24
La noche fue excepcional, se amaron hasta el infinito ida y vuelta. Se disfrutaron de todas las formas posibles; Aldana venció sus barreras y dejó que él la poseyera mirándole la espalda, teniéndola en primer plano.
Tal como había deseado hacerlo en su departamento, él le besó las cicatrices dándoles otra entidad. Como una bendición divina, las había recorrido con su lengua, sanando de algún modo ese dolor inmenso que pesaba sobre sus hombros.
La espalda de Aldana se arqueaba contra el pecho duro de Tobías; él la penetraba, le tomaba los pechos con sus manos, le buscaba la boca, el cuello, la nuca. Le mordisqueaba las escápulas, le tironeaba el cabello obligándola a voltear el perfil...
Quería todo de ella, ser más que su amante, ser el último hombre que recorriera sus rincones y le diera extremo placer. Posesivo, despertaba un monstruo egoísta que destruiría a todo aquel que la dañara y osara rozarla.
Reacomodándose, se sentaron en la cama, frente a frente, ella subió y bajó, y las pieles de sus pechos se frotaron; los pezones calientes y puntudos rozaban el vello del torso masculino, dorado y ancho. Pelvis contra pelvis chocaban, musicalizando el caluroso encuentro.
Los dedos de Tobías cosquilleaban la espalda marcada de Aldana, aquietándola. La recorría con esmero, queriendo trazar un mapa en su mente, ser su capitán. El único que conociera cada recoveco de su piel.
Aldana disfrutaba una y otra vez de ese hombre que entregaba todo de sí, que la satisfacía completamente y la llevaba a la demencia.
¡Cuánto lo echaría de menos si escogía marcharse a París!
Caer en la cuenta que quizás el romance no seguiría más que por unas semanas más, la asoló. Una lágrima salió de sus ojos, anticipando el dolor venidero. Tobías se la limpió con el pulgar y sin saber cómo, creyó que ambos pensaban lo mismo: si era posible separarse. La vida de él pertenecía a París, pero ahora también le pertenecía a ella.
Aceleró el impulso de sus caderas, se aferró a las crestas ilíacas de su amada y perdido en la conexión visual de su pene entrando y saliendo del cuerpo femenino, sembró tempestades. Un gruñido hosco, crudo, salido de sus vísceras, lo atravesó, explotando en ese interior dulce y cálido que no se cansaba de recibirlo.
Aldana no fue menos; como una ola gigante, como un tsunami, el orgasmo arrasó su costa, su bahía. Tobías se aferró a sus pechos, los mordisqueó con las últimas convulsiones de su miembro dentro de ella, notando que los músculos de la vagina se contraían en torno a su miembro aun erecto.
No quería que esa noche terminara.
No quería que su vida junto a ella terminara.
No quería despertar.
***
A la hora del desayuno bajaron por la escalera tomados de la mano, con el cabello mojado y con miradas cómplices que los ruborizaban. Aldana sospechaba que cualquiera que la viera había escuchado sus gritos cuando él le practicó sexo oral en la bañera más temprano.
Tomaron asiento en la mesa del comedor, vestida con un mantel de lino áspero con puntilla bordada a mano y rosas también bordadas, a modo de bajorrelieve.
―¡Esto es para un batallón! ―Se asombró ella al ver una canasta con bollos de pan casero, rebanadas de pan francés tostado, galletas marineras, rulos de manteca, jaleas de pera, manzana y ciruela, y un gran cuenco con dulce de leche casero.
Pina se acercó con la cafetera. Los saludó y les llenó la taza. Aldana quiso cortarlo con leche caliente, ubicada en una jarrita de porcelana.
―Ese pan tiene una pinta bárbara.
―Y creéme que el gusto es mejor.
―Es mucha comida solo para nosotros. ―Recalcó Aldana y Pina no se pudo contener.
―Hay que recuperar energías, señorita. ―Las mejillas de Dana se tiñeron de color escarlata, por lo cual se tapó extendiendo la servilleta como un velo.
Cuando la mujer se retiró, Tobías le arrebató la tela de las manos.
―Me muero de vergüenza. ―dijo ella.
