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30

Decepcionada y con los músculos entumecidos, se marchó a su casa sin siquiera despedirse de su jefe. Hacia las seis de la tarde Tobías continuaba inmerso en una reunión, percibiendo que su secretaria ya no estaba allí como para salir en su búsqueda y explicarle que entre él y la brasilera ya no pasaba nada.

Aldana se vistió con el más deshilachado de sus pantalones y la más ancha de sus remeras. Faltaban un puñado de horas para viajar con Tobías a Puerto Madryn y acababan de tener, inoportunamente, la primera discusión desde que eran pareja.

Los planes trazados parecían irse al tacho; habían decidido que él la recogería al día siguiente, el viernes y feriado 25 de mayo, para despegar desde el aeropuerto privado de San Fernando.

Todo se había desmadrado en un abrir y cerrar de ojos.

Lo cierto es que nadie en la oficina sabía cuál era el vínculo sentimental que los unía; Tobías a menudo insistía con aclarar esa situación ante los empleados, obteniendo puras negativas de su parte ya que no deseaba verse envuelta en comentarios desatinados. Él, retrucaba sosteniendo que, para acallar los rumores, lo mejor era actuar con la verdad, sin ocultamientos.

Lloró, pero mucho más insultó al cosmos. Odió ver a la morena apostarse en la oficina siendo gran dueña y señora, como si tuviera alguna clase de derecho sobre Tobías. Sin embargo, la tensión en el rostro de su jefe al notar la presencia de la mujer, fue evidente.

Las voces menos comprensivas en su cabeza, esas maliciosas que atentaban en su contra, le decían que él jamás cambiaría porque "el zorro pierde el pelo, pero no las mañas".

Eran más de las ocho cuando en el sillón, donde habían tenido sexo más que interesante, sintonizó "El diario de Bridget Jones".

―Maldito seas, señor Darcy. ―De brazos cruzados, insultaba al personaje de cine.

Para entonces el timbre sonó y poniéndose de pie de un respingo, supo quién era. La lluvia era despiadada, pero más despiadada estaba siendo ella al no atender y dejar que quien estuviera abajo, contrajera neumonía.

Pasaron varios segundos hasta que se dignó a levantar el tubo del portero ante el tercer ring.

―¿Si? ―preguntó maldiciendo a su traicioneras piernas que la hicieron levantarse del desvencijado sofá, a su traicionero brazo que se extendió para llevar a su traicionera mano que atendiera el puto timbre.

― Aldana, tenemos que hablar. ―Estaba tiritando.

―Lo siento, equivocado. ―Y colgó. De nuevo el timbre ―. ¿Sí?

― Aldana, tenemos que hablar.

―Ahora estoy ocupada, no puedo.

―No seas cruel, me estoy mojando.

―Abríte el paraguas o volvéte a tu casa.

―Aldana, dale, no te comportes como una nena.

―Y vos dejá de hacerte el pistolero que no sos el sheriff del condado. ―Advirtió una risa socarrona del otro lado.

Divirtiéndose a costillas de su jefe, lo quería hacer sufrir. Sin embargo, cuando se había habituado a ese ida y vuelta ridículo, el portero no volvió a sonar. Desilusionada, confiada en que él insistiría un poco más, levantó el tubo y solo escuchó la bocina de algunos autos y el spray de las llantas pasar sobre la calle.

Arrastrando las pantuflas, finalmente se dejó caer en el sofá cuando un golpe seco en su puerta la sobresaltó. El corazón le bombeó con fuerza: ¿era posible que él hubiera logrado entrar al edificio gracias a la generosidad de algún vecino?

Abrió de golpe, sin pensar, y así de impulsivo como siempre, un húmedo torbellino llamado Tobías la atrapó entre sus brazos, pateó la puerta con la punta del pie para cerrarla luchando con su inestabilidad y le dio un beso que equivalió a mil pedidos de disculpas.

