6
Cuando llegó a la oficina al día siguiente le dolía el alma; ver a su padre abatido, lejos del entusiasta deportista y empresario omnipotente que proyectaba, lo devastó.
―Tobías, acá te dejo el café. ―Como lo hacía habitualmente, Aldana apoyó la taza en el escritorio cuando notó que Tobías se agarraba la cabeza con las manos y le dirigía una mirada triste que le anudó la garganta de tristeza. ― ¿Te sentís bien?
―No. ―Y una lágrima solitaria le rodó por la mejilla.
Tobías no era un tipo de mostrar sus emociones en público, mucho menos en el ámbito laboral. Pero sentía un gran agobio; las presiones de ese nuevo puesto, las exigencias de un trabajo a distancia que no podía terminar de organizar y la inminente muerte de su padre, representaban una carga muy pesada de sostener.
Solía mostrarse como un tipo frío, analítico, adepto a las fiestas, a las mujeres ocasionales y poco comprometido con los afectos.
Sin embargo, haber visto a Jorge tan desmejorado lo sensibilizó más de la cuenta. Aldana se sentó frente a él y le ofreció un té en lugar de café. Todos los males del mundo, para ella, se solucionaban con un té de tilo.
―No, gracias, pero quedáte por favor. Quiero que me suspendas todas las reuniones de hoy. ―Ella no preguntó para cuándo postergaba las cosas, ni qué hacía con los enviados de un laboratorio alemán que prometían una interesante inversión. Ya se las arreglaría.
¿Este niño bonito tendría problemas de corazón? Aldana no lo creía posible; todos los días ante de irse lo encontraba en la misma posición, sonriendo embobado contra el vidrio mientras hablaba por teléfono.
Supuso que no se trataría de una pareja estable sino de uno de esos romances que no salían a la luz, esos con los que cualquier revista llenaría varias páginas.
―Está bien. No hay problema. ¿Algo más que pueda hacer por vos?
Tobías levantó la mirada encontrando el rostro dulce y tierno de su secretaria. Llevaba, extrañamente, el cabello suelto ligeramente ondulado y lucía un vestido de lanilla negro hasta las rodillas, como si fuera un jumper de colegio. Lo que tenía de bonita lo tenía de aburrida para vestirse.
―Habláme de mi papá. ―La sorprendió.
―¿De tu papá?
―Si, de él. Prometo explicarte por qué te pido esto cuando termines.
Aldana tartamudeó ante el pedido, pero accedió. No le resultaría difícil hablar de lo mucho que lo admiraba, de su gentileza para con el personal y de lo educado que era. Eso y que jamás lo había visto enojado además de haberla ayudado mucho a progresar y estudiar. No ahondó en los detalles escabrosos que la habían vinculado con él.
―Yo no sabía más que hacer algunas cositas en la PC y él me dijo "no nena, vos vas a hacerte una carrera acá adentro. Te anotás en este, este y este curso ahora mismo". ―Ella imitó su voz respetuosamente, algo que le dibujó una sonrisa en el rostro a Tobías de manera inesperada. Fue como encontrarse con una brisa de aire fresco en el mismísimo infierno. Dana siguió ―. Así fue que en un mes y medio aprendí francés, italiano, portugués y algo, alguito pequeño, de alemán. Ese me costó más. Lo último que perfeccioné fue el inglés, que ya tocaba de oído.
―Sos brillante.
―Nada más lejos, creo que fueron mis ganas de quedarme con este trabajo y en este lugar donde siempre se me trató bien.
―Decime, Aldana, con una mano en el corazón y siéndome franca, sin intenciones de ofenderte... ¿vos y mi papá nunca...? ―La pregunta era desagradable, pero no era la primera vez que ella la enfrentaba. En lugar de salir furiosa como le sucedía al principio, tomó aire y respondió con naturalidad.
―En absoluto. Su padre siempre fue un caballero y yo ocupé el lugar que me correspondía con altura. ―Tratándolo de usted marcó un límite profesional, una fría distancia que echó por tierra cualquier duda.
―Perdonáme, fue una pregunta inadecuada.
―Le diría que sí, si no fuera mi jefe. ―Coqueteó con el doble sentido. Y a Tobías le agradó.
