Capítulo 2
Tu corazón sigue acelerado; lo está tanto que a veces parece incluso haberse detenido. Sientes como si estuvieras a punto de morir y la mayor parte del tiempo no sabes por qué; cada pocos segundos lo recuerdas solamente porque te regresa la sensación de tener la ropa empapada. Estás fallando terriblemente en tu objetivo de no enloquecer.
Te levantas de la cama y vuelves a mirarte la ropa, para revisar si está o no manchada de sangre, a pesar de que hace muy poco te diste cuenta de que no deberías confiar mucho en tu vista.
No obstante, te tranquiliza el hecho de que no ves nada rojo entre la tela blanca de la camiseta, ni entre la mezclilla azulada de tus pantalones.
Estando ya tranquila, empiezas a dar pasos cortos hacia la puerta, mirando hacia atrás, esperando que escuchen la forma en la que hablas sin palabras; en la que pides a tus amigas que te sigan a pesar de que ni siquiera saben hacia dónde te diriges.
—¿A dónde vas? —pregunta por fin Valeria. Las otras chicas inquieren lo mismo, pero lo hacen solamente con el brillo de sus miradas.
Suspiras.
—A dónde vamos —La corriges con una agresividad que no esperabas dejar salir todavía.
—¿Todo bien?
Suspiras y asientes, tal como haces todas las veces en las que nada está bien.
—Todo bien —pronuncias palabras, solo para que te crean, aunque la corta frase sale también de una forma algo hostil—. Solo... vengan conmigo. Es importante.
Ya no hay más preguntas, pero se nota la duda en cada paso que dan tus amigas, que lentamente hacen una fila detrás de tí, y observan con cierta paciencia cómo luchas contra el pomo de la puerta, que de vez en cuando se rehúsa a moverse —tal como en esta ocasión—.
Una vez abres la puerta, dejas pasar a las chicas y procedes a cerrar la entrada, azotando la madera contra el marco sin siquiera querer hacerlo.
Tu corazón sigue acelerado.
Emprenden una caminata en un silencio tenso; es distinto a todas las veces que han recorrido ese bosque durante lo que llevan del viaje. Nadie se queja de cómo le empiezan a doler las piernas, ni intenta contar algún chisme de los que las han contado sus madres en las breves llamadas que han tenido; tampoco hablan de música o de las personas que les gustan. Solo existe misterio y desconfianza.
Esperas que la charla que van a tener pueda ayudar a deshacerse de todo eso.
Llegan a la que crees que es la cabaña adecuada. Viendo que las ventanas no están cubiertas por esas gruesas cortinas de color crema, te atreves a mirar a través del vidrio, y sonríes cuando te das cuenta de que sí estás en el lugar correcto, de que estás a punto de hablar con las personas correctas.
Te retiras rápido del cristal y tocas la puerta. Miras hacia atrás por unos segundos para darte cuenta de que las chicas desviaron su mirada hacia el lugar donde antes estaba la tuya. Miran a los chicos moverse antes de empezar una pelea para ver quién abriría la puerta, haciendo bromas sobre cómo no quieren que los maten, y no sabes si esas bromas incrementan tus sospechas o las calman.
Al final, quien te abre es Luciano, que sonríe apenas te ve y mira por encima de tí para que su vista recorra a las otras chicas.
—¡Hola, Marti! —Te saluda a tí primero, volviéndote a ver; luego despega su mirada de tí otra vez—. ¡Hola, chicas! —saluda a las demás—. ¡Pasen!
Te haces a un lado y extiendes el brazo para dejar que tus amigas pasen primero; apenas cruzan el marco, lo atraviesas tú también y azotas la puerta, intentando ponerle cerrojo a pesar de que el pomo se resiste a ello. Sonríes en cuanto el metal cede, y luego recorres el cuarto con la mirada, poniéndole una atención especial a todos en el cuarto; a toda la gente de la cual sospechas.
No te miras a tí misma solamente por el hecho de que no hay espejos en esa cabaña.
—¿Marti...? —Alberto pronuncia tu nombre como una pregunta que no continúa, como si no tuviera claro ni siquiera qué es lo que no le queda claro.
