
7
Se maldijo por haberse comportado como una troglodita, se ofuscó por haberse dejado engañar por la falla sistemática de su cabeza al pensar que su jefe estaba mirándola de un modo particular y se sentía una tarada absoluta por caer más bajo que Felicitas.
Habló con Analía por dos horas, quien le agradeció por haber adelantado trabajo y prometió cuidarle al puesto, aunque más no fuera por un día.
Tobías hablaba animadamente con Iris, esa morena con sangre brasileña que movía las caderas como nadie y con la que se encontraban en París de vez en cuando. Por más de una hora conversaron de su estadía en Francia, de sus negocios lejos de casa y la presidencia de esa empresa.
―Si antes las chicas te codiciaban, ahora que sos oficialmente el presidente de este imperio no te van a dejar respirar. ―Se mofó mientras le hacía masajes en los hombros.
―¿A qué hora le dijiste a tu amigo que íbamos a estar por allá?
―En media hora más o menos.
―Entonces tendríamos que ir arrancando, porque si no, me voy a quedar dormido. ―Tobías se puso de pie y le dio un beso en la boca que descolocó a Iris.
―¿Y eso a cuenta de qué viene?
―A cuenta de que viniste enseguida, apenas te lo pedí. ―Le delineó la barbilla redonda con el dedo índice.
―Te voy a hacer favorcitos más a menudo entonces.
―Me interesa tu propuesta. ―Saliendo de la oficina, apagó las luces y bajaron por el ascensor, donde se trenzaron en un duelo de lenguas y besos calientes.
―No te gastes todo el combustible ahora, campeón.
―¿Te pensás que un par de besos bajan mi rendimiento?
―Tenes razón, menino. Vos sos insaciable. ―Juguetearon un rato más a sabiendas que nadie entraría a las nueve de la noche en un ascensor que iba hacia el estacionamiento del edificio.
Robándose toques, se marcharon por la salida auxiliar, llamaron un taxi y se dirigieron hacia Avenida del Libertador. A la altura de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, por Recoleta, se detuvieron a una cuadra de la Avenida Pueyrredón. Bajaron en una casona aristocrática, blanca e impecable, que bien podía pasar como una embajada y no como un club nocturno donde hombres y mujeres buscaban mera y plena satisfacción sexual.
Llevándolo de la mano, Iris se pavoneaba con ese morochazo argentino, con un dejo de acento parisino y forrado en plata que era una bestia en la cama.
No había mujer que no se volteara a verlo y a Iris, eso le inflaba el pecho de orgullo.
―Mañana, a varias le van tener que poner el cuello en su sitio. Diagnóstico: tortícolis. ―Fue graciosa; él era plenamente consciente del poder de seducción que desprendía su mirada oscura, de su andar seguro y fina estampa.
No era el típico carilindo rubicundo de ojos claros salido de una novela de las dos de la tarde, por el contrario, era dueño de un par de ojos negros y pestañas de igual color, cabello oscuro y lacio, piel dorada y morena, altura superior a la media y con un cuerpo trabajado y atlético, permanentemente en forma.
― ¡Iris, cariño! ―La saludó Camán, su amigo ―. ¡Pero qué sorpresa tener acá a este bombonazo! ―El hombre con rasgos árabes, ojos oscuros y redondos, y delgado, le extendió la mano a Tobías ―. Es un honor que te haya traído a nuestro templo de placer.
―Un gusto conocerte, Camán. Le pedí a Iris que me llevara al club más privado y exclusivo de la zona y me condujo hasta aquí.
―Una vez que venís, no te querés ir más. Acá podés encontrar lo que quieras, como lo quieras y las veces que quieras.
―Exactamente lo que busco.
La enorme propiedad de tres plantas tenía un sinfín de habitaciones y patios intermedios donde muchas parejas se besaban sin ningún tipo de inhibiciones. Cada cuarto tenía un letrero en el cual se indicaba lo que buscaba: desde una persona a la que le gustara solo mirar hasta la que pretendían vincularse de un modo más íntimo, con o sin juguetes.
Iris lo llevó a recorrer las instalaciones como si él no supiera de qué se trataba la historia o fuese un inexperto. Tobías, con un Martini de pera en la mano, asentía y sonreía tibiamente ante las provocaciones de su amiga y la descripción que ésta hacía de las diferentes salas de placer; lo cierto, es que él disfrutaba del sexo abiertamente. Podía jactarse de haber probado de todo: BDMS, sexo tántrico y grupal. Nunca se había dejado penetrar por un hombre, no le agradaba, lo que llevó a negarle el deseo a un empresario belga que estaba dispuesto a pagarle una fortuna.
