20. Apagando incendios.
Sábado
Un sonido distante arrancó a Krest de la mesa repleta de golosinas que consumía sin que su papá le regañara por estar enfermo de la panza. El perrito de pelaje azul y blanco que le lamía las manos y la mejilla, se alejó. La nieve con forma de algodón de azúcar dejó de caer.
Los sueños se desvanecieron y el sabor de la decepción se mantuvo en sus papilas gustativas.
Estuvo tan cerca de hincarle el diente a la manzana acaramelada que le ofrecía el caballero dorado de Escorpio, tan cerca...
Puchereó levantando su cabeza azabache llena de rizos revueltos. Alargó sus manitas a Hypnos que se negó a cargarlo y con malicia, lo obligó a abrir sus párpados. Krest, con gran esfuerzo, los alzó a la mitad. Inundó sus pulmones de aire abriendo grande la boca y dio un gran bostezo.
La mirada borrosa registró el primer hueco a su derecha, el segundo se encontró a su izquierda. Parpadeó perezoso, lento y pausado. Su mente abotargada aún podía recordar que sus hermanos dormían con él, pero si ya no, entonces se fueron. Dio otro bostezo, miró al frente saboreando su saliva y...
El dios Hypnos lo abandonó de sopetón y Krest notó con espanto que su peor pesadilla se volvía realidad. Estaba abrazado al pijama azul oscuro de papá, pero...
El señor que estaba bajo el pijama de papá, ¡no era papá!
Papá tenía cabello rojo, no amarillo. Eso sin contar con que papá no se ponía la almohada sobre la cara y mucho menos, por nada del mundo, papá roncaba como este hombre que hacía ruidos horribles con la boca abierta de par en par.
Tampoco podía ser tío Kardia o tío Dégel porque sus cabellos eran azules como el cielo y verdes como los árboles.
Un momento, el único de pelos amarillos que conocía era Milo, ¿y si era él?
No, no.
O sea, Milo se había quedado a su lado cuando él se durmió en su habitación, pero cuando llegó a la cama de papá...
¿Dónde estaba Milo?
Pues papá decía que «todos deben dormir en sus camas y no en la de papá».
Y por eso sus tíos Kardia y Dégel despertaban en su casa si se quedaban con Sisyphus y él. Eso sucedía sólo si papá iba al hospital con Ecolgate, entonces como papá estaba en el hospital, ahora Milo estaba en su casa que quién sabe dónde era, dormido en su cama.
Además, recordó que Milo anoche usaba una pijama roja.
Entonces, aprovechando que papá estaba en el hospital y Milo se fue a su casa, este hombre feo apareció para ponerse el pijama de papá y acostarse en su cama.
¡Claro!
Era como en el cuento de Ricitos de Oro y los tres osos.
En el cuento, Ricitos de oro era rubia y este señor era rubio. También Ricitos comió la comida, usó la silla, usó la pijama y hasta la cama, igual que este señor.
¡Claro, así sucedió!
«¿Por qué no lo pensé antes?» se reprochó indignado consigo mismo por ser tan falto de ocurrencias.
Reculó hasta el final del lecho pensando que debería gritarle a sus hermanos para que lo vinieran a rescatar, pero si era como en el cuento, ellos tampoco estaban en casa porque como los ositos, habían ido a pasear mientras se enfriaba el desayuno.
Si Krest estaba solo, tenía que deshacerse de este Ricitos sin ayuda de nadie. Lo peor no fue eso, sino que de pronto, sin advertencia o llamado de aviso...
¡Una patota de Ricitos se puso encima de Papa Ours!
El corazón de Krest sufrió el soponcio como decía el tío Dégel.
¡Nooo!
¡Se lo iba a dejar oloroso a queso!
Iuuugghhh.
Rescató a su peluche a duras penas y lo restregó contra su cuerpo para quitarle ese hedor. Ecolgate le decía hasta el hartazgo que las patas olían a queso y por eso Krest debía lavarse las suyas con ganas. Y las de Ricitos eran taaan grandes, que seguro apestaban como ese queso que le gustaba a papá con esa cosa azul que Sisyphus le contó a Krest al oído que eran gusanos.
Otra vez: iuuughhh.
«¡Qué hodible! Papa Ours apesta a patas» pensó compungido.
El peluche era importante para el pequeño porque era su compañero nocturno. Papá decía que Papa Ours era tan poderoso como el Patriarca de Saint Seiya y por eso ningún enemigo podía hacerle daño a Krest mientras lo tuviera consigo.
El azabache le creía ciegamente porque era papá y él sabía muchas cosas, es por eso que durante las noches, iba y venía con el oso a todos lados. Y como el peluche era de su tamaño, podía abrazarlo en su cama y sentirse protegido.
Si se lo hubiera dicho Ecolgate lo dudaría porque él le engañaba mucho, como pasó con lo de las ratas y la ducha o que el brócoli eran arbolitos que le crecerían en la panza o que si se cortaba y le salía sangre, se le saldrían las tripas.
Todas esas cosas que le enseñaba Ecolgate, papá decía que no eran ciertas. Bueno, no, porque lo de las ratas fue Milo quien le aclaró que no era así.
Cierto, tenía que darle una patada a su hermano mayor por mentirle. Ecolgate lo quería mucho pero a veces era feo con Krest. No era como su hermano Sisyphus, que lo cuidaba de las brujas que vendrían por él si se ponía llorón.
Ahora lo que le preocupaba a Krest era que el hedor a queso se le fuera a quedar a Papa Ours. Preocupado acercó con cuidado y cierto asquito la nariz al peluche para comprobar si seguía oliendo a patas. Lo olfateó y notó el aroma del perfume de su papá, le paseó las narinas por varios lugares y exhaló con alivio al confirmar que estaba sano y salvo.
¡Olía rico! Papa Ours olía como papá. ¡Qué alivio!
Estrechó al oso en sus bracitos con una sonrisa y se dispuso a proteger al ahora indefenso Papa Ours de este Ricitos malvado.
Papá decía que el poder de Papa Ours se perdía en cuanto el sol aparecía y no podía ir con Krest a la escuela o a las clases de inglés o griego, porque era en la cama del azabache donde el peluche recuperaba su cosmoenergía.
Por eso, ahora era misión de Krest llevar su peluche a la cama pronto porque de lo contrario, Papa Ours no tendría fuerzas para la noche. Para ello, tenía que deshacerse de Ricitos con patas de queso porque ese era su deber como el caballero del Patito que era.
Se rascó la cabeza frunciendo sus labios e incordiado, entrecerró sus ojitos. Buscó con la mirada y encontró lo que podía servir para su misión. Sabía que los caballeros de Athena no usaban armas, pero seguro que la doña no se quejaría si Krest utilizaba eso.
Con una sonrisa maliciosa, se bajó con cuidado de la cama para no despertar a Patotas y se llevó consigo a Papa Ours.
Llevó su peluche a una esquina y con esfuerzo, lo dejó sentado. Papa Ours se deslizó a la derecha, Krest lo detuvo y lo acomodó de nuevo.
— Quédate ahí descansando y yo cumpliré mi misión — le ordenó con susurros sacudiendo su índice como hacía papá Camus dando órdenes y asintió con la cabeza cuando el peluche obedeció y se quedó quietito —. Bien, ahora yo pelearé, mira y «aplende».
Fue rápido por los zapatos de papá, volvió a la cama y los dejó en el colchón. Se trepó al lecho, agarró uno de los zapatos, lo sujetó atrás de su cabeza con ambas manos siguiendo los consejos de Ecolgate y se concentró como hacían en Saint Seiya.
Él era el Caballero del Patito, el futuro guardián de Acuario y compañero de Escorpio, podía hacerlo. Aspiró fuerte y...
— ¡POLVO DE DIAMANTE! — gritó con vehemencia.
Y pum, le sorrajó el primer golpe con el tacón del zapato en el sitio donde tío Kardia decía que más dolía.
¡En los patitos!
Ricitos se incorporó por inercia, la almohada salió volando.
— ¡TOMA, PATOTAS! — le dio otro golpe en las manos que cubrieron la zona —. ¡TOMA! — lo vio doblarse y antes de que se le escapara, le soltó otro en la espalda —. SOY EL «PABALLEDO» DEL PATITO Y TE SACARÉ A PATADAS — le dio otro más que cayó en la cadera del enemigo.
El intruso gruñó moviéndose y rodando se alejó de él.
Krest no dudó, le aventó el zapato con mal tino porque voló a la derecha y golpeó la pared. El azabache resopló frustrado y fue a por el otro zapato para seguir en la contienda.
— ¡¿Krest, qué estás haciendo?!
Esa voz la conocía. Se quedó quietito y parpadeó ladeando la cabeza con el calzado en su manita. Sus ojitos se encontraron con...
¿Acaso este rubio que se agarraba los patitos era Milo? ¿No se había ido ya? Además, ¿Qué hacía Milo jugando a Ricitos de Oro?
— ¿Qué haces con la pijama de papá? — reprochó confundido.
— ¿Qué haces pegándome, Krest?
— Yo «pegunté pimedo» — se le atragantaron las palabras.
— ¿No recuerdas que me mojé anoche bañándote? Por eso me puse el pijama de Camus.
— ¡Me asustaste! — se chupó el dedo malhumorado.
— ¿Yo? — se tocó el pecho indignado —. ¡Tú me despertaste a golpes!
— Porque pensé que eras «Dicitos» — encogió los hombros.
Eso lo explicaba todo, por supuesto.
— ¿Qué soy quién?
Krest se golpeó la frente.
— El que se acuesta sin pedir permiso — era tan obvio —. ¿Por qué tu papá te hizo tan tonto?
