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Mátame ahora

Brújula - tempo - infierno

—¿Recuerdas cuando nos conocimos, bebé? —preguntó Ezequiel con voz cansada, acariciando la palma de su amante a modo de consuelo.

—Si... —gimoteó el chico, secándose las lágrimas que bajaban por su rostro con la otra mano— Estabas bien loco —comentó e intentó sonreír, pero la opresión en su pecho se lo impedía; se sentía fatal, ¡devastado!, como si todo el mundo se le viniera encima y se sentara sobre sus costillas, provocando una presión insoportable.

—Lo sé, lo sé —quizo reír el hombre pero su condición no se lo permitía y eso hizo que se sintiera peor.

Quería hacer sonreír a su pequeño amante, a su confidente, a su gran amor... Alzó la vista y fijó su mirada en un punto fijo del techo, como si su alma se sumiera en un transe. Comenzó a recordar, saboreando cada palabra.

[•°•°•°]

El calor era insoportable en esa parte de la ciudad por eso todos evitaban ir ahí durante el verano. Todos excepto él, un hombre extraño que se encontraba sentado en una de las bancas del puerto. Víctor miraba la escena, horrorizado, sabía qué tan insoportable era el ambiente en esa zona y le costaba creer que alguien estuviera sentado en esa banca. «¿Acaso está loco?» se preguntó, acercándose al sitio al ser guiado por su curiosidad.

—Oiga, señor —le llamó cuando estuvo a unos cuantos pasos de él, secando las gotas de sudor que acababan de aparecer en su frente. Maldijo el calor y siguió hablando—. ¿Está usted bien? Aquí es bien caliente, ¿por qué no va a otro sitio?

El hombre giró su cabeza y lo miró de arriba hacia abajo un par de veces. Víctor se acercó más, dispuesto a saber cómo jodidos ese señor aguantaba semejante temperatura.

—¿En serio? No me doy cuenta de esas cosas —contestó mientras sonreía.

Al joven Víctor se le revolvieron las ideas luego de ver esa sonrisa, podía jurar que su mente quedó en blanco duranto unos segundos luego de ver esa escena. El rostro del hombre era hermoso, algunos cabellos castaños le caían sobre la frente, tenía ojos cuyo color verde era apenas notorio debido al atardecer y sus labios eran gruesos y carnosos; tanto, que a Víctor se le pasó fugazmente la idea de querer morderlos.

—Si, bueno... Por algo le dicen el Infierno de Ágata. La gente solo viene aquí cuando hace un chingo de frío —comentó con nerviosismo luego de bajar la mirada, como medio para intentar controlar las ideas que pasaban por su cabeza.

—Ya veo. ¿Tienes mucho viviendo aquí? ¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre, haciéndole gestos al muchacho para que se sentara a su lado.

Víctor obedeció y, tímidamente, tomó asiento en la banca, midiendo con cautela la distancia entre ambos.

—Nací aquí, señor. Me llamo Víctor. ¿Qué hay de usted?

El hombre rió, a lo que el chico lo miró extrañado.

—No me digas señor, me haces sentir viejo —aclaró—. Mi nombre es Ezequiel, soy un periodista de la capital —extendió su mano y Víctor la tomó.

[•°•°•°]

—Me acuerdo que tomaste mi mano y estaba cálida. Fue la primera vez que sentí calor, era una sensación maravillosa. Quizás fue en ese momento, sí, casi estoy seguro. Fue en ese momento que vi tus ojitos de niño bueno, niño bonito, y me enamoré de tí —sonrió—. Ese es mi segundo mejor recuerdo —declaró, viendo a su amado a los ojos, esos ojos que tanto le encantaba mirar.

—¿Y cuál es el primero? —preguntó mientras sus labkos se curvaban en una tierna sonrisa, apretando la mano de Ezequiel, como queriendole decir «no te vayas» sin usar palabras.

—El primero... Ah, ese es el de nuestro baile...