―¿Elegiste alguna sala? ―En tanto que en planta baja se desarrollaba el bar, en la última, a la cual ya habían accedido, las habitaciones eran temáticas.
―Creo que esta me va bien.
―Oh, cariño, Medieval es una de mis preferidas. ―Le jaló el labio con el filo de los dientes ―. Lamentablemente esta noche yo quedé con Sergei en el jacuzzi. Te espero ahí si querés darte una vuelta. ―Le insinuó señalándole el final de pasillo.
―Disfruta con él, yo me quedo por acá. Gracias por traerme.
―Ya te lo dijo Camán, sos bienvenido ―. Le dio un beso en la punta de la nariz y lo dejó frente a la habitación en la cual la pareja de turno, tenían sus rostros cubiertos con máscaras venecianas y estaban en pleno jugueteo sexual para cuando él ingresó.
Tobías entró, quitó el cartel en el cual invitaban explícitamente a un hombre, y tomó asiento en la hermosa silla Luis XV mientras se quitaba el saco y desabotonaba su camisa. La pareja, inmersa en lo suyo le agradeció la presencia al nuevo participante.
Las luces eran cálidas, ajustadas a la época correcta, como así también los pocos muebles que decoraban el ambiente; la cama ancha y con dosel, era imponente y dominaba el espacio.
Los gemidos de la pareja se superponían entre sí, inundando las paredes de escandalosa lascivia, no los podían ocultar como tampoco Tobías podía hacerlo con la dureza que se gestaba en su pantalón, tan necesitado de sexo. Tomó un antifaz para evitar que le vieran el rostro en detalle y rodeó la cama una vez que estuvo desnudo y dispuesto, estudiando su ataque.
Tocándose, poniéndose a mil con el frenesí de ese par de extraños que la pasaba tan bien, no dudó en ponerse en marcha tan pronto como pudo apenas tuvo el ofrecimiento de la pareja de la mujer; colocándose un preservativo, besó a la rubia que le ofreció los pechos y se colocó de rodillas en la cama para sujetarla de las caderas y penetrarla salvajemente, echando su rabia por tierra, ese dolor que le carcomía los huesos y ese estúpido sentimiento de satisfacción que lo afectaba cuando veía a su inocente secretaria frente a él, tan frágil pero tan fuerte como para tomar a una compañera del cuello y sofocarla.
¿Quién era esa mujercita? ¿Cuál era su verdadera personalidad? ¿Qué secretos guardaba para sí?
Pensar en ella, en esos ojos azules, le subió la temperatura más de la cuenta y jugueteando por un rato más, no dejó de imaginársela bajo sus manos, siendo poseída y atesorada por él.
***
Al día siguiente, Dana se despertó media hora más tarde de lo habitual y mirando hacia la ventana, confirmó que el clima no era del mejor, ni fuera de su departamento ni dentro de su cuerpo.
Abrazó la taza de café con leche y vio las gotas caer, cerró los ojos, echando de menos su Madryn natal, aquella ciudad de playas anchas y viento casi constante donde había permanecido hasta los dieciocho años.
Extrañaba ir a caminar con sus primas Andrea y Gabriela para hablar por largas horas de sus intereses y objetivos; con su complicidad vigente, las mellizas y ellas fueron una sola, hasta que Aldana se propuso viajar a Buenos Aires y tentar al destino.
Su abuela Frida nada quería saber con el asunto, pero la chica, entusiasmada, prometió tenderles una mano y ayudarlas apenas consiguiera un trabajo.
Cuanto tuvo quince años, un juez aceptó que fuera a vivir con su abuela, su tía Emilia y sus primas, en una casa sin lujos ni ostentaciones, donde se recogía el agua palanqueando un bombeador manual empotrado en el fondo de la vivienda y cuyo baño estaba instalado a tres metros de la salida al patio.
Con el tiempo y con la ayuda de algunos trabajos de costurería que las cinco mujeres hacían, el planchado de ropa y la venta de especialidades gastronómicas de Aldana, como la torta galesa, tan tradicional en una comunidad con origen europeo, sobrevivían.
De a poco, pudieron hacer otra habitación en la que su abuela, una inmigrante con una salud deteriorada pero muy activa, descansaría más cómoda. Construyeron otro baño más amplio y el anterior lo unificaron a la casa y lo mejoraron.
Salieron adelante como solo ellas pudieron y cuando Aldana cumplió la mayoría de edad, tomó un bolso, un taxi al aeropuerto de Madryn y viajó a Buenos Aires en busca de nuevos horizontes.
