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22

Consideró una tercera opción para vestirse: llamó a Sofía y le pidió dos trajes. Ella siempre tenía alguno reservado porque Tobías era de esos hombres que, impulsivos, caían en cualquier momento en su atelier para llevarse diez trajes, como si fuera una tienda de Once.

La mujer anotó la dirección que le proporcionó Tobías tejiendo cualquier clase de teorías, hasta que recordó que su secretaria, la chica de preciosos ojos azules, había dado el mismo domicilio cuando se marchó con el vestido rojo.

Sonrió por el descubrimiento y sin decir ni "mu", puso los trajes, dos camisas y dos corbatas dentro de un taxi.

A los veinte minutos Aldana bajó, pagó al chofer y subió con esfuerzo los tres pisos con esas dos perchas pesadísimas. Cuando llegó, él la recibió sabiendo que no había sido fácil la escalada.

―Sofía es una genia. Sabía que no me decepcionaría un domingo al mediodía.

―Sus vestidos son gloriosos.

―Yo le propuse que pusiera una tienda en París y se negó.

―¿Me estás hablando en serio?

―Por supuesto que sí ―dijo mientras bajaba la cremallera de una de las fundas y dejaba al descubierto el primer traje de color gris acero. A ella se le hizo agua la boca al imaginarlo. La erotizaba verlo tan elegante, siempre impecable ―. Se negó de plano, me dijo que acá sus chicas trabajan muy bien y que necesitaban el trabajo. Le propuse que delegara en alguna de sus empleadas este local, pero no, no hubo caso.

―¿Tiene familia?

―Su esposo falleció hace unos años. No tiene a nadie de sangre. «Como yo», pensó él.

¿Cuándo se confesarían todos sus secretos? ¿Cuál sería el precio por llevárselos consigo adonde fuese? ¿Cuánto más a gusto tendrían que estar el uno con el otro para abrirse definitivamente?

―¿Adónde querías que te acompañe?

―Hace años que tengo una deuda pendiente con alguien. ―Comenzó poniéndose la camisa blanca, con delicada filigrana. Luego, hizo lo propio con el pantalón. ―. ¡Pintado!

―¿Y está bien que yo te acompañe a pagar esas deudas?

―Por supuesto, a ella le vas a gustar.

―¿A ella?

Tobías sonrió ante ese tonto celo y el modo en que sus labios formaron un piquito de pájaro. Se le acercó mientras se colocaba el cinturón y le robó un beso.

―Sí, a ella ―Le acarició la mejilla con el pulgar y le guiñó un ojo, aflojándole las piernas ―. Andá a cambiarte así salimos ahora que no está lloviendo tanto.

Como si el domingo también fuera su secretaria, obedeció marchando hacia su alcoba. ¿Quién sería ella? ¿La conocía de la oficina? ¿De qué clase de deuda hablaba? No demasiado conforme con las escuetas explicaciones, buscó un jean y una camisa, sus básicos, mientras escuchaba la voz de Tobías en el comedor. Se acercó a la puerta para escuchar mejor.

―Acá estamos desoladas y andá a saber vos qué estás haciendo con esa putita. ―Mercedes estaba furiosa. Encerrada en su habitación se despachaba a gusto.

―Estás siendo injusta y grosera ―dijo él ―, tampoco tengo por qué darte cuenta de lo que hago o dejo de hacer.

―¡Sos mi hermano!

―¿Ahora te acordás de eso? No seas hipócrita, ¿querés?

Aldana no podía escuchar la conversación completa y era frustrante. Optó por vestirse y dejar de chusmear las conversaciones ajenas.

―¿Cuándo vas volver? Te necesito.

―Necesito paz, y con vos cerca no la tengo.

―¿Por qué me tratás así?

―Porque te lo ganaste.

―¡Sos un rencoroso!

―Me ne frega lo que decís. Llamé para que te quedes tranquila, para que sepas que estoy bien y que voy a volver cuando lo crea conveniente.

