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21. It's my life.


Sábado
Simultáneo a los eventos en el hospital
.


En el pent house de Camus, moviendo el cuerpo al compás de la música que se emitía en los altavoces del sofisticado sistema de sonido, los pequeños disfrutaban su tarde del sábado con actividades diferentes para que ninguno se peleara o entorpeciese la diversión del otro.

Barão con una buena voluntad e instado por su gigante corazón, les había llevado muchas cosas de su tierra natal y los niños estaban entretenidos con eso.

Mientras Sisyphus leía un libro con ilustraciones sobre el Amazonas, sentado en el sillón del cuarto de entretenimiento y dialogaba con el brasileño al respecto; Écarlate disfrutaba del desafío, creado con cuidado para no exigir mucho de su cuello, y buscaba las diversas pistas sudamericanas que Barão desperdigó por el hogar y que le llevarían a un tesoro.

Al pequeño azabache le había sido prestado un juego animales de madera pintados a mano y Esmeralda aprovechó para llevar los cubos con las letras y retarlo a que colocara cada animal en su correspondiente letra inicial.

El chiquito estaba sentado sobre una alfombra jugueteando con la imagen de un... un... ¡Ah sí! Era un «tucán» con su plumaje negro, su pico largo y cuyos colores le recordaban al mango, sobre todo la punta que era negra, como cuando la fruta se echaba a perder.

Tucán —repitió buscando la letra inicial entre sus cubos—, tucán.

Movió la cabeza a su derecha muy concentrado, queriendo ganar el premio prometido por su niñera: ¡una paleta de banana con chocolate!

De sólo pensar en eso, se le hacía agua la boca. Gateó tomando un cubo azul, pero era la letra «p».

Pu... pucán —exclamó en voz alta—. No, así no.

La desechó y un ruido le distrajo de su labor. Volteó en dirección a éste y vio unos jeans azules y una blusita rosa antes de fijarse en la dueña de los mismos.

Hola, Krest —saludó Sasha acercándose y le dio un beso en la mejilla.

Hola, Sachy —respondió contento y devolvió el besito.

¿Qué haces?

Barão me «plestó»  sus animales que hay en su país y estoy buscando las «letlas» con las que empiezan.

Ah, ¿qué animal es ese que tienes?

Es un tucán —le prestó la talla en madera—. ¿Ves? Me gusta porque su pico es divertido.

Es raro —opinó la niña sentándose a su lado jugando con éste, tomando las figuritas con curiosidad y ordenando los cubos por orden alfabético.

¿Y tío Kardia? —indagó con preocupación.

Los ojos de su prima estaban muy rojos y se notaban unas bolsas bajo estos. La tristeza podía percibirse en su rostro y su tono de voz. Estaba muy apagada, ella era intensa y hablaba mucho. El chiquito percibió una aguja picando su corazón.

Mi papi está muy malito del corazón, Krest —balbuceó con la voz tomada por las lágrimas que anegaron los ojos—. Ayer pensé que se moría.

Los párpados del chiquito se abrieron gigantes y sacudió la cabeza. Por impulso, gateó, se hincó y la abrazó con fuerza. Ella le devolvió el gesto y los primos se quedaron así largo rato. Sasha soltaba gruesas gotas de sal inagotables sufriendo por su padre y Krest tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar.

Yo pensé igual con papá cuando nos pasó eso en el auto —susurró muy bajito cuando le volvió la voz, sólo para ella—. Papá se durmió y una señora dijo que se había muerto.

Es horrible, Krest. ¿Qué vamos a hacer sin nuestros papis?

El nene sacudió su cabeza tozudo, se negaba a pensar en eso. Su papá iba a volver y su tío Kardia también.

Vamos a hacer algo para que estén bien —prometió todo lo solemne que un niño de tres años podía ser.

¿Y qué es eso, Krest? —indagó desesperada—. Escuché a mi papá decirle a mamá por teléfono, que mi papi no había despertado aún. Sigue dormido. ¿Y si no despierta?

—Va a despertar —aseguró frunciendo los labios apretando más el abrazo. Te lo juro.

Le entregó el amor que su corazón albergaba por ella. Sasha era su única prima y a pesar de que a veces chocaban porque eran los pequeños de la familia, Krest comprendía que eran familia y debían ayudarse.

—Sasha, hija. Vámonos ya, tu papá no tarda en volver.

Los niños se soltaron y la aludida volteó hacia su madre que le llamaba. Con desgana, se despidió de su primito que le dio varios besos en la mejilla y la niña caminó hacia Seraphina con los ojos del azabache fijos en su espalda.

Krest desvió su rostro y jugueteó con el tucán pensando qué hacer para cumplir su promesa a Sasha y ayudar a su tío favorito.

¿Qué haría el caballero del Patito para lograr su misión?

Iría con alguien sabio como el Patriarca o con... 

¡Athena!

Se dio un facepalm en su carita sacudiendo la cabeza por ser tan cegatón. Era muy claro, ¡tenía que hablar con un dios!

Se puso en pie y caminó hasta Sisyphus, aprovechando que Barão se encontraba con Seraphina dialogando en la puerta de la habitación y su hermano leía en soledad.

—Oye, Sis...  ¿Cómo se llama el dios que te cura cuando vas al hospital?

El castaño puso ese gesto tan suyo que usaba cuando intentaba recordar algo: se rodeó la cintura para apoyar el codo izquierdo y se agarró el mentón con los dedos de esa mano, giró el rostro a un lado y al otro. Instantes después sonrió y chasqueó los dedos.

—Creo que es Apolo. ¿Por qué?

—¿Quién es Apolo?

—El dios de los cabellos de fuego —respondió el mayor con una sonrisa—. ¿Te acuerdas cuando Pegaso se enfrentó a Hades y apareció al final un dios de cabellos rojos altísimo?

—¡Sí! se rascó la cabecita—. ¿Ese es?  ¿Acaso no era el dios del sol?

—Es de los dos.

Krest le agradeció y volvió a su rincón pensando en cómo contactarlo, pero le preocupaba antes algo. Si él era el caballero del Patito, ¿Athena se enojaría por hablar con otro dios?

«Pues que se enoje la doña, yo quiero que mi tío Kardia esté bien»  pensó convencido, cruzando sus bracitos sobre su pecho con una determinación de hierro.

Buscaría la forma de hacer realidad su promesa.

O dejaría de ser el «paballedo»  del Patito.




Domingo
7:14am.


Los rayos dorados de Helios traspasaron los vidrios y compitieron entre ellos, para ver quién llegaba primero a incordiar a las cuatro figuras que descansaban enroscadas entre sábanas, mantas, piernas y brazos.

En un inicio fueron tímidos, apenas rozando con lentitud, pero al paso del tiempo y la llegada de los refuerzos, tomaron confianza y cayeron en tropel.

Sisyphus apretó los párpados con el ataque, refugiando la cabeza bajo las mantas. Écarlate resopló y le dio la espalda al sol. Uno de sus pies se movió con la fuerza de un titán e impactó contra la rodilla de la figura más grande que soltó un gruñido. 

En respuesta, el pelirrojo soltó un ronquido y se acurrucó contra el costado izquierdo del recién golpeado.

El mayor intentó escapar de los rayos y de las patadas, pero fue acorralado con un infante a cada flanco y uno encima; así que no le quedó otra opción que echarse una almohada en la cara.

Hubo uno que se escapó de tanto lío. A lo mejor porque reposaba inocente sobre el tórax del adulto o tenía el rostro en dirección contraria al sol. Quizá fuera porque el grueso brazo del mayor descansaba en su espaldita o podría ser que era el más pequeño de los cuatro y los rayos respetaban su sueño...

El punto es que a diferencia de los demás, el azabache fue abriendo los ojos por sí mismo, sin que absolutamente nada ni nadie lo perturbara, abandonando a Hypnos a placer, pero con modorra.

Así fue como Krest levantó de poco en poco las muy pobladas y bien rizadas pestañas que le heredó su madre. Con pereza, removió su lengua probando el raro sabor de su boca. Su cabecita se frotó sobre el pecho en el que descansaba y de nuevo, sus pestañas cayeron sobre sus pecosas mejillas.

Sí, Krest era pecoso porque en su familia, esas manchitas se convirtieron en un rasgo distintivo de los Roux. Esos «puntitos», como Écarlate les decía, eran imposibles de eludir. Incluso el tío Dégel y Sashy tenían pecas. Tímidas porque eran poquitas y chiquitas, como decía el tío Kardia, pero levantaban la mano saludando díscolas.