— Me dormí aquí porque si no, ¿Dónde me duermo? — rechinó los dientes con los ojos entrecerrados.
— «Pos» en el sillón o en el piso, como hacen en las «peyípulas».
¿Por qué Milo seguía preguntando cosas tontas?
— ¿Y sólo por eso me pegaste? — ladró el otro.
Krest presintió que la cara del rubio auguraba un problemón.
Oh-oh.
No, no, un momento.
Si el de la culpa fue Patotas, no él. Krest parpadeó rápidamente y frunció los labios mientras comprendía que Milo, Ricitos y Patotas eran el mismo, pero lo que no lograba entender, era cómo podía ser que fuera Krest quien estaba en problemas.
O sea... Nooo.
— Ah, «pos», «pos, pos»... — gruñó indignado —. ¡Es tu «pulca», Milo!
— ¿Cómo puede ser mi culpa, Krest?
— ¡¿«Pa» qué te pones la pijama de papá?!
— La puta madre, ya te dije que... — le subió el volumen de la voz.
Eso sí ya no se lo soportó Krest. Ni papá le insultaba tan feo.
— «Pállate» o te doy «oto» putazo.
Krest lo amenazó y lo señaló con el índice, imitando al tío Kardia cuando se peleó con un hombre que se puso tonto en la calle.
— No me vas a volver a pegar — advirtió el rubio rechinando los dientes —. ¡Y no digas groserías!
Milo parecía tan enojado, que Krest veía venir un castigo a su tamaño. Al tamaño del rubio, por supuesto. Además, no entendía por qué Milo se ponía tonto si había sido él, quien empezó el desorden de los insultos y no Krest.
— ¡Tú lo hiciste primero y ya no te quiero, eres feo! — se cruzó de brazos porque no era justo lo que le hacía Ricitos —. ¡Fea tu cara, feo tu cabello, feo tú! — le mostró la lengua y sin querer discutir más, decidió irse por la puerta grande —. Yo, yo... ¡Voy a hacer pipí! Y cuando vuelva, espero que hayas pensado lo que hiciste mal y pidas disculpas.
Repitió de memoria las legendarias palabras que papá les decía cuando hacían alguna travesura. Se bajó rápido de la cama y corrió a la puerta.
— Las disculpas las tienes que pedir tú, Krest. Tú fuiste el que me golpeó.
— ¡Que fue tu «pulca»! — aclaró a punto de salir.
— Se dice «culpa», no «pulca».
Krest rechinó sus dientes, golpeó el piso con el talón de su pie y estuvo a punto de irse cuando se acordó de Papa Ours. Regresó por su peluche, no fuera a dejarlo Milo con olor a queso otra vez, lo cargó con dificultad porque era igual de grande que él y a mitad de camino hacia la salida, decidió soltarlo al piso y lo arrastró por la pata. Era mucho más fácil así y Papa Ours no se enojaría.
Total, lo llevaba a todos lados de una pata.
— «Ayos», «Dicitos». Las cortamos aquí.
— ¿Dicitos? ¿De qué hablas, qué cortamos?
— «¡TOYO!» — gritó iracundo —. ¡Ya no te quiero más!
Fue lo último que se escuchó.
Krest interpretó magistralmente la graciosa huida y si bien intentó cerrar con un portazo tras él, una de las patas de su oso se lo impidió. Gruñó exasperado, jaló a Papa Ours con fuerza y cerró la puerta para que Milo no lo alcanzara.
En el pasillo se encontró con Ecolgate que venía corriendo con cara de espanto al haber escuchado el zafarrancho en la habitación de Camus.
— ¿Qué pasó, Krest?
— ¡PATOTAS ES UN TONTO! — lo insultó con vehemencia arrastrando a su oso —. ¡Lo voy a meter en un ataúd de «quistal» cuando sea «glande»!
Se refugió en el baño dejando en el pasillo a su hermano mayor. Se encerró en el aseo y suspiró profundo apoyado contra la puerta.
— Milo es malo, es feo, es... es... ¡Es «hodible» — gimoteó y se tapó la carita con las manos —. ¿Por qué Milo se vistió como papá? ¡Es su culpa! ¿Por qué no se fue ya? ¿Por qué nadie me dijo? ¡Todos son malos conmigo! Quiero a mi papá...
Estaba acongojado y preocupado por lo que había pasado en la habitación de papá. Y como es natural en el ser humano, apenas estuvo un minuto relajando su corazón, le entraron las ganas de hacer pipí y se dispuso a ello, no fuera a ser que papá le regañara también por eso.
Mientras tanto, el «Patotas» aliviaba el dolor de semejante golpe contra su entrepierna manteniéndose quieto. Se había dormido casi al amanecer y desconocía qué horas eran, ni siquiera sabía dónde estaban los niños más grandes. Lo único que buscaba era desaparecer la dolencia y es que el primer zapatazo le había conectado perfectamente contra sus partes más sensibles.
¿Qué había pasado con Krest para que actuara así?
Ahora se había transformado en el monstruo al que Milo temía y se habían peleado con ganas, todo por una tontería. Refunfuñando, se bajó del lecho y se acuclilló. Maldito mocoso, le había dado fuerte. Maldito él, que tenía el sueño pesado tras la noche en vela.
No había reaccionado a tiempo y ahora desconocía la forma de arreglar el caos. Abrió los ojos y vislumbró el zapato de Camus. Conteniendo el ímpetu de aventarlo por la ventana, se resignó y poniéndose en pie aún adolorido, lo recogió buscando el par.
— Papá Milo, ¿Estás bien? — escuchó la voz asustada de Écarlate que entraba al cuarto como una tromba.
— ¡Por supuesto que no! — extendió las manos a los lados de su cuerpo con un gesto indignado —. Tu hermano me despertó a zapatazos. ¿Así se dan los buenos días en esta casa?
— A mí me dijo que te meterá en un ataúd de cristal, eso significa que está muy enojado.
— ¿Crees que yo no estoy enojado? — resopló antes de sentarse en la cama.
— Pues no sé cómo ayudarte — se rascó la nuca —. ¿Quieres que hable con Sisyphus? Él puede hacer que Krest le diga lo que pasó.
— Me encantaría porque todavía no entiendo qué se le metió en la cabeza, me reclamó que me puse el pijama de Camus y estaba dormido en la cama. ¿Es normal que actúe así?
— Mmh, pues tan agresivo por las mañanas no. A veces despierta de mal humor, pero nunca da zapatazos — ladeó la cabeza pensativo —. ¿Y dónde te pegó?
Écarlate tuvo el descaro de mirar donde Milo tenía la mano y luego, soltar la carcajada. Ahora entendía lo que Krest había hecho.
— ¡Te golpeó las bolas!
— ¡Qué gracioso! — gruñó y al verlo tan feliz, se resignó sonriendo a su vez. Le fue imposible mantener el mal genio cuando Écarlate estaba tan contento —. ¿Estás mejor de tu cuello?
— ¡Sí! Estamos haciendo el desayuno y queremos ver Saint Seiya. Ya sé que son las siete, pero despertamos pronto. ¿Nos dejas ver la tele?
— Está bien, entiendo que se levanten temprano — le alborotó más los cabellos pelirrojos —. Voy con ustedes, pero después iré al hospital para ver a Camus.
— Bueno, Sisyphus está haciendo cereales con leche. ¿Puedes cocinar hot cakes, por favor? Papá Camus nos da los sábados.
— Bien, voy a vestirme y les hago el desayuno, pero recuerda que Krest no puede comer eso por su pancita, así que comeremos algo más nutritivo y dejaremos los hot cakes para otra ocasión.
— Jo~, está bien — le sonrió comprendiendo lo de su hermanito menor —. Gracias, papá. Hablaré con Sisyphus para controlar a Bóreas — y se fue corriendo para avisarle a su hermano mayor del cambio de planes.
— ¡No corras! — alcanzó a decir porque el corazón le latió aceleradamente.
Le había vuelto a decir «papá» y eso le dejó una tremenda sonrisa que nada se le borraba, ni siquiera el caminar con dificultad al baño aunque no entendía quién era Bóreas, suponía que Krest.
¿Por qué el azabache le había golpeado así? ¿Y quién era Dicitos?
Después de realizar las paradas de rigor en el aseo y el vestidor, Milo apareció en la cocina e ignoró la cara de molestia del pequeño Roux, que desvió el rostro con desdén.
— Krest, tenemos que hablar de...
— Ya las cortamos, Patotas — sacudió la cabeza —. No me puedes hablar.
— ¿Cómo que no te puedo hablar? — se rascó la nuca intentando mantener la calma.
— Porque si las cortas, dejan de ser amigos — explicó tranquilo Sisyphus poniendo leche en el cereal de Écarlate —, así que te está haciendo «la ley del hielo».
— ¿Ley del hielo?
— Sí, para Krest no existes, no te oye, no te mira, hay un muro de hielo entre ustedes — comentó el castaño yéndose a sentar.
Milo chasqueó la lengua cruzando los brazos sobre su pecho. Podía insistir, pero si Krest seguía tan enojado, sería inútil. Por otro lado, si dejaba que se le pasara el berrinche, quizá después pudieran arreglar mejor las cosas. Se dispuso a preparar los platillos, siguiendo a rajatabla las indicaciones médicas de la dieta de Krest y por supuesto, el pequeño reclamó cuando le puso enfrente la fruta y el yogurt.
— Las cortamos — le echó en cara Milo —. Aplica la ley del hielo.
El azabache empezó a despotricar por lo bajo y Écarlate intervino hablando con el pequeño. Milo puso los medicamentos para que los mayores se los tomaran, el resto de los alimentos y se sentó tranquilo mirando a cada niño. Parecían bien, a pesar de todo.