―Perdonáme, perdóname, perdonáme. ―Tobías le suplicaba mientras le posaba besos en los labios, en los pómulos, en los párpados ―. Perdonáme por ser un idiota. Quiero demostrarte que te amo y que todo el mundo sepa que sos mía y yo soy tuyo... ―Había dicho "mía" y "tuyo". Aquello fue revelador para ambos.

Tomaron una mínima distancia, la suficiente para reconocer que los dos estaban sintiendo aquello que tanto les costaba asumir y aceptar.

―Me dijiste...

―Si, Aldana. Que te amo. Que soy tuyo. Todito. ¿No es obvio? ―Tobías nunca había estado tan seguro en su vida de algo.

―Tengo miedo...―Ella le confesó en un susurro estrangulado.

―¿De qué?

―De no ser lo suficiente.

―Ya hablamos de esto.

―Lo sé, pero mujeres como las que aparecen y te reclaman en la oficina me hacen sentir mal, poca cosa.

―Lo que decís es un sinsentido. ¿Qué parte del "te amo" seguís sin entender? Nunca lo pronuncié en mi vida...―Él se ensañó con su boca, la apretó formándole un frunce que ajustició con ímpetu. Con prisa se deshizo del traje húmedo y sin perder tiempo la calzó en su cintura llevándola hacia la habitación de a seis zancadas briosas.

Sobre el colchón la hizo rebotar y deseándola de un modo descomunal, le quitó los pantalones de un tirón, arrastrando su bombacha poco sensual. Tobías se había acostumbrado a su ropa íntima sin gracia, pero no le importaba porque así fueran sexis o no, apreciaba más tenerla desnuda.

Bajó la bragueta de su pantalón de sastre negro, una de las creaciones de Sofía, y con precisión suiza, la embistió sin preludios, con esa bravura que lo dominaba. Aldana gritaba desaforada, como si los vecinos ya no existieran.

Él amaba a esa mujer pasional y desinhibida tanto como a la tímida y pudorosa que se sonrojaba por cualquier mínima cosa. No se quitaron las prendas que cubrían sus torsos, sino que se dedicaron a saciar ese instinto primitivo y volcánico que los enloquecía.

Tobías le mordió el labio inferior, ella jadeaba, le buscaba la lengua, le besaba los labios, le mordía el mentón.

Eran pasión, sangre agolpándosele en las partes más privadas de sus cuerpos, allí donde se conectaban sus sexos, donde el mundo empezaba y terminaba. El jefe empujaba hondo, profundo, buscando ese tesoro bien guardado que siempre lo esperaba en el mismo lugar para ser descubierto.

―No puedo vivir sin vos...―Exhaló él en un dejo de conciencia.

Descubriéndose menos adepta a las palabras, ella respondió lo mismo, en completo silencio, en medio de un pacto secreto con su corazón.

Para entonces, Tobías encontró sosiego tras un quejido criminal que le atravesó la columna, le pulverizó hasta los huesos; Aldana halló el paraíso un minuto después, cuando los dedos de su amante aceleraron el final de la historia.

Jadeantes, sudados, se acomodaron uno al lado del otro en la cama. Ella desnuda de la cintura para abajo y él con los pantalones abiertos.

Cuando logró componerse, Tobías quedó únicamente en bóxer y se acercó a la ventana, donde fumó un cigarrillo a expensas de la lluvia fresca que salpicaba el antepecho.

―Aun no armé la valija. ―Gruñó el jefe, sin ánimos de regresar a su casa.

Ella apareció por detrás, envolviéndolo con sus brazos, atrapándolo, pidiéndole con tono aniñado que no se fuera. Él no tenía voluntad para hacerlo, pero no podía ir a Puerto Madryn a conocer a su familia con un solo traje y con la bragueta manchada con semen y el descargo de Aldana.

―De tener un departamento propio te llevaría para allá y no tendríamos que estar padeciendo esto.

―¿Necesitás que te preste plata para comparte uno? ―Dana bromeó.