La cabeza azabache se alzó con ese parpadeo lento y aletargado hasta que un ronquido le puso el cuerpo tenso como cuerda de un violín. Esta vez, sus ojos se abrieron grandes como el Everest y captó los rubios cabellos, el pijama carmesí, el olor que le recordaba a ese bosque al que su padre le llevaba una vez al mes, todo inherente y propiedad del roncador profesional que dormía bajo  él.

Krest alargó sus labios hasta que parecieron la boca de un pato, manifestando así su descontento porque esta vez, no caería en la trampa. ¡Oh, no! Pues en la cama, de nueva cuenta... estaba Patotas.

¿Por qué no se iba a su cama?

Es más, ¿por qué no se iba a su casa? ¿Cómo es que Krest se iba a su camita y cuando iba a la de papá, Patotas estaba ahí?  ¿Acaso no tenía cama?

¡Pues que usara un sillón o se acostara en el piso!

Y justo, entre pucheros y reproches mentales, se dio cuenta de la mayor de las tragedias...

Era peor que el episodio donde el caballero de Acuario moría tras el ataque del caballero del Patito.

Y es que Krest... 

Krest...

¡Estaba abrazado a Patotas  como si fuera una garrapata!

Tan abrazado como si... como si... 

¡Como si lo quisiera un po-qui-to!

¡Waaaa!

Le dio el patatús.

Y es que no podía ser, él no quería abrazarse a Patotas, no lo quería a su lado. Es más, las había cortado con Patotas por... por...

No, no...

¡NOOO!

Se soltó del estafador con tal desespero que, por Drama Queen, perdió el equilibrio y terminó cayendo de espaldas sobre el colchón al final de la cama.

¡Sí, al final de la cama!

Y eso sólo podía significar que... que... que...

¡Krest estaba acostado entre las patas de todos!

Iughhh...

¡Se iba a apestar a queso!

—¡No~...! gritó con angustia—. ¡Qué «hodible~»!


* . * . * . *


Mientras la desgracia más desgraciada le acontecía al desgraciado «paballedo»  del Patito, Écarlate fue arrancado con premeditación, alevosía y ventaja del sueño de los justos. Sus ojitos se abrieron obligados por el cerebro que advertía de una urgencia mayor.

El niño gustaba de usar cualquier pretexto para disfrutar de la enorme cama de su papá Camus. Sobre todo hoy, porque su papá Milo los dejó dormir con él después de una agotadora jornada en el hospital donde cuidó del pelirrojo mayor.

Sin embargo, en este momento Écarlate no podía seguir más ahí porque estaba en problemas... Su cerebro le comunicó vía mensaje instantáneo, que la compuerta principal de su vejiga había llegado a la capacidad máxima.

«Se sugiere vaciarla de inmediato o si no... ¡Se atiene a las consecuencias!»

Al mismo tiempo, un grito penetró su canal auditivo lanzando lejos a la pereza. Écarlate se sentó en la cama impulsado por un resorte mirando a la derecha, a la izquierda, al frente, arriba y...

¿De dónde venía ese histérico sonido?

Lo ubicó a los pies porque le aventaron por allá su pata derecha mientras el pequeño Krest lloraba desconsolado.

—¡Apesto a queso!  ¡Quiten sus patas «toyos»!

—¿Ah? —contestó sin contestar el pequeño pelirrojo.

Que era lo mismo preguntar sin preguntar porque estaba todavía más dormido que despierto.

Sin embargo, ya la tragicomedia en la casa de Camus había dado inicio y continuaba el segundo acto con el azabache mandando otro pie a la China.

El propietario de la extremidad inferior activó todas las alarmas y fue así como Sisyphus se levantó con el ánimo de quien está acostumbrado a proteger a sus hermanitos. A duras penas mantenía los ojos abiertos con los pelos imitando a un puerco espín, pero fingía estar atento con los párpados desmayándose como doncella cautivada por el príncipe encantador.

—¿Qué pasó, qué pasa, qué pa...? —bostezó grande, grande—. ¿Ahora qué tienes? —se interesó dando un nuevo bostezo.

—¡Apesto a queso! —repitió el chiquito—. ¡Por tus patas y las de Écolgate y las de Patotas!

Los dos hermanos miraron al azabache que berreaba como si le pagaran, ocultando la carita entre sus manos para hacer más «dramoso» el evento.

Una última figura se sentó en la cama resistiéndose a duras penas al encanto de Hypnos. Y lo que evitaba que entregara de lleno el culito, eran las patadas que recibía. 

Estamos hablando de Milo. ¿Y quién más? Si Camus seguía en el hospital.

Y las patadas eran de Krest, que frustrado porque las fuerzas de sus manitas eran insuficientes para deshacerse de las piernas de Milo, pues las pateaba para alejarlas de él.

Écarlate se mesó las greñas que más parecían rastas de tan enredadas que las tenía. La culpa era de Milo, claro está.

A estas alturas del partido, ¡todo era culpa del rubio oxigenado!

Y es que Camus se tomaba un tiempo cada noche y mañana (e incluso tardes, para qué mentir) y cepillaba con paciencia las rojas hebras que daban la apariencia de un montículo de paja mal puesto si se le descuidaba.

Ahora, después de dos días y sus desastrosas noches sin que un peine asomara los dientes, la cabellera de Écarlate era un desastre muy particular.

Ya podrán imaginarse la cara de Camus cuando vea a su hijo...

Aunque tampoco Milo era un ejemplo a seguir en esto de la peluquería. De forma sospechosa, su melena seguía el camino de Écarlate... 

Quizá fuera un defecto particular de los escorpiones y si el rubio seguía moviendo los mechones con las manos de esa forma tan descuidada, iba a ameritar corte  y no peinado.

—¿Alguien que me... —los bostezos eran el pan de cada día en esa cama y Milo no se quedaba atrás— explique qué sucede?

—Krest chocó con el queso —supuso Écarlate y se acercó a la orilla de la cama dándose por vencido. Así, no se podía seguir durmiendo, señores—. Voy al baño...

Salió de la habitación, algo que a Milo le pareció curioso. Ahora que el despertar le permitía hacer uso de sus neuronas, tomó nota de que los niños eludían el baño de Camus.

—¿Cómo chocó con el queso si el queso está en la cocina? —reprochó Sisyphus tallándose sus ojos.

—Nuu, ¡sus patotas me tocaron!

—Krest, ¡ya te dije que las patas no te dejan olor a queso! —refunfuñó Sisyphus al comprender qué pasaba por la mente de su hermanito. 

—¡Que chi!

—No se dice «chi» —corrigió en el acto Milo abriendo la boca con otro bostezo.

El dios de los bostezos estaba haciendo su agosto en esta cama.

—Ash, sí en español, yes en inglés, oui en francés y nái en «gliego» —repitió la cantaleta el pequeño.

—Se dice «griego» y... Ayyy —se interrumpió recogiendo su pie en el acto, sobando su espinilla—. ¿Por qué me pellizcas?

—«Puque» me «codiges» mucho, Patotas y me sigues cayendo mal. ¿«Pu» qué tu papá te hizo tan tonto?

—¡Porque no tuve papá, Krest!

Ese estallido inconsciente convocó al silencio. Dos pares de ojos se posaron en Milo. Los de Sisyphus con empatía, los de Krest con tristeza.

—Ay, ahora entiendo todo —susurró el chiquito haciendo un puchero.

Krest gateó por la cama y abrazó a Milo con fuerza, entre sorbederas de mocos y jadeos. El rubio puso cara de incomprensión. Dudaba entre abrazarlo, preocuparse o prepararse para un estallido.

Con el pequeño, todo era posible.

»Con razón... —concluyó acariciando la espalda del mayor como hacía su papá cuando quería reconfortarlo—. Lo lamento, Dicitos.

Lo desarmó con habilidad digna de un dios de la benevolencia. Comprendió en ese momento a qué se refería Écarlate con que Krest los consolaba a pesar de su corta edad. Su calor, su ternura o quizá esa forma de callar, lo hacía sentir muy bien. 

Era casi balsámico. 

El rubio se borró del mundo, se abstrajo en una realidad reparadora en los bracitos del azabache. Aspiró su aroma a invierno con frutos del bosque y encontró la experiencia idílica. 

—Gracias, Krest murmuró contra sus cabellitos—. Me hiciste sentir mejor.

—Lo sé comentó egocéntrico—, soy muy bueno en esto, pero... ¿Cuándo te vas? ¿No «clees» que ya estuviste mucho aquí? Empiezo a pensar que no tienes casa y piensas que puedes ser adoptado y ya somos muchos y tú no eres gato. Además, eres muy tonto, no vaya a ser «enfermoso». Vete. Es más, si te vas ahora, mejor.

