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8

Tomó una ducha, se puso unos pantalones anchos de algodón y una remera floja con un enorme mandala estampado en el pecho. Sacó una cerveza de la heladera y puso salsa de tomate a una prepizza que ella misma amasó, para cuando sonó el timbre de su departamento. Miró la hora: 9:30 de la noche.

¿Quién caía a esta hora? Odiaba las visitas inesperadas.

Lamentó no ser propietaria de un departamento moderno en el que tuviera un artefacto que monitoreara la entrada. Decidió no atender.

La insistencia de quien estaba abajo terminó por resultarle molesta.

Continuó con la misma postura hasta que recibió un llamado de su jefe al teléfono.

―¿Tobías? ¿C...cómo estás? ¿Analía no te pudo dar una mano con algo? ―Preguntó sin respirar.

―Hola Aldana, por el contrario, Analía estuvo a la altura de las circunstancias. Te llamo por otra cosa.

―Decíme. ―respondió, dubitativa.

―¿Estás en tu casa? ―Aquella pregunta la desorientó.

―S...sí.

―¿Ya cenaste?

―Estaba preparándome algo... ¿por qué?

―Porque estoy en la puerta del edificio donde vivís y se ve que el timbre no te anda porque toco y toco y no atiende nadie. ―El viento era fuerte y se estaba congelando, pero obvió decírselo para no hacerla sentir culpable.

―Sí...está funcionando raro...―Mintió ella ―. ¿Estás abajo? ¿En serio?

―Sí y con comida caliente. O lo que el viento haya permitido.

―Ahora voy. ―Colgó sin saber por dónde continuar.

¿Qué hacía su jefe en la puerta de su casa? Sea por lo que fuera no podía ser descortés. Rápidamente se enfundó en los primeros jeans que tuvo a mano y se colocó el abrigo sobre la remera enorme. Agradeció haber limpiado durante el día. A toda prisa se calzó sus zapatillas, apenas las acordonó y a paso vivo correteó por las escaleras hasta que llegó, casi sin aire, a la planta baja.

―Ho...hol...hola...―saludó agitada ―. No quise hacerte esperar...―Ella lo invitó a pasar entre bocanada y bocanada de aire.

―Perdonáme que vine sin avisar. Pensé que no te molestaría, aunque pensándolo mejor, quizás tenías algún plan y caí justo... ¡qué vergüenza! ―Hablando en voz alta, con los pensamientos que iban y venían dentro de su cabeza y la bolsa de comida en la mano, se sintió un inexperto.

―Esta todo bien. Eso sí, lamentablemente no hay ascensor.

Conversando poco para no perder el aire, llegaron a la tercera planta. Aldana se sintió muy expuesta y vulnerable al mostrarle su casa a su jefe, sabiendo que éste estaba acostumbrado a la belleza parisina, la opulencia y el glamour.

Al entrar, él le entregó la bolsa que, por suerte todavía conservaba el calor.

―Son dos filetes de ternera con guarnición, supuse que las papas fritas te gustaban.

―Me encantan, ¡gracias por la molestia! ―Llevó al paquete a la cocina mientras que Tobías se quitaba el abrigo y se adentraba a la sala, compacta y sin tantos muebles, pero muy acogedora.

Le gustó lo que vio: una torre con CD's en una esquina, una TV de mediano tamaño, delgada, relativamente moderna, un sofá estrecho y una mesa baja sobre una alfombra de yute. Nada sobraba ni parecía faltar.

Dana moría de vergüenza; tenía a su jefe en la sala de su casa mirando sus cosas y aunque no tenía nada que esconder, al menos en ese aspecto, se sintió extraña.

Guardó su futura pizza en la heladera y sacó una botella de cerveza más para ofrecérsela cuando giró y se chocó contra él.

―¿Cerveza? ―Ella interpuso la botella entre ambos, al borde de la grosería.

―Sí, gracias. Después será mejor seguir con agua.

―Obvio.

Conectaron sus miradas por un minuto, sin hablarse, respirando muy cerca uno del otro. Tobías confirmó que su perfume era "Flower" de Kenzo, por la persistencia del aroma floral y el toque de vainilla como nota de fondo.

Aldana, que nada sabía de perfumes, simplemente se limitó a disfrutar del aroma masculino que se desprendía de la camisa blanca de su altísimo jefe.

―¿Te ayudo? ―Él quebró el magnetismo. Ella era hermosa sin maquillaje, una cualidad que no muchas se podían jactar de presumir. Dana se acomodó un mechón de cabello húmedo detrás su oreja, dejando al descubierto una serie de estrellitas de plata calando el pabellón de esta, quizás, el único arrebato de rebeldía a su tradicional modo de vestir y expresarse.