Nunca olvidaría ese primer día en "la ciudad de la furia" como Gustavo Cerati, uno de sus músicos locales predilectos, perpetró en su canción homónima. Alquilando una habitación en una pensión de San Telmo, un tradicional barrio porteño conocido por sus espectáculos de tango al aire libre, ferias artesanales y turismo, compartía un baño con muchas chicas que en la misma situación que ella, buscaban una oportunidad laboral.
Aldana, joven, bella y con un baúl repleto de sueños sobre sus espaldas, se incorporó rápidamente a la dinámica del lugar: la habitación grande también ocupada por Lucinda, una chica brasilera y María, una búlgara con un extraño, pero, a su modo, entendible castellano, tenía una pequeña cocina que funcionaba a gas, un ventilador de techo cuya velocidad apenas superaba a la de un abanico de papel, y una estufa de dudoso funcionamiento con la chapa carcomida por el óxido.
Pero a Aldana nada la apabullaría: se anotó en la carrera de Administración de Empresas en la UBA, encontró un empleo redituable y ayudó a su familia. Así fue como durante casi dos años trabajó como camarera en un restaurante a tres calles de la pensión que ocupaba y aunque no le sobraba dinero para ahorros, se costeaba los viajes hasta la Universidad de Ciencias Económicas.
Sin embargo, los gastos aumentaban a un ritmo distinto del que lo hacía su salario y los tiempos no le resultaban suficiente para rendir en sus estudios como pretendía.
Aturdida por ver que sus planes no prosperaban y que el dinero apenas le alcanzaba para alquilar esa habitación cada vez más cara y con menos servicios a favor, comenzó a evaluar una propuesta arriesgada, pero, en apariencia, redituable.
―Mi novio tiene una agencia de modelos, y aunque me desagrade reconocerlo, el otro día que te vio le resultaste atractiva. ―En el patio abierto de la pensión, un conventillo destinado al alquiler de habitaciones independientes, Catalina Maldrone la abordó de camino hacia el lavadero.
La chica, de pelo negro azabache, largas piernas y que siempre lucía arreglada y con buena cantidad de maquillaje, le ofreció una aparente solución a sus problemas.
―Oh, qué halago. ― Aldana se apostó frente a la extensa mesada de mármol desvencijada con tres viejos lavarropas de tambor y dos grandes piletas de hormigón en la que fregaría su ropa.
―Debería serlo. ―La morocha, de pollera de jean y musculosa ceñida a sus pechos, se cruzó de brazos, no del todo contenta con haberle confesado ese pormenor. De soslayo, Dana notó que sus senos estaban más prominentes de lo que los recordaba y supuso que se había colocado prótesis mamarias ―. Mirá, su agencia recién está comenzando, pero tiene perspectivas; yo ya hice algunas campañas para marcas reconocidas de ropa interior y de jeans.
―Eso es muy bueno. ―Continuó con sus tareas Dana, sin demostrar que se había enganchado con la propuesta.
―Este es el contacto, él se llama Juan José Eleniak. Si te interesa, decíle que lo llamás de mi parte. De seguro está esperando que te comuniques ―. Ante la insistencia de su compañera de inquilinato, la madrynense aceptó la tarjeta, una cartulina blanca sin festones ni filigranas opulentas, sino tan solo con el nombre y apellido del susodicho, su número de teléfono y el autoproclamado título de "manager de modelos".
―Capaz que algún día llegue a ser como Pancho Dotto. ―Bromeó Aldana, obteniendo una poco simpática sonrisa de parte de la novia del sujeto ―. Gracias por la propuesta. La evaluaré.
―Los horarios son flexibles, te permiten estudiar. Y el dinero no es despreciable.
―Genial.
La estilizada muchacha se retiró de su vista y desde entonces, Dana comenzó a planificar un futuro en base a esa oferta que no parecía tener nada de malo.
Aldana borró de su cabeza esos recuerdos por un instante y sonrió al ver que Analía le enviaba una fotografía de ella sentada en la silla de secretaria. Su amiga era su cable a tierra, la hermana que no tuvo y que sus primas habían ocupado ese casillero hasta que se marchó de Chubut.
De mejor ánimo, intercambiando mensajes, ordenó su departamento, un dos ambientes de casi 50m2 con una estrecha terraza que le permitía colgar la ropa que lavaba. Hizo la lista de compras a realizar el fin de semana y se dispuso a limpiar a fondo.
Debía aprovechar el día.