Milo se mordió los labios porque si estas palabras provinieran de un adulto, le partía la cara a puñetazos, pero era Tenecito, su pesadilla. Apretó las manos para aguantarse sin darle un pellizco y pensaba en la forma de regañarlo sin terminar peleados... 

Sí, otra vez.

—¡Krest, no seas grosero! ¡Eso no se dice! —censuró de inmediato el santo de Sisyphus—. Discúlpate de inmediato.

El azabache respingó con el regaño y parpadeó con inocencia ladeando su cabecita. Sus labios se fruncieron y se apiñaron por el centro sobresaliendo. Se quedó pensando en tanto sus cejas tenían una reunión importante en su entrecejo.

—Bueno, lo siento, Dicitos. Lamento haber dicho que nadie te quiere adoptar porque Écolgate ya lo hizo, ¡hasta te dice papá!

—¡No, Krest! —reprendió de nuevo el castaño—. Discúlpate por lo que dijiste antes.

—¿Lo de que Écolgate le dice papá?

—No, lo de antes de eso.

—¿Lo de que nadie lo quiere adoptar?

—También, pero antes de eso.

—Sis, me confundes... ¿Estás seguro que papá es tu papá? Porque estás poniéndote tonto. ¿No serás hijo de Dicitos y nadie nos lo dijo?

—¡KREST!

El exabrupto lo hizo saltar y calcular las probabilidades de éxito. Ante el fracaso absoluto, el pequeño eligió su mejor carta.

—¡Tengo que ir al baño! —gritó corriendo hacia la orilla de la cama para bajarse rápido y apresurarse a la puerta.

Por supuesto, apenas tocó el pomo, se acordó de...

»¡Ah! Me faltó Papa Ours —aclaró dando saltitos en su sitio con nerviosismo mirando por todos lados hasta que...—. Ay, se cayó. Seguro había enemigos debajo de la cama y los combatió con su Muro de «Quistal» y todos los enemigos se golpearon la cabezota como Écolgate con los «quistales» de la puerta de abajo...

Tomó la pata de su peluche y tal cual era su costumbre, lo arrastró por el piso hasta escapar de la habitación mientras seguía murmurando un montón de ideas sin sentido para los mayores, pero muy claras para el azabache.

—Lo siento, Milo —comentó Sisyphus compungido—. Lamento que Krest sea tan grosero contigo, prometo que hablaré con papá para que le regañe.

El rubio movió la cabeza en gesto negativo y agitó los cabellos de puerco espín del niño.

—No te preocupes por eso —le pidió abrazando al pequeño—, creo que tu papá lo que menos necesita ahora son quejas. Ayer mejoró bastante, según dijo el médico que lo visitó antes de que me fuera de su lado. Esperemos que hoy haya amanecido más repuesto y podamos traerlo a casa —le contó con una sonrisa.

—Ah, me encantaría que papá vuelva pronto —expresó el chiquito con añoranza—. Ammm, sé que Esmeralda y Barão son muy buenos con nosotros y también tú, pero quiero que papá esté en casa. No lo tomes a mal.

—Te entiendo bien, despreocúpate —aclaró y se acercó a su oído—. Yo también quiero que venga a casa, así podemos cuidarlo mejor.

Sisyphus asintió esperanzado y después de unos momentos, se separó de Milo.

—Voy al baño también y a hacer el desayuno.

—No, del desayuno me encargo yo —corrigió porque deseaba que el chiquito dejara de preocuparse tanto y pudiera disfrutar de ser un niño—. Ah, Sis...

—¿Si, Milo? —indagó deteniéndose de camino a la puerta.

—¿Por qué nadie usa el baño de Camus?

—Porque está prohibido, así como el despacho —le contó con una sonrisita—. Papá dice que él también necesita un lugar donde estar solo y como Krest es muy pegote con él, optó por imponer esa regla, pero tú puedes usar su baño, estoy seguro que papá no se enoja. Sólo avísale si vas a usar el despacho para que te dé la clave porque está cerrado.

Con que Camus también necesitaba su espacio y lo protegía con fiereza. Al quedarse solo, el rubio se frotó las manos con una sonrisa taimada luciendo en su boca.

«Creo que esta vez, aprovecharé adecuadamente lo que la vida me entrega a manos llenas» pensó con un nuevo plan para empezar su día.

Treinta minutos después, Milo decoraba los platos de avena con frutos del bosque. La dinámica que tenía con los niños mayores era increíble y se llevaban muy bien, pero Krest...

Lo seguía mirando como si sus ojos fueran suficientes para congelarlo y se portaba más arisco que un guepardo de las nieves.

—Siéntense a comer y no olviden lavarse las manos —pidió poniendo los platos frente a los lugares asignados.

Los chicos llegaron con Sisyphus a la cabeza, que intentó ayudar al pequeño Krest a subirse a su silla periquera, pero Milo se adelantó.

»Ya lo hago yo —aclaró acercándose al azabache que le obsequió una mirada digna de Bóreas—, Sis no puede hacer esfuerzo, recuerda que está malito de su cuello.

Eso disminuyó la antipatía y el chiquito le ofreció los brazos. Milo lo colocó en su periquera y se ocupó de poner una servilleta en su pecho después de acomodar el plato y el vaso.

—«Ashas» —susurró muy serio el niño.

Krest era irreal, tenía un carácter digno de un anciano. Milo reconocía a un terco al verlo y Krest era uno de los grandes, así que se limitó a intercambiar miradas y regresar a su sitio.

—Milo, ¿Te diste cuenta de que tu nombre es igual a nuestro bote de chocolatada?

—¿Qué dijiste, Écar?

—Que tu nombre es igual al de nuestra chocolatada —repitió levantándose para enseñarle un bote verde.

El griego restregó su cara por su rostro indeciso entre reír o rumiar. Tal cual, «Milo» era la marca de la chocolatada que ellos bebían. Se rascó la nuca deseando matar a alguien, pero la intención se le olvidó al escuchar las carcajadas de Écarlate y Sisyphus. Mientras ellos fueran felices, era capaz de pasar por alto la burla.

El único serio era Krest, que comía su avena en un estado de suma concentración. Sin duda, algo importante estaba pasando en esa cabecita azabache. 

A Milo le preocupaban los ademanes contenidos y tensos del pequeño. La pregunta consistía en cuándo iba a estallar porque tarde o temprano, Krest iba a tener un exabrupto y el mayor intuía cuál sería su motivación.

Fue testigo y escuchó del apego casi obsesivo de Krest hacia Camus. El chiquito estaba muy bien educado, pero sin duda estaba flaqueando en su estoica conducta de aparentar que todo estaba bien. Y no era el único. Los otros pequeños se esforzaban en sonreír y seguir su vida tranquila, pero en sus ojitos se veía la angustia y el desazón cada que hablaban del hospital.

—¿Ya hicieron la tarea? —tanteó el terreno con curiosidad.

—Sip, está terminada —aseguró con tanto fervor Écarlate, que Milo le devolvió una mirada lánguida y pesada que lo llevó al titubeo—. Ah, este, bueno, me falta matemáticas —exhaló con desgana—. ¡Es que no les entiendo!

—Si quieres, después del desayuno me dices y antes de irme, te explico.

—¿De verdad, papá? —se alborotó con entusiasmo.

—Por supuesto, se me dan bien.

—¡También a papá se le dan bien! —terció Krest muy indignado con algunos granos de avena alrededor de la boquita.

—Por supuesto, a Camus se le dan fantástico —concedió Milo empezando a entender un poco al chiquito y su afán de pelearse con él.

¿Estaría celoso?

—Y papá es mejor en todo —aclaró ceñudo—. Por eso es mi papá.

—Lo sé, Krest. Es tuyo y de tus hermanitos —mencionó intrigado.

—«Nu», sólo mío —puchereó con esa expresión que a Milo le parecía tierna al alargar sus labios y mostrar una boca de pato.

Los ojos de zafiro del pequeño brillaban con un ímpetu rebelde, pero muy en el fondo, Milo intuyó una acuosidad peligrosa. Ahí estaba de nuevo la prueba de que Krest estaba en el límite. Si tiraba un poco más de la cuerda, seguro que entraba en un lapsus dramático.

—¿Y qué más sabe hacer tu papá?

Envió el anzuelo hasta el terreno fangoso del chiquito, a sabiendas de que requería de un disparador para permitir el escape de la angustia.

—Mi papi hace el mejor desayuno...

—Ah, sus hot cakes son lo mejor del mundo —intervino Écarlate con algarabía—, pero él dice que no te dará la receta.