―Dale, en ese cajón está el mantel. Yo llevo los vasos, platos y cubiertos. ―Separándose de él, abrió los gabinetes de la alacena.

El invitado obedeció, extendió el mantel de cuerina rojo y negro y esperó a que ella llegara con el resto de las cosas.

―No son de porcelana china, pero cumplen con la misma función. ―Sonrió, conociendo sus limitaciones.

―En serio, perdón que me haya invitado solo, pero quería hablar con vos. Nos quedó algo pendiente ―En tono oscuro, bordeando el susurro y el secretismo, dijo mientras ella acomodaba las cosas en la mesa ―, pero ahora quisiera pasar a lavarme las manos.

―Si, claro. Sobre el pasillo, la puerta de la derecha. ―Tobías siguió las órdenes precisas y abrió.

Al entrar encontró un lavatorio grande, demasiado para los tiempos que corrían, con una enorme columna pedestal que lo sostenía. La bañera era de loza, también grande y de color blanca y el bidet era del juego. No le resultó extraño que fuera un baño tan generoso dada la medida de los artefactos. El espejo era de tres hojas, ornamentado con grandes volutas doradas.

Se miró en el objeto y se preguntó mientras hacía espuma con el jabón y refregaba sus manos, qué rayos hacía en el departamento de su secretaria, un viernes por la noche.

La respuesta era obvia: ansiaba saber más de esa chica inocente y tímida que lo desconcertaba. Consciente de lo mucho que lo atraía físicamente a pesar de no ser de su tipo -voluptuosas y ardientes - ya no negaba que durante el día la pensaba y que cuando asistía a los clubes de citas o se acostaba con alguna de sus amigas casuales, era a ella a quien acariciaba imaginariamente. Al salir del baño, encontró la mesa servida y la carne junto a las papas en una gran fuente de vidrio templado.

―Me pareció que no era necesario calentar las cosas.

―Mejor así.

―Tomá asiento por favor. Acá tenés sal, pimienta, pero también tengo otras especias.

―¿Sos chef además de secretaria estrella? ―Al sentarse en la silla a la par, Tobías no tuvo tiempo de correrle la silla con caballerosidad.

―No, pero me defiendo bastante bien en la cocina. De hecho, había amasado pizza antes de que llegaras.

―Waw, me sorprendés constantemente. ―Desplegó una servilleta de tela sobre su falda y Dana, atenta a ese detalle que también observó en el restaurante de Puerto Madero, lo imitó sin decirle que no era necesario tanto formalismo en su casa.

Degustando el plato, señalando la terneza de la carne y comiendo papas fritas, hablaron de sus platos favoritos y postres predilectos. Aldana remarcó sus dotes como cocinera, sobre todo de gastronomía dulce y de origen galés.

―Cuando me mudé a lo de mi abuela vendía platos típicos de la gastronomía galesa, en especial, cosas dulces. El crempog es una tradición para los cumpleaños, por ejemplo.

―Nunca los escuché nombrar.

―Son unas tortitas o panqueques más gruesos que los que conocemos, hechos con suero de leche, sal, huevos y manteca, al que se los baña o cubre con miel y azúcar. ―Contaba animada, con un entusiasmo nunca antes visto por Tobías, quien, sin poder dejar de mirar el movimiento constante de sus manos ni el parloteo de sus labios, se dejaba llevar por la explicación ―. Después está el bara brith, que es como un pan dulce con frutos secos, pasas y cáscara de naranja o manzana.

―Me encanta lo dulce, creo que ya sé qué podría pedir de regalo de cumpleaños. ¡Un gran crempog!

―Es una buena idea...―Ella se mordió el labio, conteniendo sus ganas de preguntarle cuándo era ese día especial. Él pareció leerle la mente, zanjeando sus dudas.

―Agendáte el 20 de junio.

―¿Cómo el día de la bandera nacional?

―Exactamente.

―Sos geminiano.

―¿Creés en esas cosas?

―Depende el día. ―Ambos sonrieron, en la misma sintonía.

Por otro prologado rato continuaron conversando sobre platos tradicionales de Gales y lo arraigadas de esas costumbres culinarias en su familia.

En tanto ella lavaba los platos, él los secó a pesar de la férrea la negativa de Aldana. Quería colaborarle; él solía protestar cuando organizaba fiestas en su piso de París y nadie era capaz de levantar un papel del piso y a pesar de que contara con la ayuda de Ítala, la empleada, no le gustaba ser abusivo.

