✦ DÍA 11 ✦
En el centro de Argentina, un alma reía mientras lustraba su nueva adquisición: un anillo de apariencia curiosa que le abriría incontables puertas, de forma literal. Solo tenía que esperar a que se presentara la oportunidad indicada para actuar. Tenía tiempo, eso le sobraba. El problema era su paciencia. Su estómago rugía con hambre de poder.
Él no sería el peón de un millonario, tampoco jugaría bajo las reglas impuestas para la partida. Era un líder, por lo tanto, lideraría. Tomaría al toro por las astas y lo subyugaría bajo el peso de su poder. Crearía su propio juego y escribiría nuevas reglas para jugarlo. El destino le había brindado esta oportunidad para lograr lo que no había podido alcanzar en vida. No podía desperdiciarla.
Había intentado robar el bendito anillo por años, pero nunca hallaba la oportunidad indicada. La fortuna quiso que su enemigo se distrajera con su nuevo juguete, con su protegida.
Contra todas sus expectativas, encontró el anillo sobre un estante en el despacho, entre los libros. Descansaba ahí, olvidado, como si pidiera a gritos que alguien lo tomara. Solo le bastó una diminuta distracción para colocarlo en su bolsillo. Había sido, de hecho, tan sencillo que le generaba sospechas.
Soriarte había oído hablar sobre el mecanismo. Llevaba décadas con ansias de apoderarse de la clave para acceder a El Refugio. Anhelaba exponer a don Lucio por lavado de dinero, por proteger a criminales, por tener negocios ilícitos. Nadie estaba dispuesto a atestiguar en su contra, sin importar lo que le él ofreciera, así que esta era la única salida que le quedaba.
—Argentina estará bajo mi mando tarde o temprano —se prometió en un susurro—, como debe ser.
Se colocó su uniforme, acomodó su casco y, con orgullo, salió a patrullar la ciudad a pie. Con su cargo, podría quedarse en la jefatura central detrás de un escritorio, pero le encantaba atrapar a los criminales y dispararles él mismo. Hacer justicia y darle una lección a aquellos que se atrevían a desafiarlo a él y a las leyes del purgatorio.
Y soñaba con el día en que podría poner una bala entre las cejas de don Lucio Alonso Ocampo de Larralde. Soñaba con ese momento a menudo y podía saborear la satisfacción que le daría ser él quien se deshiciera de aquel hombre.
Cuando Anahí le dijo a su madre que quería ser una princesa como en las películas, no se refería a la parte negativa de las historias. Ella soñaba con ponerse vestidos de gala costosos, con lucir peinados de ensueño y con caminar con zapatos de taco alto con joyas que adornaran sus brazos y su cuello. Ni siquiera le interesaba encontrar un príncipe, solo quería una vida llena de lujos.
Sin embargo, parecía que el destino había escogido los peores aspectos de sus historias preferidas de la infancia.
Anahí estaba aburrida. Llevaba ya un par de días encerrada en Villa Ocampo, no había salido de la casa desde la noche que fueron a la milonga. Por momentos se sentía como en La Bella y la Bestia, todo el día entre libros. Pero se aburría con facilidad porque no era una gran lectora, así que luego se sentía como Rapunzel, encerrada en su habitación, mirando por la ventana y anhelando libertad. De vez en cuando, deseaba ser la Bella Durmiente y perder la noción del tiempo hasta que llegara el momento del juicio. Al menos, no le tocaba el papel de Cenicienta. Le daban asco los ratones y no soportaría arruinarse las uñas limpiando la suciedad ajena. En especial si era la suciedad de un monstruo como don Lucio. Cuando pensaba en él, enfurecía. Quería odiarlo, pero le costaba porque, a pesar de todo, y aunque fuera rudo, grosero, violento y odioso, nunca la había lastimado.
«Lo que hizo no tiene perdón», se repetía ella. «Es una bestia». Así y todo, le obedecía porque comprendía que él tenía razón en un punto: no había otro sitio al que ir.