—«Nu», porque es suya —le disculpó Krest, muy orgulloso de Camus.

—Claro y... ¿Qué desayuna su papá? —curioseó dando un pequeño trago a su café con leche.

—Papá desayuna croissants y café negro sin azúcar —informó Sisyphus con una sonrisita taimada—. Dice que el café servido de otra forma no es café, es otra bebida.

El rubio llevó sus aguamarinas en automático hacia su taza, intentando dilucidar la verdad detrás de esas palabras. A él le gustaba así y si tuviera chocolate amargo, estaría más que satisfecho. Se declaraba un afecto a los dulces y las golosinas.

—Y toma dos litros de agua al día —recordó Écarlate—, porque es bueno para la salud y también nos hace beber.

—¿Agua, agua?

—Sí, papá. Agua de garrafón —señaló el objeto.

Ahora Milo entendía para qué estaba ahí. La saliva se le atoró en la garganta. ¿Agua? Él la usaba para regar las plantas, de ahí a que la tomara... 

¡No la usaba ni para los hongos de sus pies, mucho menos para beber!

Prefería un refresco, un licuado de frutas, té, café, pero... ¿Agua? ¿Agua solita, agua? ¿Por qué Camus era tan desabrido? ¿De verdad, agua?

—¡A papá Milo no le gusta el agua! se mofó Écarlate señalando las caras de horror que se marcaban en el rostro del rubio.

—¡Claro que me gusta! —mintió por impulso y de inmediato, bufó recordando que debía poner el buen ejemplo—. No, no me gusta ni un poquito.

—¡Lo sabía! —celebró Écarlate levantando sus puñitos al techo.

Milo le dio un golpecito juguetón en la nuca que lo hizo reír al chiquito.

—¿Y qué piensa de los dulces? —quiso saber ahora que estaban en el tema.

—Olvídalo —reafirmó el punto Écarlate sacudiendo la cabeza. Las greñas iban y venían formando un borrón rojizo, sus hermanos lo secundaron—. Él no come chocolate, ni dulces, ni galletas...

—«¡Chi!», papá come la Bule-bule~, patas de hule cantó bailando en su lugar.

—¿Bule-bule? repitió como idiota el rubio.

—«Chi», la de la canción y que le pones fuego.

—La  Crème Brûlée, Krest corrigió Sisyphus sosteniéndose la frente porque si no, se moría ahí de un disgusto.

—Por eso, la bule-bule insistió el chiquito con sonrisa de oreja a oreja.

Sisyphus lo ignoró a sabiendas que cuando una idea se asentaba en su cabeza, nada la haría salir de ahí.

—Pero es cierto lo que dice Krest, es el único postre que le fascina a papá. Ah y sí come galletas, pero sólo si son de anís —añadió el castaño—. Le encanta el anís.

—¡A mí también! —no quiso quedarse atrás Krest—. Me gusta mucho el anís.

—No mientas, no te gusta el anís —le contradijo Écarlate frunciendo el entrecejo—. Eres como nosotros, haces caras cuando lo comes.

—¡«Nu», a mí me gusta el anís! —renegó el chiquito con esa boca de pato que al rubio se le antojaba adorable.

El dios Ares bajó del Olimpo y se acomodó entre los dos niños, dispuesto a desatar una guerra de voluntades. Écarlate no parecía dispuesto a ignorar la verdad por más que amara a su hermanito y Krest en su faceta caprichosa, pugnaba porque su voz primara. 

Milo entendía que a los niños les disgustara ese sabor, pues él mismo prefería la vainilla por encima de los demás saborizantes y pensar en algo tan dulce, le ponía cara de disgusto, pero discutir tan acalorados por esto, era una exageración en su mundo adulto.

Sí, el heleno también era una contradicción en sí. En este afán de comprender, algo en su interior rechazaba las actitudes infantiles, deseando una conducta más...

Madura. 

¿En un par de niños? Imposible. El que debía madurar era él para no exigir estupideces.

—¿Su papá bebe de las botellas que tiene en el bar? —desvió la atención en algo más interesante.

Para él, claro. Por otro lado, evitaba la confrontación en la que ninguno de los dos pequeños ganaría más que disgustos y al final, se harían la ley del hielo. Eso los lastimaría más y Milo reconocía que ya el ambiente estaba enrarecido por el fantasma de un francés de cabellos de fuego.

—No, papá no toma de eso—afirmó Sisyphus dando otra cucharada a su avena.

—Sí toma, pero de ese jugo de uva rojizo que sabe amargo y sólo cuando piensa que estamos dormidos —discutió Écarlate con gesto de desagrado.

—¿Cómo sabes que es amargo? 

¿Acaso Camus le dio a probar? Fue como un golpe en la boca del estómago que alguien tan cuidadoso como Camus, cometiera ese error imperdonable en un pequeño de esa edad. Écarlate se bajó de la silla y fue a su lado a secretearle. Milo bajó la cabeza para escuchar atento y el niño puso una mano frente a su boca para que sus hermanos no entendieran lo que decía.

—¡No debes secretear, es de mala educación! refunfuñó Sisyphus.

—«Chi», le diré a papá.

Milo pidió tiempo poniendo su palma al frente, alertando a los otros dos de que permitía la conducta en el mediano con un motivo desconocido para ellos. El rubio quería satisfacer su curiosidad.

—No, pero un día dejó la copa en la mesa y la probé —cuchicheó en el oído.

Milo chasqueó la lengua desaprobando con la mirada al pequeño que se hizo chiquito al ver la reacción. La bilis subió desde su estómago y se alojó en su boca con un malestar generalizado. Si fuera el verdadero padre de este chico, le pondría en penitencia por hacer semejante idiotez.

—Eso no se hace, Écarlate sentenció enojadísimo.

—Jo~, es que yo quería saber a qué sabía —se justificó restregando las manos y bajando la cabeza abochornado y miedoso.

—¡Pues mal hecho! —agitó el índice frente al rostro del otro sin ceder un ápice—. Cuando llegue tu papá, se lo vas a decir.

—Pero papá... —intentó zafar poniendo cara de puchero—, no lo volví a hacer más.

—De todas formas, le dirás a Camus lo que hiciste.

—Jo~ —bajó la cabeza acongojado al notar que su padre postizo no cedía un ápice—. Está bien, se lo diré —exhaló con resignación.

Écarlate volvió a su lugar arrastrando los pies. Milo sentía las tripas enredadas porque el chiquito se hubiera atrevido a semejante desacato y ruptura de la confianza de su pelirrojo.

—¿Y qué más hace Camus?

Cambió el tema porque si no, acogotaba ahí al pequeño. Era tremendo y muy díscolo, en su oportunidad, Milo le haría obedecer la indicación, con la esperanza de que Camus decidiera su castigo.

Ahora entendía por qué el mayor tenía el bar con llave, con excepción de la zona donde tenía los vasos y las copas de donde supuso, el domingo pasado los niños sacaron ese chocolate.

—Cuando nieva —le comentó Sisyphus con una sonrisita cotilla—, a papá le gusta meterse a su despacho con una taza de chocolate caliente, el libro de su autor favorito, Blue Graad y pone su música a todo volumen.

—¿Chocolate caliente?

—¡Sí! —confirmó Écarlate en un intento de congraciarse con él—. Es el único momento en que toma algo dulce, pero le pone anís —comentó con cara de asco—. ¡Siempre arruina el chocolate!

Milo opinó igual. La bebida ya de por sí era dulce, ponerle anís era aberrante.

—¡Es que lo toma al estilo ruso! —le disculpó Sisyphus—. Papá dice que es chocolate especiado y en invierno, él toma su café así, especiado.

—Ah, eso es diferente —concedió pensativo.

El pelirrojo tenía gustos muy particulares y contrarios a los de Milo. En otro momento, se habría hecho un mundo oscuro con estos datos, pensando que no tenían oportunidad de entablar una relación sana, pero ahora sólo pensaba que las preferencias distantes eran justo lo que más les unía, pues les dotaba de individualidad.

—Pero a veces le pone anís —participó Krest y echó abajo su charada de que le gustaba el condimento porque puso cara de disgusto—, es «hodible».

—¡Si~! —lo acompañaron sus hermanos en voz y en gesto.

Hasta Milo puso caritas y se estremeció. Sin embargo, pudo imaginar a Camus sentado en algún sillón, disfrutando de la lectura, escuchando música y bebiendo con placidez. Esa estampa se le antojó maravillosa y quiso presenciarla en vivo y a todo color.

¿Le permitiría ingresar a su mundo privado?

—Sisyphus, ¿dijiste Blue Graad?  ¿Ese es su autor favorito?