Llevando dos tazas de café humeante a la sala, finalmente Tobías fue franco con respecto a la salud de su padre, manifestando que ese había sido el motivo por el cual le pidió saber sobre él el día anterior.

―Papá tiene pocos días de vida.

Escuchar aquello fue como si un balde de agua helada le cayera sobre los hombros a Aldana, quien no pudo contener las lágrimas.

―¿Cómo...cómo es posible? Si está tan lleno de vida y...

―Yo vine a hacerme cargo de la empresa porque su diagnóstico fue contundente; no era su idea retirarse de la presidencia de "Fármacos Heink" ni hacer toda la movida para que el directorio votase a mi favor. Pero dado que mis primos son dos tiros al aire y mi tío solo quiere ver como se abulta su cuenta bancaria sin mover un dedo, yo era la única opción disponible para comandar el barco.

―Lo estás haciendo muy bien. No entiendo de finanzas tanto como quisiera, pero estás más desenvuelto, al menos ya te acordás de los nombres de la gente. ―Sonrió, cómplice. Él se lo agradeció con la mirada.

―Papá se encuentra asistido permanentemente por un tubo de oxígeno, no puede respirar solo. Me parte el alma verlo así. ―Otra vez el nudo le tomó las cuerdas vocales pero esta vez no lloró.

Dana deslizó la mano derecha sobre la mesa y le atrapó la izquierda. Se miraron, hablándose con sus respiraciones, con el silencio como testigo de la desolación. Fueron un par de segundos mágicos, inigualables, de un peso vital que los conectó a otro nivel.

―A veces, soltar es una buena opción, aunque no la más amable. ―Su tono femenino y cálido, lo sobrecogió. Él le giró las palmas, dejándoselas boca arriba. Con la punta de sus dedos le recorrió la línea de la vida, estremeciendo a su secretaria, causándole electrizante sensación.

―¿Extrañás a tus padres? ― Dana supuso que, así como averiguó la dirección de su casa, lo había hecho con muchas de sus cuestiones personales.

―Sobre todo a mi mamá, éramos muy unidas. Falleció antes de que cumpliera quince años.

―Lo siento mucho.

―Las dos estábamos muy entusiasmadas organizando mi cumpleaños; no iba a ser una fiesta a todo dar porque no teníamos dinero, pero alquiló el club Almirante Brown de Madryn y ya habíamos visto el vestido que me quería poner. ―Aquellos recuerdos dolorosos no supieron tan amargos cuando se los contó a su jefe.

―¿Cómo era el vestido? ―Tobías quería que siguiera hablando con esa sonrisa hermosa y dejara de lado esa mirada ida producto de la remembranza.

―Era amarillo.

―¿Amarillo?

―Sí, con florcitas en la falda y en el pecho. Tenía dos breteles finitos, era un solero, porque en noviembre hace calor.

―Cumplís años en noviembre... ―afirmó con tono de duda, sin confesar que también estaba al tanto de ese dato. Dana le concedió la ventaja de suponerse asombrada.

―Sí―suspiró y añadió ―: Lamentablemente, nunca hubo festejo.

No quiso entrar en detalles ni él creyó conveniente hacerlo.

―¿Qué pensabas de mí? ―Tobías cambió de tema cuando la palma de ella se descabulló de entre las suyas para quedar sobre la falda de sus jeans.

―¿Qué pensaba de vos? ¡Vanidoso! ―Aldana se llevó las manos a la boca, consciente de su exabrupto.

―Tengo que admitir que me sentí muy observado y a pesar de que es algo que me agrada y me sube el ego, ese primer día, sentí que eran miradas de desaprobación.

―¿De desaprobación?

―Si, yo creo que nadie apostaba a que fuera capaz de tomar las riendas de "Fármacos Heink" ―Generalizó los dichos de su hermana instalados en su cabeza, ese menosprecio al que lo había sometido ―, todos deben suponer que soy un frívolo de porquería, un fiasco con una gran cuota de suerte. Nadie piensa en que trabajo mucho a pesar de haber nacido en cuna de oro.

Ella le vio fruncir el entrecejo, visiblemente afectado por las habladurías. Aldana, que era un blanco habitual de ellas, intentó darle su punto de vista.

―Todo el mundo siempre tendrá algo para decir de uno. De lo que sea y por lo que sea. ¿Por qué creíste que serías la excepción?

Tobías no respondió asimilando aquella verdad. Tan seguro y omnipotente, no creía que las miradas acusatorias lo desestabilizarían de ese modo.