***
Apenas llegó a la oficina, Tobías vio que su secretaria de siempre no estaba y un cosquilleo molesto lo asoló, ¿pero por qué? Aldana no era más que una empleada eficiente, atenta e inteligente que sabía hacer su trabajo. Saludó a su reemplazo y entró al despacho.
A los diez minutos, Analía tocó la puerta y le acercó el café de siempre.
―Aldana me dijo que lo tomás sin azúcar ni edulcorante.
―Si, gracias...y...―Estuvo a punto de preguntarle por su amiga, si hablaron por la noche y si estaba al tanto de que él había recibido una visita en la oficina a última hora del día ―...nada más, cualquier cosa te llamo. ―Optó por callar.
La morena de cuerpo pequeño se retiró dejándolo a solas con su café.
La jornada fue intensa, pero se hizo de un tiempo por la tarde, cuando bajó al cuarto piso y se encerró en el despacho de la jefa de RRHH.
― ¿Cómo está Felicitas Rojas? ―Preguntó por la empleada atacada el día anterior.
―De licencia médica. Parece que anda con cuello ortopédico. ―Puso los ojos en blanco, evidenciando que no estaba muy conforme con el alcance de la lesión ―. Entre nosotros ―dijo Natalia Presta en un susurro e inclinando su toros hacia adelante ―, no tenía ni marcas ni heridas de consideración, pero supongo que habrá tenido sus influencias para que le den varios días de licencia médica y una entrevista con el psicólogo laboral.
―¿Pidió psicólogo?
―Que no te extrañe que después pida excedencia psiquiátrica por acoso laboral.
―No pensé que se tomarían tan a la ligera el trabajo.
―Hay mucha gente aquí que no es responsable con nada, Tobías. ―La cincuentona que parecía de sesenta por su cabello canoso y sus grandes gafas de aumento, resopló, conocedora de las miserias y estrategias laborales de los empleados ―. Mirá, con tu padre he forjado una respetuosa y amistosa relación y así como le dije a él, te lo digo a vos: conozco las mañas de todos los de esta empresa.
―La KGB pagaría bien por tus servicios. ―Tobías elevó sus cejas.
―¡Te juro que sí! ―expresó. Tobías, jugueteaba con el almanaque que la mujer tenía sobre su escritorio, ella lo vio algo inquieto, con la cabeza puesta en otro lado, pero no lo presionó para averiguar cuáles eran las verdaderas intenciones de su visita.
―No quiero sumariar a Aldana, pero no tengo otra alternativa. ―Tras un minuto de silencio, expresó en plena confianza.
―Lo entiendo y te juro que, si hay una persona que no se merece ni un día de suspensión, es ella. Siempre amable, dulce, tan trabajadora. Esa chica es un sol.
―Muy buena empleada.
―Cuando llegó acá, con esos ojos grandes y asustados, me dio mucha ternura. Los rumores en torno a que era algo más que la consentida de tu padre corrieron... ¡ufff! ¡Y cómo! Como reguero de pólvora. Pero ella hizo caso omiso, de la boca para afuera, claro. Se mantenía imperturbable bajo esas faldas de lana y esas camisas de estampado chiquito que la avejenta mil años. ― «El muerto se asusta del degollado», el jefe se ahorró el comentario.
―¿Mi papá qué decía de esos corrillos?
―Nada, sostenía que aclarar, oscurecía, así que siguió tratándola bien. La incitó a hacer cursos de idiomas y de manejo de herramientas informáticas. La chica en dos meses nos trajo un sinfín de diplomas y constancias de estudios para que agreguemos a su legajo.
A Tobías se le iluminó el rostro, con una idea un tanto alocada en la cabeza.
―¿Tenés la carpeta laboral de ella a mano?
―Por supuesto que sí. ―Resuelta, no cuestionó los motivos que lo llevaron a solicitarlo. Después de todo era el jefe y querría corroborar los conocimientos de su empelada por sí mismo.
Natalia le dio la espalda por un segundo y abriendo un profundo cajón etiquetado con las letras A-B, lo buscó dentro.
―¡Acá está! Aldana Antur. ―Apoyó una carpeta con el nombre de la chica en imprenta mayúscula escrito con rotulador negro.
A Tobías solo le importaba una cosa, pero fingió interesarse por el contenido de la carpeta, la cual contenía un CV bastante estándar, con poco diseño, pero con mucha información. La chica tenía efectivamente, veintiocho años, era nacida el 2 de noviembre y oriunda de Puerto Madryn, provincia de Chubut, Patagonia Argentina.