―No, gracias. ―Dio un resoplidito, festejando el chiste ―. Es que...en realidad tengo uno desocupado, quiero venderlo y comprar uno nuevo. Aun me quedan muchas cosas por resolver y acomodar en Buenos Aires. ― Aldana pensó en París, en que él no renunciaría -ni le correspondería hacerlo - a sus compromisos en la ciudad francesa. Evitó que esa especulación la entristeciera, regresó a la cama y se puso la bombacha y el pantalón. Él percibió que las cosas se enfriaron entre ambos, pero fue la ocasión justa que le permitió tomar el coraje para marcharse.

Fueron de la mano hasta la puerta y para cuando él estuvo próximo a despedirse, ella sacó una llave de su manojo.

―Tomá, estoy desabrigada para salir y no me siento igual diciéndote chau acá arriba que saludándote segundos antes de que te metas en el taxi. Se me parte el corazón cuando te vas. ―Le hizo puchero, estrujándole el corazón ―. Mañana me la devolvés y listo.

―O no te la devuelvo nunca así entro por las noches...

―Mmm...y yo te dejo entornada esta puerta... ¡excitante! ―Se colgó de su cuello con un último beso que empezó siendo suave, creció con el paso del tiempo y terminó en un toquecito débil.

―Hasta mañana, hermosa...

―Hasta mañana, hermoso...

***

Salieron del aeropuerto internacional de San Fernando ubicado en la localidad homónima del norte del GBA. Allí los esperaba un Jet privado con capacidad para seis pasajeros. El piloto, un hombre de bigote, cabello ondulado y blanco como la nieve, se fundió en un gran abrazo con Tobías.

―Esteban es el mejor piloto del mundo. ¡Y el más caro! ―Apuntó el empresario.

―Es feriado, ¿qué pretendías? ― Aldana se sonrió ante aquel comentario repleto de complicidad, Tobías se había gastado una pequeña fortuna en alquilar la avioneta y pagarle los honorarios a ese buen hombre por un vuelo de hora y media.

Al subir, guardaron su mínimo equipaje y se ubicaron en butacas enfrentadas. Tobías no haría de ese viaje un aburrido trayecto, claro que no. Tenía un plan secreto. Aldana lucía tan radiante, con sus mejillas sonrosadas y sus ojos redondos sin maquillaje, enamorándolo, inexplicablemente, un tanto más.

Mil pensamientos le cruzaron por su mente y un sentimiento nuevo e inesperado en su interior, lo llenaba de orgullo. Se descubrió envuelto en las mieles del amor; era adulto para reconocerlo, no deseaba ocultarlo, aunque sabía que tenían muchos secretos por develar y situaciones que atravesar.

Mientras ella se tomaba tiempo para escribirle a Analía, él la miró de lado, sin invadirla; la soñó vestida de blanco, para él, frente al altar.

Esa imagen le colapsó la psiquis, le ocupó cada recoveco de su cuerpo.

Por ella dejaría atrás todos sus vicios. Su psicólogo se haría un festín cuando se reunieran en París y le dijera que había una argentina que le estaba robando la razón.

Respetando las medidas de seguridad, se colocaron sus cintos y despegaron. Rápidamente y gracias al cielo diáfano, el jet alcanzó la altura deseada y pudieron disponer de su tiempo como gustaran.

―Sacáte las zapatillas. ―Le señaló sus Converse negras.

―Hoy es feriado, ¿también me vas a dar órdenes?

―Quiero darte los masajes más placenteros que hayas tenido en su vida, pero si los rechazás... ―Él le concedió una sonrisa maliciosa a la que ella respondió con atrevimiento, inclinando su cuerpo y jalando del cuello de su camisa, atrayéndolo hacia ella.

―Jamás podría rechazar una propuesta semejante.

