cajón, del cual extrajo la otra pistola.

—Venga, don Lucio —dijo Darío colocando ambas armas junto a la carpeta negra.

A simple vista, eran casi iguales en cuanto a materiales y formato.

—¿Cuál es la diferencia?

—No hay demasiadas, ambos modelos son de doble acción única. La de la derecha es más moderna. Las municiones son unos gramos más livianas, pero solo entran siete por cartucho —explicó Darío—. La otra pistola tiene ya casi una década, pero, para mí, es la mejor que hay. Carga hasta quince cartuchos. Es bastante más ruidosa que la otra, pero también más efectiva.

—Es una decisión difícil —admitió Lucio, tomando una pistola con cada mano para compararlas—. ¿Cuál me recomendarías?

—Depende, jefe, ¿para qué las quiere?

—Una la necesito para defensa personal. Creo que deberé utilizarla pronto, antes de que usen una contra mí. La otra es por precaución, para entregársela a uno de mis allegados. No creo que la necesite, pero prefiero ser precavido —intentó dar la menor cantidad de información posible.

—Entonces le conviene una de cada una—explicó Darío—. La más moderna le va a servir si necesita, digamos, encargarse de un enemigo. Es más discreta. —Conocía a Lucio lo suficiente como para imaginarse qué uso le daría—. Y la otra para su conocido. Si es un principiante, le vendrá bien porque carga más cartuchos en caso de que su puntería sea mala. Es un poco más pesada, pero casi no hay diferencia. Son del mismo fabricante, así que el funcionamiento es similar.

Lucio sonrió. Eso era exactamente lo que necesitaba.

—¿Y las municiones?

—Todas las que quiera. Esas van de regalo por los favores que le debo —respondió Darío.

—Ni en pedo toco esa cosa —declaró Anahí con la mirada puesta en la pistola que Lucio había colocado sobre el escritorio—. No quiero ni acercarme, sacámela de enfrente —se quejó—. ¿Estás loco? ¿Cómo vas a darme un arma con la misma simpleza con la que me prestás un libro?

—Te lo repito por si estás sorda: capaz nunca tengás que usarla, pero deberías tenerla encima para defenderte, ¿o querés arriesgarte a quedar atrapada acá para siempre? —preguntó Lucio en tono de amenaza.

—Conociéndome como me conozco, soy capaz de dispararme a mí misma por error.

—Dudo que seas tan estúpida —Lucio remarcó la palabra «tan».

—Además, ¿no se supone que vos vas a ir a cenar con Soriarte mientras yo ayudo en El Refugio? —preguntó Anahí.

—Ese es el plan. Pero por experiencias pasadas, te digo que lo mejor es ser precavido y estar preparado para lo inesperado. —Tomó la pistola de la mesa y se la extendió a la pelirroja—. Insisto.

—No quiero —repitió ella, empujando la mano de Lucio con la pistola.

Y así forcejearon por varios minutos. Él intentaba obligarla a tomar el arma de fuego mientras que Anahí se resistía. Hasta que la pistola cayó al piso.

La pelirroja saltó encima de la silla y gritó como cuando veía una cucaracha. Lucio la observó con una ceja arqueada. Luego bajó la mirada para asegurarse de que su nueva adquisición no se hubiese roto.

—¿En serio pensaste que se iba a disparar sola? —preguntó él—. Dejame que te explique un poco sobre el funcionamiento.

—¿Tanto sabés del tema? —murmuró Anahí con la respiración entrecortada.

—No. Me lo explicaron todo esta tarde —admitió Lucio encogiéndose de hombros.

La pelirroja bajó de la silla y se sentó, dispuesta a escuchar.

—Estas pistolas tienen varios mecanismos de seguridad. No son como los viejos revólveres. —Levantó el arma que había caído al piso y empezó a girarla en sus manos, señalando las distintas partes—. Los modelos que compré son de los menos peligrosos que hay. Tienen dos seguros automáticos que impiden que la pistola funcione si está mal cargada. Además, tiene el seguro manual que es el que uno le pone acá en el costado para cuando el arma no está en uso. Y, por último, poseen en el interior un seguro para caídas que evita que la pistola se dispare cuando se golpea con algo.