Estaban terminando el desayuno cuando se escuchó el timbre. Milo acudió a abrir y se encontró con Aldebarán. Lo saludó, le explicó que Krest estaba de mal humor y se los presentó de nuevo a los Roux. Al poco, llegó Esmeralda.
Milo aprovechó que estaban los dos adultos para irse a bañar y ponerse la ropa, ignorando la forma en que Krest soltaba el llanto con la mujer apenas la vio, acusando al rubio de ser el culpable de sus desgracias.
El griego tenía cosas más importantes qué hacer. Pelearse con un niño no estaba entre las tareas y por ende, siguió la vereda que le conduciría hacia el único Roux que le dominaba la psique: Camus.
Tiempo después, Milo llegó al nosocomio y se encontró con Dégel justo a tiempo. De la oficina del área de urgencias, una enfermera salió para dar los informes de la mañana y con nerviosismo, los dos familiares esperaron a que los llamaran.
— Scorpio Kardia.
— Nosotros — avisó Dégel levantando la mano —, también somos familiares de Roux Camus.
— El doctor Deathmask les dará el parte médico en la puerta dos. Toquen y los recibirá.
Tras agradecer, fueron hacia el sitio designado caminando el uno al lado del otro sin pronunciar palabra, sumidos en sus pensamientos y agobios. Apenas Dégel golpeó la madera con los nudillos, apareció el de cabellos azules con una sonrisa torcida y bolsas oscuras bajo los ojos mientras bebía un café.
— Pasen — les invitó a sentarse y cerró la puerta tras ellos —, Roux está en excelentes condiciones, así que lo vamos a extubar, pero como tuvo un shock, quiero hacerlo cuando alguien esté a su lado todo el tiempo porque va a despertar y es probable que lo haga asustado.
— Lo haré yo — confirmó Milo —, yo me quedaré con Camus.
— ¿Los nenes están bien?
— Sí, les di los medicamentos como me dijo, doctor.
— Háblame de tú, soy Manigoldo — aclaró tranquilo dando otro trago al café —. Por otro lado, recibí el expediente de tu señor padre, gracias. Ya lo revisé, hice los estudios pertinentes y bueno, quiero que entiendan esto y se lo hagan entender al paciente.
Dégel y Milo intercambiaron miradas. El Roux se preparó para lo que venía, estaba exhausto tras la intensa jornada que para él todavía no tenía fin y se notaba en su rostro que tenía puesta una careta de tranquilidad que no le llegaba a los ojos.
— Se los voy a poner en un lenguaje que entiendan — explicó serio fijando la mirada en Dégel —. El paciente necesita sí o sí una intervención quirúrgica urgente. De lo contrario, las fallas cardíacas serán continuas y en algún momento, no vamos a llegar a tiempo.
— Cuando dice «urgente», ¿a qué se refiere? — metió la cuchara Milo porque Dégel parecía muy callado —. ¿En cuánto tiempo debe operarse mi hermano?
Le supo extraña esa última palabra tanto en gusto, como en la forma tan natural que salió de su lengua. Era una manifestación física de la aceptación de ese hombre en su vida. Con anterioridad, la decía con sorna, asco o de forma burlesca. Y hoy, era inusitadamente fraternal.
— ¿Mañana? — ironizó Manigoldo encogiendo los hombros —. Vamos, es imposible que lo meta a intervención mañana, pero quiero que tengan en cuenta que el tiempo es oro. No malgasten la actual condición física del paciente con dudas o enojos. Lo que sucedió ya está, ahora enfóquense en cuándo lo metemos a quirófano.
— ¿Uste... tú lo operarías? — se corrigió Milo en el aire —. ¿O sería alguien más?
— Sí, pero no entraré solo. Si bien yo seré el responsable, mi mentor Sage me auxiliará — explicó con ese tono neutro que daba seguridad —. Ustedes ya lo conocen porque él fue quien realizó la intervención quirúrgica del padre del paciente. Si bien con el viejo Scorpio no funcionó, tu hermano tiene otras expectativas porque sus condiciones físicas y estado de salud son propicios.
— Sí, recuerdo al médico — comentó Dégel —, entonces lo que me resta es convencer al cabeza hueca de mi marido.
— Básicamente, en cuanto tenga la aceptación al procedimiento haré el resto de los análisis preoperatorios, reservaré el quirófano y opero.
— ¿Qué probabilidades tiene de salir bien? — tocó el tema Milo porque necesitaba escucharlo.
— Repito, en este tipo de casos mientras más pronto se haga, las expectativas son mayores. No les voy a mentir, el corazón está resentido y si no hacemos este procedimiento, va a soportar uno o quizá dos episodios más y se acabó.
Dégel se recargó en la silla, se quitó las gafas y talló sus párpados pensativo. Sentía que el mundo se le venía encima y él ya no tenía el vigor para soportar tanto. Quería ser fuerte por Sasha, por Kardia, por todos y al mismo tiempo, estaba completa y absolutamente agobiado.
— Bien, entonces hagamos esto — tomó las riendas Milo poniendo una mano sobre el hombro de Dégel que se sorprendió por este gesto —. Ordena todo porque se va a operar lo más pronto posible.
— No puedo hacer eso hasta no tener el consentimiento del paciente.
— Lo harás porque si no lo convence Dégel, lo hago yo.
— ¿Le vas a poner una pistola en la cabeza? — bromeó Manigoldo.
— Si lo tengo qué hacer, no dudes en que me la traigo, pero creo que lo conozco — sonrió con malicia —. Y si es así, le pegaré donde más le duele, pero tenemos que apagar este incendio a la voz de ya.
Volteó hacia Dégel y apretó su hombro. Milo lo hacía por su hermano, para arreglar la situación entre ellos. Sin embargo, reconocía que en el fondo, Camus lo impulsaba porque seguramente su pelirrojo estaría preocupado por el mayor de los Roux. Dégel parecía estar bien, pero algo le decía que sólo aparentaba y Milo deseaba que saliera adelante. Si para eso tenía que enterrar los rencores y tomar las riendas de esta situación, lo haría.
— Aquí estoy cuñado, no estás solo. Entre ambos, convenceremos al cabeza dura.
Dégel sólo atinó a poner su mano sobre la de Milo y asentir con la cabeza. Una sonrisa triste se le escapó y ni siquiera la registró. Lo siguiente que supo, es que el rubio lo apretaba contra su pecho y el de cabellos verdes al verse contenido, se olvidó de ser fuerte soltando el llanto.
No podía, no quería seguir adelante sin Kardia y saberlo tan enfermo, lo estaba matando.
Aioria dudaba que fuera correcto echar mano del recurso impuesto por El Cid y Apolo. Ellos querían que el castaño y Shura hicieran equipo con los Dioskouroi para encontrar a su sobrino, pero con las confesiones tan frescas, su cabeza estaba hecha un lío.
Había pasado el día anterior y lo que llevaba del sábado, dando vueltas al mismo asunto, levantando cada pieza de sus recuerdos y encajándola en otro sitio con los nuevos conocimientos que poseía.
El panorama que ahora vislumbraba le había apagado la voz porque se encontraba a él, Aioria, interpretando un papel malagradecido con Saga y sus hermanos y eso le revolvía el estómago.
Ni siquiera se atrevió a ir con Aioros, la ira que habitaba en el estómago del león saldría como vómito sobre su hermano y lo último que deseaba, es que el mayor se enterara de lo que ya estaba en marcha.
Era difícil aceptar que estuvo engañado estos últimos siete años y comprender que la vida no era como la imaginó, que debía disculparse con los otros y todavía no estaba preparado para dar un paso así.
Ese mediodía, Aioria esperaba al lado de Shura en el café indicado por El Cid. El español cumplió su promesa y concertó la cita con los Dioskouroi.
El griego jugueteaba nervioso y meditabundo con una taza de café cortado, viendo a las personas ir y venir a su vera. La única condición que pidieron los otros, fue elegir una mesa en la vía pública y Aioria suponía que era por si alguien de ellos quería fumar. Un hábito que el león adoptó de más joven y lo abandonó por Regulus, pero creía recordar que Kanon lo utilizaba de muletilla emocional cuando tenía una crisis.
— Ahí vienen — le alertó Shura poniendo una mano sobre su puño —, mantén la calma.
— Es fácil decirlo.
Se obligó a concentrarse en su objetivo, que era su sobrinito.
No, era el sobrino de todos.
— Hola, Aioria y Shura.
El castaño volteó encontrándose con Kanon de frente. El shock fue tremendo porque por un momento pensó que era Saga, de no ser por la sonrisa torcida que en el gemelo menor era sello de distinción.
— Kanon — se puso en pie ofreciendo la mano que fue estrechada con firmeza —, pensé que vendrías acompañado.
— Aquí estoy — saludó Abel guiñando un ojo acercándose al tiempo que guardaba el celular —, Caín está ocupado yendo y viniendo con Saga, así nuestro hermano mayor no se da cuenta de lo que estamos haciendo.
— Con que juegan a sus espaldas — comentó Aioria con acidez —, pensé que habías dejado esas tretas, Kanon.
— Las sigo manejando cuando Saga no se pone terco y tosco — encogió los hombros llamando a la mesera —. Dos americanos, por favor — volteó hacia el de cabellos grises —, ¿quieres comer algo?
— Un sándwich de jamón ibérico estaría fabuloso porque se ve muy bien — ordenó Abel con los ojos de naranja madura puestos en Shura —, gracias.
La joven tomó la comanda y se retiró rápido. Los cuatro hombres se midieron visualmente y Kanon fue el que rompió el tenso silencio sacando un grueso expediente de su mochila.