Don Lucio, por su parte, estaba nervioso. Preocupado por temas que no quería discutir con nadie, en especial con su invitada. Había notado la falta del anillo y temía lo peor. No sabía cómo solucionar el problema. Rediseñar el mecanismo de seguridad de El Refugio tomaría años, y no tenía tanto tiempo. Además, no deseaba tener contacto con las hermanas Valini hasta que Anahí se hubiese marchado.
Frustrado, se pasaba la mayor parte del día en la ciudad o en cualquier sitio que no fuera su hogar. No necesitaba una excusa para alejarse de la pelirroja, simplemente lo hacía. Subía al coche en la mañana, antes de que ella se despertara, y comenzaba con su recorrido. A veces tenía obligaciones, otras no. Le daba igual. Lo importante era no relacionarse con ella más de lo necesario y encontrar la quietud necesaria como para pensar en posibles soluciones.
«No haré nada. Todavía no», se repetía. «A Soriarte le tomará cierto tiempo prepararse para cualquier clase de acción que tome, no se precipitará. Si todo sale bien, Anahí ya no estará acá en ese momento. No puedo arriesgarme a que ella muera antes de tiempo, si la mantengo encerrada hasta su juicio, luego podré encargarme del problema».
Los días pasaban así, con cada uno de ellos sumido en su propia angustia. La falta de comunicación creaba una brecha de incomprensión cada vez más ancha.
Cuando don Lucio regresaba a su hogar, pasado el anochecer, cenaban juntos mientras mantenían alguna conversación superficial. Se notaba que él intentaba evitarla, que no quería pasar demasiado tiempo cerca de Anahí. Le preguntaba por sus lecturas sin siquiera prestarle atención a las respuestas; además, evadía gran parte de los temas de conversación que la pelirroja sacaba. Ya no discutían como en un comienzo, pero en el fondo ambos extrañaban los pequeños debates. La monotonía de sus charlas rozaba lo absurdo.
Lucio construía ladrillo a ladrillo una pared invisible entre ambos. No deseaba crear lazos con la pelirroja y sentía remordimiento cada vez que disfrutaba de su compañía. Vivían bajo un mismo techo, por lo que le era imposible evitar a Anahí por completo; sin embargo, se esforzaba por alejarse de ella.
—Buenas noches —se despidió él apenas ambos acabaron con su último bocado de esa noche—. Volvé a tu habitación antes de las diez.
«No pude convencerla con el buen trato. Quizás el odio la haga desear marcharse», pensó él. «Es lo mejor».
Anahí no respondió. Lo observó en silencio, siguiendo cada uno de sus movimientos con la mirada. Quería decirle muchas cosas que no podía poner en palabras. Estaba ofendida y enfadada, aunque comprendía el enojo de él hasta cierto punto. No estaba de acuerdo con las medidas que aquel hombre tomaba. Ella intentaba adjudicar el constante choque de perspectivas a la diferencia de épocas en las que habían nacido, por eso se esforzaba en intentar colocarse en los zapatos de Lucio, aunque no lo lograba.
La pelirroja consideraba que de nada le serviría armar un escándalo. Que lo mejor esa continuar con su enfado mutuo hasta el día del juicio. Luego, no tendrían que volver a verse porque, fuese lo que fuese que decidiera, no regresaría a esa maldita ciudad. Con paciencia, el tiempo transcurriría. Además, entendía que él era peligroso y que, si quisiera, podría quitarle la única chance que tendría de irse de allí.
Apenas la silueta del hombre desapareció del campo visual de Anahí, ella bufó. Golpeó la mesa y puteó en un susurro. Se levantó y fue a su habitación dando fuertes pisotones que resonaron por los pasillos y que dejaron en claro que su paciencia también estaba a punto de llegar al límite.
Les quedaban alrededor de veinte días deconvivencia.
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