―Yo siempre dije que debajo de esos modos de virgencita de Luján se escondía un lobizón.

―No la metas a ella en tu bolsa de inmundicia.

―¡Epa! Qué pasa... ¿te gusta?

―No te excedas. ―Mercedes tenía la facilidad de sacarlo de quicio, sacar lo peor de él.

―No, no solo te gusta. ¡La querés!¡De verdad!

―Es mi vida privada y hago lo que se me antoja. ―Presionó el puente de su nariz, fastidioso, cuando apareció Aldana en la sala ―. Ahora te tengo que cortar. Nos vemos.

Y colgó dejando un tendal de protestas e insultos del otro lado de la línea.

Mercedes arrojó el teléfono a la cama y cayó desplomada sobre el colchón; no podía creer que Tobías estuviera enamorándose de esa sosa y hueca empleada, sin formación universitaria y con un gusto espantoso para vestirse.

Ella no era fina, ni poseía la cultura suficiente para merecer a un empresario de la talla de Tobías. Era un envase lindo y aburrido del que pronto, esperó, que su hermano se cansara de usar.

Tobías y Aldana subieron a un taxi repitiendo la rutina: entrelazarse las manos y besarse los nudillos. Algunas veces ella tomaba la iniciativa y otras, él. Cuando llegaron al cementerio de La Recoleta, a Dana se le erizó la piel y supo de inmediato que Tobías quería cumplir con su madre.

Era a ella a quien le debía una visita.

El orgullo le copó el pecho y junto a él, bajó del vehículo. Los domingos eran un día un tanto particular para ir a esa necrópolis emplazada en pleno Barrio Norte de la ciudad; se trataba de pulmón mortuorio reconocido por su exquisita arquitectura.

En el ingreso, bajo un frontis de estilo griego, se congregaban grupos de turistas que hablaban mil idiomas diferentes y donde se ofrecían visitas guiadas, sobre todo, porque allí se encontraban los cuerpos de figuras reconocidas del mundo del espectáculo, la política argentina y familias patricias de la ciudad, como era el caso de los Heink.

―Sé que no es la mejor de las citas, pero quería venir con vos. Disculpáme por no preguntarte si querías acompañarme. ―A poco de entrar, le rodeó la cara con sus manos y explicó él, sentidamente.

―Me encanta que me hayas traído, en serio. ―Ella le posó un beso casto en la boca.

Esquivaron visitantes, desperdigados por doquier; Tobías caminaba por inercia, aunque a paso aplomado y sosteniéndola de la mano. Se aferraba a ella como a un ancla. Después de recorrer varios pasillos y señalar algunas bóvedas ya sea por su particular despliegue escultórico o por el nombre famoso tallado en las placas, llegaron a la bóveda familiar de los Heink. Se persignaron al unísono. Ella llevaba una rosa que compró en la entrada la cual, con ayuda de Tobías y el lazo plateado que la rodeaba, lograron atarla a la pequeña manija que sobresalía del nicho.

Aldana permanecía dos pasos por detrás de Tobías, quien inclinó la cabeza hacia abajo y cerró los ojos. Ella notó que murmuraba algo porque sus labios se movían incansablemente.

Tobías tragó duro y no pasó ni un minuto que una lágrima cayó de su ojo derecho. Luego, otra del izquierdo.

No hubo más que ese tenue gimoteo, pero fue muy significativo.

«Gracias mamá por nunca dejarme solo, por acompañarme aun en mis locuras. Vine a verte con ella. Quizás desde donde estés me estés tildando de apresurado, arrebatado, pero yo siento que es la indicada. Por favor ilumináme para saber cómo seguir; este no es mi lugar, amo París, pero no quiero dejarla. Ahora que la encontré, me resisto a perderla... ¿Cómo hago?».

Tobías exhaló despacio, se acercó a la placa con el nombre de Dolores Heink y se apartó. Aldana se tomó el atrevimiento de reubicar la rosa y tocar la placa de hierro macizo. Dio un «gracias» que llamó la atención de Tobías.