— Esto es el resultado de seis investigaciones fallidas — reconoció con malestar —, la última la realizaron Abel y Caín, pero caemos en el mismo punto. Cuando Sunion fue desmantelada, todo se fue al carajo porque sus miembros corrieron como gallinas que fueron atacadas por el zorro y se llevaron lo que tenían. Ahora todos tienen bajo perfil y no tenemos certeza de lo acontecido, ni a quién preguntar para atar cabos.
— Así que mientras no podamos ubicar dónde quedó el pequeño antes de que llegara la policía, seguimos con las manos vacías — rumió Abel sacando una cajetilla que dejó sobre la mesa.
Kanon se hizo del primer cigarro y lo encendió rápidamente, aspiró el humo y lo dejó salir mientras Shura pasaba las hojas revisando el contenido.
— Nosotros estamos tras la pista de una mujer en particular que estaba dentro de Sunion cuando pasó lo del secuestro, quizá ella pudiera darnos más datos — susurró el español después de una larga y tensa pausa.
— Podría ser una buena forma de empezar — calló Kanon cuando les trajeron el café, lo agradeció y guardó silencio hasta que la joven se fue —, recuerdo que en algún lado del expediente judicial mencionaba entre los delitos, el tráfico de blancas, pero es buscar una aguja en un pajar.
— Estaba embarazada.
— Entonces — comentó Abel pidiendo el expediente con la mano, Shura se lo entregó —, déjame ver... — lo hojeó rápidamente —. Aquí está, según lo que dijo uno de los miembros de la banda, tenían a varias mujeres como prostitutas, pero las que quedaban embarazadas les impedían el aborto porque vendían a los niños en el mercado negro — le mostró.
— Joder — insultó Shura mirando los párrafos —. ¿Cómo es que eran capaces de semejante locura?
— La venta de órganos es muy lucrativa cuando se aprovecha que un padre necesita un riñón o algún otro órgano para su bebé — susurró Kanon encogiendo los hombros —. Míranos, Shura. Daríamos todo lo que tenemos por saber dónde está nuestro sobrino o qué le pasó.
— No sabes el dinero que hemos gastado después de su secuestro, lo que podría justificar esta venta infame a un padre completamente desquiciado por la salud de su hijo — musitó Abel —. Aún así, entiendo el punto, es aberrante negociar con un bebé.
— ¡Como si el dinero importara! — tomó la palabra Aioria frustrado, alborotando sus cabellos —. ¿Acaso me lo están echando en cara?
— Ah sí, claro — ironizó Kanon —. ¿Acaso Saga te echó en cara el dinero de tu manutención? Recuerdo que te permitías un muy desahogado tren de vida mientras estudiabas en la mejor universidad de Athenas. ¿No es así?
Eso calló al castaño de tajo, que bajó la cabeza avergonzado y miró a un lado.
— Que te quede claro, Aioria — le llamó la atención Abel —. En ese momento, éramos familia y tú eras el menor de todos. Hacíamos lo que podíamos contigo, pero cuando empezamos a colocarnos en mejores lugares, no quedaste desamparado. Por otro lado, nosotros no dejamos de buscar al nene. Es el hijo de Saga sí, pero es nuestro sobrino y no importa lo que sucedió, sigue siendo nuestro sobrino. Si vas a unirte en su búsqueda, cállate los reproches porque si tú eres bueno sacando trapitos al sol, nosotros somos expertos.
— Lo siento — se arrepintió el castaño tamborileando los dedos —, es sólo que apenas ayer lo supe todo. ¿Por qué no me lo dijeron cada que los veía y era un hijo de puta con ustedes?
— ¿Quiénes crees que somos? — refutó Kanon —. Si no te lo dijo tu hermano, es bronca tuya y de él, nosotros no vamos a seguir la disputa estúpida en la que todos perdimos. Escucha bien, Aioria, te recalco que todos perdimos. No sólo Saga, Aioros o tú. Nosotros rompimos el nexo con ustedes, con Regulus y de paso, nuestro hermano se hundió en la oscuridad de Nix desde entonces.
— Además, ¿Nos hubieras creído? — le restregó Abel sin compasión —. Dime, gato. ¿Nos habrías creído?
El castaño bajó la cabeza recordando la mala forma en que se comportó con El Cid cuando le contó la verdad. Se mordisqueó el labio inferior con amargura. No sabía qué decir o cómo arreglar las cosas.
— Entonces ya está enterrado — le leyó la expresión Abel y le puso una mano en el hombro —, volvamos a ser familia, tenemos a un sobrino desaparecido. Hagamos todo para saber la verdad.
Aioria asintió sonriendo a duras penas, fijando sus azules en los naranjas del otro.
— Lo siento — susurró el castaño —, de verdad lo siento.
— Ya está en el pasado — encogió Kanon los hombros —, pero disculpas aceptadas si es lo que necesitas oír. Ahora, sigamos adelante.
— ¿Y cómo lo hacemos? — preguntó Shura porque veía el expediente y se mareaba.
— El Cid me dijo que van a Grecia mañana — retomó la plática Kanon y los otros dos asintieron —, entonces se van con Abel y Caín. Abel estuvo de vacaciones este año cuadrando los datos de todos estos investigadores y consiguió varios contactos. Caín si bien ha estado fuera de Athenas estos últimos años, sigue teniendo amigos en algunos lugares estratégicos. Como dijo El Cid, si ustedes se unen, podemos abarcar mayor territorio. Yo me quedaré acá para mantener a Saga a raya, igual sé que nuestro hermano mayor está aquí por un asunto de su trabajo y volverá a Luxemburgo en un mes máximo.
— ¿Por qué vive allá? ¿Por qué se tuvo que ir de Grecia? — gruñó Aioria.
— Porque al final, tu hermano le puso una perimetral a Saga con respecto a Regulus, así que cuando Saga menos lo esperaba, le sonaba el estúpido aparato. Era difícil trabajar cuidando los lugares en que debía permanecer.
— ¿Me estás tomando el pelo, Kanon?
— No, Aioria. ¿Quieres ver la orden?
— Dejemos el tema atrás — refunfuñó Abel —, si no nunca vamos a terminar. Arreglemos lo del pequeño y luego vemos lo de Aioros y Saga. El lunes tengo cita con el detective de la policía que investigó el caso, le pediré que me preste el expediente judicial porque creo recordar que rescataron a algunas mujeres y niños, pero entre ellos no estaba el nene. Si es así, veamos si está la mujer que Shura busca y de ahí vamos enlazando.
— Sino te lo deja ver — opinó Aioria trazando líneas de encuentro —, podemos mover los hilos porque El Cid es novio de Apolo y él es a su vez, amigo del Juez y el magistrado que llevaron el caso.
— Eso Apolo no nos lo propuso — refunfuñó Kanon y encogió los hombros —. Como sea, vamos a hacer que esto valga la pena. Caín se tomará tres meses de vacaciones para esto, Abel sigue de sabático, yo me hago cargo de Saga y ustedes dos, asegúrense de que Aioros no se entere de que vamos a hacer mancuerna o terminaremos todos en problemas.
— Y si Saga se entera... — canturreó Abel fastidiado —, las galaxias explotarán.
Aioria no quería saber lo que sucedería con Aioros, pero estaba de acuerdo en que necesitaban hacer equipo de una vez y por todas. Si ellos investigaban con la ayuda y la guía de Shura, podrían encontrar algo.
— Bien, intercambiemos números de teléfono — acotó el castaño —. Nosotros partimos mañana a Grecia, podemos ver si logramos irnos en el mismo vuelo y aprovechar el tiempo analizando el expediente.
— Eso ya está arreglado — comentó Kanon con una sonrisa torcida —, mi jefe Hades prestó su jet privado, así que tienen tiempo para revisar todo y se irán los cuatro juntos en primera clase.
— Eso es muy bueno — sonrió Shura —, tendremos más fondos para la búsqueda.
— No lo dudes — aseveró Kanon —. De Hades Olimpus pueden decir cualquier cosa, pero cuando Caín le dijo por qué quería sus tres meses de vacaciones ininterrumpidas, le dio carta libre y un fondo para gastos imprevistos.
— Esta vez vamos a encontrar una pista sólida — declaró al universo Abel —. Dejaremos de estar en la incertidumbre.
Dégel agradeció que Manigoldo los dejó solos a Milo y a él, porque odiaba romperse en público. Ni él mismo entendía lo que estaba pasando en su interior, porque no era una persona de dar espectáculos, pero esta situación lo superó.
Era imposible cuadrar en su cabeza el tremendo círculo que daba forma al comportamiento de Kardia. Esconderle un dato tan importante como que su corazón estaba lastimado, no tenía perdón. Y para colmo, después de hablar con Shaina, Marín y Sasha, Dégel no podía sacar en claro qué desencadenó el infarto para evitar una recaída.
Arañaba la coherencia a duras penas y nunca creyó que fuera Milo, el rubio que le pareció un imbécil en su primera vista, el que le contuviera así, dando consuelo y apoyo emocional.
Lo único que existía para Dégel en estos momentos, era la herida abierta y supurante de una situación dolorosa que se iba complicando cada vez más. El panorama carecía de luz, pues su suegro también fue intervenido por el mismo padecimiento y mejoró una micra de lo esperado. Tan así, que falleció a menos de seis meses después de la cirugía por un infarto fulminante.
Podían decir los psicólogos y médicos lo que quisieran, incluso las personas que estaban al lado de un paciente con estos problemas genéticos tan irreversibles, pero Dégel no estaba, ni quería estar preparado o resignado para dejar ir a Kardia cuando eran aún tan jóvenes y tenían toda una vida por delante con su hija.
Y no estaba exagerando. Manigoldo se abstuvo de dar pronósticos, se concentró en especificar que era urgente la intervención quirúrgica, pero Dégel podía apostar ambos testículos a que Kardia se pondría estúpido cuando supiera que su única expectativa de vida era una operación a corazón abierto.