No solo la oferta era interesante, sino que estaba cayendo en un orgasmo visual al tenerlo tan cerca, con ese sweater de hilo azul trenzado y perfecta camisa blanca, jeans azules desgastados en sus muslos y zapatos náuticos. No lo dudó ni un minuto y enseguida, extendió sus largas piernas sobre el regazo de su pareja. Dispuesto, Tobías se acomodó en el borde de su asiento, con las piernas abiertas, ubicándole los pies sobre sus muslos.

Se ungió las manos con un aceite con aroma a rosas que llevó consigo dentro del equipaje permitido, le quitó las medias con dibujos de Hello Kitty, y comenzó a presionar aquellos puntos sensibles que la tuvieron sumamente relajada en su butaca en menos de lo que cantaba un gallo.

―¿Te gusta?

―Todo lo que venga de vos me gusta. ―Ronroneó ella con los ojos cerrados ―. Pero esto supera mis expectativas.

Él giraba su pulgar en el sentido contrario a las agujas del reloj, dirigiendo la tensión hacia el talón.

Se sentía sumamente encantador el contacto de los dedos grandes de su amado sobre la piel delicada de sus pies; agradeció haberse arreglado las uñas y pintarlas de rojo, en un gesto coqueto.

Sin embargo, y como era de esperar, Tobías no se contentaría con un masaje: le arrastró el ungüento restante, le besó los dedos y los bordeó con la punta de la lengua, generando un contacto tan privado y erótico que la hizo removerse en su asiento.

― ...mi dama de rojo... ―Le miró las uñas.

Aldana comenzó a jadear, excitándose, sintiendo un tirón en la zona de sus genitales y notar que sus pechos se sensibilizaban bajo su pullover liviano.

Él le besó el empeine, trazó filetes con la punta de su nariz y mordisqueó su talón.

Amparados por la soledad del interior de la avioneta, Tobías se puso de rodillas frente a ella y en un acto que la tomó desprevenida, le estampó un beso mágico, ampuloso. Aldana entreabrió sus labios, aceptando la espontánea intromisión, correspondiéndole con la lengua el jugueteo propuesto.

Las manos hábiles del empresario se escabulleron hacia la zona sur del cuerpo de su secretaria para deprenderle el botón de sus vaqueros y bajar la cremallera.

―Te deseo tanto, tanto. ―Sus jadeos murieron dentro de la boca de Dana, quien los atrapaba y reconvertía en besos fogosos. A punto de emitir una protesta, Tobías le cubrió la boca con su gran mano ―. Shhh...no nos ve nadie...―Ella atenuó el gesto de pánico en su rostro.

Tobías se deshizo de los pantalones y la bombacha de ella con un poco de resistencia y avanzó de rodillas hacia la butaca para calzarse entre la V que formaban las piernas de Aldana. Maniobrándole el cuerpo como a una marioneta, le colocó los muslos traseros sobre sus hombros para hundir la boca en ese sendero húmedo y especial que tanto le agradaba recorrer. Era exquisita, melosa, un glasé salado que lo deliraba.

Trazó círculos, líneas, toda clase de figuras geométricas, llevándola más alto de lo que estaban; con sus ojos halló la placidez en el rostro femenino, en el palpitar de esos párpados que pujaban por mantenerse cerrados.

Profundizó su contacto al pasarle las manos por debajo de los glúteos, dejándole la espalda pegada en la butaca, con su vestimenta superior arremolinada sobre su ombligo y su pelvis suspendida en el aire. La lengua era el punto de anclaje, de sujeción.

Ella se mordía el labio, reprimiendo gemidos que delataran lo que Tobías estaba haciéndole, conteniendo su respiración pesada. Clavó sus dientes en la manga de su ropa, sabiendo que en su interior se formaba un remolino que ponía su mundo patas para arriba.

Él imprimió mayor ritmo a sus lamidas y se ayudó con dos de sus dedos, llevándola al paraíso y al infierno en un mismo instante. Las caderas de Aldana se movieron con la convulsión de sus músculos internos, pero él se la hizo difícil al mantenerla rígida, abierta y sensible para él; los nudillos femeninos se tensaron en los brazos de la butaca, cuando la corriente eléctrica del orgasmo le quemó las terminaciones nerviosas.