Cuando se marcharon, él quiso saber el motivo de ese agradecimiento.

―Por traerte a este mundo. ―Le respondió Aldana, con una tenue curvatura de labios.

***

Pasaron por una tienda de ropa interior masculina; casualmente, también vendían ropa íntima de mujer. Aldana no quería saber nada con estar en un sitio como ese junto a él, aunque al ver el rostro de las jovencitas desesperadas por atenderlo, se animó a sí misma a plantarse allí y presumir de él.

«Este es mío, chicas.»

Lo tomaba de la mano, le pedía opinión en sus elecciones y le daba besos en la punta de la nariz ante las miradas indiscretas.

Sucumbiendo a los pedidos masculinos, escogió dos camisolines de seda. Uno negro y otro rojo. Se miraron con picardía, recordando el vestido de la noche de gala en Brasil.

Tobías compró cigarrillos y chicles de menta en una estación de servicio sobre Avenida Las Heras y aprovechó a hacerse de un stock de preservativos. El chico de la caja lo miró sorprendido: llevó cuatro cajas.

En total tranquilidad, como si fuera algo de todos los días, llegaron a la casa de ella y se despojaron de la ropa para ponerse cómodos: Tobías se paseó de torso desnudo y se cambió el bóxer. Ella protestó porque no lo había lavado antes de usarlo.

―Con lo que lo pagué, supongo que lo habrán enjuagado con agua bendita. ―Se rieron ante el comentario. En la sala, él extendió sus brazos, pidiéndole que estrenara el camisolín ―. Dale, ponéte el rojo. ―Le mordisqueó el cuello, travieso.

―No, lo quiero lavar primero. Vos porque tenés todas tus...cosas...para afuera. La mujer es más delicada. ―Él cedió ante ese punto, pero no conforme, contraatacó.

―Entonces quédate con ropa interior. No quiero que te cubras con esa ropa holgada que insulta tu cuerpo. ―Le ronroneó al oído con la erección presionada, in crescendo, sobre la línea que separaba sus glúteos femeninos.

Aldana no pudo resistirse a semejante petición y escogió uno de los conjuntos que se había comprado para ir a Brasil.

Tobías la recorrió con la mirada apenas apareció en la sala y se endureció de inmediato al verla caminando por la sala. Sentado en el sofá de dos cuerpos, extendió los brazos en el respaldo y cruzó sus piernas, disfrutando que ella se paseara como si estuviera en un desfile de modas.

La joven se supo observada, deseada, pero en el buen sentido; no como una mercadería, como Juan José la ofrecía, sino como una mujer que merecía ser cortejada. Se mordió el labio y se apoyó a ambos laterales del cuerpo de su jefe; con la temperatura en mil grados, él delineó con su vista el conjunto negro semi translúcido que cubría la desnudez de su chica.

―Vení. ―Le ordenó con ese tono imperativo tan propio de él.

Tobías le sujetó las nalgas atrayéndola hacia él, hasta sentarla sobre su regazo, irregular a causa de la terrible prominencia. Le posó un beso caliente en el ombligo que la derritió mientras le envolvía la cintura con ambas manos. Ella jugueteaba con su cabello negro y fino. Tobías, iniciando ese trance erótico que le encantaba generar en ella, perfiló la línea superior de esa bombachita pequeña y seductora, haciéndola jadear.

Con dos dedos la sujetó por los laterales, anticipándole su próximo paso.

―Te las voy a sacar. ―Ella asintió mirando al techo, permitiéndoselo.

Aldana se puso de pie y los subió uno a uno para que él llevara a cabo su plan.

Lo siguiente fue frenesí en estado puro, deleite y sinrazón. La lengua hábil y traviesa de Tobías trazó una línea recta hacia la hendidura inferior, esa que ya lo reconocía y aceptaba con hurras. Le besó la carne trémula y con ese tono grueso y firme de voz, le pidió que separase un poco las piernas para entrar cómodamente.

