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CAPÍTULO QUINCE

EVAN

El dolor de mi brazo hace que mi respiración sea más acelerada que la del resto, además, estoy sudando demasiado, pero ya es bastante vergonzoso el hecho de no llevar nada como para todavía quejarme por cargar con mi propia alma. Liz se rezaga un poco para caminar a mi lado.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien —le afirmó mientras una gota de sudor me resbala por la nariz.

—Ya estamos a unos trescientos metros —me alienta. Es una chica linda y no ha hecho más que intentar ayudar. Y yo he sido un patán con ella.

—Gracias, Liz —le digo con toda sinceridad mientras veo sus ojos color miel. Ella me sonríe y sigue caminando a mi lado. En cuanto llegamos a la fogata todos dejan caer las cosas y se desploman en el suelo, menos Liz que se pone a mi lado y me conduce a la tienda amarilla donde desperté está mañana. Apenas vislumbro una silla me desplomo en ella.

—¿Del uno al diez, cuánto es el dolor de tu cabeza?

—Un ocho, supongo —mi mano derecha reposa en mi cabeza —. Me palpita las sien, siento que va a estallar —digo jadeando.

—Vale, déjame checar la herida de tu cabeza —se acerca y con mucha delicadeza quita mi mano de la herida. Yo tengo los ojos cerrados en un intento de controlar el dolor, pero su proximidad me hace abrir los ojos. Veo como me quita la gasa con sumo cuidado y con la concentración enmarcando su rostro la observa.

—¿Cómo se ve?

—Todo bien, no te preocupes. ¿Puedes enderezarte un momento?

—Tenlo por seguro —le afirmo mientras me incorporo en la silla con un jadeo. Sus manos recorren mis hombros y con delicadeza me quita el chaleco. Mi brazo se encuentra algo dormido debido a la venda amarrada.

—Bien, esto te va a doler un poco pero necesito que te quedes lo más quieto posible.

—Hecho —suspiro. Me desamarra la venda y una punzada de dolor me recorre todo el brazo. Un gemido se me escapa y Liz hace una pausa. En seguida me retira la chaqueta y la camisa. La zona esta empapada de sangre.

—Tranquilo, ya está. Te pondré algo de anestesia para que descanses.

—¡No! No, así está bien, solo has lo que tengas que hacer.

—Vamos, no tienes que hacerte el fuerte, tu respiración y sudoración dicen que la necesitas —me dice mientras prepara la jeringa. Siento un piquete alrededor de la herida pero es solo un pellizco comparado con el dolor del resto de mi cuerpo. En seguida el dolor disminuye hasta abandonarme el brazo y aunque mi cabeza sigue palpitando, unos minutos después mi respiración, la sudoración y las palpitaciones en mi sien comienzan a disminuir. Liz coloca una silla a mi lado junto con algunos utensilios en la mesa donde estaban mis cosas en la mañana. Con ayuda de unas pinzas y unas tijeras corta y saca los restos de los puntos. A pesar de que no siento dolor, si logro sentir como mi piel se resiste a dejar ir el hilo.

—¿Tú suturaste mis heridas?

—No, lo hizo Jacobo, yo estaba algo ocupada con Alan —asiento. Jacobo. Así que realmente se quedó a mi lado todo el tiempo —. No quiso moverse de tú lado.

—Sí, ya me lo han dicho.

—¿Es tu hermano?

—Sí —respondo orgulloso.

—¿Y esa chava, Lexa, era tu novia? —su pregunta no me sienta bien, no me gusta su verbo en pasado, pero es precisamente lo que es. Pasado.

—No quiero hablar de eso, Liz.

—Sí, lo entiendo, perdón. Si en algún momento necesitas hablar...

—Gracias —la corto al instante, no me gusta hablar de esto con ella. Un silencio desagradable se instala y agradezco cuando Richard atraviesa la entrada.

—¿Cómo te encuentras Evan?

—Estoy mejor.

—¿Quieres explicarme que fue lo que pasó? —me pide mientras se coloca enfrente de mí con una sonrisa.

—¡Un maldito cerdo trato de matarme! —digo molesto. Eso basta para que Richard rompa en una sonora carcajada. Liz lo fulmina con la mirada y él retoma la compostura tan rápido como le es posible.

—Lo siento, Evan, solo quería comprobar que era cierto lo que dijo Jacobo.

—¡¿Qué fue lo que dijo?!

—Que un cerdo te había vencido

—¡¿A si?! Pues dile que venga, que él y yo aquí, ahora. Le daré una paliza —Richard me mira con mirada tierna y pronto su expresión pasa a ser triste.

—Dale tiempo a tu cuerpo y cuando estés listo, yo mismo les prepararé el ring —me regala una última sonrisa y continua —. Los espero a ti y a Jacobo en la fogata a las 9:00 de la noche —me dice más serio.

