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Dulzura

Hola, sé que está fallando mucho el ritmo de esta historia. Me gustaría que fuera otra la situación pero realmente ser docente a distancia es mucho más exigente que simplemente ir a las aulas y cada día me encuentro con que no hay tiempo para nada. En fin, perdón...

El chico que elegí para hacer de Ihan en el multimedia, paz, amor y tortugas. 

Capítulo X: Dulzura

Si alguien le hubiese dicho a Maia lo mucho que podía doler el filo de un cuchillo hundiéndose en su carne, ella se habría tomado la molestia de ser más cuidadosa, menos impulsiva y definitivamente no tan temeraria. Pero mientras su cuerpo caía desmadejado contra el suelo y sus manos buscaban inútilmente detener el caudal de sangre que emanaba de su abdomen, lo único en que pudo pensar era en que al menos había evitado que él muriera. Luego de eso, el dolor hizo su parte al volver todo sumamente confuso y errático en su mente.

Por un periodo indeterminado de tiempo ella se sentía entrar y salir constantemente de un sueño incómodo, donde no podía asirse a la vigilia sin importar cuánto lo intentara; en ocasiones era jalada, recostada o sentada a voluntad de la voz que le ordenaba abrir los ojos con una molesta regularidad. Maia había estado enferma en el pasado, recordaba perfectamente cuando una ola de fiebre escarlata había azotado el pueblo de Andover y ella había sido una de las tantas afectadas. Aquella vez, Maia había sufrido silenciosamente por varios días, forzándose a mejorar a sabiendas que caer enferma era de lo más inconveniente para su familia. Había decidido que ni la fiebre ni el dolor podrían retenerla prisionera en una cama, no cuando sus hermanas necesitaban de ella.

Y en ese momento, mientras agitaba la cabeza en un vano intento por coger el hilo de sus pensamientos, recordaba aquella antigua determinación y le exigía a su cuerpo que colaborara una vez más. Pero nada parecía surtir efecto, estaba indefensa y asustada, algo que no hacía más que aumentar su frustración y su deseo de valerse por sí misma.

—Tranquila, bonita... —Maia se revolvió debajo del peso de una mano que la empujaba hacia abajo en contra de su voluntad—. ¿Adónde intentas ir con tanto ímpetu? —La voz masculina sonaba ligeramente burlona, ligeramente molesta. Una combinación tan poco usual que logró distraer su mente del dolor por un instante—. ¿Qué debería hacer?

—No sé.

Ella luchó por entreabrir los parpados, curiosa por aquella otra voz profunda y baja que no reconocía de nada. Tras un gran esfuerzo por su parte logró divisar a un hombre, el hombre, sentado a su siniestra pero mirando hacia atrás hacia alguien que permanecía de pie a unos metros de distancia. Ella no pudo distinguir los detalles del rostro de ese otro sujeto, sobre todo porque sus ojos parecían incapaces de enfocarse más de dos segundos y por otro lado, la pequeña llama que iluminaba la estancia apenas si alcanzaba para hacerlo visible a él. A su hombre, que de suyo no tenía nada pero simplemente no encontraba un modo de pensarlo como alguien ajeno. Ya no, no después de lo que habían tenido que pasar para sobrevivir.

—Es una herida profunda —apuntaló él sin elevar la voz. Maia se quejó tratando de dar su opinión al respecto de su propia herida, pero todo lo que consiguió fue que él se volviera y la observara con sus ojos dorados entornados—. ¿Qué pasa, bonita?

Ella quería decirle que parara de llamarla así, quería decirle que se moviera de su lado y que quitara su caliente mano de su hombro, pero lo único que logró articular fue un mísero gemido.

—Quizás podría darle más medicina, milord —ofreció el extraño, solícito.

Maia sacudió la cabeza en la más pequeña de las negaciones y casi de forma automática, él colocó su mano en su frente para mantenerla quieta.