—Sí, incluso tiene todos sus libros. Bueno, el último no, pero escuché que está esperando la edición especial con el cuadernillo de notas del autor.

Milo apuntó en su celular con rapidez. Quizá antes de ir al hospital pudiera pasar por la librería y ver si ya había salido a la venta. Sería un buen detalle y quería dibujar una sonrisa en el rostro que lo perseguía incansable.

Ese pelirrojo le tenía de cabeza y con gusto, Milo estaría así por la eternidad.

—¿Y qué música le gusta?

—¡La de violines! —respondió Krest con ese tono despectivo que se estaba haciendo costumbre cuando trataba a Milo—. A papá le gusta «Viviana», la canción de Invierno, duh...

—Es Vivaldi, no Viviana corrigió de inmediato Sisyphus.

—Que tú sepas, no significa que yo deba saber —atajó Milo con gesto duro hastiado de esa conducta pedante—. Y yo no te maltrato, Krest. ¿Podrías empezar a tratarme bien?

—No quiero —fue su respuesta directa, brutal y automática que se acentuó con un cruzar de brazos sobre su pecho—. Cuando te vayas a tu casa, te «tlato» bien y cuando no te acuestes en la cama de mi papá y no pongas tus patotas olorosas a queso sobre Papa Ours, ni sobre mí, ni me «abaches», ¡me lo pensaré! —remató sacando su lengua y se la enseñó al rubio.

Un chasquido de lengua anunció con trompetas que la Titanomaquia daba inicio en la cocina y Milo se dispuso a cambiar las tornas de esta relación tan ríspida.

—Hey, fuiste tú quien se metió en la cama y me «abachó» —su mente tenaz y ágil, manipuló las circunstancias a su favor—. Y no sólo eso, me agarraste como garrapata, ni siquiera me soltaste. ¡Hasta pensé que me querías!

Krest se puso de mil colores, se le abrieron tanto los ojos y la boca se cayó tanto, que pareció dislocarse la mandíbula. Se llevó una mano al pecho consternado, golpeado en su orgullo y en su honor de «paballedo»  del Patito. 

Milo disfrutó de este revés, jugaba con las hebras de la telaraña para encontrar los puntos débiles y hacerlo caer en contradicción.

—«Pu» que... «pu» que... ¡Pensé que eras mi papá!

Tenía sentido, Krest estaba incapacitado para mantener las manitas lejos de su padre. Era celoso, posesivo y la hipótesis de los celos tomaba fuerza.

—Pues yo que tú, me fijo en quién está en la cama antes de subirme. Van dos veces que me secuestras para abrazarte a mí como si fuera tu ídolo y te duermes conmigo —disfrutó de meter en problemas al chiquito, incluso relamió su colmillo izquierdo al notar la culpabilidad en el otro—. Y después, me desprecias como trapo viejo y eso hiere mis sentimientos. ¡Eres malo conmigo, Krest! —exageró con malicia y cara deprimida.

—Yo... yo... yo... —titubeó. Se le habían acabado las palabras, se notaba que su sinapsis crasheaba y las ideas volaban desbocadas. Estaba divino en su errático actuar—. ¡Come y no hables en la mesa, es de mala educación!

—Estamos compartiendo un momento familiar, eso es más importante que la educación —le atajó con una sonrisa torcida.

Krest rechinó sus dientitos, puso boca de pato y optó por mirar la avena. Era más seguro que seguir hablando con Patotas.

Milo sabía que se estaba peleando con un niño de tres años, pero era imposible resistirse a la visión de las mejillas rojas en esa piel de porcelana decorada con pecas. Sin contar con que la expresión de bochorno le arrebataba el corazón y le incitaba a comérselo a besos.

Aunque si hacía eso, de seguro que terminaba congelado, pero bien valdría la pena. Con esa idea, cedió a su impulso y le besó la mejilla con sonoridad, apretando sus labios en esa zona cual durazno que empezaba a idolatrar.

Krest puso tal cara de indignación, sofoco, histeria y vergüenza, que desató las risas de Milo. Era demasiado expresivo. El chiquito se dejó llevar por su mal carácter y le aventó una fresa con mal tino. El heleno la atrapó en el aire y se la comió.

—Gracias, Krest —le guiñó un ojo coqueto—. Tenía hambre.

—¡«Edes» imposible, insoportable, «hododoso», «edes» feo, Patotas. Fea tu cara, feos tus pelos, feos tus ojos, feas tus manos, feas tus patas, feos tus «dicitos», feo... ¡Muy feo!

—Ah, pero no son feos mis besos, ¿verdad? —le coqueteó con otro guiño de ojo.

Sí, era curioso que no hubiera quejas de ello y por Milo, viviría pegado a esas mejillas hasta hartarse. Nunca saciaría esas ganas de amar al más pequeño de los Roux.

Krest parecía a punto de una ACV. Se ruborizó hasta sus orejitas y cuello, le temblaban los puñitos y rabió.

—¡Eres el «paballedo» de la «cabda más hodible»!

Milo respingó y parpadeó con celeridad olvidándose de su amoroso actuar. Sus ojos se entornaron y volteó hacia los niños mayores buscando una explicación lógica porque estaba más perdido que Alicia en el país de las maravillas.

—Es que eres del signo Capricornio —aclaró Sisyphus—. Eres una cabra.

Los cabellos rubios se sacudieron en un ciclo sin fin. Al detenerse, los mesó con la palma desprendiéndose de esa ridícula idea.

—¿Quién dijo semejante barbaridad?

—¡Barão! —respondieron al unísono los tres niños por inercia.

El heleno soltó tremenda carcajada al ver sus rostros trémulos y erráticos. Los infantes intercambiaban miradas atemorizados de que Milo fuera peor, mucho peor que el santo de Capricornio.

¿Acaso sería Leo? ¿Quizá un Virgo?

La posibilidad era finita y al mismo tiempo, intrigante.

—¡Soy el caballero de... 

Se tomó su tiempo para dejar más alto el clímax, una pausa que fue insoportable para los tres que estaban intrigados hasta la médula. Écarlate abandonó su sitio, con la adrenalina acumulándose en sus piernas. Sisyphus respiraba entrecortado, con las palmas sudorosas.

Krest pensaba en los peores escenarios. ¿Sería un... Géminis que iba tras Papa Ours para convertirse en el nuevo Patriarca?

El trayecto de Cronos se detuvo, fuertes latidos golpeaban las cajas torácicas sin piedad. 

»...Escorpio!

La bomba cayó sin misericordia ni cuidado, el enigma se desvaneció y al mismo tiempo, otra realidad los dejó aturdidos.

—Me «muedo»... se tomó la cabeza azabache melodramático—. ¡¿«Edes Escodpio»?!

—Sí, lo soy —sonrió coqueto, imbatible, con la confianza de quien se sabe ganador.

—Me «modí»... —gimoteó infeliz, negando con su cabecita con gran, gran, gran pesar—. No, no, es imposible, tú no puedes ser el «paballedo de Escodpio» —parecía que en cualquier momento el tic de su ojo le llevaría a una trombosis —. ¡«Escodpio» es mi santo «favodito» con «Acuadio»! —hasta se le olvidó hablar bien con el sollozo que contenía de lo impactado que se encontraba—. ¡Esto es «taición»! —golpeó la mesita de su silla con el puñito.

El plato y vaso que descansaban en la tabla, temblaron de pánico ante la indignación completa y absoluta del azabache cuya respiración intermitente era un fiel reflejo de su abatimiento emocional.

—¿Te enseño mi documento? esgrimió su prueba con oscura perversidad a sabiendas de que para ellos, esto era una hecatombe.

—¡Sí, sí! —los tres niños dijeron a la par.

Sisyphus porque quería confirmar el dato, quizá Milo no sabía calcular los signos. Écarlate porque estaba entusiasmado de que su papá postizo fuera como él y las infinitas posibilidades que se perfilaban.

Y Krest, porque estaba seguro de que el heleno le estaba haciendo víctima de una broma.

Una muy «hodible, cluel» y espantosa broma.

Milo buscó en su cartera, los tres niños se subían por las paredes ante la espera. El documento salió muy lentamente. Tan así, que Écarlate soltó su adrenalina que se manifestó en una carrera y se lo arrebató llevándoselo con la misma velocidad al castaño.

La credencial se revisó con lupa y un entrecejo fruncido. Krest se vio obligado a aguardar las palabras que serían su condena o su salvación.

—Ocho de noviembre... —sentenció Sisyphus con tono lúgubre, pues se veía rodeado de esos mortales  compañeros.

—¡Yo soy del catorce! —informó Écarlate con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Es Escorpio!