«O cuando personas estúpidas las dejan caer como si fueran a morir por tocarlas», agregó en su mente.

—¿Estás cien por ciento seguro de eso? —preguntó Anahí.

—¿No acabamos de comprobarlo?

—Supongo —admitió la pelirroja—. Eso no quita que no sepa disparar y que mi puntería sea tan mala que podría errarle a una vaca parada a medio metro de mí.

—No exagerés. Compré municiones de sobra para que podamos probarlas en el campo, donde nadie nos vea o escuche. Antes de la noche de la huida, me gustaría que ambos pudiéramos disparar un par de veces a un árbol o algo así.

—Por un segundo pensé que me ibas a decir de batirnos a duelo como en las películas —bromeó Anahí.

Lucio contestó con una media sonrisa.

—Ganas no me faltan, creeme.

—¿Vamos a pasarnos la noche entera repasando el plan? —quiso saber la pelirroja, cambiando de tema. Estaba cansada de ello. Su idea funcionaría, ya no valía la pena seguir intentando buscar mejores soluciones.

—No. Se me ocurrió que quizá quisieras practicar tu baile después de la cena —propuso Lucio—. Si no te molesta, claro está.

—Me encantaría. Dejemos las pistolas, los planos y todo eso para mañana. Mi cerebro necesita un recreo.

Anahí decidió ducharse después de la cena. Sus baños tomaban siempre entre una y dos horas. Lucio decidió aprovechar ese tiempo para escribir. Un recuerdo martillaba su mente y pedía a gritos ser redactado. Tenía que sacárselo de la cabeza.

Llevaba años evitando aquella anécdota. Pero se trataba de uno de los sucesos más importantes de su existencia. Y quizás esa fuese la última oportunidad que tendría de ponerlo por escrito.

Don Lucio se sentó frente al escritorio. Arrimó la silla hasta el borde de la mesa y colocó ambos brazos sobre la madera para esconder el manuscrito como un niño pequeño que intenta evitar que sus compañeros se copien las respuestas durante un examen.

Cerró los ojos por casi cinco minutos para visualizar la escena en cuestión y rememorar detalles que no quería pasar por alto. Y cuando estuvo listo, dejó caer su mano sobre el papel.


***

«Habían pasado ya varias décadas desde la boda. Nuestra relación se mantenía estable y sin cambios. Monótona y rutinaria, pero llena de amor.

Manuela y yo pasábamos las mañanas en la sala de estar, dedicándonos a nuestras aficiones. En general, a mí me gustaba leer o escribir al ritmo del piano, que mi esposa tocaba con gracia y delicadeza. Almorzábamos exactamente al mediodía y luego paseábamos un rato por el jardín y los alrededores. En los últimos meses incluso tomábamos alguna que otra fotografía para nuestro pequeño álbum. Al regresar, yo me encerraba en el estudio, atrapado en una burbuja de estrés y malhumor, entre cartas, telegramas y cuentas que llevaba con el dinero que me debían.

Siempre estaba enfadado a la hora de la cena. Manuela lo sabía y por ello solía sorprenderme con algún pequeño detalle: una flor, una poesía o tan solo con su encantadora sonrisa.

Por fin, después de cenar nos apresurábamos a alistarnos para ir a alguna milonga. Ese era el mejor momento de cada día.

Yo me dejaba llevar por las locuras de mi esposa, por su caprichosa ansiedad. Mi más grande pasión era poder cumplir todos sus deseos. Cuando quiso una mascota, se la regalé. Cada vestido que estuvo de moda, ella lo tuvo. Cada disco nuevo se sumaba a nuestra colección. Y así con todo.

Lamentablemente, con el tiempo la rutina se volvió insuficiente. Incluso sus caprichos parecían ya no satisfacerla. Los vestidos dejaron de importarle y toda la música comenzó a sonar igual. Nuestra mascota desapareció en una noche de tormenta sin que nos importara su ausencia.

