21: Una reina dócil
Anthony
El sol se asoma en la mañana, estoy en el colchón de mi habitación, Lisette llora acostada a mi lado y abrazándome. La noticia de sus padres sigue doliéndole mucho. Además, no tengo razones para apartarla, estoy casi en las mismas. Me encuentro muy triste, sin embargo, no he derramado ni una sola lágrima por Anatoly, tampoco sobre mi identidad. Ambas razones duelen horrible, no he podido dormir por ello, no obstante, el agua no brota de mis ojos.
En momentos como este, envidio a Lisette.
Me levanto de la cama, cuando al fin, luego de horas, la vence el sueño. La cubro con la manta, después salgo del cuarto. Es temprano, pero el despacho de Gaudel tiene las luces encendidas. Ni siquiera golpeo a la puerta, la abro directo y con brusquedad. Mi supuesto padre revisa unos papeles mientras fuma un habano, sin contar que me ignora por completo.
―Lo sé ―murmuro.
―¿Qué sabes? ―expresa, sin importancia.
―Que no soy tu hijo. ―La vista me pica, pero ni siquiera así derramo algo―. No pensabas decírmelo nunca, ¿verdad?
Apaga el puro y lo abandona en la mesa, no obstante, lo hace tan calmado, lo cual demuestra que no le importa mi aclaración.
―¿Y qué quieres que haga con eso? ―Alza la vista.
Mi mandíbula se tensa.
―Esperaba al menos una explicación, pero ni una mísera palabra puedo esperar de ti. ¿No te molesta ser tan mezquino? ¿Qué te costaba decírmelo? Aunque no sé qué busco, nunca has sido un padre ejemplar, y siempre has mentido en todo. No vales la pena el esfuerzo.
―¿Y por qué estás aquí entonces?
―Esperanzas, supongo.
―No seas aburrido, Anthony. ―Bufa.
―¿Al menos sufres por Anatoly o él tampoco es tu hijo? No te veo triste, sigues igual de apático. ¿Y qué hay de Liudovik? No te importaba, ¿cierto? ―Golpeo la mesa, mencionando a mi otro hermano―. Dime, alguno de tus hijos tiene oportunidad de sobrevivir con un progenitor como tú. ¡DIME! ―Alzo más la voz y pego otra vez en la tabla―. ¡CONTESTA!
Se mantiene callado y tranquilo a pesar de mi agresión. Recién cuando hay silencio, espera un poco más, luego me responde. Es exasperante, siento que lo hace a propósito.
―Tú me importas ―dice, calmado.
―¿Es un chiste? ―expreso con clara molestia.
―Anthony, tú no sabes quién eres, pero tu existencia es muy especial. No te junté con Lisette por casualidad, y no te adopté porque me hayas parecido el niño más adorable del mundo. Me importa mucho tu presencia en esta familia, es la pura verdad. Te lo juro, estoy siendo lo más franco que he sido contigo en todos estos años.
―Bien ―digo, serio―. Si es así, ¿quiénes son mis padres?
―No tienes.
―No digas mierdas, al menos invéntate que hay una cláusula que te lo impide, pero no improvises estupideces.
―Estoy siendo sincero, no tienes ―repite, luego enarca una ceja para aclarar―: Soy un corrupto, ¿para qué le haría caso a un documento?
―¿Y cuál sería tu maldita explicación? ―me burlo, pero con desagrado―. ¿Salí de un capullo?
Se cruza de brazos y se acomoda bien en su silla.
―El orfanato se reiría de tus chistes. ―Sonríe―. Aunque siendo sinceros, ellos solo pensaban que eras un bebé abandonado y ya.
―¿Y no es así? ―Enarco una ceja.
―Anthony... ―Hace una pequeña risa―. ¿No te das cuenta? Piénsalo bien, recuerda tu gran conexión con las plantas.
―Ahora resulta que soy el hombre hoja ―expreso, asqueado de oír tanta estupidez y él se carcajea―. Deja de burlarte de mí.
―¿En serio? ¿El hombre hoja? Recapacita, y date cuenta de que te encuentras conectado a Norville.
―¿De qué estás hablando?
―No me corresponde contártelo, me mataría.
―¿Norville? ―declaro, estupefacto.
―¿Quién más? Es el ente que domina todo el suelo que pisamos y el ser supremo de los demonios. Estamos parados en su reino, jamás me atrevería a desafiarlo.
―¿Tú te escuchas? ―expreso, desconcertado―. ¡Explicas locuras!
―Lo dice el que tiene de esposa a un demonio.
―Tú me obligaste a casarme con ella ―advierto―, así que no hables.
―Bueno, necesitabas una reina dócil y te la di, no le veo el problema.
―¡Ya no quiero escucharte más!
Me giro y me largo de toda su paranoia. Veo a Lisette bajar de las escaleras, así que nos encontramos en el último escalón. Mi esposa me observa, fijamente, y preocupada.
―¿Estás bien? Escuché gritos ―aclara.
Apoyo mi mano en su cabeza, entonces le sonrío.
―Estoy bien, vuelve a dormir.
Asiente y sube, obedeciéndome sin chistar. Me molesta que las palabras de mi padre, acierten en algo, así que presiono los dientes. Suspiro, entonces, la llamo, para que se detenga.
―¡Lisette!
Frena, se gira y se me queda mirando.
―¿Sí? ―consulta, revolotea las pestañas, despacio.
―Al menos ponte en mi contra alguna vez. ―Refunfuño.
Ladea la cabeza y me sonríe.
―¿Por qué? Yo te amo, haría todo por ti. ―Junta sus manos.
Me titila el ojo.
―Deja tu maldita codependencia.
Hace puchero.
―Encima que me pongo romántica, eres malvado.
―Tienes suerte de que te... ―Me callo y mis mejillas arden.
¿Casi digo que la estimo?
―¿Qué? ―Me mira confundida, luego se ríe―. Estás en negación ―se burla como niña y se va corriendo―. ¡Te atrapé!
Quedo en shock, pero luego sonrío, al menos ya no está llorando. Ojalá pudiera decir lo mismo sobre poder hacerlo yo, pero el dolor se encuentra estancado. Todo se halla detenido, y sin explicación aparente. Necesito irme lejos, pero sigo sin poder realizarlo. No importa que se hayan revelado verdades, mi falso padre es el dueño de mi miedo.
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