Ella balanceó la cadera hacia adelante para facilitarle las cosas; gruñó de deseo, con el sofoco de lo animal gestándose en su vientre, tenso.

Tobías la degustó inacabada cantidad de veces, se ayudó con los dedos para generarle esa turbada inconciencia que atentaba contra el equilibrio físico y emocional.

Lista, lubricada, a punto caramelo, la dejó a tiempo para ponerse un preservativo, volver al sofá y sentarla a horcajadas sobre él.

Así quería tenerla, en primer plano, ver el punto de fusión de sus cuerpos, el desborde con el que lo montaba; friccionándose contra él, ella se volvía loca. Quería darle el placer que nadie le había dado, quería ser la única en su vida, quien tuviera su exclusividad.

De adelante hacia atrás, cambiando el ritmo, lo arrastraba a una espiral de sensaciones únicas, experiencias ligadas al verdadero amor. Él subía sus caderas con esfuerzo, embate tras embate, acrecentaba la intensidad. Colocó sus manos sobre los huesos de su pelvis y la penetró tan fuerte y tan necesitadamente que el grito violentó las paredes del lugar.

Ambos llegaron al clímax, acariciaron el cielo, volaron alto y lejos. Eran un equipo perfecto, un dúo dinámico.

Tobías cerró los ojos, sintiendo el vértigo dentro de sí, vaciándose por completo con múltiples espasmos. Ella inclinó su torso, repleta de goce, repleta de él.

***

En la cama, Tobías le pidió que leyera en francés; su pronunciaron era exquisita y le agradaba la fluidez del relato y la emoción que ella le imprimía al texto.

Je t'en supplie, cria-t-il, si tu as des entrailles, ne me repousse pas ! Oh ! je t'aime ! je suis un misérable ! Quand tu dis ce nom, malheureuse, c'est comme si tu broyais entre tes dents toutes les fibres de mon cœur ! Grâce ! si tu viens de l'enfer, j'y vais avec toi. J'ai tout fait pour cela. L'enfer où tu seras, c'est mon paradis, ta vue est plus charmante que celle de Dieu ! Oh ! dis ! tu ne veux donc pas de moi ? Le jour où une femme repousserait un pareil amour, j'aurais cru que les montagnes remueraient. Oh ! si tu voulais !... Oh ! que nous pourrions être heureux !

No pudo detener el relato en el cual el personaje masculino le pedía a su amada que no lo deje, que la seguiría hasta el infierno, como tampoco pudo hacerlo con su mente: la imaginó en París, junto a él, de la mano, disfrutando el paisaje, de esos edificios que ella tanto deseaba conocer. Se aferró a su cuerpo, dejando la cabeza sobre su pecho, donde su oído escuchaba el latir de su corazón y el vibrato de sus cuerdas vocales al hablar.

Ella sostenía el libro con una mano, la apoyaba sobre su antebrazo y uno de sus pechos, en tanto que, con la otra, le acariciaba el pelo a su amante.

Nous fuirions, – je te ferais fuir, – nous irions quelque part, nous chercherions l'endroit sur la terre où il y a le plus de soleil, le plus d'arbres, le plus de ciel bleu. Nous nous aimerions, nous verserions nos deux âmes l'une dans l'autre, et nous aurions une soif inextinguible de nous-mêmes que nous étancherions en commun et sans cesse à cette coupe d'intarissable amour !

Dana continuó con la lectura de esa prosa repleta de amor. Por mucho rato, las hojas se sucedieron una tras otra y esa fabulosa y única intimidad se transformó en esa cosa especial que nunca antes se les había dado con otras personas.

***

El martes por la noche llegó el momento del adiós. En la puerta del edificio, se negaban a despedirse; Tobías fue hacia el coche de Adolfo y guardó sus trajes prolijamente.

―No sé cómo voy a hacer para mantenerme alejado de vos de ahora en más.

―No quiero tener problemas en la oficina. Son todos unos chismosos.

―¿Analía sabe de...esto?―Su dedo fue y vino, señalándolos.

―Sabe que fui hasta el cementerio y que vinimos a mi casa. Los detalles de lo que pasó después no se los di.

―¿Y quisieras dárselos? ―La apretó contra sí, mirándola con embeleso.

―Ella es muy reservada, ese no es problema, además sabe que no me gusta el conventillo ni que se metan en mi vida. Supongo que en eso somos iguales.

―No me importaría que hablen de nosotros. El que tenga dudas, que venga a hablar conmigo.

―Nadie se te enfrentaría, todos se burlarían de mí.

―Al que lo haga, lo despido.

―¿Eso no es un poco extremista de tu parte?

―Solo te protejo de los imbéciles que no tienen vida propia, pero entiendo que quieras que nadie se vea perjudicado y mucho menos, en algo relacionado al trabajo.

―Gracias, no podría tolerar que despidas a alguien.

―Tampoco puedo tolerar que se metan con vos.

Ella le dio un beso acalorado, intenso. Él se perdió en su boca, le llevó la nuca hacia adelante, permitiendo un mayor contacto entre sus lenguas. Adolfo se sonrió con un poco de pudor. Su jefe estaba perdiendo la cabeza.

―Es mejor que me vaya, no quiero dar espectáculos no aptos para menores de 18 años acá afuera y si vuelvo a subir a tu casa, no me sacás ni con los bomberos. ―Emitió una carcajada estruendosa y le dio un último beso que lo dejó con ansias de más.

Él le arrojó un beso al aire y le dio una reverencia que tomó por sorpresa a Aldana, causándole una cosquilla aniñada en el estómago. Era cómico y ver ese lado descontracturado, hizo que las mariposas dentro de su cuerpo suspiraran enamoradas.

Por extraño que era, ese hombre que acababa de perder a su padre había pasado uno de los peores momentos de su vida acompañado del amor. De un amor nuevo, desconocido, pero que se sentía agradable.

―Me gusta esa chica para vos. ―Adolfo se atrevió a decir varias cuadras después de subir Tobías al coche.

―Lo sé, a mí también. Pero ya podés sacar esa sonrisita de los labios. Ella no quiere que lo grite a los cuatro vientos.

―¿Y vos querés gritarlo a los cuatro vientos?

―Y a los cinco también ―se miraron, con la complicidad de conocerse hacía más de 33 años ―. Creo que me enamoré, Fito...me enamoré como un tonto.

―No es de tontos enamorarse, es de tontos dejar ir al amor cuando lo encontrás.

El hombre siempre tenía una palabra justa, y el muchacho se lo agradeció.

―¿Cómo están los ánimos en la casa?

―Convulsionados. El sábado y el domingo fueron un hervidero de gente, las chicas no daban abasto para servir café, masas y galletas para los invitados. No sé cómo la señora Teresa aguantó a todo el mundo sin echarlos a volar.

―¿Y Mercedes?

―Loca, un poco más de lo habitual.

―Me llamó mil veces.

―Entendéla...te quiere...

―Vos sabés que eso no es así.

―Bueno, a su modo, pero te quiere ―Tobías ladeó la cabeza. El amor, que Adolfo mencionaba no era tal, la palabra justa que definía ese sentimiento era obsesión.

Cuando llegó a esa casona de arquitectura clásica, con altas y gruesas columnas de estilo dórico las cuales sostenían un extenso frontis, se sintió ajeno. Esa era la casa que había sido su techo por veinticinco años, hasta que todo se desmadró y huyó a París.

Con los dos trajes en el pliegue de su brazo izquierdo, avanzó por la sala donde algunas amigas de su madrastra lo interceptaron. Eran las 9 de la noche y todavía estaban cuchicheando entre masitas finas y café.

―Lo siento mucho. ―Fue el latiguillo de Rosanna Filguerense, René Monego y Fabiana Monti.

―Gracias. ―De lejos, los ojos de Teresa lo miraron con reproche. Al heredero no le importó en absoluto ―. Si me disculpan, voy a descansar.

Las tres mujeres asintieron y no despegaron su vista de ese joven que bien podría ser su hijo.

A paso sostenido pero intranquilo, llegó a la planta superior y como en sus peores pesadillas, encontró a Mercedes apostada frente a la puerta de su habitación.

―¿Estas son horas de aparecer? Mamá y yo estuvimos todo el fin de semana acá, solas.

―¿Solas? No creo que sea la palabra adecuada. ―Con frialdad entró a su cuarto, secundado por ella. Mercedes tomó asiento en el extremo de la cama, enfurruñada y emperrada con hacerle las cosas cuesta arriba mientras que él acomodó sus trajes en el amplio vestidor. Había dejado la puerta abierta, incitándola subliminalmente a marcharse.

Ella no lo hizo, por el contrario, la cerró al minuto. Tobías corrió las puertas del extenso armario cuando sitió que una mano se le colaba por la cintura intentando tocarle la entrepierna. La detuvo en seco, con vehemencia y poca sutileza.

―¿Qué carajos estás haciendo?

―En algún momento esto te gustó.

―Lo que pasó fue un error.

―Yo creo que muy en el fondo seguís sintiendo cosas por mí...―En puntas de pie, dada la diferencia de altura, Mercedes le lamió la mejilla de abajo hacia arriba, pero él se mantuvo imperturbable. Le soltó la muñeca con brusquedad.

―Andáte de mi habitación.

―¿Y cómo coge la monjita esa? ―Dueño de un temperamento aguerrido, la sujetó de los hombros y la zamarreó, en contra sus principios. Ella largó un gemidito de placer ante el rudo contacto.

―Dejá de meterte con Aldana ¿cómo tengo que decírtelo?

―No entiendo cómo un hombre insaciable como vos, que busca el placer en dos o varias minas y que es aficionado a esos jueguitos raros y pervertidos, se conforma con una insípida como esa.

Tobías le clavó los dedos en los hombros, pero consciente de que podía lastimarla muy feo, la soltó, con un leve empujoncito.

―Andáte de una vez. ―Le repitió, harto.

―No hasta que me digas qué es lo que viste en ella. ¡No es de tu tipo!

―¿Y vos qué sabés?

―¿Vos te olvidaste lo que vivimos?

―¡No! Lamentablemente no. Cada día de mi puta vida lo recuerdo y no como algo agradable.

―¡Sos muy injusto! Teníamos planes, proyectos...

―¡Lo nuestro era una mentira!¡Una absurda y total mentira!

Tobías caminaba de un lado al otro, se quitó el saco y lo apoyó en la cama. Abrió las ventanas de su habitación e inspiró grandes bocanadas de aire fresco. Compartir el mismo ambiente con Mercedes lo sofocaba.

―Dame la dicha de hacerte el amor una vez más, en esta misma cama...―Él cerró los ojos, con el estómago revuelto ―. Me prometiste que ibas a luchar por lo nuestro.

―Calláte, Mercedes, por favor.

―No, no voy a callar, porque fue real. ―Su voz era suave, serena. Prosiguió a pesar de las negativas de Tobías ―. Me hiciste mujer. Juraste que me cuidarías.

―Basta...

―Fuiste mi primer hombre. Sos el único al que amo.

―Mercedes...basta, por favor...me lastimás.

―Y a mí me lastima que no te importe lo que compartimos. Nos íbamos a mudar juntos, compramos esos muebles que están llenándose de polvo en el departamento. Dale, ¿por qué no empezamos de nuevo? Papá no está ya...

―Mercedes, todo fue una fantasía, nunca tuvimos nada como para empezar ahora de vuelta. ―Giró, con los ojos llenos de desagrado.

―Los muebles son reales.

―Mercedes, ya hablamos de esto: me mentiste, me hiciste creer que...