Su esposo se negaría en redondo justificando su proceder con que a su padre no le sirvió el procedimiento y estuvo a punto de quedar muerto en el quirófano. Era cierto, pero el de gafas quería aferrarse a las palabras de Manigoldo respecto a que el estado de salud de Kardia era muy diferente al de su suegro.
Aún así, Dégel sollozaba impotente porque nada le aseguraba que su marido saliera bien. Apretó con fuerza la camiseta del rubio, blasfemando a todos los dioses habidos y por haber por este bofetón de realidad que arruinaba su futuro.
Su marido y él, acababan de cumplir los treinta y seis años, estaban logrando una estabilidad emocional después del caos durante la enfermedad de su suegro y su posterior fallecimiento. Empezaban a disfrutar los éxitos cosechados, la vida les estaba sonriendo.
Y resultaba ser todo un espejismo por la cobardía de Kardia. Entendía hasta cierto punto que su amado quisiera vivir a pleno, sin arrepentimientos, pero lo había dejado a un lado a él, que era su esposo.
¡A él, a Dégel!
¿Cómo se podía perdonar eso?
Si bien estas últimas veinticuatro horas fueron una pesadilla, culpar a Camus por dejarlo solo en este angustiante momento era estúpido. La alergia al maní era legendaria en los Roux, su hija por fortuna la salteó, pero Krest estaba metido en la bolsa con ellos. Y su hermano fue responsable al llevar la inyección de epinefrina, al llamar al servicio de emergencia.
Es que esa era la palabra que definía todo: «responsabilidad».
Kardia se la pasó por el arco del triunfo y escupió en la confianza que Dégel le tenía. Esto cambiaba el panorama por completo, así como su matrimonio. El de gafas se oponía a seguir una relación de este tipo y no era por orgullo o ego lastimado.
¡Él también tenía derecho a saber cuándo apagar el fuego!
Estaba entre la espada y la pared, obligado a mantener la calma para no alterar más a Kardia cuando despertara y al mismo tiempo, con ganas de gritarle absolutamente todo lo que pensaba de su comportamiento ridículo e inmaduro.
Si eran pareja, significaba eso, ser pares, iguales.
Y Kardia lo dejó abajo, le consideró incapaz de soportar su enfermedad que ya llevaba años, ¡años! de avance, todo por el miedo a no encontrar un tratamiento eficaz, porque Dégel presentía que su negativa a confesarlo tiraba por ese lado.
Kardia tenía miedo de morir en el quirófano, pero eso le impediría tener al menos una oportunidad de salir del bache. Presionar al terco Scorpio llevaría al desgaste y Dégel no se podía dar el lujo de provocarle otro infarto.
Lo dijo Manigoldo.
Un infarto más, quizá dos.
Esos eran los números que separaban el amor del luto.
Camus abrió los ojos de golpe, su corazón latía desbocado como un caballo que ha escuchado el sonido de un disparo y en las papilas gustativas, el regusto de la amarga desazón se negó a largarse.
Al sonido de los truenos de la tormenta que su mente recreaba, el francés se incorporó queriendo urgentemente abrazar a sus hijos.
Le temblaban las manos por sostener contra su pecho a su indefenso Krest que, apenas los chocaron, había soltado el llanto histérico. Camus hiperventilaba bajo la presión de verificar que su temeroso Écarlate no hubiera golpeado contra los asientos y que su amado Sisyphus estuviera seguro y protegido.
¿En qué parte de la camioneta había colisionado el auto que le hizo perder el control? ¿Quién había recibido la mayor parte del daño?
El único objetivo de su vida era encontrar a sus niños, le hormigueaba cada parte de su ser y el sádico toque de Deimos se negó a soltar su espíritu. Sentía que moría sin saber qué fue de su sino, prefería miles de torturas a permitir que sus hijos sufrieran un momento más de angustia.
Apenas se sentó sobre la camilla, una figura se acercó rauda y detuvo su impulso de arrancarse las redes de tela blanca y azul que atrapaban su cuerpo y le impedían ponerse en pie.
Un fuerte brazo le atrapó la cintura. Sintió una palma cálida dirigir su nuca hasta que su mejilla se apoyó en un grueso hombro. Un intenso olor a cedro y lavanda inundó sus fosas nasales, unas hebras que recordaban al trigo asoleándose le tocaron el rostro.
Camus forcejeó y unas punzadas de dolor se irrigaron desde su frente hasta su mandíbula. Otras más le advirtieron que debía ser precavido con el brazo derecho. La respiración era insoportable, el pelirrojo estaba inhalando en lugar de oxígeno, gruesos fragmentos de vidrio que magullaban su garganta y abrían las heridas de sus pulmones.
— Tranquilo, Camus — llegó hasta su oído el timbre barítono y relajado que había protagonizado sus sueños en la última semana —, tus niños están bien.
El pelirrojo en su confusión, recorrió con la velocidad de la luz la enorme estancia en donde se encontraba, tenía la apariencia de ser un hospital por los diversos aditamentos propios del sitio y los pacientes recostados en sus camastros. La carne de la tráquea le escocía y la cabeza seguía lacerando como si una punta de lanza estuviera incrustada contra su frente.
Cientos de espinas se introducían en las carnes de su tórax, haciendo un brutal hincapié en sus costillas, comprimiéndolas como una boa a su presa. Su muñeca derecha fue atrapada por un grillete de carne y hueso, comprendió el fin último de inmovilizar su extremidad al vislumbrar la punta de una vía sostenida por cinta adhesiva que conectaba hacia el suero, así como un sensor en la punta de su índice para controlar su ritmo cardíaco y oxigenación.
Los hielos polares hicieron su agosto con su epidermis, sus carnes se agitaban continua e involuntariamente. La luz saturaba sus globos oculares con crueldad y Camus achicó las rendijas visuales para soportar el tormento. Forcejeó una vez más y fue consciente de la debilidad de su cuerpo que perdía el tono muscular y el impulso para seguir combatiendo.
— Los niños están bien, Camus — repitió esa voz en su oreja —. Están en casa sanos y salvos, tú estás en el hospital. Te prometo que...
Las manos que le rodeaban ajustaron su agarre con firmeza y la voz ahora era un arrullo suave, diversos pitidos impedían que se concentrara en el resto de las palabras. Esos toques insoportables emanaban de monstruos de metal que estaban apostados a la cabecera del camastro. Iban in crescendo conforme la agitación de su pecho alcanzaba un punto insostenible.
Intentó protestar, rogar por un alivio inmediato a su sufrimiento auditivo. Su voz no fue voz. En su lugar, un gruñido rasposo le impidió la comunicación. Cientos de dagas torturaron su faringe cuando procuró un segundo intento y le fue imposible encadenar bien el aire para crear palabras cuando sus cuerdas vocales fenecían tras el inclemente ataque de un tubo traqueal.
Aturdido, se llevó la mano libre a la garganta, una sombra benévola impidió el paso de la luz ambiental, sus rubíes encontraron el rostro de Milo y su corazón se consoló con la sonrisa de aprecio que le dedicó.
— No te esfuerces, el médico dijo que tardarás en hablar porque la garganta está inflamada después de que te intubaron por el shock alérgico que padeciste. ¿Te acuerdas de eso?
La bruma mental se fue desvaneciendo como la neblina que pierde la contienda contra la luz del cálido Helios, su corazón seguía corriendo frenético por una escarpada montaña y los gigantes de acero seguían entonando esos berridos que aturdían sus tímpanos. Se refugió desesperado, apoyando un costado de su rostro contra el pecho del rubio tapando con su otra mano la oreja que yacía desprotegida.
Cada golpeteo auditivo le taladraba el cerebro. Entendió lo básico, sus hijos estaban sanos y salvos, él se encontraba en un hospital y Milo le acompañaba.
Un manto de textura suave y arropadora se compadeció de su epidermis helada, arropó su espalda y se aseguró sobre sus hombros gracias a las bondadosas manos del griego. Camus percibió la suavidad de su trato, el cuidado con que lo sostuvo y el malestar de su organismo se cubrió de una capa de calidez inusitada de origen heleno.
Con estos simples actos, el pelirrojo comprendió cuán importante era para el rubio, que le atendía en la enfermedad con cariño.
Sí, había cariño en Milo, en esas manos que sanaban con alta temperatura, la entumecida piel de su humanidad.
Los fornidos brazos que podían ser motivo de espanto por algún arrebato violento, fueron utilizados para un acto contrario. Le rodearon con una ternura que conmovió cada fibra de su rígido cuerpo. Sin esperarlo, Camus fue relajando su tensión con las deliciosas caricias en su cuero cabelludo. Un par de besos cayeron en su cabeza dolorida dejando marcas de gruesa emotividad, el aroma a cedro invadía cada recoveco de sus fosas nasales pateando a la China su ansiedad.
Contenido en ese círculo de afecto, Camus cerró los ojos y poco a poco, con cada muestra de cariño y atención personalizada, volvió a envolverlo la somnolencia sin que hubieran monstruos que le alcanzaran con armas y utensilios dolorosos. Sus oídos se concentraron en el dulce arrullo proveniente de la garganta griega que entonaba una preciosa canción.
Camus dejó escapar un profundo aliento de paz, cuyo único deseo en su corazón fue seguir ahí, con este rubio que tanto le daba sin que pudiera corresponderle como merecía.
Así lo encontró Hypnos y lo llevó a sus dominios.
El tiempo pasó, aún entre sueños olía la fragancia de Milo y percibía su presencia en gestos pequeños al peinar con los dedos sus cabellos rojos, acariciando la epidermis de sus mejillas, hablando dulcemente contra su oído, acomodando cada parte de su cuerpo bajo el cálido abrigo textil.