[•°•°•°]

Las luces y la música de la discoteca creaba, como siempre, efectos psicodélicos. Ezequiel refunfuñaba con cada paso que daba, detestaba estar ahí pero agradecía que sus quejas y gruñidos no podían oírse debido al volúmen del ruido que inundaba el lugar. Víctor lo llevaba de la mano, emocionado, parecía niño en mitad de una dulcería; estaba alegre porque, al fin, había logrado sacar al hombre de esa casa que parecía cueva debido a la escasa luz que entraba. Gracias a eso, Ezequiel no quería arruinarle el humor a su niño bonito y fingía una sonrisa cada vez que el muchacho se volteaba para verlo.

Y es que Víctor lo traía embobado, ya hasta había extendido unas semanas de su viaje con tal de pasar más tiempo con él. Nunca había sentido mariposas antes y después del sexo, sensación que deseaba disfrutar al máximo. Quería hacerlo feliz porque amaba sus sonrisas, su cabello rizado y rebelde y esas pestañas castañas que cubrían el par de ojos marrones más hermosos que hubiera visto. Le gustaba de cuerpo entero así como le fascinaba su personalidad. Por eso repetía todos los atributos y cualidades agradables de Víctor como una mantra mientras caminaba, era lo único que moderaba su humor en medio de tanta algarabía.

Si era reguetón o bachata lo que sonaba, no quería ni saberlo. Tan solo se arrepentía de no haber llevado los tapones para oídos mientras, ya ambos sentados en una mesa, admiraba cada pequeño detalle del rostro del niño bonito frente a él que le permitía ver la escaza luz, quien se movía con inquietud en su silla, buscando quién sabe qué.

Luego de unos cuantos tragos, a Ezequiel se le bajó un poco la amargura. Víctor bailaba con sus amigos a pocos pasos de él y eso permitía al hombre tener una vista de cuerpo completo del joven, cosa que influyó bastante en su cambio de humor.

—¡Me gusta mucho esta canción! —gritó el muchacho, sosteniendo al ojiverde del hombro, quien lo miraba con indiferencia.

—¿Ah, en serio? —Tomó un trago de su bebida— ¿Y qué quieres que haga?

—¡No te pongas así! —rió, sentándose en las piernas del mayor— ¡Ven, vamos a bailar!

—No, yo no bailo —declaró, sosteniéndolo de la cintura y sin intenciones de dejarlo ir.

—Baby...

—No.

—Por favor. ¡Venga!

—Dije que no —bebió otro trago.

—Venga, baby, vamos —insistió Víctor, depositando varios besos en la mejilla del mayor—. Si bailas hoy conmigo, te prometo hacer lo que quieras más noche.

—¿Lo que quiera? ¿Seguro? —preguntó el ojiverde, acariciando las piernas del muchacho.

—Si, seguro. ¡Pero vamos! Bailemos juntos.

—Hecho. Pero solo una, ¿eh? —besó al joven en los labios y palmeó su muslo en señal de afirmación.

Víctor corrió emocionado hacia la pista, sosteniendo fuertemente la mano de su pareja. El alcohol ya había hecho efecto en su cuerpo, en esos momentos solo se dejaba llevar. Ezequiel lo tomó de la cintura, como si fueran a bailar un balz, aunque él juraba que estaba sonando música movida, tan solo se dejó hacer. No protestó mientras el hombre lo guiaba, con parsimonia, en un baile de esos que salen en la películas con cancioncitas románticas de fondo.

Víctor sonreía y reía, disfrutando el momento. Por otro lado, Ezequiel parecía viajar a otra dimensión, a una donde sólo estaban ellos dos. La música dejó de resultarle molesta, casi no la escuchaba. Su mente parecía estar en blanco, solo había espacio para ese momento. Ese extrañamente mágico momento donde lo único que captaban sus sentidos era la figura y rostro de Víctor, su labios curvados de forma infantil y su risa de niño, de niño bonito, de fondo.