―Y ellos se deben morir de envidia.
―¡Presumido!
Tobías le robó un beso y comenzó a untarle un par con dulce de leche, sabía que le encantaba a pesar de que, cada vez que podía, remarcaba que en Madryn se vendía el mejor dulce del mundo. Ella le agradeció el gesto y él hizo lo propio para sí. Dana saboreó el pan, migoso por dentro y crujiente por fuera.
―Mmm...es el paraíso.
―Te dije que no ibas a encontrar mejor pan que acá.
Entre risas de camaradería y miradas provocativas terminaron de desayunar para cuando Aldana recogió las cosas desoyendo a Tobías, quien insistió para que dejara todo tal como estaba.
―Quiero ayudar.
El celular de Fernández sonó y salió sabiendo que la mala señal allí dentro cortaría la llamada.
―Ahora vengo. ―Le dio un beso en la frente y apenas traspasó la puerta, atendió hablando en francés.
Aldana apiló los platos usados y trató de no encimar aquellos que tenían contenido. Hizo equilibrio con la bandeja y fue rumbo a la cocina.
―¡Bambina! ¿Qué estás haciendo? ―Pina se abalanzó sobre la muchacha, quitándole la bandeja de las manos.
―Trayendo las cosas, colaborándole.
―Pero si nosotros estamos aquí para eso. ―La mujer chasqueó su lengua, agradecida de todos modos.
Dana curioseó la larga mesada de madera sobre la cual Pina extendía la masa ya sobada y relajada; pidió permiso para quedarse a ver cómo trabajaba. La italiana aceptó honrada mientras extendía una parte sobre una placa con forma de sorrentinos. Los rellenó con verdura, pollo, jamón, queso, cebolla rehogada y un par de especias que reconoció, eran su arma secreta. La joven agradeció el cálido contacto de la señora para con ella. Algo especial en esa mirada de párpados caídos y arrugas marcadas le recordó a su abuela Frida, de ojos tan claros como el cielo.
―¿Vos tenés parientes europeos? Tu cutis, tu color de ojos, son muy de allá arriba.
―Por mi cuerpo corre sangre galesa y tehuelche. Una combinación extraña.
―Una combinación única. ―La chica se sonrojó ―. ¿Te gusta cocinar?
―Sí. Mi abuela me enseñó mucho sobre la gastronomía tradicional galesa. Panes, galletas, tortas, aunque me agrada más cocinar dulce que salado.
―Entonces tenemos que intercambiar información.
―¡Encantadísima!
Aldana seguía con sus ojos cada uno del movimiento de las manos de la señora, el modo en que usaba la cuchara para revolver el bol con el relleno, cómo lo colocaba generosamente en el hueco de la masa y así una y otra vez.
―¿La señora Teresa y Mercedes vienen a menudo por aquí? ―preguntó la invitada sentada en posición de indio, sobre una extensa banca de madera.
―A la señora no la vemos mucho, creo que porque nunca le gustó el campo, los caballos, el abono y esas cosas ―puso los ojos en blanco ―, y supongo que su hija, que está cortada con la misma tijera, heredó su poco gusto por el aire libre. La señorita Mercedes no es de venir seguido, pero cuando viene...¡mamma mia! Pone todos patas para arriba.
―¿Sí?
―Sí, empieza con esos berrinches de nena caprichosa, aparece con esas ínfulas de decoradora de interiores frustrada. ―Pina no la miraba, concentrada en la pasta, dejando en claro que no tenían una buena relación con la menor de los Fernández.
―¿Y cómo se lleva con Tobías?
―Como perros y gatos, como todos los hermanos. Ella era muy ...¿Cómo se dice? ―Buscó la palabra con la mirada perdida en el techo ―: Posesiva. Era muy celosa, lo hostigaba mucho con el tema de las llamadas telefónicas. Antes había menos cobertura telefónica que ahora, así que imagináte los malabares que hacían para conseguir que suene. Igual hace mucho que no los veo juntos, Tobías pasó mucho tiempo en Francia.
Aldana asintió y para entonces el susodicho entró a la cocina y le besó la cima de la cabeza, donde le nacía el cabello. Bromeó con ambas mujeres.