Sin fuerzas, siendo una masa floja libre de huesos y órganos, sintió la molestia en su culo, endurecido y acalambrado. El esfuerzo había valido la pena.

Él se puso de pie y le besó la boca, con el rastro de la indecencia en su lengua; Dana se relamió el labio inferior, lucubrando cómo compensarlo.

***

Para cuando llegaron al aeropuerto de Puerto Madryn, un taxi los estaba esperando. El chofer los ayudó a subir el equipaje en el baúl y fueron rumbo al hotel Dazzler, donde Tobías había reservado una suite. La emoción capturó el pecho de Aldana, quien no despegaba los ojos del cristal, rememorando bonitos momentos de su infancia., atesorando la risa de su madre y las recetas compartidas con su abuela.

La garganta la traicionó y debió toser para bajar el nudo que se le formaba en sus cuerdas vocales.

―¿Estás bien? ―Él le besó el dorso de la mano.

―Sí, gracias por esto. Tenía muchas ganas de volver.

―Lamento que solo sea por unos poquitos días, pero al menos no se te hace tan larga la espera hasta las próximas vacaciones. ―Tobías ya había soñado con llevarla de viaje a París, a Grecia, a todos y cada uno de esos lugares con los que soñaba desde niña.

Tras un brevísimo trayecto de quince minutos, tramitaron su ingreso en ese opulento hotel del que Dana solo sabía el nombre y conocía la fachada de camino, siendo uno de los más importantes de la ciudad. Jamás se imaginó ocupando una de sus habitaciones y mucho menos, compartirla con un hombre tan maravilloso como el que la tomaba de la mano y no la dejaba ni por un segundo.

―No es de cinco estrellas como hubiera deseado pero dado el feriado, era lo único disponible. ―Se justificó en un arrullo enamorado que derritió incluso, a las dos muchachas de recepción.

―Mientras esté con vos me da lo mismo dormir en la playa. ―Se sinceró ella.

De inmediato, subieron a la habitación, una sobria, moderna y delicada suite con una vista soberbia al mar que invitaba al descanso y al relax. Los pisos eran de madera oscura y el mobiliario de líneas sencillas. La decoración era sutil, como si nada quisiera opacar el celeste vibrante del agua fusionándose con el cielo de la mañana.

―Me imagino esperando el amanecer cos vos, mientras te recorro toda y te lleno de besos. ―Cariñoso, enamorado, le dijo sobre la curvatura de su cuello, balanceándose por detrás de ella, quien se mantenía absorta en la magnificencia de la naturaleza.

―Resultaste ser todo un romántico.

―Te dije que sería imposible resistirse a tus encantos.

Gracias a la gentileza del hotel, les alcanzaron un generoso desayuno a la habitación, que contaba con frutas de estación, jugos, cereales y una exclusiva carta con exquisiteces regionales para degustar. No quisieron abusar de la generosidad de la gente de la cocina y escogieron quedarse con lo que les habían llevado.

Junto a los pies de la cama, acercaron una mesa con ruedas, donde apoyaron la comida.

―Te propongo ir a caminar un rato por la playa. Si tenemos suerte quizás avistemos alguna ballena. ―Propuso Aldana, comiendo una tostada con queso untable. Estaba famélica.

―¿Ya se ven ballenas en esta época del año?

―Por lo general el período de avistaje se da en los meses de mayor frío, entre julio y agosto, pero siempre hay alguna que otra que toma ventaja y se pasea por acá antes de tiempo. ―Él retrajo el cuerpo, admitiendo cierta incomodidad ―. ¿Les tenés miedo?

―Mmm...quizás...

―¿Vos?¿Tenerle miedo a una pobre ballena que juguetea en el mar?