Y fue Manuela quien dio el primer paso hacia el abismo.

"Estoy cansada, Lucio", dijo mi esposa una tarde. "Vámonos. Vayamos juntos al cielo de una buena vez. Llevamos casi medio siglo acá".

La idea asomó un día de lluvia y reapareció poco después bajo el sol del mediodía.

Yo también quería irme, pero temía terminar en el infierno. Más allá de nuestro matrimonio, Manuela no conocía ni la mitad de mis negocios, en especial aquellos que se escondían debajo de la alfombra. En más de una ocasión puse mi existencia en una balanza imaginaria. El resultado era siempre el mismo. El infierno.

Intenté explicarle aquello a Manuela, pero ella insistía en que confiaba en mí y que sabía que estaba destinado a ir al cielo. Allí estaríamos juntos por siempre.

Hice todo lo posible por persuadirla de abandonar la idea. Sin embargo, la tristeza de su semblante era más marcada conforme pasaban los días. No soportaba verla apesadumbrada.

Cuando uno ama de verdad, la felicidad del otro vale más que cualquier fortuna.

Finalmente, cedí a su pedido y prometí irme con ella a pesar del temor que sentía. Manuela sonrió por primera vez en mucho tiempo, y llenó el vacío que me había invadido por la falta de aquel sencillo gesto.

"Sabés, siempre quise una muerte dramática", me dijo de repente, y me sorprendió una vez más con sus alocadas ocurrencias. No solo deseaba morir, sino que quería que fuese algo inesperado y fuera de lo común.

No notaba que lo que me pedía era un suplicio, una carga muy pesada para mi corazón. Mi amada había puesto su existencia en mis manos, me había entregado su alma en una bandeja de plata para que yo pudiese destruirla como mejor me pareciera. Fue demasiado para mí. Sin embargo, lo hice, como siempre había hecho lo que Manuela me pedía. Lo planeé todo. El somnífero, el incendio y los recuerdos enterrados en el sótano para que algún día fuesen hallados.

El día fatal cenamos más tarde que de costumbre porque yo preparé un asado. Le habíamos dado el fin de semana libre a nuestra única empleada para poder disfrutar de unos días a solas, o al menos eso le hice creer a Manuela. Si sospechaba algo, nunca lo demostró.

Su pedido de una muerte asistida no tenía fecha de caducidad.

Mi esposa se quedó dormida poco después de la cena. La cargué en brazos hasta nuestra habitación y besé su frente.

Luego, bajé de nuevo hasta la cocina y comencé a incendiar pilas de papeles y muebles de madera en todas las habitaciones. Pieza por pieza, la casa se convirtió en un pequeño infierno. Quizás eso fue lo que me acobardó. Cuando llegué a nuestra habitación, encendí el último fuego y tomé el somnífero que había escondido en el cajón de mi mesita de luz.

Observé a Manuela de nuevo. Esa, la última vez que la vi, tenía su enrulado cabello desaliñado sobre la almohada y la sonrisa de un dulce sueño. Es una imagen que jamás podré quitarme de la mente. A veces es placentera, otras veces una tortura.

Nuestra pieza estaba en llamas en menos de diez minutos. Y yo permanecía despierto. Le temía al dolor. Me horrorizaba la idea de ir al infierno. Me levanté sin pensarlo y salté por la ventana en un impulsivo acto de egoísmo.

Manuela no gritó, quizá ni siquiera se despertó.

Cuando el fuego era tan intenso que apenas se veía la casa, me subí al auto y conduje a gran velocidad hasta la ciudad para llamar a los bomberos. El somnífero no me afectó en ningún momento.

El resultado no fue el esperado. Pasé medio año en un hotel mientras se reconstruía la casa; llené mi placard de negros atuendos que denunciaban mi viudez».

***

—¡Estoy lista! —Lucio oyó la voz de Anahí que lo llamaba desde el umbral del estudio.

—Dame unos minutos. Estoy por terminar con esto —le pidió en un susurro. Necesitaba secarse las lágrimas.

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