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CAPÍTULO DOS


Tengo frío, me punza la cabeza, y mi vista no logra adaptarse a la poca luz que hay, sin embargo, a pesar de eso, estoy seguro de que esta no es mi casa.

—Tranquilo, estas bien. Te encuentras en la Central Médica de la Academia Black —Es un joven algunos cinco años mayor que yo, al parecer es mi doctor o enfermero, no estoy seguro, lleva bata blanca con un bordado que dice «Richard», supongo es su nombre.

Instintivamente busco una salida, pero me siento un poco mareado así que es inútil, ni siquiera podría ponerme en pie. Cierro los ojos en un intento de detener el movimiento de mí alrededor.

—¿Dónde está Gera...—«Demonios. Gerardo» Por un momento no logré recordar la situación, aunque la laguna mental no duró tanto como me hubiera gustado. Observo mis manos y me parece ver en ellas sangre, la sangre de Gerardo, de mi hermano, a pesar de ser soy consciente de que me encuentro totalmente limpio, y en un hospital.

Un vacío me invade y ya no puedo contenerme más, por primera vez desde que vi como sus ojos se vaciaban, soy consciente de la realidad. Estoy a punto de derrumbarme: siento un nudo en el pecho y cómo un ácido me recorre desde el estómago hasta la garganta; no sé cuánto llevo aquí, no sé qué demonios pasó, solo tengo algo seguro, y es que él ya no está aquí, y jamás volveré a verlo.

—¡Escucha, tienes que tranquilizarte! —me dice Richard algo alarmado, con los ojos como platos como si.... como si tuviera miedo, pero ¿de qué?—. Escúchame con atención, no tenemos mucho tiempo —continúa volteando hacia la puerta—. Pronto vendrá tu médico a revisar que todo esté en orden, traerá compañía la cual te dará su versión de los hechos —Mi rostro debe ser el de alguien muy confundido porque suspira evidentemente frustrado—. Intentarán hacerte creer cosas inciertas, solo sé inteligente o te matarán.

—¿De qué demoni... —antes de terminar la pregunta me interrumpe el sonido de la puerta abriéndose. Por ella entran tres hombres: uno de ello es un doctor, acompañado de dos sujetos de traje negro, uno parece ser un coronel y el otro un recluta.

—Doctor Richard, retírese por favor —le pide el Hombre de bata blanca que acaba de entrar. Richard me voltea ver una vez más antes de salir de la habitación y asiente en mí dirección—. Me alegra que al fin despertaras. Soy el doctor a cargo de tu caso, mi nombre es Howard y estos dos caballeros que están aquí vienen a hablar contigo —dice apuntando a los hombres detrás de él—. Él es el coronel Burgth y él... —Señala al que parece ser un recluta—, es el teniente Taylor.

Ambos hacen un gesto de asentimiento a forma de saludo, por lo que me enderezo tanto como soy capaz, hasta quedar sentado y le ofrezco un saludo militar al Coronel.

—Descanse cadete —ordena tajante, incluso yo diría que con repulsión. Eso atrae mi atención. No comprendo qué está pasando, no obstante estoy intentando obtener tanta información como sea posible—. Cadete, eres un bien valioso para nuestro cuerpo militar, por ello se te permitirá seguir asistiendo a la Academia Black, donde estarás bajo prueba el tiempo que sea necesario —me informa el Coronel. «Se ve que no se anda con rodeos» Me digo a mi mismo, mientras observo sus movimientos con atención.

—¿Señor?

—¿Si?

—Lo lamento mucho, señor, pero no comprendo —logro decir, porque es cierto, no entiendo de qué está hablando, ¿acaso fui expulsado de la Academia, o por qué dice que aún podré ir? el Coronel suspira y se acerca a los pies de mi cama quitándose su quepi para verme mejor a los ojos.