―¿Supervisando el trabajo?' ―Miró a la chica.
―En absoluto. Estábamos por intercambiarnos recetas.
―Ohhh...eso sí que es bueno. Aldana hace unos crempogs exquisitos, Pina. Tiene que decirte cómo.
―¡Por supuesto!
***
A unos trescientos metros de la casa principal se erigía el establo, donde se cuidaban, ensillaban y herraban a los caballos; sin dudas, el lugar preferido de Tobías.
Él deslizó con fuerza la enorme puerta granero hacia la izquierda y entraron. Ella le tomó algunos pasos de ventaja prestando atención en el orden del lugar, la disposición de los boxes, el corredor que los vinculaba a la entrada y la salida y prolijas pilas de heno que alimentaban a los animales mientras él cerraba por detrás.
―Estos son Melchor, Gaspar y Baltazar. La única yegua, Estrella, debe estar potrereando por la estancia. ―Tobías caminó por el pasillo y señaló a los machos, deteniéndose en el último, al cual le dio de comer algunas pasturas.
―¿En serio se llaman así?
―Sí, muy original ¿no? ―se echaron a reír a la par ―. Melchor es el más arisco, temperamental, pero un semental de primera.
―No sé a quién me hace acordar. ―En tono bromista, le arrancó una carcajada.
―Desde que estoy con vos soy más dúctil que un pony ―La abrazó, arrebatándole un beso. Continuó ―. Aquí está Gaspar ― blanco como la nieve ―, es el más viejo de los tres y el más mañoso. Baltazar es el negro, el más cariñoso de todos y cría de Lolita ― Dana entendió el cariño de Tobías para con ese caballo azabache de reluciente crin ―. Lloré mucho con la muerte de esa yegua, era la criatura más mansa y amorosa del mundo. Gracias a ella vencí mi tartamudez. ¿Te acordás que te hablé de mi retraso madurativo? Cuando mamá murió, quedé mudo, pero no porque me faltara voz sino porque no quería hablar con ningún otro humano. Siempre había sentido que no era oído por nadie excepto por mi madre. Cuando falleció, yo no le encontraba el sentido a hablar. Era pequeño, tres años solamente, pero entendía más de lo que los adultos podían ver. Papá trajo a Lolita al campo apenas la compró y yo le tuve miedo, pero cuando acercó su hocico y me lamió de arriba hacia abajo, supe que seríamos muy buenos amigos. ―Resaltó, desnudando un triste momento en su vida. Se sintió cómodo al hacerlo, Aldana era lo suficientemente dulce para entenderlo sin profesarle lástima ―. Superé ese trauma con el tiempo, necesité de mucha ayuda de maestras, de terapeutas y psicopedagogos. Solo Lolita lograba que yo hablara y me comportara como un chico de mi edad. Fue un proceso duro.
―Pero saliste adelante y eso es importante. ―Dana se le acercó y le acarició el cabello oscuro como el de Baltazar. Le besó la mejilla, la nariz, finalizando en la boca ―. Fuiste un niño muy valiente.
―Supongo que sí...―Llenó su pecho de aire y lo largó de a sorbitos.
Tobías le acarició el rostro perfecto y angelical, le peinó el cabello con sus dedos y le besó el cuello. Ella expuso el perfil de su garganta, aceptando ese contacto que la tomó desprevenida. De pronto, notaron que el calor interno los consumía, que se transformaban en dos brasas.
Él le mordisqueó el perfil de la mandíbula, extasiado, hasta que su lengua intrusa inició la depravada búsqueda de la suya. Siendo manos, siendo dos almas destinadas a encontrarse y sanarse mutuamente, dieron rienda suelta a ese fogonazo; ella le desabrocho el jean y ávida por tocarlo, se hizo de esa húmeda y potente erección que frotó con énfasis.
―Grrrrr ―Le dolía el miembro ―, quiero estar adentro tuyo.
La giró en una sola maniobra, estampándola con fiereza contra la madera del stud vacío. Uno de los caballos relinchó, quejándose por la intromisión en su hábitat. Se dibujaron una sonrisa que dio lugar a un beso incendiario.
Las manos de Tobías lucharon con la cremallera de los vaqueros femeninos, logró abrirlos, colocarlos por debajo del culo de ella y dejarla expuesta. Aldana sentía la fría madera raspándole el pecho y la mejilla.
Con un poco de esfuerzo dada la posición, Tobías se introdujo en ella; le levantó la rodilla, pero al notar la resistencia del jean, le quitó una pierna y se enterró nuevamente en esa inflamada V.
Le tapó la boca con la mano; los ruidos exteriores, el apuro, la necesidad, requerían de algo rápido efectivo y sin interrupciones. Los gemidos de Aldana se le atascaban en la garganta, salían de ella con forma de extraños sonidos guturales que quedaban retenidas en la palma de Tobías, quien, además, introducía sus dedos en su boca para que se los chupara.
Él gruñía, la penetraba con la anarquía de un potro salvaje.
De un pura sangre.
Las piernas les temblaban, la adrenalina les devoraba las entrañas.
―Llegá para mí, mi amor...―Pidió él, entregando el bombeo más enérgico que tuvo disponible.
Aldana se dejó ir; fue un trapo, un envoltorio hecho jirones por la pasión de ese semental con impronta parisina que la satisfacía de un modo primitivo. La camisa de franela escocesa estaba a punto de estallarse por la fricción contra la madera, no podía ni quería detenerlo.
Las voces en el exterior se sentían cada vez más cercanas, por lo que Tobías aceleró y aceleró el empuje hasta que le exportaron las sienes por la presión; finalmente estalló, se vertió dentro de ella con un torrente de lujuria y desquiciante perversión que los empachó de goce.
Agitados, no pudieron articular palabra en lo inmediato. Él le bajó la pierna. Aldana la sintió acalambrada y con su ayuda logró ponerse la pierna del pantalón. Hizo lo propio con sus zapatillas. El le dejó un beso en la parte posterior de la cabeza antes de apartarse y darle la espalda, limpiando con la tela de su bóxer los restos de su desenfreno; con incomodidad, inspiró profundo y se subió la cremallera.
Ella se sintió afiebrada. El nacimiento de su cabello delataba el sudor que todo su cuerpo experimentaba. Tobías tomó una gran bocanada de aire, recuperando la conciencia y ralentizado sus palpitaciones. Volvió hacia ella y la abrazó.
―Me vas a matar...
―Y vos a mí...―Se sonrieron a la par, y cuando Amílcar, el más joven de los peones entró, se disculpó de inmediato.
Se salvaron por un minuto; por fortuna, solo presenció un abrazo y no la faena completa.
Tobías la tomó de la mano y la llevó a recorrer la estancia; eran casi cinco hectáreas que, además de la propiedad de los patrones y el establo, contaba con una casa de huéspedes y una vivienda secundaria, más modesta, donde vivían Anselmo y Pina. Además, tenía un gran galpón donde arreglaban las maquinarias que utilizaban para cuidar el campo.
Orgulloso, se paseaba orondo con Aldana, le besaba los nudillos y atravesaban el campo bajo el sol de mayo.
―Ahora entiendo por qué este lugar es sinónimo de paz para vos. ―Tobías se detuvo y le rodeó la cintura.
―Me alegra mucho que percibas esto; este lugar y el campo de Normandía, son mis grandes tesoros. Junto a vos, claro.
―Es imposible no ser feliz acá. ―Aquella declaración inesperadamente le erizó el vello a Tobías. Era como si le leyera la mente, le adivinara sus pensamientos y aunque fuera peligroso, le agradó. No temía mostrarse tal cual era, a pesar de sus miles de defectos; sabía que faltaba demasiado camino por transitar, pero por primera vez en su vida, estaba dispuesto a andar por ese sendero.
Corriéndole un mechón de pelo de la cara se enfocó en ese mar azul que lo miraba con ternura, con incalculable cariño; se prometió no ser un rufián, no ser el canalla que dejaba corazones rotos por doquier. No con ella, porque a Aldana la quería sinceramente y deseaba cuidarla.
Aldana fue presentada a Amílcar, el muchachito de veinte, el más joven de la peonada, que tras la interrupción en el establo salió corriendo para no molestar. Disculpándose nuevamente, les tendió la mano.
También conoció a don Martín Nieves, Carlos Villagra y Hernando Chemuka, fieles empleados del campo.
Fueron en busca de Balthazar, a quien Tobías pidió disculpas por el exabrupto mañanero; celoso, era el que había relinchado con mayor énfasis, llamando la atención de Amílcar.
Dana habría montado alguna vez de muy pequeña, sin embargo, Tobías no la abandonó en su intento: la ayudó a subir al caballo y con él, por detrás, cabalgaron a tranco lento por la estancia hasta la hora de comer.
La muchacha sentía el aire fresco chocar contra sus mejillas, esa brisa otoñal que la recargaba de energía. Tobías le rodeaba el vientre, con mil pensamientos en la cabeza, mientras que con la otra mano sostenía las riendas del caballo; inhalaba su perfume, le hablaba al oído con esa voz fuerte y grave que la hacía temblar.
A pura sonrisa y cháchara entraron a la casa a la hora del almuerzo, estaban famélicos y sabían bien el por qué. Arrasaron con los sorrentinos caseros con salsa filetto y una capa de queso gratinado que resultó un manjar.
―Pina tiene manos de oro. Creo que el domingo vuelvo a casa con unos kilos de más. ―Aseguró Dana entre risas.
―No me importaría, estás un poco delgada.
―¿Y no te gusto así? ―Sus labios dibujaron un puchero interesante. Tobías le apoyó la mano en el muslo, derritiéndole la tela de jean.
―Me gustás de todos modos. ―Le besó los labios con una castidad pasmosa.
A la hora de la siesta estaban tan cansados y satisfechos de comida que se quitaron los zapatos, cubrieron los ventanales con las cortinas más oscuras y dejaron el cuarto en penumbras. Aldana se cambió la camisa con algunas hebras de heno adherida y se puso una remera de mangas largas.
Tobías se le acopló por detrás, olisqueándole el cabello y ese perfume que lo enceguecía.
―Tengo algo para vos, aunque quizás te ofenda.
―¿Un regalo que me ofenda? ―Él fue rápidamente en dirección a su equipaje y sacó una caja con un prolijo envoltorio ―. ¿Qué es?
―Abrílo. ―Aldana rasgó el papel y encontró su perfume predilecto ―. ¡Es el Flower!¡Es el Flower! ―Le estampó un beso rudo en la boca ―. ¡Gracias, gracias! ¿Pero por qué decís que me iba a ofender? ¿A quién se lo robaste? ―Súbitamente frunció el ceño.
―No, no se lo robé a nadie. Pero quizás te molestaba porque lo abrí para...bueno...para sentirte cerca.
―¿Qué decís? ―Volvieron a estar a escasos centímetros de distancia. Tobías se rascaba la nuca, mostrándose endeble.
―Que lo compré cuando fuimos a Brasil, te vi entusiasmada con el perfume y no tuve la oportunidad de dártelo. Después, sucedieron un par de cosas entre nosotros que me enojaron y abrir ese perfume para olerlo me hizo recapacitar, pensar en vos...te juro que si pudiera envasar la fragancia de tu piel, lo haría, así nunca te sentiría lejos. ―Esa confesión romántica la llenó de una felicidad semejante, que le enjugó los ojos. De inmediato pensó en su madre, en lo mucho que le hubiera gustado tenerla cerca para hacerla partícipe de esta historia que tan bien le estaba haciendo.
El pecho le subió y bajó en un sufrido sollozo. Para Tobías ese detalle no pasó desapercibido; la tomó de la mano y la llevó hacia la cama, sentándose al lado de ella.
―Hey, linda...¿qué pasa?
―Nada...no es nada...estoy...emocionada...me debe estar por venir...
―¿Emocionada?
Se arrastró las lágrimas con cierta rudeza y levantó los ojos, perdiéndose en esa mirada oscura y tan cálida que le brindaba ese hombre mágico que no dejaba de sorprenderla para bien.
―Sí, emocionada. Seguramente odies la sensiblería y...
―La odio cuando no es justificada o es extorsiva. Vos no llorás excepto cuando sufrís de verdad o por algo que te preocupa.
―En este caso no es por una cosa ni la otra.
―¿No querés contarme? Soy bueno escuchando. ―Le acarició el pómulo húmedo y se reubicaron sobre la cama para que ella se acueste con el rostro sobre su pecho.
A Dana le costó mucho poder hablar del tema, era uno de sus dos secretos más grandes; el más doloroso a nivel afectivo.
―¿Te acordás que me preguntaste por qué no mencionaba a mi papá?
―Sí y recuerdo que me dijiste que no valía la pena hablar de él porque era una basura.
―Y lo sigo sosteniendo, pero quiero que conozcas un poco más de mí.
―Me halaga que quieras hacerlo. ―Le besó la frente, animándola a empezar.
―Mi mamá fue una mujer fuerte, con una personalidad arrolladora. Sus padres siempre se dedicaron al cultivo de la tierra, a criar algunas ovejas en la zona de Chos Malal, y no conocieron de lujos. Mi mamá era la menor de cuatro hermanos, que a medida que se casaron, se marcharon a Chile o subieron a La Pampa. Mamá se quedó con sus padres, hasta que ellos murieron y tuvo que ser su propio sostén. Como sabrás, la explotación de hidrocarburos es una de las principales fuentes de trabajo en la Patagonia y a unos kilómetros de su rancho familiar, muy humilde, donde vivía, se instaló el equipo de extracción de una importante empresa. ―Tobías escuchaba atento, el tono pausado era un remanso. Le enrulaba un mechón de cabello, haciéndole saber que estaba junto a ella ―. Mi mamá se trasladaba a diario no sé por cuánto tiempo en bicicleta hasta la boca de pozo petrolero, vendía café, algunas tortillas caseras, se la rebuscaba para sobrevivir y fue entonces que conoció a mi papá, al apodado "Gringo" Antur. ―Desinfló el pecho, tomó aire y bríos, siguió ―. Le decían gringo porque era pelirrojo y con ojos azules, redondos y grandes.
Tobías fue figurándose el aspecto de sus padres mientras el monólogo cobraba forma; sin dudas, la unión de esas culturas tan dispares como la galesa y la autóctona había dado vida a una belleza sinigual como la de Aldana.
―Se enamoraron perdidamente: él, bruto, tosco, un gigante de dos metros. Ella, una mujer esbelta de metro setenta, suave al hablar y de ojos negros y pelo oscuro como el tuyo. ―Tobías volvió a plantarle un beso en la frente, con la certeza de que el relato se acercaba al evento tan trágico que la desolaba. ―. La familia de mi papá siempre residió en Madryn, estaba compuesta por mis abuelos Frida y Jürgen, al que no conocí, y mi tía Emilia. Allí vivieron hasta que mamá quedó embarazada y se mudaron a una casa modesta, a un par de cuadras. Papá trabajaba 15x15, volvía cansado, abatido y un poco bebido...mamá lo esperaba enamorada, animada, pero él ya no la reverenciaba como antes. Se volvió ermitaño, violento. Su afición al alcohol fue en ascenso y cuando se enfurecía, le pegaba, mucho y fuerte. ―El pecho se le contrajo, pero evitó llorar. Casi que no parpadeaba, pero sus dedos dibujaban el contorno de los botones de la camisa de Tobías con obsesión ―. Dos días antes de mi cumpleaños, fui a llevarle a la modista el segundo pago de ese vestido amarillo que tanto me había gustado. Papá me había dejado la plata al irse, días atrás: prometió volver para el festejo que habíamos organizado...yo estaba feliz, ignorando lo que pasaba o quizás, siendo una adolescente egoísta que solo anhelaba su fiesta, no lo sé. No lo vi venir.
―¿A qué te referís? ―preguntó en el mismo tono confidencial que utilizaba ella para abrir su noble corazón.
―Mamá estaba triste. Cada vez que se acercaba la fecha en que papá regresaba del pozo, ella se apagaba, no reía, no hablaba. Ella me lo negó, enmascarándolo con excusas tontas, pero los rumores de que salía con un obrero de la construcción cercana a lo de mi abuela se echaron a correr. Me juro por mí, por lo que más amaba, que nunca había pasado nada con ese tipo...pero poco importó: esos comentarios la llevaron a la muerte.
―¿Por qué? ―No se atrevió a preguntar más de lo debido, el relato era vívido, le parecía estar observando la situación por él mismo.
―Me despedí de mamá ese mediodía con la promesa de regresar rápido. Yo llevaba el dinero de la modista, pero ella no estaba cuando fui. Al volver me topé con el horror ―Apretó su rostro contra la tela de la camisa de Tobías, deseando borrar esos recuerdos; él se incorporó, tomó asiento apoyándose en el respaldo de la cama y la atrajo hacia su pecho. Le susurró como a un bebé que necesita calmarse y la miró con fijeza ―. Ella estaba ahí, tirada...apuñalada...la sangre formando un charco...fue horrible...¡horrible! ―Le temblaron las manos y las lágrimas ya no pudieron ser controladas.
Tobías se figuró la tragedia. Él había perdido a su madre siendo muy pequeño en manos de una enfermedad cruel y despiadada; jamás olvidaría la delgadez de Dolores, esa palidez extrema que hacía que las venas se le transparentaran.
Pero esto era distinto: la madre de Aldana había muerto salvajemente, en manos de un malnacido. De su padre.
―Lo encontraron a mi papá en la esquina de casa, con las manos llenas de sangre, con la remera manchada y preguntándose a los gritos: "¿Qué hice que hice?"―Continuó, con un nudo en la garganta, con el dolor agolpándosele en el cuello.
―Amor...miráme...miráme...tranquila.
―Él fue condenado a perpetua, fue bastante rápido el juicio. Se ahorcó al año del asesinato...el puto día de mi cumpleaños... ¿entendés? La mató dos días antes de mis quince y él se mató a mis dieciséis. Hizo que mi día especial sea el peor de mi vida.
No había palabras de consuelo ni forma de contenerla, ella era una masa de nervios y dolor, mucho dolor. Tobías, en su foro íntimo, deseaba poder aliviar esa congoja que siempre la perseguiría. ¿Cómo se podía ser tan cruel con la persona que se ama? Cuando pensó que ya no había más por contar, llegó un último dato que lo dejó boquiabierto, sin reacción.
―Mi ataque de furia en el baño de la oficina no fue fortuito. ―Tobías frunció el ceño, sin atar cabos ―. Felicitas Rojas era vecina de mi abuela. El azar la tuvo trabajando en lo de tu papá, en tu empresa, al igual que yo. Cuando la vi en el edificio por primera vez, ella estaba cambiada, más arreglada...siempre se caracterizó por el chusmerío y las habladurías. Conocía la historia del "carnicero de Madryn" como los diarios llamaron al caso por mucho tiempo. Cuando vos y yo volvimos de almorzar de Puerto Madero, me la encontré en el baño y deslizó que yo era una cualquiera, citando la historia de infidelidad que enlutó el matrimonio de mis padres.
―¿Me querés decir que Felicitas se aprovechó de tu pasado para desprestigiarte?
―Me dijo que no se podía esperar otra cosa de la hija de una puta y un asesino. ―Bajó la mirada, abochornada ―. No quise responderle, no quise ser violenta...pero no pude reaccionar de otro modo. Estuve mal y me valió una suspensión y...
―No existió tal suspensión.
―¿Cómo?
―Nunca firmé tu suspensión ni pienso hacerlo, mucho menos ahora que conozco el trasfondo de la historia.
―¿Ahora entendés por qué no quise contártela?¿Por qué no quise hacerlo público?
―Si, mi amor, pero no te preocupes, estoy de tu lado. Siempre lo voy a estar. Te lo juro. ―Volvió a prometerle algo que por su vida, lo cumpliría.
**********************
Chos Malal: es una ciudad ubicada en el norte de la provincia del Neuquén, Patagonia Argentina.
Gringo. Extranjero.
15x15: Quince días de trabajo y quince libres.
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