―Esas pobres ballenas, como las llamás vos, son enormes y hacen daño.

―El hombre es el mamífero que hace más daño al ecosistema, Tobías. Ellas solo buscan alimento y defenderse de las posibles amenazas. ―Lo aleccionó con esos ojos brillantes que le hacían competencia al color del mar.

Por un rato saciaron su apetito, cargando energías y conversando sobre las excursiones que podrían realizar al día siguiente. Luego, abrieron la puerta que los vinculaba al balcón.

El viento era persistente, sobre todo en los pisos más altos del edificio, pero valía la pena despeinarse y disfrutar.

Ella se apoyó sobre la baranda de caño metálica, cerró los ojos e inspiró hondo, oliendo a mar, a Madryn, a su Madryn natal. Él se colocó de lado, protegiéndola de la embestida de la indómita brisa.

Sin interrumpir ese ritual, esa recarga de energía positiva, la miró en detalle sintiéndose endeble y dependiente de su vida. No sabía cuánto duraría esa relación, pero trabajaría para dar lo mejor de sí, para conquistarla y hacerla feliz.

Él, autosuficiente, egoísta y un tanto intrépido, se lanzaba a las garras de un amor que rozaba lo pueril, aunque en la cama ambos no se dieran tregua y eso era un enigma que aún lo perturbaba. En confianza, ella le demostraba ser aguerrida, pasional y a pesar de disfrutarlo, lejos estaba de la imagen angelical que proyectaba.

Le delineó el perfil con obsesiva intensidad, recorrió con sus ojos las líneas movedizas de su melena oscura, con tintes rojizos, conjugando el color de los cabellos de sus padres. Sus brazos eran lo suficientemente largos y delgados para abrazarlo, para contenerlo, como así también para aferrársele a la espalda cuando el placer los devoraba; su trasero, respingado hacia final de su columna era una delicia.

―No quisiera estar en tu cabeza en este momento. ―Largó ella como si un sexto sentido le hubiera dicho que por varios minutos él había estado observándola con persistencia, elucubrando teorías con respecto a su desempeño sexual y contrastando pensamientos que lo abrumaban.

―No lo estés. No pierdas el tiempo.

―¿Pensando cosas malas?

―Si una cosa mala es imaginarme algunas poses sexuales que voy a poner en práctica esta noche con vos, entonces sí, estoy pensando en cosas muuuy malas. ―La abordó de lado para luego ponérsele detrás, con la creciente erección rozándole los glúteos. Llevó su nariz a las hebras rebeldes de esa melena oscura, perfumada como siempre ―. Decí que está lleno de turistas y no quiero que te resfríes, sino te haría el amor acá mismo.

―Es una buena idea, pero no se me da por el exhibicionismo. ―Le rozó la nariz con la punta de la suya ―. ¿Vamos a la playa un ratito y después comemos algo por ahí?

―Pensé que querrías ir a lo de tu abuela primero.

―Muero por verla, pero ella odia que uno le caiga sin aviso a la hora del almuerzo. La vieja siempre protestaba porque decía que la comida nunca le alcanzaba y no quiero ponerla en un aprieto. Bastante va a tener con conocerte.

―No sabía que conocerme estaría tan mal.

―La vas a infartar, yo sé lo que te digo. ―Le acomodó el cuello de la camisa y se fundió en su pecho.

***

Muchas veces había viajado a la costa bonaerense con amigos, algún fin de semana o cuando era un loco y arriesgado y conducía por la Ruta 2 para pasar largas horas en el casino de Mar del Plata.

Conocía muchas ciudades europeas: Atenas, París, Roma, Praga, Barcelona y otras tantas, donde la historia y la arquitectura lo trasladaban a una época anterior. Ciudades con historia, con un antes y un después.

Sin embargo, las playas de Puerto Madryn, tan anchas, de arenas doradas casi blancas, con agua cristalina, fría y mansa, eran un paraíso.