—¡¿Para qué el seguro?! —estalla Héctor, temblando, manteniendo la vista fija en el cerrojo tan bien puesto, el que seguro va a tardar en quitarse el mismo tiempo que tardó en ponerse.
—¿Para qué nos querías? —pregunta Galia, en un tono bastante más amable, desviándose del tema de que los acabas de encerrar a todos; no obstante, su tono sigue sonando nervioso. Sabes que te teme, y eso acelera tu corazón. Tu cabeza te dice que estás más cerca de encontrar a la culpable. Los culpables siempre pretenden no saber nada de la situación.
—Los quería para... —Empiezas a decir, en un susurro, y las palabras se van de tu mente casi de inmediato. Se te olvida por completo cómo decirles que sospechas de ellos, así que simplemente lo haces, sin rodeos—: Los quiero para que me digan quién de ustedes mató a Victoria.
Todos se sacuden y abren los ojos de inmediato. Te miran fijamente y sabes que te juzgan; sabes que te están preguntando por qué sospechas de ellos, y sabes que lo preguntan de una forma agresiva.
Sabes también que, quien haya sido, no lo va a admitir, así que esperas para ver quién salta primero; quién pone su queja en palabras antes que todos los demás. Decides que ese será tu siguiente sospechoso.
—¡¿Y por qué seríamos nosotros?! —grita de nuevo Héctor, cruzándose de brazos mientras camina hacia tí. Ya tienes a tu segundo sospechoso.
—¡Porque nosotros habíamos hecho ese maldito plan, y yo sé que es todo culpa del plan; alguien perdió el control! ¡¿Quién demonios perdió el control?! —Tú también gritas; dejas de pensar y haces todavía más caso a ese instinto que te dice que cualquiera de las personas en frente tuyo puede ser sospechosa.
—¿De quién sospechas? —cuestiona Pamela.
—De todos, maldita sea —Bajas la voz, pero sigues hablando con molestia—. Más de tí y de Valeria, que no entiendo cómo se enteraron de cómo murió la chica.
—Vimos el maldito cadáver, Martina; nosotras fuimos quienes llamaron a la policía.
Dentro de tu cabeza hay demasiadas preguntas y demasiadas frases con las cuales atacar, pero no sabes cuáles de todas usar, así que por primera vez en todo el día no eliges la violencia, sino dar una respiración corta y profunda antes de preguntar:
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—¿Recuerdas que fuimos a nadar al lago anoche? —cuestiona Valeria, procediendo a recargar la espalda contra el ropero en la esquina de la habitación. Asientes en respuesta a su interrogación, y entonces continúa—: Cuando regresamos, vimos el cuerpo colgado en el árbol grandote que no tiene hojas. Diría que vayas a ver si quieres, pero no sé si puedas; seguro ya están las cintas de escena del crimen.
—No creo; la policía es inútil —dice Galia, apretando los labios.
No te concentras en el último comentario, sino en decidir si quieres creer la historia que te presentó Valeria. También buscas saber si quieres ir o no a ver el cadáver; por alguna razón, tienes miedo a que eso te lance recuerdos a la cara; que te cause más culpa o incluso te diga que la tienes, que no imaginas o alucinas nada.
Respiras profundo y te das la media vuelta, intentando quitarle el cerrojo a la puerta.
—Perdón por sospechar de ustedes —dices de forma casi automática mientras te peleas con el pomo de la puerta; te molesta cómo este no cede, y también te molestan las miradas de tus amigos.
Te molesta no tener nada en claro, y no poder dejar de sospechar de la gente que amas.
Te molesta tener tan clara la imagen mental de tus amigos peleando por quién le corta cada extremidad a la muchacha, y de cómo su ropa se va manchando de sangre con cada grito. Te molesta sentir cómo ese mismo líquido te empapa la ropa.
Algo en tu interior te pide solamente tirarte al suelo y dejar que tu corazón palpite hasta que encuentre la calma, pero te echas a correr con toda la fuerza de tus latidos. Corres hacia el árbol sin hojas, a ver justo lo que no quieres ver.
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