—Tiene fiebre —señaló sin quitar su mano—. Pero no sé qué tanto fiarme de un médico de pueblo.

—Fue lo mejor que pude conseguir dada las circunstancias —se excusó el extraño sin sonar afectado por la crítica—. ¿Quiere que traiga al médico de su señoría?

—Creo que no sería lo más inteligente.

—Me lo figuraba. —Maia gruñó para llamar la atención de ambos, pero ninguno de ellos se detuvo a mirarla—. No podemos olvidarnos que ella ha cometido un delito.

—Te lo aseguro, es algo que no se me olvidará en toda mi vida.

El otro hombre soltó una risilla por lo bajo.

—Podría haberle ocurrido a cualquiera, milord.

Él bufó casi como si lo ofendieran las palabras del extraño.

—Si le mencionas esto a Bastian o a Owen, te lo juro te perseguiré hasta en el último rincón del mundo para arrastrarte al infierno conmigo.

—Afortunados sean en el infierno por tenerlo a usted de huésped.

—No te pases de listo —apuntaló su hombre con un chasquido de advertencia—. Esta es una situación muy inusual...

—Mis labios están sellados, milord.

—Como debe ser —aceptó él, contundente—. Es mejor que te vayas.

Maia pudo percibir a través de sus ojos cerrados el cambio a su alrededor, mientras ambos se movían y se desplazaban lejos de ella, dejando un frío que antes no había sentido con él sentado a su lado.

—¿Necesitará algo más?

—Creo que de momento lo tengo cubierto.

—Entonces me marcharé a encargarme del resto. —Maia parpadeó hacia la penumbra desde donde llegaban sus voces, notando como uno de ellos entreabría una anticuada puerta de madera antes de ofrecerle una reverencia al hombre y disponerse a salir.

—Grey... —susurró entonces él, deteniendo al extraño bajo el quicio—. Solo encuéntralas, no tomes ninguna acción aún.

—Como ordene, milord.

Y tras otra rápida reverencia, el así llamado Grey abandonó la estancia con el eco de sus pasos y palabras retumbando en la aturdida mente de Maia. ¿A quiénes se referían? ¿Podría ser que...?

—Hora de tu medicina, dulzura.

***

La siguiente vez que sus ojos se abrieron, Maia encontró que la tarea le resultaba mucho más soportable. Aun con el continuo palpitar de su cabeza o el escozor que no parecía detenerse jamás en su abdomen, mantenerse despierta no suponía una gran dificultad. Su mente se sentía menos embotada, lo cual resultaba un alivio después de no ser capaz de controlar ni sus propios pensamientos.

Le tomó un largo minuto darse cuenta de ese hecho, así como también notar que no parecía haber nadie alrededor. ¿Acaso él se había marchado? Ella negó efusivamente hacia esa inadecuada pregunta, ¿siquiera importaba si él estaba allí o no? Lo importante era saber dónde era allí y cómo saldría de ese lugar para regresar con sus hermanas.

—Enfócate... —se dijo con voz seca y apenas audible.

Tras una increíble muestra de coraje por parte de su cuerpo, logró incorporarse toscamente hacia una posición sentada con la que pudo tener un mayor vistazo de su entorno. Se encontraba en una especie de cabaña, si es que tal descripción podría caberle a un sitio de lo más espartano, había una mesa con dos sillas, una anticuada bañadera de metal en una esquina y una chimenea pequeña donde una olla colgaba por una de sus asas en un extraño ángulo. El sitio donde ella había padecido todo ese tiempo, se trataba de un camastro que chirriaba con cualquier movimiento que realizaba y eso era todo. No había nada que le diera el menor indicio de dónde se encontraba, pero tuvo que admitirse a sí misma que sintió un enorme alivio al notar que no se trataba de un calabozo.