Ambos bailaban en su propia dimensión, en su propio ritmo, en su propio espacio y en su propio tempo.

Y fue ahí, justo en ese instante, que Ezequiel se dio cuenta del verdadero nombre de esos sentimientos, de esas mariposas que sentía aún cuando no estaban teniendo sexo. Se dio cuenta que eso que sentía por Víctor no era solo una sensación pasajera, era algo más fuerte, más intenso, más real, más duradero... Su cabeza entró en la confusión durante un par de segundos; sintió alivio y miedo, al mismo tiempo.

Su mundo explotó y fue reconstruido, en tan solo dos segundos. Entonces sus labios también se curvaroncon las orillas hacia arriba y se abandonó también a los efectos del alcohol. Empezó a reir como niño mientras daha vueltas y vueltas, con Víctor, con hermoso y delicado Víctor, entre sus brazos.

Reprimió el «te amo» que gritaba su cabeza, que gritaba todo su cuerpo, y siguió bailando dos canciones más de las que prometió.

[•°•°•°]

Las lágrimas bajaban por las mejillas del muchacho, incontrolables, mientras este tapaba su boca con una de sus manos para amortiguar el sonido de sus sollozos. Estaba conmovido ante lo antes relatado.

—Creí... Creí que... Lo mejor de esa noche fue cuando tuvimos... Cuando tuvimos sexo —bromeó entre gimoteos. Tenía los ojos rojos e hinchados y las mejillas empapadas de agua salada.

Ezequiel quizo reír pero solo logró toser. Víctor palmeo su espalda, preocupado.

—No, estás loco —comentó cuando ya se había calmado—. El mejor de mis momentos fue ese baile contigo. Fue mucho mejor que el sexo.

Ambos sonrieron, viéndose a los ojos, dedicándose de esas miradas que solo poseen quienes aman, quienes están enamorados.

—Bueno... Yo... Yo te contaré el mío —secó sus lágrimas. El ojiverde se acomodó en la cama con ayuda del chico, dispuesto a escuchar—. Fue cuando estábamos en el puerto, cuando no te quisiste ir, ¿te acuerdas? —Volvió a secar sus lágrimas— Dijiste que me comprarías lo que yo quisiera y sólo te alcanzó para esta brújula vieja —sacó el aparato de su bolsillo y lo entregó a las pálidas manos de su pareja.

—Eso es porque las brújulas siempre apuntan al norte —afirmó, justificando la compra de aquel cachivache. Víctor lo miró extrañado ante sus palabras, a lo que el ojiverde añadió— y tu has sido mi norte desde que llegué aquí, niño bonito.

Ezequiel empezó a toser y a toser. Sus ojos se volvieron más pálidos, iban perdiendo brillo.

—Baby, mi amor... —Víctor lo acariciaba y consentía, desesperado— mi amor, ¿qué haré sin tí? —lloraba.

Sabía lo que venía, siempre lo supo desde que se enteró de su enfermedad, aquel fatídico día. Lo supo desde hacía dos años, se había preparado mentalmente. ¡Pero todo era una mentira! Nadie, nunca, ¡ningún ser humano podría estar preparado para afrontar la muerte de quien ama!

—Tu... siempre —habló, como si las palabras le pesaran—. Siempre has sido mi norte —confesó, acariciando la brújula con su pulgar.

Esa fue su última oración. Ezequiel se marchó y Víctor vio su cuerpo tendido sobre la cama, enfriándose, durante horas. Víctor vio su cuerpo hasta que ya no cayeron más lágrimas de sus ojos.

Se puso de pie, limpió sus mejillas. Aquella brújula que Ezequeil le obsequió se convirtió en su pertenencia más valiosa, justo después de todos los recuerdos a su lado, de todos esos momentos vividos, de aquel metafórico infierno que le permitió conocerlo y ese tempo en el que bailaron.

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