―No volvamos al usted, me deprime. ―Ladeó los labios ―. Si no tenés compromisos, ¿querrías almorzar conmigo? Hoy Giovanni no viene y no tengo ganas de estar solo. ―Su pedido fue suplicante, sin segundas intenciones ni en plan de conquista por más que Dana le atraía como mujer.
―Oh, sí, claro. ―¿Cómo negarse? Era su jefe y se lo veía abatido ―. ¿Querés que reserve en algún lugar en especial?
―En "La Parolaccia" está bien, los dueños son amigos de la familia.
―Está bien. ¿A la una?
―Perfecto.
Aldana se puso de pie sin recordarle a su jefe que le había prometido justificar el motivo de la pregunta sobre Jorge.
A la hora del almuerzo salieron juntos y aunque ella hubiera querido que no ocurriera de ese modo, él no tuvo reparos en decirle a Analía y exponer ante la vista de todos que iba a almorzar con su secretaria.
―En una hora volvemos. ―Anunció mientras que Dana se volvía diminuta.
La chica sintió que todas las vistas se posaban en ella y en su vestido que no tenía el glamour que una trattoria como a la que iban a ir, merecía. Con el tema de mejorar vestuario aún pendiente, se prometió ir cuanto antes a una tienda para mejorar su aspecto.
Caminaron por el Boulevard Grierson unos pocos metros y en lugar de tomar Olga Cosentini, fueron por Pierina Dialessi para disfrutar del río, de las lejanas grúas amarillas tan características de Puerto Madero, las gaviotas dando vuelta alrededor del agua y los veleros apostados en el club de yatch. Los viejos bloques de ladrillo, antiguos diques navieros, se mixturaban con los imponentes edificios de cristal y acero, vanguardistas y temerarios, íconos de la riqueza empresarial de los últimos treinta años.
Cuando llegaron a destino a los diez minutos, Tobías decidió ir adentro del salón; la brisa de abril era traicionera y no deseaba interrumpir su almuerzo por una lluvia inesperada.
Se acomodaron junto a la ventana y los abrazos de parte del encargado del local hacia Tobías no se hicieron esperar. Mientras que ellos hablaban, Dana estaba atenta a los mensajes que su amiga le enviaba al celular, en los cuales pedía con tono exigente los detalles de la cita. Lo cierto, es que la secretaria no dejaba de martirizarse por ser la comidilla de los chismosos de siempre: pronto correría el rumor que estaba buscando beneficio propio al aceptar salir a almorzar con el jefe y eso era inadmisible.
―Tenés cara de preocupada. ―Expresó Tobías de regreso a la mesa y ella, sin haber detectado que su jefe no hablaba más con el encargado del local, se ruborizó.
―Oh, no, nada importante. ―Minimizó guardando el celular en su bolso nada sofisticado y de segunda línea.
―¿Te parece ordenar? Estoy muerto de hambre.
Cuando el camarero se acercó, él pidió un plato de sorrentinos de salmón con salsa rosa. Ella optó por ñoquis. De beber agua, para los dos.
Hablando de su trabajo en Normandía, la conversación se centró en su pasión por los caballos y en la etapa en su vida en la que aprendió a cabalgar en el campo de sus padres en San Pedro, al norte de la provincia de Buenos Aires, una localidad de grandes estancias y espacios verdes.
―Tenía cuatro años para entonces y mi mamá hacía poco menos de un año que había fallecido. Mi papá no quería saber nada con que cabalgara, pero me puse firme y terco, tal como lo continúo siendo ahora. ― Aldana se echó a reír con gracia y a Tobías no le fue indiferente esa soltura. Su sencillez no se remitía a su vestuario o a su maquillaje poco cargado, abarcaba también su gusto por la comida y así se lo confirmó inconscientemente en otro pasaje de la conversación.
―No soy muy complicada, como de todo. De chica no podíamos darnos el lujo de elegir menú. ― Tobías sospechó que detrás de ese gesto que tuvo a sus ojos azules y opacos vagabundeando por el cristal a través del cual miraba hacia el dique, se escondía una infancia repleta de privaciones.
―¿Tenés hermanos? ―Él cambió de tema y Dana se lo agradeció en silencio.
―No.
―¿Mercedes es de ir a la oficina? Desde que yo llegué ni aparece, siempre tiene excusas.