La siguiente vez que Camus volvió a la realidad, la voz del griego atrapó su atención. El rubio leía la Ilíada, su voz daba forma a los pasajes con habilidad y una entonación digna de un cuentacuentos, Camus podía imaginarse la belleza de Helena de Troya a detalle y el por qué peleaban por ella. Parecía más el canto de un guerrero que el de las musas que inspiraron a Homero. El timbre del rubio tenía ese efecto embriagador que consolaba su ritmo cardíaco y regularizaba su respiración.
Quiso levantar los párpados, pero Morfeo le sostuvo con celo.
La tercera vez que recobró la conciencia, el rubio limpiaba su rostro con una toalla húmeda y tibia. La paseaba despacio por su mejilla, bajó por su cuello y rozó su clavícula. Camus se estremeció por el aire que golpeaba sin misericordia los restos de la humedad.
Esta vez, pudo mantenerse alerta. Aspiró profundo y los músculos de su pecho rogaron consuelo al agresivo embate de las lanzas que golpeaban con sus afiladas puntas. La dolencia motivó el movimiento de su mano en su esternón dibujando líneas rectas de ida y venida.
Bajo la palma percibió el tacto de la tela suave de una manta, jaló aire con vigor comprobando su organismo y sintió la interrupción en su pecho. Un violento acceso de tos le obligó a semi incorporarse entre muecas de tormento marcadas en sus facciones. Una enorme aguja se clavó en su costado izquierdo a la altura del pulmón.
Unas manos atentas le ayudaron a sentarse y dieron confort a su espalda con pequeños círculos. Camus sacó las pocas flemas que residían en sus pulmones y un paño paseó por su boca.
— Hola, Camus.
Sus ojos de rubí encontraron el rostro de Milo vestido con una dulce sonrisa. El rubio lo sostuvo entre sus brazos hasta que Camus sintió una almohada en su espalda fortaleciendo su postura. La caricia del dorso de unos dedos en su mejilla le consoló y si bien abrió la boca para hablar, esas falanges se posaron en sus labios con un leve apretón.
— Guarda el aliento, trabaja en tu respiración y aprieta mi mano una vez para un sí y dos veces para un no. ¿Está bien?
Camus destruyó las cadenas que lo anclaban a la inconsciencia e incomprensión de su realidad. Su brazo izquierdo se movió encontrando la mano cálida y la apretó una vez. La saliva pasó con gran esfuerzo por su garganta cuando el rubio sonrió con el deleite que alcanzaron sus aguamarinas.
— Tus hijos están bien y en casa.
El pelirrojo acarició la epidermis del dorso contrario, su corazón abandonó el galope cansado y empezó el trote. Deimos se alejó de él, pero la presencia de Fobos seguía muy cerca porque le era acuciante saber más de sus hijos. Si bien la primera vez que despertó escuchó esa noticia, Camus temió que fuera un sueño.
— Tuviste un ataque alérgico y estás en el hospital. Te intubaron porque se te cerraron las vías respiratorias, pero ya estás mejor.
Hizo fuerza en la mano para anunciar su comprensión, aún en la inconsciencia había sufrido la locura de recordar el episodio y ahora entendía que después del choque, perdió el conocimiento. Tenía lógica que le dieran asistencia respiratoria artificial si la ambulancia no llegó a tiempo y su sistema colapsó.
— Bien, los médicos dicen que tu garganta está hinchada después de sacarte el tubo, por eso no puedes hablar. Debes concentrarte en respirar bien para que te den el alta médica, pero eso seguramente será el lunes.
Entrecerró los ojos que se negaban a mantenerse alertas. La luz seguía lastimando su retina. Entre la confusión sintió el impulso de saber en qué día estaban. Sus neuronas estaban más activas, la sinapsis tenía éxito continuo. Su mano libre se cerró en un puño, los dedos pulgar y meñique se alzaron formando la figura de un teléfono. Milo le acercó una tablet y se la ofreció.
— ¿Está mejor si te doy ésta?
Camus agradeció con una sonrisa. Se concentró en respirar superficialmente, cada que profundizaba el proceso sentía un muro en sus pulmones y temía concatenar otro episodio de tos convulsa que sólo lo dejaría exhausto y adolorido. Con mano torpe revisó el calendario, era la tarde del sábado. Habían pasado más de veinticuatro horas desde el episodio.
— Hace poco me enviaron un vídeo de tus hijos, ¿Quieres verlo?
Oh sí, quería escuchar a sus nenes y ver sus rostros. La voz y las facciones eran mensajes indispensables de su código de comunicación, a través del cual descubría el verdadero estado de ánimo de sus hijos. Apretó fuerte la mano una vez.
— Presta atención a mis palabras — le llamó con tono firme para que Camus entendiera que no estaba bromeando —. Recuerda que un auto golpeó la camioneta por detrás, con el impacto Écarlate y Sisyphus se lastimaron muy poco las cervicales, pero por precaución, la traumatóloga les ordenó llevar collarín. Ya les hicieron todos los análisis y estudios, están muy bien, pero la zona está inflamada.
Camus fue siguiendo el ritmo de la charla, imaginando y encajando cada parte de la información. Su corazón tomó impulso y aceleró, la garganta sufrió el ataque de una cantidad de saliva considerable que penetró y bajó hasta el tracto digestivo. Camus fue castigado en el proceso, con un rasgar de las ya laceradas paredes internas de su tráquea y emitió gemido reflejo.
Parpadeó con los labios temblorosos y las papilas gustativas probando la amargura de la hiel. Sentía su pecho florecer como una planta de fuego alimentada por la preocupación.
— Hey, Camus — le llamó con firmeza —. No te pongas triste, los niños están bien, mira.
Puso la tablet a la vista de Camus, buscó el vídeo de Krest, pero el pelirrojo puso su mano sobre la del rubio negando con el índice y eligió el archivo de Sisyphus.
Su hijo mayor apareció con el collarín y sonreía a la cámara, su carita demostraba tranquilidad y sus ojos un rastro de preocupación, lo que podría parecer normal. Después del examen visual, Camus se preparó para la futura información que le daría.
Sisyphus no le mentía, era brutalmente sincero en estos casos e iba directo al grano.
— Hola, papá — saludó agitando ambas manos —. Écar y yo estamos doloridos de la nuca, pero la doctora dijo que vamos a estar bien, por eso traemos el collarín. Krest no tiene nada porque cuando chocamos, estaba en su sillita. Le pegaron a la camioneta por detrás, tú te desmayaste y mantuve quietos y dentro de la camioneta a mis hermanitos y estuvimos cantando. Encontré la inyección blanca, el doctor Manigoldo te revisó y él te la puso. En cuanto llegó la ambulancia, el doctor Manigoldo nos revisó a todos, nos llevó al hospital y ahí nos pasaron por máquinas — miraba al techo en franca actitud de remembranza —. Ah, Écar dice que te cobrará una caja de chocolates porque nos picaron con la aguja para sacarnos sangre.
El pelirrojo sonrió un poco al saber las noticias, sobre todo de los chocolates. Los códigos visuales y auditivos de Sisyphus denotaban su preocupación, pero en el fondo estaba tranquilo. Camus no encontraba rastros de que estuviera asustado, lo que le llevó a suponer que su inquietud yacía en la estancia del mayor en el hospital.
— Krest estaba muy nervioso y se puso a gritar cuando nos separaron para revisarnos, pero los médicos lo hicieron dormir. Como en la camioneta le había llamado a tío Dégel y Écar le habló a Milo para avisarles, todos llegaron por nosotros, incluso Aldebarán que es el hermano menor de Hasgard. ¿Tú crees? — se sonrió divertido —. Es igual de grandote que él, pero Aldebarán tiene el cabello azul y me está enseñando algunas palabras en portugués, como «Bom día». Bueno, entre él y Milo nos llevaron a casa. El tío Dégel se quedó contigo — hizo una pausa pensando.
Camus sabía cómo reaccionaba Krest en una situación de estrés. Entendió que le dieran un sedante si estaba incontrolable. Su ritmo cardíaco se aceleró al recordar los gritos de su nene antes de que el pelirrojo perdiera el conocimiento. Milo le apretó la mano y Camus le acarició el dorso con el pulgar agradeciendo que estuviera a su lado en estos momentos tan estresantes.
— Écar se ha tomado todos sus medicamentos, incluso los de la mañana y la noche. Krest sigue comiendo sanito y está enojado por eso. No te preocupes, estamos con Esmeralda y Aldebarán. Milo se fue contigo y con el tío Dégel. Si ves a mis hermanos renegar en sus vídeos, es porque estamos comiendo verduras.
Sisyphus rodó los ojos dentro de sus cuencas y el pelirrojo sonrió sabiendo que sus hijos odiaban lo verde.
— Milo fue muy bueno con nosotros. Ah sí, Krest está enojadísimo con él porque se durmió en tu cama y usó tu pijama, pero es que Écar y yo queríamos dormir en tu cama y le pedimos a Milo que nos acompañara para no estar solos. Ya sabes cómo es Krest, así que no le hagas caso si te chilla por eso y si te duele la cabeza, mejor no veas su vídeo hasta que estés mejor porque lo escuché gritando cuando lo grabaron.
Sisyphus resopló y Camus cerró los ojos apoyándose mejor en las almohadas. La luz de la pantalla le hacía doler la vista, pero seguía prestando completa atención a su hijo que había relajado los ánimos con los detalles cotidianos típicos de los Roux.
El detalle que le llamó la atención fue que los mayores quisieran dormir con alguien, eso significaba que les afectó el accidente más de lo que reconocían. Aún así, si las quejas estaban basadas en la alimentación y que Milo invadió su cama, daba lugar a creer que fueron contenidos de forma adecuada.