—«Nu~» —le dio el patatús a Krest que empezó a pucherear—. La vida no es justa... ¡Me odia! —soltó el sollozo.

—¿Quién te dijo que la vida es justa Krest? Quien te dijo, te mintió se mofó el flamante rubio cruzado de brazos—. Ahora que ya lo saben —hizo una pausa dramática con los ojos cerrados, acariciando su mandíbula—. Deberán tratarme con respeto.

—¡Sí! —aceptó de inmediato Écarlate levantando las manos en puños—. Tío Kardia es el caballero de Lost Canvas, Milo es el de las Doce Casas y yo soy el futuro caballero...

—Yo me «vo'a modid» —soltó Krest entre sollozos compungidos—. ¡No es justo~!

Milo se encontró en la disyuntiva de abrazar al chiquito o darle un par de zapes para ver si se le acomodaban las ideas. Era un exagerado de los peores. 

Esa, era toda culpa de Camus que le permitía explayarse tanto en sus arranques...

—Ahora ya sabes por qué me abrazas tanto, Krest —comentó con coquetería y le guiñó de nuevo un ojo queriendo sacarlo de quicio otra vez—. Soy tu caballero favorito...

—No es justo~ —se lamentó tapando su carita entre sollozos y de verdad que estaba llorando el mocoso—. Papa Ours me engañó, me hizo «cleed» que «edas» el enemigo~.

El heleno no entendía cómo es que un oso de peluche aparecía en la conversación y para colmo, tenía tanta influencia en el chiquito. 

¡Era un juguete! 

¿Acaso Krest tenía delirio de doble personalidad?

—¿Cómo te hizo creer Papa Ours que Milo era el enemigo? —acudió Sisyphus al rescate de las neuronas del rubio, que corrían en círculos por la conclusión ¿lógica? de los eventos.

—¡«Pu» que Patotas ayer le puso su pata encima y yo pensé que Papa Ours estaba siendo atacado y de seguro Papa Ours estaba jugando con Milo y dejó que la patota lo aplastara~.

—Saint Seiya les está afectando las neuronas —afirmó Milo negando con la cabeza—. ¿Cómo puedes creer que yo sea capaz de atacar a un peluche con...?

—¡Papa Ours no es un peluche! —ladraron en simultáneo los tres niños.

Era tan fuerte el reclamo que dejó sin palabras al adulto.

—Papa Ours es el guardián de Krest —alegó Sisyphus—. Es el que le cuida en las noches de los monstruos de debajo de la cama, de los enemigos del Santuario y las brujas feas. ¡No es un oso cualquiera! ¿Entendiste?

—¡Sí! Es como el Patriarca, pero en forma de oso —terció Écarlate—. El que le cuida cuando papá Camus está dormido en las noches. Es como la mantita que papá Camus me regaló cuando entré al hospital la primera vez, ella me protege de los escorpiones malos mientras estoy en el hospital. Por eso la llevo cuando me enfermo.

—¡Chi! Mi Papa Ours es el Papá de los «paballedos»  y me cuida «puque» soy el «paballedo» del Patito y soy el más chiquito —sentenció Krest enfurruñado—. Y si lo insultas, ¡te pego!

—Te pegamos todos —confirmó Sisyphus.

Ahí Milo comprendió que la cosa era muy seria si el más centrado de los tres apoyaba la moción. Se rascó la nuca y meditó las cosas. El punto era particular y hacía hincapié en que el oso era un guardián nocturno. 

Ah ya, ahora entendía todo. Papa Ours era un muñeco de apoyo emocional para el chiquito. Y si tenía tres años, sonaba convincente que tuviera un juguete para no tener miedo en las noches. 

—De acuerdo, lo lamento. No volveré a insultar a Papa Ours —cedió poniendo las palmas frente a ellos—. Soy un recién llegado, acabo de adquirir mi armadura, lamento no saber la dinámica del... Santuario optó por seguirles la corriente, a finales de cuentas, no hacía daño depender de un muñeco a esa edad para sentirse bien.

—Así se hace —celebró Écarlate y le dio palmaditas en el brazo—. ¿Ven? Sí es el caballero de Escorpio, sabe entender las cosas.

El menos convencido era Krest. Tenía que enfrentarse a la realidad de que Patotas  era el caballero que él más admiraba y por el otro lado... 

Sus lágrimas corrían por sus mejillas pecosas una tras otra, las manitas le temblaban en su afán de deshacerse de la contradicción que lo perseguía sin darle tregua. Sus gruesas pestañas estaban anegadas y húmedas impidiendo la vista. Krest se percibía en una encrucijada muy fuerte para alguien de su edad y entre pujidos y jadeos, se veía imposibilitado para soportarla.

—Krest, ¿por qué lloras tanto? —se preocupó Milo rascándose la nuca—. ¿De verdad te hago sentir tan mal para que no quieras que yo sea el caballero de Escorpio?

—Es que... —se talló los ojitos con los puños quitando impaciente las gotas de sal que seguían resbalando por sus lagrimales—. Es que... ¡A mí me gusta el «paballedo de Escodpio» y tú... tú...! —intentó contener el llanto agudo y persistente, pero las emociones en su interior le boicoteaban, lo incomodaban—. Tú también me gustas, pero quiero que te vayas porque si estamos solitos, papá va a venir rápido para cuidarnos y yo quiero a mi papá en casa conmigo. ¡Quiero a mi papá~ y tampoco quiero que te vayas!

Salió el peine por fin y lo hizo tan intenso como lo previó. Sus aguamarinas notaron el temblor de sus manos al conocer la verdad y la lógica infantil. 

Si él se iba, era tan potente el instinto protector de Camus, que volvería con sus hijos a pesar de su padecimiento. Podía estar seguro de que, de no encontrarse Milo con los niños y conociendo el estado de Kardia, el pelirrojo ya hubiera pedido el alta médica voluntaria en detrimento de su salud.

Un grueso nudo se atoró en su garganta y le impidió emitir un sonido complejo. Se puso en pie, quitó el plato y el vaso, sacó de la silla periquera a Krest y lo retuvo con posesividad contra su pecho.

El niño quiso oponerse, pero las caricias calmas del rubio en la espalda lo hicieron ceder poco a poco. Krest escondió la cara en su pecho con un sentimiento abrumador que llenó de lágrimas los ojos de sus hermanitos.

Por un momento, el mismo Milo sintió la acuciante locura de soltar las gotas que amenazaban con ahogarlo.

¿Y de qué serviría? ¿De qué les serviría a estos pequeños?

Para paliar ese dolor lacerante, el heleno acunó al nene y lo meció con dulzura, sintiendo la camisa humedecerse a la velocidad de la luz. Comprendiendo la emoción grupal, alargó la mano hacia Écarlate que tenía la cabeza baja y los puños apretados conteniendo el llanto. El pelirrojo dudó y Milo movió los dedos para hacer hincapié en su silencioso llamado.

Un instante después, el pelirrojo rodeó su costado, protegido por el brazo que cayó alrededor de los débiles hombros. Los labios de Milo encontraron la frente y se depositaron en ella con suavidad, aspirando el aroma a manzanas que el pequeño desprendía.

Sentó a Écarlate en su pierna libre e hizo un esfuerzo en rodear a ambos con su extremidad diestra. Así, tenía la oportunidad de convocar al más importante de los tres, al que se guardaba sus emociones priorizando el bienestar de sus hermanitos.

—Ven, Sisyphus. Éste es un abrazo grupal y faltas tú —murmuró rogando a todos los dioses porque cediera—. Ven, Sis... el otro titubeó y Milo hincó los colmillos en la yugular de la responsabilidad—, también te necesito a ti.

A regañadientes, el castaño se acercó arrastrando los pies. Milo rodeó la espaldita y sostuvo con su mano la cabeza. Besó la frente en repetidas ocasiones hasta que el niño soltó las amarras y vinieron raudas y dolorosas las lágrimas.

El mayor se sentía impotente, quería consolar a los tres y darles palabras de aliento que les hicieran sonreír y salir de este bache oscuro. Le faltaba la inteligencia emocional y la experiencia para relacionarse con los nenes y decir lo que necesitaban escuchar.

Ese era el punto, las palabras descuidadas eran insuficientes para consolar las tribulaciones. El típico «todo va a estar bien»  no bastaba en momentos como éste, que la desazón se aliviaba con el captar de los sentidos. Bastaría un simple olor, una voz, una presencia plasmada en la temperatura de la piel, un roce para eliminar la impotencia y traer la paz...