―No era de subir a la oficina de tu papá, cada tanto salían a almorzar, pero esporádicamente. Las veces que me la crucé fue en el área de desarrollo e investigación.
―En su piso.
―Exacto.
Al momento de pagar la cuenta ella revolvió dentro de su cartera y contó los billetes esperando que le alcanzara para el almuerzo; en esa clase de sitios, hasta el menú más simple del mundo costaba un ojo de la cara.
―¿Qué estás haciendo? ―Acusó él con el ceño fruncido.
―Buscando dinero para pagar mi plato.
―¿Te volviste loca? Yo te invité.
―No, no...no puedo aceptarlo.
―Yo te pedí que me acompañes, es lo mínimo que puedo hacer por vos. Dejáme ser galante, por favor. ―Ella agradeció curvando los labios tenuemente, sin atisbo de descontrol.
Tobías realmente se sentía atraído por esa belleza delicada, distinguida, esa preciosura que tenía frente a él. Nunca la notaba desbordada, casi que dudaba de que tuviera sangre en las venas.
Las mujeres con la que salían eran atractivas, dispuestas, inquietas en sus modos con tal de llamarle la atención y se deshacían en reverencias para agradecerle cuando las invitaba a cenar o a pasar una noche de hotel.
En cambio, su secretaria era un enigma.
Era muy propia, dueña de cada gesto, medía la cantidad de elogios que ofrecía y no reía groseramente. En esas semanas que llevaban tratándose, le conocía tres reacciones: cuando estaba atenta y receptiva a sus órdenes, en la cual los labios finos se limitaban a conformar una sola línea; una segunda sonrisa, apocada, apenas curvando los labios, frente al público común y una tercera, la que desplegaba con su amiga, en la que mostraba los dientes y se le dibujaba un hoyuelo simpático a cada lado de las mejillas y sus ojos resplandecían como el cielo veraniego.
Al salir del local gastronómico con la promesa de volver, el viento que anunciaba lluvia, le revolvía el cabello con insistencia. Dana luchaba con acomodárselo detrás de la oreja, en vano. Incluso a él, el jopo se le iba de un lado al otro hasta que dio por perdida la batalla.
―Mmm, me parece que vamos a tener que caminar más rápido. ―Tobías le señaló una nube negra tras de ellos.
―No pagué la última cuota del gimnasio, se va a notar que me falta entrenamiento. ―Esa simple humorada, fuera de protocolo, lo descolocó, dejándolo mudo e inmóvil ―. ¿Vamos? ―Ella lo despertó de esa extraña nube en la que esa muchachita lo había envuelto desde que la vio escribir en su caótica agenda.
―Sí, sí, desde luego.
Intempestivamente, se desató el vendaval sobre ellos y los pocos transeúntes de la zona. Chillando por el agua fría, se guarecieron bajo los aleros de las construcciones circundantes y se pegaron a las paredes de las construcciones para evitar que las cornisas descargaran sus chorros en sus cabezas.
Entraron atropelladamente al edificio, interceptaron un ascensor vacío recién llegado a planta baja e ingresaron. Él presionó el botón número ocho sin dejar de notar que ella tiritaba. Le fue imposible concentrarse después de lo que vio: el cabello de ella chorreaba en su espalda y sus pezones, bajo el vestido de corderoy negro y la delgada blusa blanca, fueron dos botones repujados. Tobías disimuló su excitación y disimuladamente, cruzó las manos sobre su entrepierna, como un jugador de fútbol protegiendo el arco de un tiro libre.
Al llegar al octavo, le permitió pasar en primer lugar y de inmediato, la vio salir corriendo hacia los sanitarios.
La magia llegaba a su fin y él se quedaba con gusto a poco en la boca.
Al llegar al baño, ella se estrujó el pelo sobre el lavatorio y se avergonzó por notar que sus pezones, a causa del frio, decían presente bajo la tela gruesa de su atuendo.
Insultó en silencio ignorando si había alguien en los cubículos.
Agitó su cabello e inteligentemente, se hizo una trenza espiga que se mantuvo agarrada por la humedad; luego se secó el rostro, corrigió su maquillaje con un tisú guardado en su bolso cruzado y a punto de salir, la voz de Felicitas Rojas la detuvo.