Le debía un agradecimiento muy grande a Milo.
— Espero que te recuperes pronto, papá. Te amo y no te preocupes, estamos bien. Nos cuidan mucho y estuvimos bailando con la música brasileña de Aldebarán. Tú ponte bien y vuelve, que te esperamos. Te mando besos.
El mensaje terminó y Camus le entregó la tablet a Milo.
— ¿Quieres ver el mensaje de tus otros hijos?
Dos apretones fueron la respuesta. Los vería después debido a que Sisyphus le informó lo importante y sus oídos no estaban fuertes para el tono agudo de Écar cuando se quejaba o bien, los chillidos de Krest. Ya Sisyphus le advirtió que había gritado al grabar y aunque adoraba a su pequeño koala, prefería mantener la calma. Se recargó descansando los sentidos.
— ¿Quieres dormir Camus?
Le respondió con su código de forma afirmativa, pero no soltó su mano. El tacto de Milo lo reconfortaba y le daba un aliciente para dejarse consentir y descansar. De cualquier forma, en el estado actual en que se encontraba, sería fútil apresurarse a estar con sus hijos. Ya habían sufrido demasiado y Camus deseaba ir con ellos más recompuesto. Además, por lo que entendía, Esmeralda y Aldebarán cuidaban de los tres y si estaban bailando, entonces eran felices.
Camus tenía que consentirse a sí mismo.
— Duerme, estaré contigo.
Esas palabras se le clavaron en el corazón y sonrió un poco. Entendió que si Milo estaba con él, era porque Dégel y Kardia lo hicieron la noche pasada y ese par necesitaba descansar. Además, quería ser egoísta y tener al rubio sólo para él aunque fuera en esta situación. Lo había extrañado muchísimo durante la semana.
Entrelazó los dedos con los suyos. El roce de Milo era cálido y afectuoso, llenaba su estómago de hiperactivas mariposas. Camus se arrulló con ese pulgar que hacía círculos en su piel y la voz de Milo que canturreó de nuevo esa extraña y reconfortante tonada. Se dejó vencer por el agotamiento físico y volvió al mundo de los sueños.
Nada podía alterar su estado de ánimo, Milo lo protegía y por primera vez en su vida como padre, Camus se dejaba consentir por alguien más.
La siguiente vez que abrió los ojos, se encontró con Crystal golpeando con su puño la madera de la puerta mientras se asomaba al interior. Para estos momentos, el cielo estaba bien iluminado por el sol de la avanzada tarde. Entre visiones oníricas, en las que se encontraba inexplicablemente con Milo y sus hijos jugando en la nieve, Camus había sentido que lo desplazaron a otro sitio y ahora que pisaba fuerte el mundo de la conciencia, entendió que lo habían trasladado a una habitación privada.
— Hola, Camus. ¿Estás bien?
El pelirrojo sonrió un poco a su chofer, registrando inconscientemente que Milo no estaba por ningún lado y su corazón disminuyó de talla ante la expectativa frustrada de seguir viendo su rostro y sentir su tacto. A regañadientes, Camus entendió que el rubio tenía su vida y quizá estaba cansado de estar en el hospital. Por más razones que su raciocinio iba asentando, no hubo forma de evitar que la desilusión le hincara los colmillos con fiereza.
— Vine en cuanto me enteré — su chofer se acercó llevando un ramo de flores y chocolates —, ¿puedes hablar?
Lo intentó y el aire pasó por sus cuerdas vocales inflamadas, resultando en un sonido más propio de un graznido que una palabra. Con ironía, pensó que se había degradado a ser el caballero del Patito y Krest había ganado la armadura de Acuario.
Esta semana habían tenido esa tonta discusión porque su pequeño se negaba a decir que se llamaba Krest cuando lo presentaban y recibió una queja de la profesora. Camus investigó hasta descubrir que su pequeño estaba empeñado en ser «Acuario» por razones insulsas como la pésima pronunciación de «Krest» por parte de su hijo.
Así que le dio un giro de tuerca. Le convenció de que no podía ser el caballero de Acuario si no podía decir bien «Ataúd de Cristal» porque su técnica era activada con la voz y por ende, el ataúd sería roto por cualquiera. Así que quedaba degradado a ser el caballero del cisne hasta que Camus estuviera incapacitado, pero como Krest tenía problemas en recordar la palabra «cisne», quedó en «patito».
La afonía era signo inequívoco de incapacidad; por lo tanto, su hijo menor daría gritos de felicidad al recobrar el manto dorado de Acuario. Camus se mordió el labio inferior resignándose a la hecatombe.
— No te preocupes, ¿sabes si los chicos están bien?
El pelirrojo por costumbre asintió con la cabeza y un dolor tremendo le llevó la mano a la frente. Percibió bajo sus dedos la textura de una tela, supuso que sería una venda y comprendió por qué Milo le hacía apretar la mano. El rubio cuidó cada ínfimo detalle del bienestar de Camus, como el que no moviera tanto el apéndice superior de su cuerpo.
¿Volvería pronto?
Su corazón latió frenético y fuerte en su pecho, queriendo escapar para ir a buscar al hombre que lo hacía funcionar nerviosamente.
— No te esfuerces, yo te ayudo — se ofreció Crystal y acomodó un mechón pelirrojo tras la oreja con una intimidad que ellos no tenían —, tú sabes que te ayudaré en todo lo que necesites porque...
La puerta se abrió en ese momento, un perfecto Adonis de cabellera rubia alborotada y sedosa, con un cuerpo escultural y moreno apareció trayendo consigo una almohada y una manta bajo el brazo. Camus sintió una sonrisa boba aflorar en sus labios tan sólo de comprobar que no se había ido aún y se obligó a respirar pausadamente después del jadeo que le arrebató el simple acto de presencia griega.
El pelirrojo se dio el lujo de arrastrar los ojos por la forma en que esos jeans se ajustaban a las anchas y cuadradas caderas, bajando en una tonalidad azul por esas largas y bien tonificadas piernas, sin contar con la camiseta blanca que hacía lucir criminalmente los anchos hombros, así como los pectorales marcados a base de ejercicio y el abdomen que le secó la boca.
Camus podía recordar muy bien a ese rubio desnudo, con los músculos en tensión, entregado con fervor a la acción bélica en su lecho y tenerlo cerca, era un tormento. Tanta carne al alcance de la mano y él sin poder probar un bocado.
¡Maldita alergia! ¡Maldito y sexy Milo que antojaba imposibles!
Aunque bien podría conformarse con toquetear...
— ¿Tú eres?
El timbre ríspido de Crystal lo sacó de su ensoñación. Ah, claro, ellos no se conocían. El sábado que Milo y Camus se encontraron en el cóctel, su empleado tuvo el día libre y en la subasta, el pelirrojo optó por hacer lo mismo porque supuso que si Surt ganaba la puja, no querría tener testigos.
— Soy Milo — saludó con una media sonrisa educada que no le llegó a los ojos —, estoy cuidando de Camus. ¿Y tú?
— Soy Crystal, trabajo con Camus y puedo cuidar de él — extendió las manos para tomar las cosas que traía Milo.
— Bien, pero será en otro momento — el griego evadió al otro y se acercó al francés por el lado contrario de la cama —, cuando Dégel o yo estemos muy cansados. Puedes esperar en tu casa porque tengo un aguante espectacular, ¿Verdad, Roux?
Ese tono distaba de ser protocolar, parecía más un recordatorio de la noche vivida entre sus sábanas y un lecho que soportó muy bien los envites de esas caderas que ahora estaban muy cerca de él. Se sintió estúpidamente incitado a levantar la mano y arrastrarla por esos abdominales. Se aterrorizó al ver que ya había separado la palma de la cama y optó por jalar su extremidad y posarla sobre su vientre.
Milo era pura tentación.
— ¿Dégel sabe que estás aquí?
— Claro, soy el hermano de Kardia y tengo una buenísima relación con mi cuñado — ignoró al tipo y se concentró en el pelirrojo —. Te traje otra almohada porque sigo escuchando ese ruidito espantoso cuando respiras y ya puse inquieto al médico — lo envolvió en sus brazos con celo y llevó la bolsa acolchada tras él con mimo —. Me alegra ver que estás más despierto, Roux — dejó en las palabras muy cerca de su oído, casi rozando con los labios el lóbulo de su oreja.
Crystal se dispuso a ayudar y Milo chasqueó la lengua. Camus sentía una extraña tensión entre ambos. Comprendía a su chofer, a finales de cuentas el rubio era un completo desconocido, pero no alcanzaba a entender las razones del rubio para tratar así a Crystal.
Su chofer sólo quería ayudar y si bien Milo tenía la constitución física para cuidar de Camus, un par de manos extra no harían daño.
— ¿Por qué no vas a tu casa? — le mandó Milo sin soltar al pelirrojo que estaba muy contento oliendo el aroma del cuello con su cabeza apoyada en el grueso hombro del griego —. Aquí no tienes nada por hacer, te dije que me encargo yo de Camus.
— Yo sólo obedezco a Camus, no a ti — sonó chirriante.
El pelirrojo separó el rostro de la adictiva piel del cuello moreno y encaró la situación. Pidió a señas un teléfono y Milo atentamente le entregó su tablet de nuevo sin soltarlo hasta dejar bien la almohada tras el francés.
Recargándose en las almohadas y percibiendo que respiraba mejor, Camus tecleó con rapidez en el word.
«Agradezco que vengas, pero no puedo platicar mucho contigo como puedes ver».
Se lo enseñó a Crystal y el chofer hizo una mueca.