Ni Ibiza, ni las cosas del Mediterráneo la igualaban. Era una ciudad pequeña y los turistas brotaban del piso durante la época de avistaje de fauna silvestre, pero sin perder el encanto.

Puerto Madryn daba lo mejor de sí en cualquier momento del año: ballenas, la pingüinera en Punta Tombo y Península de Valdés, con sus lobos de mar. Madryn conformaba una paleta inigualable de colores turquesas, celestes y azules. Uno nunca llegaba a ver dónde terminaba uno y comenzaba el otro.

De la mano, jugueteando con sus dedos y nudillos, besándose tiernamente, llegaron hasta el muelle Luis Piedrabuena tras varios minutos de caminata, donde esquivaron a algunos turistas y visitantes que se sacaban una foto tras otra.

Tobías miraba encantado a Aldana, ella poseía un brillo especial en su mirada, su piel estaba luminosa, incluso le pareció notar que las pequeñas pecas en su nariz cobraban vida cada vez que fruncía el rostro por el sol.

Pensó en la terrible historia de sus padres, en la necesidad de ayudar a su familia desde otro lado, en su valentía para marcharse de este paraíso natural y luchar codo a codo con una ciudad descontrolada y caótica como Buenos Aires.

Se mostraron enamorados, incluso se tomaron algunas fotografías juntos y caminaron sobre la rambla, hasta que el semblante de Aldana cobró otro color, ensombreciéndose.

―Quiero advertirte que la casa de mi abuela no es un hotel cinco estrellas, ni una mansión en Belgrano, mucho menos una estancia que esté a la altura de gente de alcurnia como vos.

―Sabés que esas cosas no me importan, amor...―Le acunó el rostro, buscándole la mirada para transmitirle confianza.

―Estás acostumbrado al lujo, al confort, y esa casa lejos está de proporcionarte todo lo que solés buscar en un alojamiento.

― Aldana, quiero conocerte en detalle, cada lugar donde hayas estado, cada rincón que tus pies hayan pisado. Realmente no me interesa la comodidad o el lujo, me interesa el amor que desprendan esas paredes, los buenos recuerdos y esa lucha incansable que decís que caracteriza a las mujeres de tu familia. Quiero conocerlas, que me ayudes a saber más de tu pasado...es todo lo que pido. ¿Es demasiado? ― Aldana se emocionó hasta las lágrimas ―. Yo...yo prometo abrirme más. No soy un hombre fácil y mi pasado es bastante tormentoso, pero te propongo un pacto, un pacto en el que nos vayamos quitando las capas que nos comprimen. Comencemos a trazar un futuro juntos.

―Un futuro...―afirmó ella con tono de pregunta, sin dejar de batir sus pestañas.

―¿Te cabe alguna duda que no me conformo con arrebatarte besos en la oficina? Quiero que todos sepan qué lugar ocupás en mi vida, pero, sobre todo, que a tu corazón le quede claro. ―Le señaló el pecho.

― ¿Y qué lugar ocupo? ―Temblorosa, necesitaba de una respuesta textual, de una palabra que la convenciera ciento por ciento.

―El de mi mujer. ― Dana comenzó a saltar con inocencia, lo besó por toda la cara ante la vista de curiosos que sonrieron al pasar. Tobías le ciñó sus manos en la estrecha su cintura y la elevó en volandas, haciéndola girar como trompo ―. Apenas lleguemos a Buenos Aires vamos a dejar de ocultarnos. No tenemos por qué hacerlo. ―Prometió.

―Eso va a enfurecer a medio país.

―No tendría por qué, yo no anduve dando esperanzas a nadie.

―¿En serio? ―Lo miró fijo, dudando un ápice. Tobías tragó, sí, una vez había prometido que cuidaría de Mercedes y de su hijo...pero todo se esfumó tan de repente que ni siquiera valía la pena traerlo a colación.

Ya tendría tiempo para quitarse ese gran peso de encima.

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Filetes: firuletes.

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