—El día de ayer me reportaron que usted tuvo un enfrentamiento contra el Cadete Gerardo Covarrubias, donde él falleció. Desconozco la razón que dio origen a su problema, pero tiene que saber que tampoco es de mi importancia. Usted, Cadete, infringió una norma: el atentar contra el estado físico de un inocente, por lo que fue expulsado del instituto —No logro respirar, ¿esta insinuando que yo lo maté? «esto está mal». Entonces recuerdo lo que dijo Richard—. Sin embargo, testigos declararon que era su hermano y que no se encontraba usted en uso de sus facultades mentales, por lo que fue traído a este hospital, donde los estudios salieron positivos en el consumo de alcohol; otros testigos afirman haber visto que él intentó dañarlo y que usted actuó en defensa propia, por lo que a falta de pruebas, como lo es el arma homicida y de un testimonio lo suficiente coherente, usted pasa a ser el presunto asesino del Cadete Gerardo Covarrubias hasta que se demuestre lo contrario. De cualquier forma, lamento su pérdida —continúa diciendo, aunque no veo la sinceridad en sus ojos—. Así que he venido para decirle directamente que a partir del día de mañana será bienvenido a la Academia. Mientras tanto como usted ya sabe, me veo obligado a realizar un interrogatorio para conocer su parte de los hechos.

Asiento, es el protocolo. Una sensación desagradable comienza a instalarse en mi estómago, provocando que este se revuelva y las náuseas me acechen.

—¿Cuándo fue la última vez, antes del incidente, que vio al cadete Gerardo Covarrubias?

—Ese mismo día —aseguro.

—Sea más específico, Cadete. Conoce el procedimiento, no me haga creer que no es tan valioso y listo como afirman mis superiores.

—El día nueve de agosto en punto de las 10:00 horas, fue la última vez que lo vi previo a su fallecimiento —digo mirándolo a los ojos molesto por su comentario.

—Bien. ¿Notó algún comportamiento fuera de lo usual?

Mi mente viaja a ese momento. Recuerdo que bajó las escaleras y lo primero que dijo fue:

—Si volviera a ser un niño huérfano, los habría escogido otra vez.

Mi madre lo abrazó y le besó con ternura, mi padre le dijo que ellos también lo habrían vuelto a acoger y yo... yo me reí, y le dije que últimamente se encontraba muy sentimental: creí que tenía alguna chica por ahí que lo estaba volviendo más blando. Ahora que lo pienso... se estaba despidiendo. Él... él sabía que se enfrentaba a algo, a algo que atentaba contra su propia vida. Sus últimas palabras, las advertencias de ese médico que acaba de salir de la habitación, y el recuerdo de Gerardo saliendo de la casa, viéndome con preocupación; hacen que las náuseas se potencialicen.

—No me siento bien —digo tan rápido como puedo para no vomitar.

—Me parece que no es buen momento para alterarlo —sentencia el doctor Howard—. Lo daremos de alta hoy mismo, por lo que el tiempo que esté en esta habitación les pediré que lo dejen descansar, por favor. Una vez fuera de este hospital, será todo suyo —dice al tiempo que dirige al Coronel y al Teniente a la salida.

El Coronel se gira hacia mí y me hace un gesto de despedida, el cual ni siquiera soy capaz de devolverle. Mi corazón está desbocado y amenaza con escapar de mi pecho.

Apenas salen de la habitación, tomó el cubo que el doctor ha dejado a mi lado y vomito. Cuando mi estómago queda vacío y me percato de que me encuentro solo, me pongo a llorar. No puedo controlarme más, siento como un ácido me cubre los ojos y termina por derramarse sobre mis mejillas. Quiero gritar, pero si lo hago vendrán a sedarme otra vez y me mantendrán en este hospital por más tiempo, y para ser sincero, odio los hospitales, así que muerdo las sábanas que me están cubriendo y me desahogo llorando, gimiendo, ahogando gritos, pateando.

Solo puedo permitirme un minuto de debilidad y necesito aprovecharlo lo mejor posible, porque aunque estoy seguro de que lo que acaba de salir de la boca del coronel Burgth son falacias, me duele. Ahora no tengo duda alguna de que Gerardo sabía algo, algo que el coronel Burgth busca.

Gerardo era mi hermano y no descansaré hasta saber la verdad.

«Te lo prometo Gerardo, te vengaré».



Me encuentro en la entrada del Instituto Dodge que imparte la educación básica, a la cual acuden todos los jóvenes del Fraccionamiento Uno hasta los veinte años, que es cuando presentan sus dos fases para la prueba. Después de la fiebre roja la mayor parte de los sobrevivientes fueron jóvenes y niños, así que la educación cambió con el fin de tener gente lo mejor capacitados a más corta edad.


Ahora estoy a solo un paso de mi futuro, de un camino fijo, de saber quién soy...

Respiro hondo, y comienzo a contar, uno «tú puedes hacerlo», dos «soy capaz de hacerlo», tres «voy a hacerlo», y una vez dicho esto me dirijo al interior del edificio.

Hay muchas personas caminando de allá para acá, pero yo sé a donde tengo que ir; comienzo a caminar hasta las escaleras y me dirijo al tercer piso, donde se encuentra el salón de conferencias. A solo dos pasos de la entrada del salón, me encuentro con Verónica, mi vecina, que también realizará su prueba.

Nuestros padres habían sido amigos desde hacía varios años y también nosotras, no obstante cuando murió mi padre, por alguna razón mi familia se alejó de los demás y ellos de nosotros; gracias a eso, y sumando el abandono de mi hermano, me acostumbré a estar sola.

—Hola, Lexa —me saluda Verónica, lo cual me sorprende porque tenemos mucho tiempo sin hablar, sin embargo decido ser educada y le devuelvo el saludo.

—Hola, Verónica —No estoy segura de qué más decir, así que intento con algo nada personal—. ¿Nerviosa? —pregunto. Miro la puerta y sé que ya casi es hora de empezar. Al no recibir respuesta de Verónica me arriesgo a decir algo que no planeaba—. ¿Quieres que entremos y esperemos nuestro turno juntas? —ofrezco, señalando el interior de la habitación.

—¡Claro, gracias! —responde sonrojada, aunque no debería, no tiene nada de malo estar nerviosa.

Ingresamos en la sala y nos sentamos en la hilera de en medio, desde donde estimo que hay alrededor de quinientas personas que presentarán su prueba hoy. Mi reloj marca que son las 7:55 de la mañana, por lo que solo faltan cinco minutos para comenzar.

—Buenos días jóvenes, soy la Coronel Sullivan —dice una mujer delgada (aunque claramente fornida) y que al parecer no duerme mucho, lo cual explica las arrugas del rostro y esas ojeras tan pronunciadas; pero a pesar de eso su uniforme negro está lleno de insignias—. Se les asignará un asiento y la entrega de un paquete que contiene un lápiz, una botella de agua y un cuadernillo, el cual abrirán hasta que yo lo indique. Tienen tres horas para contestarlo, no hay permisos para salir, ni siquiera al servicio —puntualiza y se da un segundo para beber de su botella de agua—. Si alguien habla, se le ve copiando o haciendo señas a alguien más, se le retira la prueba y automáticamente quedará anulada, es decir, su calificación será no aprobatoria. Una vez dicho esto, por favor, Cadetes comiencen a entregar los paquetes y asignar los asientos —dice esta vez para los jóvenes uniformados que se encuentran a un lado de ella.

Después de lo que parecen horas, me han entregado mi paquete y asignado el asiento de enfrente del presídium. Estoy ansiosa por comenzar y terminar de una vez con esto; y como si lo hubiera dicho en vos alta, la Coronel Sullivan vuelve a hablar:

—Pueden abrir su paquete y comenzar. ¡Empieza a correr el tiempo! —dice finalmente. Nada de ¡buena suerte chicos! o ¡espero les vaya bien!

Mientras empezamos a contestar el cuadernillo, la Coronel nos observa desde el presídium, mientras los Cadetes que repartieron los paquetes deambulan por todo el salón.

Después de lo que parece una hora y media ya estoy terminando. Respondo la última pregunta, en la cual debo poner a que ámbito aspiro: el Fraccionamiento Uno pertenece a las ciencias de la salud, químicas y biológicas; el Fraccionamiento Dos, es el encargado de los servicios públicos y sistemas de toda la ciudad; en el Fraccionamiento Tres, se desarrollan actividades agropecuarias y por último el Fraccionamiento Cuatro, es la parte militar, mi meta.

Respiro hondo, escribo «Fraccionamiento Cuatro» como respuesta y levanto la mano para entregar el cuadernillo antes de que me arrepienta por mi decisión. Pronto llega un joven alto de cabello rojizo y con uniforme negro (distintivo de la Academia Black) que recoge mi examen y me indica que debo salir de la habitación.

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