En su estado, él podría haberla arrastrado con las autoridades sin mediar esfuerzo alguno y sin embargo... Maia volvió a echar un vistazo en rededor; sin embargo él la había llevado a una especie de refugio. La había auxiliado.

—¿Por qué...?

Ni bien esa pregunta tocó su mente, la única puerta que podía ver desde su posición se abrió con un chirrido irregular, dándole paso a él. Un él despeinado con la barba de días oscureciendo sus mejillas y los ojos dorados chispeantes de vitalidad.

Maia se apretó contra la almohada de forma instintiva, no era difícil ver que los lugares se habían intercambiado rotundamente y ella estaba en clara desventaja ahora, por lo que debía ser cuidadosa e intentar adivinar sus intenciones.

—Despertaste, dulzura —anunció con voz alegre, esbozando una graciosa sonrisilla. Maia frunció el ceño con desconfianza, la vida le había enseñado a ser cautelosa con las personas que sonreían todo el tiempo, aquellas sonrisas solían ocultar más hostilidad que trasmitir la felicidad que pretendían.

Su primo Angus también sonreía constantemente y todos sabíamos cómo había acabado aquello.

—¿Dónde...?

—¿Dónde estamos? —completó él antes de que siquiera pudiese articular sus pensamientos. Ella asintió pausadamente—. En algún lugar de Hampshire... —Ondeó una mano como restándole importancia al asunto—. De momento eso no importa.

Él comenzó a avanzar hacia el camastro, haciendo resonar sus botas en el viejo piso de madera. Ella se humedeció los labios antes de volver a intentar hacer una pregunta.

—¿Por qué...?

—¿Por qué te traje aquí y no te llevé a prisión? —¿Acaso ese hombre leía mentes? ¿O simplemente no era lo bastante civilizado como para dejar hablar a las otras personas? Ella volvió a asentir, a falta de mejor respuesta—. La idea de que una joven y hermosa mujer sufriera herida en un calabozo no me parecía lo más caballeroso. —Maia soltó un muy pequeño suspiro, a lo cual él sonrió—. Por eso te retendré aquí hasta que estés recuperada y entonces te llevaré a prisión, para que puedas recibir tu castigo sin ningún tipo de impedimento.

—Usted... —comenzó a decir ella, pero él se apuró a cortarla con otro movimiento de su mano.

—Lo sé, no tienes que señalarlo. Soy muy considerado... —La miró por entre las pestañas—. No debes estar acostumbrada a tal muestra de simpatía, pero no tienes que agradecerlo.

Ella casi rió por lo absurdo de aquella aseveración. ¿Solo la había llevado allí para que pudiera sanarse y recibir todo el peso del castigo en prisión? Por supuesto que lo había hecho, era estúpido siquiera pensar que él la dejaría ir sin hacer aspavientos. Suspiró para sus adentros, no había modo de que aquello terminara bien. Al menos no para ella.

—¿Qué es esa cara? —Maia no tuvo tiempo a procesar esa pregunta, cuando sintió que él la tomaba de la barbilla y alzaba su rostro hasta que sus miradas se encontraron—. No me digas que estás molesta, te hice un favor...

Maia lo observó con los ojos en rendijas.

—¿Favor? Simplemente quiere asegurarse de que no me tengan ningún tipo de piedad.

—Oh, lo siento —le espetó con falsa amabilidad—. ¿Acaso mi espalda rompió tu cuchillo?

—Señor... —intentó protestar, pero él la silenció presionándole la boca con su pulgar sin dejar de observarla con ojos turbulentos.

—Tú me amarraste a una cama con cadenas, me hiciste pasar hambre, orinar como un animal, me golpeaste tanto como se te antojó e incluso me robaste hasta el último penique que llevaba encima... —La presión de su pulgar se intensificó unos segundos, antes de que le soltara la cara con un chasquido molesto—. No me mires como si te hubiese traicionado, dulzura. Solo agradece que te di la oportunidad de sanar en un lugar calmado.

Ella lo observó un largo minuto en silencio, mientras él caminaba hacia la mesa como si necesitara poner la mayor distancia posible entre ellos en ese pequeño lugar. Tarea para nada simple, dicho sea de paso.

—Habría sido más simple dejarme morir —susurró al cabo de un momento de consideración, él se volteó devolviéndole una mirada calma y límpida. Por un segundo se sintió como si estuviese hablando con dos hombres distintos, algo que no hizo más que desconcertarla.

—No iba a dejarte morir... yo no soy el malo aquí.

—¡Yo no soy mala! —le espetó con ahínco, arrepintiéndose casi al instante de su arrebato. El dolor de su abdomen la golpeó sin previo aviso, dejándole saber que su cuerpo todavía necesitaba ser tratado con amabilidad—. Ahh...

—Mujer estúpida. —Él estuvo a su lado tan rápido que apenas se dio cuenta del cambio. Y cuando la tomó con delicadeza por los hombros, ayudándola a recostarse lentamente, Maia ya no supo qué pensar o creer de ese hombre. Si tanto quería castigarla, ¿por qué no la dejaba allí a su suerte? ¿Qué hacía ayudándola? ¿Por qué no regresaba a su familia? ¿Por qué no la dejaba en las manos de la justicia sin más?

—No tiene que ayudarme —le señaló, al tiempo que él alzaba la mirada con gesto curioso—. ¿Por qué está haciendo esto?

Los ojos dorados del hombre se mantuvieron fijos en los de ella por un largo segundo, antes de que parpadeara lejos y esbozara una tenue sonrisa.

—Supongo que no puedo evitarlo.

—¿Qué cosa? —inquirió ante su silencio.

Él volvió a mirarla, ampliando su sonrisa de modo que un hoyuelo terminó dibujándose en su mejilla derecha.

—Ser adorable. —Maia sacudió la cabeza sin comprender el funcionamiento de la mente de ese caballero—. Mi plan en la vida es acabar con todos siendo adorable —le informó sin parpadear, ella enarcó las cejas confusa—. Dime, ¿está funcionando?

—¿Qué cosa? —volvió a preguntar totalmente perdida.

El hombre se inclinó tanto que a ella comenzó a resultarle incomoda su cercanía, ¿qué le pasaba a ese sujeto? ¿Acaso los golpes que le habían dado en la cabeza resultaron demasiado duros?

Él negó, desilusionado.

—Si tienes que preguntarme entonces no está funcionando. —Y antes de que ella pudiera intentar averiguar a lo que se estaba refiriendo, él se apartó dando una sonara palmada en el aire—. No te preocupes, soy un espíritu entusiasta. —Una vez más él no le dio tiempo a reaccionar—. Tengo hambre, ¿tienes hambre? Creo que debería calentar un poco de estofado. —La miró brevemente—. ¿Te gusta el estofado? No es lo más sofisticado para ofrecer, pero estamos algo limitados de alimentos.

—Señor, yo...

—Ah, ah, ah. —Él la silenció alzando su índice—. Regla número uno, dulzura, nunca contradigas a un caballero que no ha comido.

Ella se silenció, sin saber qué la sorprendía más si el hecho de que él siguiera cambiando de actitud tan erráticamente o que continuara adivinando lo que le pensaba decirle en cada ocasión.

—Está bien —aceptó tras observarlo silenciosamente mientras manipulaba la vieja olla—. Pero puedo pedirle un favor.

—Aún no nos presentamos y ya me pides favores —masculló, acuclillado junto a la chimenea—. ¿Qué quieres?

—Podría... —Maia vaciló, temerosa—. ¿Podría no llamarme de ese modo?

Los ojos dorados viajaron hacia ella en un veloz parpadeo.

—¿Qué modo?

—Ese modo... —Él continuó mirándola, esperando a que lo dijera pero Maia no iba a darle el gusto—. Solo no lo haga.

—¿Y cómo debería llamarte? —contrarrestó, volviendo su atención a la yesca que intentaba revivir—. ¿Bella secuestradora? ¿Ojos esmeralda? ¿Cariño mío? ¿Mi señora? ¿Mi reina? ¿Mi pesadilla? ¿Mi sueño? ¿Mi...?

—¡Bueno pare ya! —exclamó, molesta por el calor que sentía ascender por su rostro.

Él rió por lo bajo.

—De acuerdo, trabajaré en encender la yesca y no en encender tus mejillas.

—Solo dígame Maia —sentenció, deseosa de cambiar el tema cuanto antes.

—¿Maia? —Los ojos masculinos regresaron a ella por un breve instante—. Me diste tu nombre real, dulzura.

Él no lo preguntaba, simplemente lo sabía y por extraño que pudiera sonar, a ella ni se le había cruzado por la mente darle un nombre falso.

—¿Qué caso tiene engañarlo respecto de eso? —lanzó a la defensiva, notando que el fuego comenzaba a avivarse bajo las manos de él.

—Cierto —aceptó, poniéndose de pie sin dejar de observar el fuego con gesto abstraído—. Entonces, deberías llamarme Ihan.

Maia parpadeó, al tiempo que él se movía hacia la puerta como si estuviese listo para salir otra vez.

—No lo llamaré —se apresuró a responder, él se detuvo a medio paso observándola por sobre el hombro—. No lo llamaré nunca

—Sí lo harás —sentenció con seguridad, dándole otra de sus medias sonrisas—. Solo espera.

Y sin agregar más él, Ihan, se escabulló de la cabaña con paso calmo. Maia agitó la cabeza con fuerza, pero por mucho que lo intentó no pudo borrar de su mente el hecho de que ahora conocía su nombre.

Esto estaba mal.

—Ihan... —susurró apenas para ella. Sí, le quedaba como un guante. ¿Acaso ese nombre no significaba indecente y deshonesto?  

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Neil: ¡Chicos! ¡¡Los extrañé!!

Ihan: ¿De qué está hablando? Nos vemos todos los días.

Neil: ¡Lord nuevo! Bienvenido...

Ihan: Yo ya había hablado aquí... y llevó meses en este sitio, ¿qué bienvenida ni que nada? 

Neil: Hombre, ¿nadie le explicó las reglas?

Jace: Le mandé el pdf del manual de usuario del sótano, pero creo que no sabe abrirlo.

Will: Verá, lord Keller, debe ir a su cajita mágica ruidosa y decirle a su esposa que le muestre el texto, las palabras aparecerán ante usted cada vez que toque la parte con brillo con el dedo. 

Ihan *confuso*: No estoy casado...

Didi: Por Dios, dame eso. La organización de este sitio hace aguas.

Lucas: Ustedes me destituyeron del cargo... les recuerdo.

Neil: Y somos felices así. Milord, déjame que te explique algunas cosas. Mientras tanto, ¿Evan te encargas de esta dedicatoria?  

Evan: Por supuesto. Querida mary_sof este capítulo te le dedicamos a ti, gracias por pensar en nosotros y sobre todo en mí para hacerte esta dedicatoria. Tammy me dijo que me nombraste primero.

Neil: Ay, por favor. Se te sube a la cabeza, doc. Mary, tú y yo tenemos que charlar...

Will: Deje a la señorita en paz, señor Joyce. Debe sentirse afortunado de ser uno de sus favoritos, tanto como yo me siento afortunado. Un saludo grande, Mary. 

Evan: En fin, esperamos que a pesar de la espera nos sigan queriendo.

Neil: A mí seguro que sí, pero a ustedes... 

Didi: Milord, regla número uno: Nunca hablamos del sótano con gente fuera del sótano.

Dimo: Míralo, lo bien que ha aprendido. 

Iker: Los milagros de la espada... 


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