―¿Así que el jefe te invitó a almorzar? ¡Qué suerte la tuya! ―Aquella mujer era la maldad en estado puro. Adicta al chusmerío y los rumores de alcoba, nadie quedaba a resguardo de su malicia.
―Si, me invitó a almorzar, soy su secretaria. ―Le dio innecesarias explicaciones.
―Vos sí que te acomodaste bien: primero te moviste al viejo y ahora, al hijo. Aprendiste rápido. ―Cuando la rubia de metro sesenta y curvas de plástico le pasó por al lado, Dana no pudo evitar sujetarla de la muñeca y darle un leve zarandeo.
― ¿Qué ganás con burlarte de mí y hacer correr rumores que no son ciertos?
― ¿Yo? ¡Nada! Y soltáme, bruta. ¿O en tu casa no te enseñaron buenos modales? ¡Bah, qué modales podés tener si sos la hija de una puta y un asesino! ―Aquel golpe bajo, demasiado bajo, le hirvió la sangre y con enceguecedora fuerza la arrinconó contra los mosaicos de la pared, sujetándola del cuello.
―Volvés a hablar de mi familia y no me va a importar hacerte tragar el rollo de papel higiénico entero... ¿me entendiste? ―Para entonces, una de las amigas de la rubia comenzó a gritar, desquiciada.
Dana rápidamente supo que había traspasado el límite de la cordura y a pesar de tener la excusa suficiente, que había reaccionado motivada por la maldad de su compañera, no debía dejarse intimidar por esa maldita.
Felicitas exageró el ahogo y se tiró en el piso diciendo que había sufrido un vahído. Fabiola, su compañera de andanzas, llamó a un doctor a grito pelado y el escándalo no tardó en tomar el piso y llamar la atención de todos.
Tobías, alertado por el bullicio, se acercó al sector de aseos donde se figuraba una escena surrealista: una empleada tosiendo y lloriqueando, siendo asistida por el médico y Aldana, de pie junto a Analía, tratando de explicar que no le había hecho nada grave.
―¿Qué está pasando acá? ―El jefe se abrió paso para ponerse en cuclillas y hablar con la, aparente, víctima de la situación.
―Ella ―dijo, acentuando su afonía ―me quiso ahorcar.
― ¿Qué? ¿Aldana? ¿Ahorcarte?
―Señor, yo puedo explicarle...― Aldana rompió su estaticidad para aproximarse a Tobías, quien en una rápida maniobra se puso de pie y le ordenó que lo esperara en su despacho.
―¡Ya mismo! ―Espetó enojado, como el director de colegio.
Analía quiso interceder, pero Aldana no se lo permitió, aceptando que se había extralimitado.
Tal como le pidió Tobías, aguardó por su jefe pacientemente en el despacho de éste, mirando el modo en que la lluvia caía sin cesar y fuertes rayos descargaban su potencia sobre el Rio de la Plata.
Cuando escuchó que el picaporte giraba y el clac de la puerta la trababa, giró con parsimonia. Se había ganado una buena reprimenda, una segura suspensión.
Tobías la miró intrigado y se lo hizo saber.
― ¿Qué fue eso que pasó en el baño?
―Lo lamento, Tobías. No va a volver a pasar. ―Avergonzada se miraba la punta de los zapatos negros, estilo Guillermina. Se le formó un nudo en la garganta, recordando cuando Juan José la reprendía y la castigaba.
―Aldana, ¿qué pasó ahí?
―Nada de importancia.
―Aldana, no me chupo el dedo, ¿eh?
―No fue mi intención que lo piense. ―Lo volvía a tratar de usted, acrecentando la exasperación en su superior.
―Entonces sacáme de dudas y decíme qué sucedió.
―Me equivoqué. Hacéme un sumario, aprehendéme ante recursos humanos.
―No, Aldana, no ―Vehemente, él se ubicó a menos de un metro, una distancia perturbadora para ambos. Compartían espacio y oxígeno. Tobías mantenía los brazos en jarra, exigiendo respuestas. ¿Por qué se cerraba como una tortuga, escondiendo el cuello y guardando su verdad en un caparazón inquebrantable? ―. Aldana, háblame, la paciencia no es una de mis virtudes.
Ella no quería llorar ni hablar de lo sucedido, pero su jefe la presionaba con toda la razón del mundo.
―Aldana, Dana...―Apelando al diminutivo de su nombre y sin que su secretaria lo espere, le elevó la barbilla con su dedo índice, identificando una mirada frágil y arrepentida color azul ―. Dana, decime, ¿qué ocurrió? Encuentro a una empleada tirada en el piso, que me dice que intentaste estrangularla en el baño, ¿cómo se explica eso?
―No fue tan así.
―O sea que algo así, fue.
―Ella me dijo algo impropio y no pude contener mi disgusto. Perdón, Tobías, merezco que me suspendas.
―Sí, aunque me moleste hacerlo, no me queda otra. Si no lo hago ella va a hacer un escándalo y tampoco sería justo. Comprenderás que no puedo tolerar esa clase de conductas dentro de mi empresa y entre mis empleados.
―Me parece bien, ahora si me lo permitís, quiero retirarme. ―Ella buscó escabullirse, pero él se interpuso en su camino como un gran muro de concreto. Identificó su perfume avainillado, mezclado con notas florales, el cual lo hizo temblar y abrir las fosas nasales más de lo necesario para retenerlo en su mente.
Ella entrecerró los ojos, inhalando esa fragancia atabacada que desprendía su camisa blanca bajo el saco gris oscuro. Dana deseaba avanzar hacia su puesto, olvidarse del tema, pero él no estaba dispuesto a hacerlo y tenía todo el derecho de insistir.
― ¡Aldana, carajo, mírame! ―Molesto, cansado por todas las sensaciones que se golpeaban dentro de sí, gruñó. Al instante se disculpó por su exabrupto y compuso su tono de voz ―. Necesito que me digas cómo se sucedieron los hechos, porque de eso, dependerá mi sanción: un día, dos, diez o tu renuncia.
Dana era consciente de que esa terrible actitud podría costarle el trabajo por el que tanto luchaba a diario y se había prometido cuidar.
―Felicitas me agredió verbalmente al deslizar que era una trepadora. ―Continuó sin mirarlo, ampliando sus argumentos. Ninguno de los dos se movió, había un pelo de distancia entre ellos y un enredo de sensaciones dominándolos.
―¿Trepadora?
―Sí, así como vos me preguntaste si entre tu papá y yo había sucedido algo, muchos lo han pensado antes. Y de seguro, haber almorzado el día de hoy con vos, nuevamente puso en tela de juicio mi reputación. ―Evitó mencionarle lo dicho sobre sus padres, la gota que había rebalsado el vaso.
―O sea que ella sugirió que vos y yo tenemos intereses particulares por fuera de los laborales.
―Algo así.
―Entiendo.
―Obviamente soy adulta y responsable de mis actos; no debí sujetarla del cuello.
―Claro que no. Apenas salgas de acá, fíjate si sigue en enfermería y pedíle que venga a hablar conmigo.
―No, no, voy a quedar como una buchona. ―Subió la mirada, miedosa. Tobías recorrió sus rasgos de un modo preciso; ella era armonía pura, sus ojos eran de ensueño y su rostro el de una muñeca de porcelana. «¿Por qué reaccionaste así, linda?» ―. Me va a hacer la cruz, no me va a dejar tranquila. Suspendéme y ya. ―Su aliento le rozaba la barbilla a su jefe, con una barba de una semana escandalosamente sexy. Tobías le llevaba casi una cabeza.
―Está bien, no la convoques, pero tendrían que pedirse disculpas mutuamente.
―Nuestro enfrentamiento es histórico.
―Es una pena. De todos modos, espero que no haya nuevos altercados, esto es una oficina, no un ring de boxeo.
―Entendido. ―Ella regresó la mirada al piso.
―Tomate el día de mañana, aprovechá a descansar. Han sido semanas muy duras.
―Perdón Tobías, no quería decepcionarte. ―Su tono le sonó a desgarro y movilizado por un impulso que no supo dominar a tiempo, le tocó la mejilla con el perfil de sus dedos. Ella se apartó dando un paso hacia atrás, asustada. Él no claudicó con su contacto y a falta de una, la acarició con las dos manos. La obligó a mirarlo, la buscó con determinación.
―Dana, nunca, pero nunca, me vas a decepcionar.
―No podrías saberlo.
―Claro que puedo. ―A punto de darle un beso en la boca que sería el inicio de la catástrofe, corrigió el camino de sus labios y posó sus labios en la frente de su secretaria. ―Por favor, adelantá los temas pendientes así mañana no recargo de trabajo a Analía.
Ella tragó duro, absorbiendo la cercanía, ese beso sutil y caliente sobre su piel y ese tono ronco y sereno con el que la trató.
―Gracias Tobías, sos muy considerado. ―Para cuando estaba tomando el picaporte, él hizo una última apreciación.
―El lunes, cuando todo esté más tranquilo, vamos a hablar de tus condiciones contractuales.
― ¿De mi contrato?
―Andá a lo tuyo, el lunes hablamos del tema. ―Repitió y ella se marchó albergando una inquietante sensación en su pecho.
A las ocho de la noche, todo el trabajo estaba listo. Analía no tendría más que consultar la agenda y hacer los llamados pertinentes, nada que no supiera hacer. A punto de irse, sonó su interno.
―Despacho del señor Fernández Heink, buenas noches. ―Ya se había acostumbrado al apellido de su nuevo jefe.
―¿Dana? Te habla Alberto, de seguridad, hay una señorita aquí en recepción de planta baja, pide subir para hablar con el señor Tobías. ¿La hago pasar? ― Aldana se quedó pasmada. Pasó las hojas de la agenda; ninguna anotación, ni su propia memoria, daban cuenta de una cita con una mujer.
―Alberto, le pregunto a Tobías y te confirmo, ¿dale?
―Dale, te espero en línea.
Aldana se acercó con prisa la puerta del despacho de su jefe, golpeó y ante la aceptación, ingresó.
―Tobías, hay una señorita en planta baja. Pidió subir a verte, pero no la tengo agendada y...
―Decíle que pase.
―No te dije el nombre. ―Se le cortó la voz.
―No importa, yo le dije que venga a esta hora. Vos ya podés retirarte, Dana. Nos vemos el lunes, ¿sí? ―La secretaria se quedó de piedra. A las ocho de la noche, en una oficina que no quedaba nadie, era obvio que no hablaría de trabajo con una mujer que ni siquiera estaba agendada. Imaginando los planes de su jefe, carraspeó y se marchó con un tibio adiós, incómodo y molesto.
Terminó de guardar sus pertenencias con algo de torpeza; la caricia de la tarde, el almuerzo en Puerto Madero, la ternura con la que le hablaba, eran parte de un espejismo con el que se había entusiasmado.
¿En qué momento pudo haber pensado que existía una mínima posibilidad de que él se fijara en una opa como ella? Una tímida, remilgada y poco arreglada secretaria.
Ese intercambio de miradas la había hecho flaquear, le había pulverizado las rodillas. Esas semanas junto a él, recibir sus modos amables, sus adulaciones, descubrir cómo le gustaba el café y esos detalles que la hicieron sentir especial, caían en saco roto.
Una triste realidad la cacheteó; no era ni más ni menos que el trato que Jorge le daba y no por eso significaba algo.
Angustiada, evitó sollozar cuando vio que una morena despampanante tan alta como ella ingresó a paso firme al octavo nivel del edificio.
―Ho, hola...perdón...pasé directamente porque pensé que...―balbuceó la morena cuando la vio ponerse de pie tras su escritorio.
―El señor la está esperando, ya le advertí de su llegada.
―Muchas gracias.
Tobías salió de su oficina apenas escuchó que las muchachas intercambiaron palabras. Lo que vio no lo defraudó: la recién llegada era una hembra impactante, con unas curvas soñadas y un mono negro de fibrana que, si bien era holgado en sus piernas, se cruzaban por delante de sus pechos los cuales, sin corpiño, se bamboleaban a medida que caminaba.
Tobías y ella se estrecharon en un gran abrazo; él y ella se conocían muy bien desde antes que él viajara a Francia.
―Hasta el lunes. ―Susurró Dana, pero nadie le respondió y un horrible complejo de inferioridad le acordonó las cuerdas vocales. De no ser por el almuerzo, ese día había sido asqueroso.
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Mover: vulgarmente tener relacione sexuales.
Buchona: delatora.
Opa: que no sabe nada, tonta.
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