Y para ello, era indispensable traer a aquél que extrañaban tanto. Ese pelirrojo que era el pilar de estas tres incipientes vidas. Al negarse ese consuelo por causas médicas, debían extirpar el dolor de la forma más natural: llorando y si ameritaba, berreando.

Sin existir en su vocabulario una forma de construir templos de serenidad, Milo optó por el recurso de la apatía verbal y eligió la comunicación sensorial. Les besó, meció sus brazos y recorrió las pieles. Los mantuvo en ese círculo de grueso músculo y huesos enormes en comparación, con un respirar cuyo ritmo se obligó a serenar. 

Hizo suyo el dolor, se mojó en él y lo arrebató de los pequeños cuerpos y espíritus. Sus espaldas se ensancharon para soportar esa carga. Para él, estaba bien, podía soportar eso y más. Lo prefería mil veces pues estos tres niños se habían robado su soledad y le dieron a cambio una sonrisa que odiaría perder. 

Los amaba y lo reconocería por escrito de ser necesario. Pelearía por cada uno con uñas y dientes.

Ahora entendía lo que era la paternidad.

Era sacrificarse por tus niños y sacrificio  era una palabra insignificante para describir lo que sería capaz de dar o perder por ellos. Sin proponérselo, Milo encontró la fuente de la eterna juventud, el tesoro más abundante del mundo y se sentía pleno con el simple acto de mantenerlos en este círculo de protección y cariño.

Milo deseó ser un arácnido como lo dictaba su constelación. Con tres pares de brazos, podría sostener a cada uno de estos tesoros y alentarlos. En lugar de ello, se conformó con mantenerlos en este círculo sensible y atrapar al mayor que vivía como un ser sin individualidad ni amor propio, aferrado al ideal de cuidar a dos pequeños, olvidando que él también a sus nueve años, seguía siendo un niño.

—Estoy aquí, Sisyphus. Estoy con todos, pero más que eso, estoy contigo murmuró contra su nuca, sin olvidarse de mover la mano contra la espalda con ritmo.

Recostó la cabecita sobre su hombro, esta vez sería Sisyphus el que recibiría la dote principal de amor y cuidado. Haciendo oídos sordos a los pedidos de prodigar mayores dosis de cariño a los otros dos, Milo se limitó a que Écarlate y Krest se aferraran a sus costados y se concentró en rodear con ambas manos al único que se sacrificaba.

El rubio comprendía que para superar este bache, requerían de un oasis donde relajar antes de seguir la batalla de la pérdida temporal del padre que los cuidaba como a su propia vida. Si Camus seguía en el hospital, Milo tomaría ese papel y lo interpretaría a la perfección.

Era su tarea, la única con prioridad y por ello, dio lo mejor de sí.

No fue hasta mucho tiempo después, que la atmósfera cambió radicalmente. Los pequeños volvían a la vida una vez que las lágrimas remitieron y quedaron los hipidos, así como los ruidos nasales propios de la congestión.

—Entiendo que necesiten a Camus, yo quisiera traerlo pronto a su lado, pero mientras él siga enfermo, debemos tener los ánimos arriba porque él pelea para estar aquí.

—¿Por qué pelea? cuestionó Écarlate.

—Para recuperarse de su enfermedad y lo está logrando. Cada vez está mejor, pronto le dejarán salir.

—¿Cuándo será eso? indagó Krest aferrado a su camisa.

—No lo sé, Krest le tomó del mentón y lo obligó a levantar los ojos—. Él necesita estar ahí para sanar, si vuelve antes de estar del todo bien, puede regresar por más tiempo y no quieres eso, ¿verdad?

—No aceptó apretándose contra él—, pero no te irás, ¿verdad? No me dejarás solito.

—No. Estaré con Camus en el día, pero Barão y Esmeralda los acompañarán. Por la noche volveré con ustedes y dormiremos todos juntos como hasta ahora. ¿Está bien?

Los tres asintieron resignados. En estos casos la impotencia era la única emoción que persistía y sólo podría ser desplazada por la esperanza.

Eso quería Milo, darles un aliciente para que tuvieran de qué agarrarse en esta tormenta.

—Camus volverá pronto, está haciendo su mejor esfuerzo. Ustedes deben hacer el suyo para esperarlo, pero más que eso, para estar bien. Así él no se preocupa tanto por ustedes y se concentra al máximo en mejorar.

El silencio siguió a sus palabras. Cada uno lo manejaba y procesaba a su manera. Milo sabía que mentir era inútil. Los tres eran tremendamente receptivos y su intuición estaba muy desarrollada. Estaba en contra de ocultarles la verdad, prefería decir lo que sucedía con palabras suaves y que pudieran comprender.

—Cántame, papá rogó caprichoso Écarlate, recargado contra su tórax.

—¿Qué quieres que te cante? cuestionó con curiosidad aún meciendo al castaño.

—¡Frère Jacques! pidió Krest de inmediato.

—No me la sé.

—Ash lo heló con la mirada, «pos» la que quieras...

—¿Y si se la saben, la cantarán conmigo? cuestionó con un objetivo oculto al notar que el pequeño Sisyphus fruncía los labios—. Quizá descubran que me gustan cosas viejas, pero divertidas.

—¿Más que papá que escucha a Viviana? 

—Écar, que no es Viviana, es Vivaldi corrigió con desgana Sisyphus rodando los ojos dentro de sus cuencas aferrándose un poquito más a Milo.

—Como sea...

—No tan viejo confesó Milo con sonrisa torcida—, pero ya les dije... ¿La cantarán si se la saben?

—Bueno... cedió Écarlate.

Sisyphus encogió sus hombros y Krest se cruzó de bracitos, pero el brillo de sus pupilas denotó su recepción cuasi favorable.

—Pues vamos a... buscó en el móvil la pista musical—, ver cómo empieza. ¿Listos?

Tres pares de ojos de variante tonalidad se posaron en él. Los de Écarlate con curiosidad, Sisyphus inapetente y Krest, era un iceberg.

El primer acorde encendió a los mayores como un cerillo friccionando el rascador de fósforo rojo. Écarlate abrió su boca y parpadeó con velocidad. El castaño sonrió sin proponérselo, pero Krest... seguía frío.

Milo golpeó la mesa dos veces con la mano al compás de la música y sonrió cómplice.

—This ain't a song for the broken hearted... empezó con ímpetu, pues buscaba estallar su adrenalina—, no silent prayer for faith departed.

Sisyphus para este momento movía la cabeza llevando el ritmo, Écarlate que había abandonado su pierna, estaba de pie moviendo las manitas y la cintura. 

Krest se limitaba a dedicarle una mirada intrigada.

—I ain't gonna be just a face in the crowd siguió Sisyphus con buen tono.

—¡Eso! celebró Milo. 

Krest aún se encontraba sentadito sobre su muslo, enfurruñado porque no reconocía la canción.

—You're gonna hear my voice when I shout it out loud continuó de improviso Écarlate haciendo coro con su hermano mayor y las manos simulaban el tocar de la batería.

—It's my life, it's now or never cantaron los tres con fuerza uno de los éxitos de Bon Jovi*, cual si entonaran un himno ante la sorpresa marcada en las facciones de Krest—. I ain't gonna live forever...

El azabache rezagado metió pata al acelerador y llegó a la meta con los otros, pero su dicción no le permitía completar las frases a la velocidad requerida. Luego entonces, sin intención de quedarse atrás, pronunciaba la última palabra con ímpetu. 

Écarlate agarró las cucharas y sobre la superficie de la mesa, llevó el ritmo de la batería. Sisyphus fue a por otra y la usó de micrófono. 

—Tú y yo los coros, Krest.

El chiquito respondió asertivo sacudiendo su cabeza de arriba a abajo siguiendo la voz del rubio, por supuesto, haciéndose de su respectiva cuchara que a veces compartía con el mayor y otras (la mayoría), la usaba en exclusiva.

La banda improvisada al mando de Sisyphus siguió adelante en su interpretación del gran Bon Jovi. El rubio iba señalando al pequeño azabache dónde entrar para hacer los coros, tomando conciencia del nivel de batería que llevaba Écarlate, uno que ya había superado con creces el de principiante.

Aprovechó la disposición del azabache y jugueteó con él, le tomó las manitas y le enseñó a jugar con mímica como si tuvieran una guitarra en manos, rasgando las cuerdas a la altura de su pancita haciendo que riera de vez en vez cuando le acariciaba la zona.

—IT'S MY LIFE! 

Terminaron al unísono la canción con ímpetu y una alegría que se distribuyó por la estancia al soltar oxitocina, la hormona de la felicidad y les dotó de un vínculo de compañerismo que grabaría esta experiencia en su inconsciente de forma permanente.