―Porque soy un vanidoso. ―afirmó entre risas sarcásticas, utilizando el mismo término que ella ―. ¿Sabés? En París no me va nada mal. Tengo el mando de un negocio redituable y que me gusta. Crecí montando caballos, me crié con ellos y estudié veterinaria para cuando no pudiera continuar siendo jugador. En el polo encontré la pasión perfecta: caballos y deporte, y por eso fui profesional por muchos años, junté dinero y me retiré hace tres años para dedicarme de lleno a mi empresa. Mi mamá estaría muy orgullosa de verme alcanzar mis sueños.

―¿Cómo se llamaba?

―Dolores. Es la persona que más amé en mi vida. ¿Cómo se llamaba la tuya?

―Rafaela.

El silencio les permitió tomar el último sorbo de café que, aunque ambos supieron que estaba tibio, lo hicieron para digerir la charla que estaba llevando adelante.

―A todo esto, no me dijiste cuál era la opinión que tenías de mí. ―Fue gracioso, se puso de pie y tomó las tazas, las llevó a la pileta de la cocina y espumó la esponja para lavarlas. Ella se le acercó para secar todo.

―No distaba mucho de lo que decía la tele.

―La tele dice muchas cosas.

―Decía que eras el heredero de una fortuna incalculable, que te gustaban la buena vida y...

―...y...

―...y las mujeres. Que eras, o sos, un casanova sin remedio. ―Él se echó a reír dando una carcajada que resonó en la cocina, un espacio estrecho separado de la sala.

―Atrevéte a desmentirme alguna de esas cosas. ―Ella lo desafió, como si estuvieran entre grandes amigos.

―Aunque quisiera, no podría...―A punto de entregarle una taza, se la quedó mirando, deteniéndose en los detalles de pintura ―. Estas son de porcelana fina, fina.

―Si. Mi abuela me las dio cuando me fui de Madryn. Eran su mayor fortuna y yo me las traje como un tesoro. Tenía cuatro, pero una la tuve que vender para pagar un mes de pensión. ―Bajó la mirada y él se lamentó por esa parte de incómodo pasado con tantos recuerdos que la lastimaban.

―Es de una colección hermosa.

―Según me contó mi abuela Frida, que es bastante fantasiosa cabe aclarar, su familia pertenecía a una de las casas más importante de Gales. Tenían un buen pasar, pero la abuela de mi abuela parece que se enamoró del sujeto incorrecto, un peón de campo sin fortuna ni educación y por lo cual fue obligada a renunciar a su herencia. Se escapó con él una noche y con el juego de tazas preferido de su madre en su haber.

―Una historia romántica.

―Si, muy romántica. Dejarlo todo por la persona que querés, eso es muy romántico. ―repitió mientras frotaba la taza, mirando la rosa pintada sobre ella y el asa festoneada.

―¿Y vos sos romántica? ―Tobías se aproximó a un terreno escarpado que no debía transitar, no solo por exponerse a que ella no le respondiera, lo que lo dejaría con la incertidumbre, sino porque él no sabía con qué motivo quería averiguarlo.

―Un poco.

―¿Un poco?

―Durante mucho tiempo creí en los príncipes azules, hasta que me di cuenta que se destiñen sin siquiera echarles lavandina. ―Su apreciación, cruda y real, fue graciosa a pesar del significado oculto.

―¿Conociste muchos príncipes que se destiñeron?

Ella clavó sus ojos claros en los oscuros de su jefe; éste pudo notar la tensión que escondía esa mirada azul. Seria, ella desestimó la pregunta.

That's all. ―En un perfecto inglés, dio por finalizada las preguntas.

Aldana se dispuso a acomodar los trastos en la alacena en tanto que él se secaba las manos con el repasador; con astucia y de reojo, le recorrió las curvas de su cuerpo con la mirada; el jean se le ajustaba a las nalgas con precisión, pero la remera era horrible, desgastada y sin forma. Sin embargo, cuando ella extendió su mano para apilar las tazas en el estante superior del gabinete, la tela se levantó dejando expuesta una porción de piel blanca y lozana de barriga, justo a la altura del ombligo.

Tobías tragó fuerte y carraspeó, disimulando que ese simple gesto lo desarmó por completo.

Deseaba arrinconarla contra la mesada y besarle cada poro de su cuerpo, pero no podía olvidar la advertencia de su padre y mucho menos la de su propia conciencia: ella no solo era su empleada, sino que era un alma noble y pura que él no podía darse el lujo de corromper a causa de sus apetencias sexuales y su estilo de vida libertino.

