Balancea sus pies suavemente, tiene la mirada puesta en el suelo e intenta unir las líneas borrosas de los azulejos para poder ver confusamente su rostro. Se encuentra intranquila por algo a lo que teme pensar. Sus manos llevan moviéndose desde que llegó, tocando todo el asiento y pasando por su rostro y su propia ropa un par de veces. Le dijeron que estuviera tranquila y en silencio, pero el nerviosismo parecía ser algo inevitable. Nunca estuvo en una situación como esa, no sabía cómo actuar. Siempre supo el final de toda esa macabra historia y, de todas formas, prefirió guardar silencio, fingiendo calma. De haber sabido que el ambiente se pondría así de triste, hubiera decidido nunca ir.

Deja de mover sus pies en cuanto su mente se pierde en sus pensamientos. Fue un momento breve, la conciencia no la dejaba tranquila por mas que tarareara canciones en voz baja para distraerse. Una vez vuelve en sí, recuesta su espalda en su la silla y fija su mirada en la pared. Se pregunta porqué los hospitales están pintados de blanco y recuerda que ese color en específico se supone que induce a la calma. Aun cuando en su interior no hay mucha calma. Una leve opresión en el pecho, un hambre que parece insaciable y las intermitentes ganas de orinar no son signos de calma. De todas formas, ¿quién puede estar tranquilo en un día como ese? Incluso a su pequeño cerebro de niña madura le cuesta asimilar lo que está pasando.

Mueve levemente la cabeza, con los ojos cerrados, y tararea un poco mas fuerte la letra de una canción que se sabe de memoria. A su mente llegan los recuerdos, era algo inevitable. Entonces se lamenta y se regaña a sí misma por esas miradas de desapruebo que le dedicó a la persona que ahora se encuentra esperando. Se pregunta por qué ha tardado tanto ese insufrible proceso y trata de evadir la idea del dolor ajeno, trata de suprimir la empatía porque el aumento desagradable de tristeza ya es suficiente para hacerla sentir más miserable.

Un poco cansada de toda la espera y la soledad, se levanta de la silla y le pide dinero a su familiar mas cercano, quien cede a sus ruegos de niña buena casi al instante. Camina hacia la máquina expendedora y la queda viendo fijamente; por fin tiene la mente en blanco, pero le cuesta elegir una chivería. Suspira, agotada, e introduce el dinero y luego el número correspondiente a cualquier comestible al azar, solo quiere tener algo en las manos o en la boca con lo qué distraerse. Cuando se agacha a recogerlo, recuerda que no le dio las gracias a quien le dio el dinero, pero simplemente hace una mueca y lo deja para después. Se siente demasiado mal por no haber dado las gracias, así que le ofrece de su chivería a todos los que conoce en la sala.

Se sienta en la silla, mece las piernas otra vez y una sonrisa chueca hace presencia en su rostro por primera vez, segundos antes de introducir uno de los triángulos condimentados y picantes que le prohibió su mamá. Pero ella no está en ese lugar, así que se da el lujo de comer. Al poco tiempo, su lengua comienza a sentir las consecuencias de su elección. Ignora las molestias que esto le causa y sigue comiendo de forma casi compulsiva, como si ese pequeño acto de tortura hacia sí misma fuera a remediar la culpa que llevaba días sintiendo. Hay una opresión casi insoportable en su pecho pero se niega a llorar.

Minutos después, está dormitando cómodamente en la silla, gracias a su pequeño tamaño, y en sus fantasías que se hacen pasar por sueño se aparecen las señales que le dio miedo decir. Se convence a sí misma de que no eran visiones del futuro, pero la culpa, la incómoda e inservible culpa sigue alojándose en su pecho y oprimiendo sus órganos un poco más. Quizás sí debió decir algo, quizás debió haberles advertido a los adultos sobre eso. Sin embargo, ¿cómo podría una niña de su edad saber el verdadero costo de todo lo que había pasado?