―Shhh ―le posó un dedo en los labios, silenciándolo ―. No vivamos del pasado, que la muerte de papá no haya sido en vano. Mirános, acá estamos, en esa habitación, hablando como dos personas civilizadas. ―Ella se le acercó. Como estaca, él se mantuvo rígido ―. Ya está, olvídate de ella. Conseguíle un puesto en otro lado y busquemos otra secretaria.

―Estás enferma. ―Esa palabra fue un golpe en la cabeza. Mercedes abrió sus ojos marrones y esa nube romántica que creyó componer, se disipó al instante ―. Estás igual de enferma que antes. Ya te dije qué fue lo que sucedió: me confundí, te di calce, cedí ante tu belleza y tu seducción. Animado por lo prohibido, accedí. Y pasó lo que pasó.

―Hicimos el amor.

―No, tuvimos sexo. Y eso desencadenó el caos. Lo que siguió fue una sucesión de equivocaciones que terminaron en un desagradable desenlace. No quiero recordarlo, me duele haber sido tan estúpido por haberme dejado enredar y haber creído en vos.

―Ya te pedí perdón.

―No importa si lo hiciste. Yo no quiero saber más del tema. Me equivoqué, lo pagué con el ostracismo y listo. Soy otro hombre.

―Un hombre sin memoria.

―Un hombre que pretende encarrilar su vida.

―¡No me vengas con que ahora querés una familia y esas cosas! No sos Charles Ingalls. ―Se mofó entre risotadas, pero él no estaba de ánimo para comentarios irónicos.

―Fuiste parte y cómplice de un momento de debilidad. Cogimos, sí, fantaseamos con un futuro juntos, también, pero porque nos vimos apremiados por las circunstancias. Yo no quería atarme a vos y no, no te amé. Eras mi responsabilidad.

La bofetada artera y caliente le enrojeció la mejilla. Había sido duro, pero esa mujer parecía no entrar en razones. Creyó estar hablándole a la misma chica de 21 años que había dejado en Buenos Años, ocho años atrás.

―¡No te voy a permitir que minimices lo que pasó entre nosotros! ―expresó con el dedo en alto y la boca llena de saliva y frustración. Sus ojos se enjugaron, producto de la rabia ―. No cogimos, hicimos el amor. No fantaseamos, los planificamos, hasta que vos la cagaste y te fuiste a la mierda dejándome con la mirada acusatoria de todo el mundo. ¿O vos te creés que fue simpático para mí que mi mamá y Jorge me miraran con asco? ¡Todos los empleados supieron lo nuestro!¡Todos! Y yo me tuve que bancar que dijeran que era una trastornada y morbosa. Que era una enferma... ¡no te lo voy a permitir! ―Comenzó a pegarle en el pecho con los puños cerrados. Tobías se apiadó de ella, dándole la derecha en ese aspecto: mientras que él escogió que el tiempo curara las heridas, ella toleró las miradas inquisidoras.

―En eso es en lo único que tenes razón. Te dejé sola enfrentando la mirada ajena, la que realmente te molestaba, debí enfrentar las habladurías con hombría. Ser claro. No hui escapándome del resto del mundo, hui escapándome de vos porque no toleraba que te hubieras enamorado de un canalla como yo.

―Sigo estando enamorada de vos, ¡y no te interesa! ―Su voz convulsa, le recordaba la pertenencia de ese sentimiento.

―Lamento escucharlo, me apena que no hayas podido continuar adelante.

Los ojos de Mercedes fueron fríos, tal como la actitud de Tobías. Él se alejó lentamente, dejándola con los brazos lánguidos al lado del cuerpo. En ese rostro dominado por la decepción encontró el mismo gesto de esa mujer que lo había engañado.

―Buenas noches, Mercedes, que descanses.

Girando sobre sus talones, la cortina de cabello castaño cayó sobre su espalda segundos más tarde y chancleteando sobre el piso, se marchó.

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Once: barrio porteño en el cual se venden productos al por mayor.

Ne frega: No importar

Conventillo: chusmerío.

Bancar: aguantar.

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