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¿Qué sería de nosotros sin propósitos? ¿Qué sentido tendría una vida sin objetivos por los que pelear?

El problema, es que donde yo vivo esas metas las determina alguien externo; alguien inhumano, retorcido, sanguinario. Alguien a quien le gusta jugar y deleitarse con la desgracia ajena.

Deshazte de tu primer hijo. Finge tu muerte. Abre un negocio de éxito. Alcanza la fama. Roba a un rico. Traiciona a un ser querido. Engaña a un embaucador. Lidera una protesta. Habla siempre con la verdad. O, mi favorita, acaba con el general.

Acaba. Con. El. General.

Cuatro palabras tatuadas bajo la tela de mi muñequera izquierda, la misma muñequera tras la que ahora oculto un pequeño y bien afilado puñal. No es el único. Guardo otro en la bota y un tercero junto al cinturón de cuero que se ciñe alrededor de mi cintura, recogiendo el lino de la raida túnica que visto para pasar desapercibida por el mercado: un estrecho callejón rebosante de gente con una aparentemente infinita hilera de puestos a los laterales. Frutas, piezas de pan, telas, vino, animales de granja, armas...

Los vendedores gritan joviales en busca de atención. Los civiles van de aquí para allá, inquietos. Todos menos él, que descansa con la espalda recostada sobre uno de los muros.

Me acerco cada vez más a una figura robusta, que observa con atención la llama decreciente de una cerilla entre sus gruesas manos.

—Cade Flitcher —pronuncio con determinación.

El aludido levanta la cabeza, dejando parte de su rostro asomar bajo la sombra de la capucha. Una mandíbula marcada, un par de labios agrietados y una nariz gruesa eclipsada por el destello de dos ojos violáceos a medio revelar.

No me dejo engañar por su encantadora apariencia. Tras su expresión serena y rasgos misteriosos sé que se oculta uno de los timadores más hábiles de toda Aelion.

—Sígueme —ordena dándome la espalda, y es lo que hago. Camino sobre sus pisadas por el largo callejón hasta alcanzar la desgastada fachada de una pequeña taberna.

El interior del local es oscuro, cálido, y desprende un fuerte hedor a alcoholy sangre que no me pasa desapercibido.

Cade ocupa un banco junto a la barra y vacilo antes de copiar su gesto.

No hay nadie alrededor; ni una sola persona.

—Tú dirás. —lo animo a hablar —Dime quién, cuándo, dónde y yo fijaré el precio.

—Más despacio, muñeca. Aún no he decidido si eres de fiar. —me frena agarrando una botella a la mitad y sirviéndome un trago en un vaso ya usado. Con el meñique, desliza el vidrio por la barra hasta dejarlo frente a mí —Bebe.

—Tentador, pero tengo la corazonada de que no me has contactado para pasar el rato —devuelvo el vaso a su posición inicial —Vayamos al grano.

Noto su mirada estudiándome con cautela, y casi escucho su debate interior: ¿Hablar o callar?. Lejos de intimidarme o hacerme pequeñita por su exceso de atención, me encorvo y achino los ojos en una postura rezagada que no denota ningún interés.

—Todd Straford —se decide a hablar —Ese vejestorio me ha seguido la pista el tiempo suficiente como para averiguar ciertas cosas que no me convendrían que salieran a la luz.

—¿Por qué haría eso? —pregunto, manteniendo la inexpresión en mi rostro.

—¿Alguna vez te has parado a pensar en la utilidad de las muñequeras? No es por costumbre ni mero adorno, están pensadas para cubrir el antebrazo y mantener nuestros propósitos resguardados, a salvo de ojos entrometidos. Todd no fue cuidadoso en ese sentido. Por lo que he podido averiguar, su propósito está relacionado con la justicia.

—¿Piensas que busca delatarte?

—Quizá prefiera tomarse la justicia por su mano, quién sabe. Lo cierto es que he preferido recurrir a la mayor asesina de Aelion, que ella se encargue del trabajo sucio, y así poder irme a la cama esta noche con la conciencia tranquila.

—Sabia elección —me permito sonreír con orgullo —En ese caso solo quedaría fijar el precio.

—No tienes de qué preocuparte. —asegura introduciendo la mano bajo su túnicapara sacar un gran fajo de billetes —Todo tuyo.

Cuando voy a agarrarlo, la mano de Cade retrocede.

»Si me fallas, eres chica muerta—amenaza con arrogancia, sin provocar enmí el efecto que sospecho que debería.

Dicho esto, lanza el dinero sobre mi lado de la barra y abandona su asiento. En un par de zancadas bruscas ya ha abandonado la taberna.


Todd Straford, 63 años, habita una humilde casa en la zona pobre de Aelion. Divorciado y sin descendencia. A tan alta edad, entiendo su desesperada necesidad de alcanzar su propósito.

Un propósito definido por la Cinceladora, por mucho que este te disguste, es algo a lo que tu instinto no puede hacer frente y que, o bien aprendes a controlarlo cuando aún estás a tiempo, o aumentará con el paso de los años hasta convertirse en un tormento tan difícil de ignorar que acabarás por volverte loco.

Si lo cumples, eres libre. La tinta desaparecerá de tu piel, ya nada condicionará tu vida.

Aunque no todo vale; la Cinceladora es una criatura caprichosa.

"Acaba con el general" decía mi propósito, y eso hice. Durante mi niñez, aplicando las enseñanzas de mi padre —que en paz descanse—, aniquilé a un general tras otro. Creo recordar que fueron siete u ocho las muertes que, en secreto, llevaban mi nombre. Sin embargo la tinta permanecía ahí, en mi antebrazo. Comprendí entonces que estaba haciendo algo mal y dejé de intentarlo. Después sucedió aquel atraco en el que tres ladrones entraron a mi casa y, sin saber que yo lo observaba todo desde debajo de la mesa, atravesaron a mis padres con sus dagas.

Siempre fui una niña peculiar; tras la muerte de mi familia no derramé una sola lágrima. En su lugar juré vengarlos: ni cinco días después ya arrastraba la culpa de otras tres vidas arrebatadas a las que nadie encontraba una explicación.

Y así, casi sin darme cuenta, me había convertido en una asesina en toda regla.

Ahora mi identidad ya no es tan secreta, puesto que para ganar algo de dinero me vi en la obligación de prestar mis servicios a gente de confianza... Y a Cade.

Lo que me trae de vuelta a la misión que me encomendó esta mañana en la taberna: acabar con Todd Straford, a ser posible antes de que él acabe con Cade.

Me dirijo a mi armario. Más concretamente a la mitad derecha, donde escondo mi arsenal. Abro las puertas y paseo la mirada por las múltiples armas allí guardadas. ¿Con cuál actuaré hoy? Una daga resulta aburrida, el hacha la usé la semana pasada y no creo que en las sombras de la casucha de Todd encuentre espacio suficiente como para utilizar el arco. Agarro la ballesta y vuelvo a cerrar el armario.

El paseo de mi habitación hasta la entrada a la casa es corto. Mi casa ya no es la misma mansión que habité hace un par de años, debido a un enorme cúmulo de problemas económicos me vi forzada a mudarme a una que, aunque no llegaba a considerarse pequeña, resultaba mucho más modesta. Dos plantas. Salón, cocina, comedor, baño, habitación y un cuarto aún sin terminar de amueblar en el que entreno algunas tardes. Muebles normales, vecinos normales...

Salgo de la casa y cierro con fuerza la puerta a mi espalda. 

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