— ¿No quieres que me quede y te cuide?
«No será necesario, Milo me ayuda y como dijo, es hermano de Kardia. Estoy en buenas manos».
— ¿Y qué hay de los niños?
— Están en el pent house de Camus — respondió Milo acomodando la manta en los pies del pelirrojo —, con Esmeralda y Seraphina.
«¿Dégel está con Sasha?»
Milo entrecerró los ojos y antes de que pudiera decir algo, Crystal respondió con altanería dirigida al rubio.
— Dégel está cuidando a Kardia que aún no despierta de su paro cardíaco.
Todo sucedió simultáneamente.
Las máquinas se alteraron de golpe con el sonido de los tambores llamando a la batalla, Milo gruñó iracundo volteando hacia el chofer que hizo el amago de acercarse al paciente y Camus sostuvo su pecho con una mano porque sentía que le cortaron el oxígeno de tajo.
Intentó serenar su respiración acelerada, incluso abrió la boca para jalar más aire. Los músculos del pecho se resistieron y chillaron de dolor. El estómago se convirtió en un ciclón provocando náuseas y el acceso de tos acudió sin falta.
En la mente de Camus, alcanzó a procesar la noticia de que Kardia tuvo un paro cardíaco. Dégel estaba a su lado seguramente sumido en una desesperación total. Ahora entendía el pelirrojo por qué nadie mencionaba a su cuñado y por qué estaba Esmeralda con sus hijos cuando normalmente alternaban lugares si Camus tenía que ausentarse.
— Lárgate de aquí — ordenó un Milo enrabietado al chofer sentándose al lado del galo —. Vamos, Camus aspira por nariz y suelta por boca.
El pelirrojo hacía lo que podía, pero las fuerzas con que había despertado huyeron ante la funesta noticia. El aire entraba por su garganta, pero no era procesado adecuadamente por sus pulmones. El ahogo era la sensación más horrible que le había tocado vivir y la volvía a experimentar, producto de la angustia de saber que su hermano le necesitaba y él estaba ahí, sentado en una cama por un estúpido ataque alérgico.
Se desesperó y otro ataque de tos le sobrevino aturdiendo sus oídos, encajando de nuevo la lanza en su costado con sadismo, temía que la garganta se le rompiera en cualquier momento. Percibió la temperatura subiendo a su rostro hasta quemar, así como las lenguas de fuego atacaban toda su tráquea y pulmones.
Milo le sostuvo contra el tórax, manteniendo su rostro libre para que jalara aire. La cara del heleno apareció en su rango visual y notó cuando el rubio aspiró por nariz y soltó por boca con ritmo y constancia. Repitió el proceso y por instinto, el pelirrojo siguió su ejemplo. Después de varias reproducciones más, Camus sintió que su aparato respiratorio reaccionaba. La tos le abandonó y el sonido de las máquinas entonó una melodía más suave y cadenciosa.
El pelirrojo apoyó la sien contra el hombro del griego soltando un par de lágrimas como antesala de la furiosa tormenta que golpeaba las puertas de su cordura.
— Tranquilo, Camus — susurró sobre la corona de sus cabellos —. Kardia ya salió de peligro y Dégel por el momento está en su casa descansando.
Esas manos dibujaban círculos concéntricos en su espalda a la altura de sus pulmones dando alivio a la zona bombardeada por el ataque. Lo mantuvo con un apretado brazo en su cintura, sin obstruir el oxígeno, acariciando con la mejilla su cabello. Milo acercó una mascarilla de oxígeno.
— Respira pausado, te pondré la mascarilla ahora que no tienes accesos de tos.
La voz era muy dulce y le colocó el aparato con sumo esmero. Lo ajustó separando los rojizos mechones para no maltratar más su cabeza. En cuanto comprobó que Camus respiraba acompasadamente, el rostro griego cambió diametralmente al voltear hacia Crystal
— Te dije que te fueras.
Había una rabia absoluta en su timbre vocal y en las facciones tensas. Cada músculo del cuerpo griego parecía dispuesto a iniciar una acción violenta. Era un contraste absoluto entre este Milo y el que tras bambalinas acariciaba tiernamente su espalda desvaneciendo sus dolores.
— Pero...
— ¡Fuera de aquí!
El chofer rechinó los dientes y abandonó la habitación dando un portazo. Camus respingó porque el sonido aturdió su sentido auditivo y Milo lo sostuvo contra él prodigando caricias en su espalda.
— Lo siento — habló en su oído con ese timbre cariñoso y agradable que relajaba cada parte de su anatomía —, no quería que te enteraras así.
Un par de lágrimas resbalaron por las mejillas de Camus, como único símbolo del sufrimiento que gobernaba su espíritu. Milo las retiró con esos dedos cálidos que eran tan amables y lo arrulló entre sus brazos. Camus le dejó caer la enorme carga emocional que le era imposible de soportar y el rubio en respuesta, depositó un beso en su cabello.
— No llores, puedes tener otro ataque — le rogó con los músculos de los brazos tensos dejando un camino de besos hasta su oreja —. En cualquier otro momento te dejaría desahogar, pero ahora quiero que mantengas la respiración estable para que puedan darte el alta.
Camus entendía las razones, las procesaba en su mente, pero era muy diferente mantener a la bestia de las emociones encerrada. Aún así, se obligó a serenarse intentando alejar de su mente momentáneamente lo sucedido con Kardia. Durante unos momentos, el silencio se mantuvo entre ellos y a sabiendas de que debería detenerse, el pelirrojo tomó la tablet y con dedos temblorosos escribió.
«¿Qué sucedió?»
— No sabemos, Kardia todavía no despierta — le acomodó su cabello tras las orejas con ternura —. Sólo lo ingresaron y lo está atendiendo un cardiólogo, así que necesitamos que despierte. El médico dice que es normal.
Camus sintió que Milo le estaba mintiendo, pero entendió que era por su bien. Después de la forma en que él reaccionó, comprendía que el rubio tenía miedo de seguir la plática. Bien o mal, el francés había destruido cualquier oportunidad de asegurar que no le haría daño el saber todo.
El griego lo distrajo con caricias suaves, haciendo masaje en su cuero cabelludo, dispensando besos en su rostro. Poco a poco, la respiración mejoró y llegó un momento en que Camus se desprendió de la mascarilla. Acomodó la cabeza en el hombro del rubio cuyo aroma atrapaba deliciosamente la atención del pelirrojo. Tan así, que paseó su nariz con completa libertad por el cuello moreno.
El otro lo dejó hacer y cuando le fue insuficiente, le incitó a seguir acariciando su nuca.
— Me gustas, Camus.
El pelirrojo sintió los labios de Milo por su mejilla, paseando por su mandíbula, probando su cuello. Inhaló profundo trayendo fuego a su garganta que ardió y raspó, pero quería seguir así, siendo objeto de las caricias y besos de este griego que se le había colado muy profundo.
— ¿Qué me hiciste, Camus?
Milo atrapó su barba y le obligó a fijar sus ojos en él. Los aguamarinas le recorrían con incredulidad, delineando cada rasgo y gesto mientras acomodaba los gruesos mechones de fuego con deleite.
— ¿Qué me hiciste que no puedo borrarte de mi mente? Hasta te cuelas en mis sueños y me impides pensar racionalmente.
Camus arqueó una ceja bifurcada con expresión irónica porque le parecía curioso que el heleno pensara con raciocinio cuando se veía más supeditado a sus impulsos. Milo gruñó ofendido y sonrió torcido con ese halo conquistador y coqueto que hacía vibrar cada fibra del francés. El pelirrojo se acomodó mejor contra el hombro, encantado de tenerlo así. Si alguien le hubiera dicho hacía un par de semanas que este rubio se metería con tanta insistencia en su vida, se habría reído de él.
Llevó su mejilla a la contraria, se acarició como hace un felino ante el tacto de su amo disfrutando de la sensación. La puerta de su habitación se abrió y Camus sintió el golpe de un mazo sacudir su pecho, destrozando sus costillas y levantando brutalmente otra crisis respiratoria y cardíaca. Milo accionó de inmediato, pero era inútil.
Los oídos de Camus pitaron como las bocinas de los autos en pleno tráfico y sólo atinó a señalar hacia la puerta, gesto que fue ignorado por el rubio que se afanó a mantener estable al francés.
Aún con el aliento faltando y la tos golpeando sin clemencia, el pelirrojo sólo podía pensar en que ella estaba parada en el marco de la puerta, los miró y luego, se fue rápidamente.
Ella, la madre de sus hijos, estaba en el hospital y Camus no tenía la voz para acusarla.
¡Hola! ¿Cómo va?
La verdad, no me gusta arruinar la diversión con cosas de la vida real, por eso normalmente no escribo por aquí lo que sucedió porque este espacio es para esparcirse, no para preocuparse, pero...
Este fic pasará de ser actualizado dos veces por semana a una vez, todos los miércoles.
Esto debido a que algunos ya lo saben, pero también estoy haciendo el fic de Traición Mortal y me está dejando la sesera vacía.
Y quiero dar el mismo feeling que le estoy imprimiendo a esta historia de Propuesta Indecente, porque confío en que más vale calidad que cantidad.
Fuera de eso...
Tuvimos a un Krest increíblemente activo, a un Milo intenso, a un Dégel que no sé cómo vaya a terminar su historia con Kardia, un Aioria que va sentando cabeza y a un Camus convaleciente.
¿Cuál te gustó más?
Agradezco muchísimo tus lecturas, ya sobrepasamos las dos mil, así como tus estrellitas y tus pocos/muchos comentarios.
Lo creas o no, cada comentario alienta el corazón de esta escritora loca.
Basta de cosas y... nos vemos el miércoles.
¡Hasta pronto!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro