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Parte VIII

Esta circunstancia de alarma y los planes contra la UGG me hacen volver al pasado. Pienso en cómo era la vida antes de saber que era una humana Provectus y en que, de alguna manera, tiene sentido dónde he acabado. Antes mis mayores preocupaciones eran cuidar de mi hermano, utilizar constantemente los buenos modales, aguantar a niñas tan pijas y repelentes como yo y ser perfecta a ojos de mis perfectos padres. Me gustaba esa vida vacía, llena de falsedad y apariencias, creyendo que el mundo giraba alrededor de mí. Lo adoraba, pero porque no conocía otra cosa. Sólo sabía que en el mundo había tres clases de personas, las privilegiadas, las que se creían que eran privilegiadas y las que no lo eran, muy a su pesar. No estaba tan equivocada al fin y al cabo.

Antes del accidente, al crecer, ya conocía la sensación de frustración y soledad que mis padres procuraban que heredase de ellos. Lo descubrí cuando quise hacer algo que les desagradaba tanto que me lo prohibieron. Así hicieron más veces, cada actividad que me entusiasmaba, terminaba destrozada bajo su desaprobación. Lo peor de todo es que me hacían sentir inútil y sin valor como individuo, por mí misma. Todo cuanto importaba era quedar bien ante el mundo, ser perfectos en un círculo conservador; conservador de desalmados. No tienen otro nombre cuando su hija en apuros pasa a ser un despojo del que mejor olvidarse para poder continuar esa vida irreal.

Al rememorar esa época me convenzo de nuevo de que prefiero esto un millón de veces, claro que al mismo tiempo volvería sin pensarlo si eso significase salvar a todas las personas que han estado sufriendo la maldición del odio.

—Nunca más tendrás que preocuparte. Excepto si tienes que acostumbrarte a cómo funciona en todo su esplendor... —aclara Gervs, en cuanto termina con el gusanobot. En ese instante, mi piel se cubre de pelaje, del color característico de bismuto que le otorga el dispositivo que me cubre la columna vertebral. Había olvidado que tenía frío. Sin embargo, no me protege de la gelidez que está consumiendo el interior de mi pecho. Tampoco interrumpe la conversación con mi hermano.

—Hay cosas peores, como todas esas arrugas que tienes —le vacilo—. Si mamá o papá te vieran ya estarías rellenito de Botox.

—Sigo teniendo pesadillas con sus caras inexpresivas.

—A juego con sus almas —completo y soltamos una breve carcajada, más por descargar tensión que por gracia—. Sólo he conocido a una mujer sin arrugas que tenía sentimientos.

—¿Dices que es posible?

—Se llamaba Aghata, la mujer a la que le salían recuerdos en lugar de arrugas —explico, rememorando su bella imagen—. Te habría gustado conocerla. A ti y a todo el mundo en realidad, era encantadora. Ni siquiera interfería todo lo malo que guardaba dentro.

—Habrás conocido a gente increíble, incluso algún superhéroe famoso—añade, ligeramente animoso.

—Eh, no te pases —le riño—. Mejor dime lo que pasó contigo después del accidente... No te vi por casa y hasta hace unas horas creía que era la peor hermana del mundo por dejarte con esos dos.

—Un momento, ¿regresaste? ¿Por qué? —preguntó escandalizado—. Estábamos bajo vigilancia extrema, pudieron rastrearte y... Bueno, está claro que no.

—Porque eres mi hermanito pequeño al que siempre iba a proteger. Lo menos que podía hacer era cerciorarme de que estabas bien —respondo—. Puedes imaginar lo que pensé al no verte.

—Me enviaron a una clínica. Tras mil pruebas y estudios vieron que no tenía rastro de ADN Provectus, de ahí me enviaron a estudiar bajo la tutela del gobierno, hasta que O'Sullivan me contrató y aquí estoy —resume escueto, tampoco es que necesite más—. ¿Qué iba a hacer? Fingir como siempre, estudiar duro y obedecer, esperando al mejor momento para destruirles desde dentro.

—Menudo par de ilusos tú y yo —le digo antes de rodearle con el brazo izquierdo, apoyándole en mi hombro.

—¡Qué tierno! —comenta Ava con emoción, situada a nuestra espalda, antes de abrazarnos y estrujarnos como a un par de cachorritos.

—Cuidado, que babeas —me asqueo, haciendo fuerza para separarme.

—El amor empieza a triunfar —afirma llena de convicción—, es señal de que todo saldrá bien.

—Ójala tengas razón, amor, ójala —dice Gervs.

No lo tengo tan claro como ellos.

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