—Muy bien —Richard sale de la tienda en el preciso momento en el que Liz termina de limpiar y se apresura a suturar. Después de terminar me pone una gasa y me venda. Limpia la herida de mi cabeza y también me coloca una gasa.

—Te pondré éste gel en el torso para que puedas descansar ¿de acuerdo?

—De acuerdo —me pone de pie y con manos temblorosas aplica el gel frio sobre mi espalda cálida. No he tenido oportunidad de verme en un espejo, pero por todo el gel que me pone en casi toda mi espalda puedo asegurar que estoy lleno de moretones. Cuando termina con mi espalda se coloca de frente a mí. Yo me observo y distingo tres moretones grandes, uno en mi costado izquierdo, otro en el pecho y uno más al lado izquierdo dela boca de mi estómago. Liz se coloca más gel en la mano derecha y se acerca a mí, su respiración es más acelerada y yo solo puedo observarla, lo que hace que se ponga más nerviosa y se vuelva algo torpe. Me coloca gel y da un leve masaje hasta que se absorbe. Sus labios. Sus labios me recuerdan a ella, a Lexa. Me percato de que me está mirando y me hace sentir algo incómodo. Ella termina de ponerme el gel y levanta su rostro hacia el mío. Por un momento me veo atraído hacia su boca, pero cuando veo sus ojos me doy cuenta de que es un error. Son sus labios, pero no son sus ojos y eso basta para traerme a la realidad. Carraspeo.

—Creo que ya debería irme —Liz se aleja algo avergonzada y asiente. Tomo mi ropa y armas. Mi playera y chaqueta están manchadas de sangre, así que tendré que salir así y buscar mis cosas para cambiarme. Me dirijo a la puerta, pero me siento mal por lo que acaba de pasar, por lo que termino deteniéndome.

—Gracias por tu ayuda y... lo siento, Liz. No debí hacer eso. Perdón.

—No pasa nada —su voz se escucha forzada.

Afuera el sol comienza a decirnos adiós. Está comenzando a refrescar así que me dirijo a la camioneta por mis pertenencias. Aunque no volteo a mirar a nadie, sé que varios ojos curiosos me observan, ya sea porque ando semidesnudo o porque debo tener muy mal aspecto. Jacobo, Sarah y Emmanuel se encuentras terminando de diseccionar al cerdo. La camioneta está cerca de la fogata y se encuentra abierta, lo que me lleva a preguntarme si será lo correcto. En caso de una emergencia me parece buena idea que este abierta y con las llaves al volante, pero si tuviéramos otro infiltrado, me parece una estupidez. Por otra parte si alguien se queda con las llaves y en una emboscada muere me parece un tato difícil dar con las llaves. Ya he revisado dos veces toda la camioneta en busca de mis cosas, pero no las encuentro a pesar de que en la mañana mientras Jacobo y yo acomodábamos las provisiones vi que se encontraban aquí.

—¡Vaya! Sí que tienes muy mala pinta —Jacobo burla de mí. Tiene las manos llenas de sangre.

—¿Esto? —digo señalando mis moretones —. No es nada, así que no te confíes, mejor deja de provocarme —le advierto con una gran sonrisa en el rostro. Jacobo deja escapar una carcajada y me hace señas con una mano para que lo acompañe.

—Tus cosas están en la tienda en la que dormiremos. Me tomé la molestia de bajarlas hace un rato y de ir dándole forma al dormitorio —entramos en la tienda azul. Hay un tubo en el centro de algunos tres metros clavado en el suelo. Tiene unos cartones para evitar que la punta vaya a reventar la tela. En las cuatro esquinas de la tienda, hay otros tubos de algunos dos metros. Debe medir unos cuatro por cinco metros. Solo hay una entrada, pero por debajo de las paredes entra el poco aire que hay, así que acordamos traer algunos troncos para ponerlos sobre las orillas de la tela y así tapar los huecos. Tal y como dijo Jacobo, mis cosas se encuentran en una esquina junto con las de él y Sarah. Me agacho para tomar mi mochila cuando la herida de mi cabeza comienza a palpitarme nuevamente al igual que mi abdomen y espalda, pero se calma poco después de incorporarme. <<Genial>> Tomo una camisa limpia, una chaqueta y vuelvo a la camioneta por mis armas y mi ropa sucia. Dentro de las cosas que traíamos venían tres sacos de dormir, los cuales se encuentran en el suelo de zacate color amarillo.

—Me temo que nos tocará dormir en el suelo —dice la voz de Jacobo detrás de dos cobijas gruesas que le tapan la cara.

—Bien, no tengo inconvenientes por ello.

—Yo solo espero que la maldita naturaleza no quiera acabar otra vez con nosotros —me dice al tiempo que deja caer sobre los sacos las cobijas y me regala una sonrisa. Le devuelvo el gesto —. ¿Sabes? Esto me recuerda a las veces que acampábamos en tu casa —anuncia Jacobo mientras se sienta y comienza a desamarrar la bolsa de los sacos, yo lo imito.

—Sí. Eran momentos grandiosos —suelto una risa seguida de un gruñido.

—Tanto que literalmente me dejaron marcado —dice tocándose la espinilla.

—¡Vamos, ya deberías perdonarlo!

—Por culpa de Gerardo terminé en el hospital aquella noche —dice ignorando mi comentario. Teníamos diez años. Recuerdo que preparamos todo para quedarnos a acampar, no queríamos a adultos en nuestro imaginario bosque. Llevamos comida, ropa, cobijas y fruta. Gerardo salió de la tienda por un momento, recuerdo que estaba haciendo mucha calor. Nos preparábamos para dormir, por lo que Jacobo se quitó el pantalón y se quedó en calzoncillos y una playera. En ese instante, Gerardo nos asustó en la entrada y tomó la ropa de Jacobo, salió corriendo y como era de esperar Jacobo salió atrás de él, pero iba descalzo y en calzones. Gerardo le iba gritando y burlándose por ir en ropa interior y Jacobo más enojado que nunca se abalanzo sobre él pero dio con un pedazo de vidrio y se cortó la espinilla, exactamente debajo de la rodilla. Gritó y chillo. Nuestros padres salieron rápido y vieron que la herida era algo profunda, por lo que papá uso el auto y los llevó al hospital. Gerardo y yo lloramos y pensamos que se iba a morir. Nos quedamos en la sala hasta que papá volvió y le explicamos lo que había pasado. Nos regañó, en especial a Gerardo. No había distinción alguna, era como su hijo y lo regañaba como tal.

—Y mi papá lo regañó, al final terminamos durmiendo en la sala preocupados por ti y las cosas se quedaron afuera —le informo.

—Y cuándo volví, el maldito se río porque no podía caminar bien.

—!Si¡ Recuerdo cuando te abalanzaste sobre él y yo sobre ti, al final no supe realmente porque peleábamos, pero a Gerardo le quedo el labio partido, a ti la nariz sangrando y a mí la ceja. Bonita relación de hermanos —digo entre risas combinadas con gemidos por el dolor que eso me provoca. Jacobo se ríe mientras vuelve a hablar.

—Recuerdo a mamá gritándonos muy enojada en la sala —é a dónde quiere llegar, pero su risa se lo impide, así que completo el recuerdo.

—Y a papá riéndose a sus espaldas.

—Si —confirma entre risas.

—Sí que les sacamos canas verdes.

—Sí, y yo diría que muchas.

—Recuerdas a Fabiola —digo sin contener la risa. A los doce años, Jacobo y yo estábamos enamorados de la misma niña en la escuela y Gerardo no paraba de reírse de nosotros y avergonzarnos en frente de ella. Un día andaba algo extraño, dijo que iría a hacer tarea, pero yo estaba con él en la escuela y no nos habían dejado tarea ese día. Jacobo y yo les dijimos a mis padres que iríamos a jugar, así que salimos en las bicicletas y seguimos a Gerardo. Llevaba un papel en la mano y cortó una flor que se había encontrado en su camino. Cuando estuvimos a una cuadra de él, dejamos las bicicletas en un callejón y lo seguimos. Al poco tiempo giro a la izquierda y se detuvo; nosotros nos quedamos en la esquina espiando. Sabíamos que iba con una niña, eso nos había quedado claro, pero jamás se nos pasó por la mente que era la misma que a nosotros nos gustaba. Fabiola. Jacobo y yo estábamos impactados, pero no nos enojamos, al final el mejor había ganado. Entonces escuchamos cuando Fabiola le dijo que nunca había besado y él le confesó que tampoco; no pudimos evitar soltar una carcajada cuando se besaron.

—Sí, Fabiola se echó a llorar y se fue corriendo a su casa, y Gerardo parecía un toro, nos persiguió, pero con las bicicletas lo dejamos atrás —recuerda él.

—Pero cuando llegó a casa, nos dimos otra vez una paliza —digo sin poder dejar de reír.

—Recuerdo haber tenido una plática muy sería a cerca de las mujeres con mamá y que nos hizo ir a la casa de Fabiola a pedirle perdón.

—Sí —desde esa vez siempre nos dijimos quien nos gustaba, para que no se volviera a repetir la situación —. ¿Qué nos pasó, Evan? ¿En qué momento crecimos? ¿En qué momento nos distanciamos?

—Cuándo tú entraste en la academia. Cuando Gerardo se encontraba con Alán y yo, bueno; yo solo los observaba.

—Debimos hablar más.

<<Sí, debimos haberlo hecho, pero no fue así y ya no podrá serlo>>

—Los extraño Evan, de verdad daría todo por volver a aquellos tiempos —sigue diciendo al tiempo que me ve a los ojos.

—Yo también —me permito confesarle. El dolor en mi pecho aumenta.

Un silencio agradable se instala entre nosotros y ninguno hace intento alguno por romperlo. 

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