Con suerte, si los negocios en Buenos Aires se encaminaban, regresaría a París, dejaría a Giovanni al frente de la empresa durante su ausencia y listo. Volvería a su vida de confort, glamur y paradójicamente controlados excesos.

¿Pero era eso lo que realmente quería: volver al ruedo y olvidar que tenía un corazón?

«Andáte a la mierda, sentimentaloide», respondió a ese subrepticio sentimiento que afloró cuando la volvió a ver de brazos cruzados, intentando adivinarle el pensamiento.

―¿Qué querés preguntarme? ―Él dio dos pasos en su dirección y se inclinó sobre la mesada de la cocina.

―Sé que no es justo porque yo misma te dije que cortemos el tema, pero... ¿vos sos romántico?

Aldana también se cuestionó el propósito de su pregunta. Era obvio que la respuesta sería que no, el tipo era dueño de una vida licenciosa. Cuando quiso rectificarse, siendo consciente que él era ni más ni menos que su jefe y no un amigo, Tobías detuvo su moción.

―Lo responderé. ―Otra vez parecía anticiparse a sus pensamientos.

―No hace falta, disculpá, vos no sos cualquier hombre...sos mi jefe y...

―Shhh, dejá de darte manija. Accedí a responder. ―Tobías la miró con esos ojos felinos que transmitían pasión por lo que le agradaba. Lo que estaba sucediéndole en ese momento no era una simple necesidad carnal, era un cosquilleo que se arrebollaba en su estómago descontroladamente y sin sentido―. Volvé a hacerme la pregunta.

Estaban a escasos centímetros de distancia, veinte como mucho y cualquier cosa podía pasar. Una mínima chispa desataría un incendio, pero ni él quería aprovecharse de Aldana ni ella quería terminar de patitas en la calle y lo que era peor, con el corazón roto por ilusionarse con alguien indebido.

―¿Vos sos romántico? ―En un murmullo apenas audible, íntimo y privado, le sostuvo la mirada mientras repreguntó.

―Creo que nunca tuve la posibilidad de serlo.

―Muy inteligente de tu parte.

―¿Inteligente? ¿Es un halago o...?

―Es más fácil culpar a la situación que hacerse responsable de tus actos y de lo que no hiciste en su momento.

Game over.

Ella lo dejó fuera de combate con esa interesante percepción de las cosas. Tobías aflojó los hombros y sintiéndose derrotado, no entró en detalles. Ella tenía razón, era su jefe y debía mantener una imagen ante sus empleados. Esa cena había sido un error, pero lejos de admitirlo, cortó la efervescencia de cuajo.

―Ya es tarde y tengo que irme.

―Está bien, te acompaño que tengo que abrirte.

Bajaron los tres pisos en completo silencio. Cuando llegaron a la puerta de salida, ella colocó la llave en la cerradura y abrió para salir. Fuera del edificio, Aldana rompió el hielo.

―Gracias por la cena y por la charla.

―A vos, por hacerme sentir tan cómodo... ¿nos vemos el lunes?

―Si todavía no me despediste, sí. ―Ese comentario distendió el choque de sensaciones que los envolvía.

―Adiós. Buen fin de semana.

Puso un cigarrillo en su boca, lo prendió luchando contra el viento y volteando a ver si ella continuaba en la puerta, al no verla, ladeó la cabeza.

«¿Qué mierda me está pasando con esa mina?»

***

Con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás entraba una y otra vez en la mujer. Iris, con las piernas enredadas alrededor de la cadera de Tobías, gozaba del sexo con él.

Ella siempre había deseado algo más que un par de encuentros en Francia, pero su amigo argentino había sido claro: sexo sin amor. Eran sus reglas. No le interesaba otra cosa. Y ella, con tal de tenerlo cerca, accedía.

Tobías estaba al borde de la cornisa; en una rápida maniobra la giró y con una última estocada, desahogó esa frustración, esa ira comprimida dentro de su pecho que solo el sexo lograba apaciguar.

―¡Dios! ―Ella tenía la mejilla derecha pegada a las sábanas, enrojecida. ―Fue fenomenal. Cogida digna de un animal herido. ―apuntó desconociendo que lo único en lo que él estaba pensando, era en un par de inocentes ojos azules.

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Zapatillas: calzado deportivo.

Remera: Prenda de ropa interior o deportiva, ligera, de punto, de hechura recta, sin cuello y con escote de distinto tipo, de manga larga, corta o sin mangas, que cubre el cuerpo hasta la cadera o medio muslo.

Darse manija: pensar más de lo necesario.

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