En el casillero de sus padres, ambos tenían fecha de fallecimiento y se lamentó por eso; él sabía lo que era perder una madre siendo muy pequeño. Continuó con su investigación y allí estaban esos diplomas de cursada y las notas con las que aprobó cada examen.
―Es muy buena alumna, se inscribió en varios cursos en simultáneo, online, y sacó sobresaliente en todos. ¡Y eso que esas academias no regalan nada de nota! ―Él asintió con una sonrisa.
Volvió a la primera hoja donde estaba su verdadero objetivo: el domicilio. Lo agendó mentalmente, sabiendo que su memoria recordaba lo que se le antojaba y la dirección de la casa de su secretaria, era algo que le importaba.
―Me tenés que dar el ok para sumariarla.
―Aun lo estoy pensando.
―Sería una mancha en su legajo.
―Y decíme Natalia, ¿no puede quedar como un secreto? Solo vos y yo sabríamos que de no ser por una grave provocación ella no habría reaccionado así. ―La mujer vio los ojos de ese muchacho y si no fuera porque era de público conocimiento que era un fiestero incurable y lo único que sentía por la chica era pena, juraría que esa actitud enmascaraba otro interés personal.
―Sabés que me estaría jugando el pellejo. Muchos vieron lo que pasó y no soy la única que maneja el sistema del legajo electrónico. Pueden consultar y verificar que no hay nada y la que voy a tener problemas soy yo.
―Lleguemos a este acuerdo para que no te veas perjudicada: hacé el procedimiento natural de la cuestión, pero yo no lo voy a firmar. Si alguien te pregunta por qué no se hizo efectivo, lo invitás a subir a mi despacho y que se las vea conmigo.
―Está bien.
―Y con respecto a esto, que no salga de estas cuatro paredes. Me voy a encargar de recompensártelo económicamente.
―Ay Tobías por favor...―ella se sonrojó ―, no corresponde...
―Si, corresponde. Es un favor...personal.
―Oh, bueno, si lo decís así.
―Y con respecto a temas de salario, ¿cuánto está cobrando esta chica? ―Señaló el archivo de la secretaria.
Ella investigó en su PC y le dio el monto exacto.
―Eso es el bruto.
―¿No le están liquidando las horas extras?―Curioseó Tobías.
―Me dijo que no las quería cobrar.
―¿Qué?
―Ficha la salida a las 5 de la tarde, como si se fuera a esa hora y se va por el costado cuando Roberto, el de seguridad, la abre la puerta lateral. Así que técnicamente, sale a las 5, pero se queda con vos hasta que te vas. ―Tobías enmudeció ―. Ya le dije que no lo haga más porque de tener, Dios me libre ―y se persignó ― un accidente laboral cuando sale de acá a la noche, el riesgo no le correspondería ser cubierto.
―Por supuesto que no. ¿Y por qué no quiso cobrar las horas extras? ¿Qué clase de obra benéfica piensa que hace con eso?
―Dice que te estás adaptando, que en su momento Jorge le tuvo mucha paciencia y que en cuanto vos estés más ducho, ella ya se irá a la hora correspondiente.
Tobías cayó desplomado en la silla. ¿Qué clase de culpa divina estaba pagando esa chica que todo lo hacía desinteresadamente y por el bien de la humanidad? Alejó esos cuestionamientos, prometió ocuparse del salario de la jefa de RRHH y el de su secretaria y regresó a su oficina, donde lo esperaba una reunión.
Al terminar la jornada laboral, Analía se despidió con amabilidad no sin antes dejarle sobre el escritorio una bolsa con una caja que le habían traído para él.
―Gracias por reemplazar a Aldana.
―De nada, aunque nunca llegaré a su nivel.
―Claro que sí, es cuestión de tiempo.
―Oh, no, te juro que no. Pero no importa, me alegra que te hayas sentido satisfecho con mi desempeño.
Cuando ésta se marchó, Tobías abrió la caja y sacó el celular. No era último modelo ni de lo mejor del mercado, pero las funciones que necesitaba que tuviera, lo satisfizo.
Agendó el número provisto por la compañía de telefonía móvil y se puso como contacto principal, con su nombre y apellido.
Tomó su celular, un I-Phone de última generación y mensajeó a Iris.
―Esta noche estaré a la 1 a.m. aproximadamente.
―¿Tan tarde? ―Cuestionó ella.
―Tengo una cena de negocios. ― ¿Desde cuándo tenía que dar explicaciones?
―Está bien, hoy no te me escapás.
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UBA: Universidad de Buenos Aires.
Pancho Dotto: reconocido empresario titular de una prestigiosa agencia de modelos.
RRHH: Recursos Humanos.
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