A finales de cuentas, el objetivo estaba cumplido. Los niños estaban felices y su intención ponía hincapié en que durara el tiempo justo para que Camus volviera a casa.





Hasgard abandonó el elevador y se dirigió al pent-house de los Scorpio-Roux. Por la hora, suponía que Dégel ya estaba de vuelta para descansar de su jornada nocturna en el hospital. Tocó el timbre y aguardó sopesando la forma en que abordaría el tema.

¿Por qué le tocaba a él dar las malas noticias?

Al ver que nadie respondía, optó por preguntar en el hogar de Camus, quizá Esmeralda que se hacía cargo de los niños, sabía algo sobre Dégel. Tocó el timbre y su asombro fue mayúsculo al ver a un rubio abriendo la puerta con Écarlate colgado de su pierna.

—Eh... ¿Y tú eres?

—¡Hasgard! —saludó el pequeño pelirrojo extendiendo la palma que el grandulón chocó suave con la suya—. Es mi papá Milo.

—¿Qué? ¿Camus se casó y nadie me avisó? —casi le dio un síncope.

—No, pero es el novio de papá —explicó muy quitado de la pena el niño.

Milo carraspeó tomando el control de la situación, le sonrió a Hasgard primero y después, le acarició las greñas de paja revuelta que a Hasgard sorprendió por lo enredadas que se veían.

Camus iba a sufrir otro ataque respiratorio si veía a su hijo así...

—¿Por qué no vas y terminas con tu tarea? Así antes de irme la reviso.

—Jo~ —resopló compungido ante la expectativa tan cruel y despiadada. La mirada del rubio fue suficiente para que claudicara en su empeño de buscar excusas—, está bien, voy a ello. ¡Nos vemos, Hasgard!

Saludó con la manita al mayor y corrió en dirección al comedor.

—¡No corras! —exigió en automático el rubio.

—¡No papá! —respondió y por supuesto, la indicación se la pasó por el arco del triunfo.

Hasgard se rascó la mejilla sorprendido porque Camus tuviera un novio y él no supiera nada al respecto. Su jefe se callaba mucho sus situaciones personales, pero esto era sorpresivo. De todos los que le rodeaban, Hasgard pensó que tenía la confianza para que Camus se lo comentara.

Al parecer, no.

—Eh... —titubeó intentando recuperar el aplomo—. ¿De casualidad sabes si ya llegó Dégel?

—No, él volverá cuando llegue al hospital y hagamos el relevo. Me avisó temprano que iba a esperar la ronda médica para que le dieran noticias sobre mi hermano.

—¿Tu... hermano?

—Sí, Kardia es mi hermano.

La comezón de su mejilla fue apremiante. Las neuronas de Hasgard conectaban una infinidad de datos de forma aleatoria y azarosa hasta que algo le iluminó el coco.

—¿De casualidad Aldebarán es tu acompañante terapéutico? —indagó con cierto miedo de la respuesta.

—¡Exacto! ¿Lo conoces?

—Qué beleza! —se lamentó en portugués—. Barão es mi hermano.

—¿Tú eres hermano de él? —repitió con el mismo gesto desconcertado que adornaba la cara del brasileño.

—Sí, ahora entiendes por qué estoy descolocado.

—La puta madre —soltó sin anestesia.

—¡MILO! ¿NO ESTARÁS DICIENDO GROSERÍAS, VERDAD? —se escuchó la voz de Sisyphus.

—¿No ibas a jugar Saint Seiya on line? —devolvió con frustración restregando nervioso los cabellos.

—Camus dice que tienen oído superfino según para qué cosas —le confió con simpatía.

—Y que lo digas —coincidió el rubio saliendo del pent-house después de tomar las llaves y cerró la puerta tras él—. Bueno, ¿necesitas algo, le digo a Dégel que se comunique contigo?

Hasgard titubeó en hablar del tema con el hombre o no. De cualquier forma, debía ser muy directo y al paso que iban, atacar por todos los frentes para tener protegidos a los Roux.

—¿Camus te comentó sobre un atentado que tuvo el sábado pasado en la fiesta de la subasta?

—¿Qué? —el color se le fue del rostro—. Espera, ¿dijiste atentado?

—Sí, explotaron su auto. Por fortuna, Camus se había ido en el vehículo de otra persona y la libró.

El brasileño notó la descompostura del griego. Por un momento se arrepintió de abrir la boca, pero su sentido del deber le hizo consciente de que si no hablaba, ese hombre actuaría sin antecedentes. Prefería que estuviera atento a las señales.

—Puta madre —balbuceó con voz tomada por los nervios—, esa noche se fue conmigo. Si no lo hubiera convencido, entonces...

—No pienses en eso atajó con practicidad—. Ubícate en lo que es importante porque ayer hubo otro mensaje del acosador.

—¿Qué?

—Ayer, Dégel me mandó un mensaje en la noche y me dijo que investigara porque la madre de los niños estuvo en el hospital y Camus la vio.

—No te sigo —atajó con premura—. ¿Qué tiene de malo la mujer?

—Que está, no, estaba internada en un hospital psiquiátrico con un diagnóstico bastante particular... Es peligrosa para los niños y para Camus. En realidad, para todos...

—¿Qué tan peligrosa pue...? No, espera —interrumpió su pregunta—, ya recordé.

—Te contó lo de Krest, entonces... —era un alivio que no tuvieran que ahondar en el punto.

—¿KREST? —boqueó aturdido—. ¿Qué le hizo esa hija de puta a Tenecito?

—¿Quién es Tenecito?

—Krest, perdón, yo le digo así porque no sabe decir esa palabra.

Hasgard meditó si debería seguir, pero una vez destapada la cloaca y con las aguas negras saliendo a borbotones, debía terminar.

—Cuando Krest tenía dos meses de nacido, ella tuvo un episodio y estuvo a punto de ahogarlo en la bañera. Ahí fue cuando Camus logró descubrir su estado psiquiátrico y la internó en el hospital. Ella es psicótica, ¿entiendes lo que es eso?

Milo tardó en reaccionar, le temblaban las manos y tenía la cara roja de coraje, con los ojos brillando con un aire homicida. 

Hasgard temió por su estabilidad mental y discreto, mandó un mensaje a Aldebarán.

"Creo que descompuse a tu chico. ¿Puedes traer refacciones y unas pastillas por si tienes que repararlo?"

—Tengo una ligera idea susurró el rubio juntando paciencia, pero explícamelo, por favor.

—Tienen alterada la realidad, tienen alucinaciones o bien, delirios, sin olvidar el de persecución. El conflicto es que en ella proviene de un trastorno bipolar nunca atendido, que se agravó tras el embarazo de Krest. Antes podía controlarlo de cierta forma, por eso nadie sospechaba de ella, pero cuando dio a luz al nene, todo se fue a la mierda.

—¡No me digas! —ironizó rascándose la nuca—. ¿Y esa tipa estuvo ayer con Camus?

—Sí, estuvo en la tarde. Al parecer se asomó a la habitación y Camus la vio.

—Imposible, estuve con Camus toda la tarde.

—Ah, eras tú el que estaba con él. Algo me dijo Dégel de que cuidaban a Camus cuando pasó.

—¿Y cómo demonios le dieron el alta a una mujer como esa?

—Ese es el punto, no le dieron el alta...

—¿Entonces? —exigió con rabia.

—Escapó y sospechamos, aunque Camus diga lo contrario, que ella fue la que llevó a cabo el atentado en el auto y los escorpiones en el arreglo floral que llegó ayer por la tarde...




¡Hola! ¿Cómo va?

Volvimos al ruedo con una dinámica linda entre los chicos y que afianza sus lazos. Vimos un poco del por qué la distancia que Krest pone con Milo y el shock al descubrir que es su adorado paballedo de Escodpio. 

Fuimos en ascenso de esta montaña y...

Lamento informar que empezamos la bajada.

El próximo capítulo tendremos a Dégel y Kardia, quienes han permanecido en silencio, un poco más de este Milo coqueto y volverá alguien que abandonamos en estos capítulos, pero pisará fuerte.

¿Te imaginas quién es? 

Y por otro lado, ¿Krest logrará su objetivo? ¿Cómo será la Patoaventura del Paballedo del Patito para lograr que su tío Kardia se recupere? ¿Athena lo desterrará por traidor?

Espero actualizar con más premura. De cualquier forma, gracias por seguir leyendo, por tus estrellitas y comentarios que me hacen tan feliz.

¡Hasta pronto!

Créditos de la canción a degelallard, quien comentó que Milo tenía cierto parecido con Bon Jovi.

 

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