
Zhiing - Odio
Las náuseas no desaparecían. Al contrario, a medida que la noche avanzaba entre sus fauces oscuras, mis entrañas se encogían sobre sí mismas. Enredaba las puntas finales de mis rizos entre los dedos, agitada y triste. De cuando en cuando, los acercaba a las teclas del clavicordio y tocaba algunas notas. Componía melodías mentalmente..., acordes sobre el padre Chavanel, sobre los ojos de Namid que tanto me hacían falta en aquel momento. ¿Dónde yacía la cordura? ¿Había desaparecido de Nueva Francia? Un inocente había muerto por la inquina de un hombre despiadado.
— Pensé que estarías durmiendo.
Antoine entró en la biblioteca con pasos sigilosos. Había permanecido encerrado en el estudio junto a Thomas Turner. Yo había obedecido a Jeanne, subiendo a mi habitación para intentar conciliar el sueño. Sin embargo, sabedora de que sería imposible, me había confinado en aquella sala, esperando un milagro.
— No podía dormir — repuse, sonriéndole con cierto cansancio.
Él se sentó en la misma silla que había ocupado meses atrás Étienne. Estiró las manos e inspiró largamente.
— El señor Turner acaba de marcharse. Hemos hablado largo y tendido — suspiró —. Va a reunir un pequeño grupo para hacer averiguaciones en la ciudad. Quentin debe de haber dejado algún rastro. Debemos de apresurarnos, antes de que el gobernador dicte una sentencia.
Ni él ni el mercader tenían la necesidad de realizar aquello. A pesar del desconsuelo que sentía, su valentía levantó en cierta manera mi ánimo. Teníamos esperanzas... En aquel tiempo podíamos albergarlas.
— No está todo perdido — me aseguró con intensidad —. Se hará justicia.
En aquel tiempo también creíamos en la justicia.
— Mañana contestarás a sus preguntas con sinceridad. Las armas son ojibwa, pero ello no implica que hayan sido ellos los asesinos.
— ¿Les harán daño? — pregunté, aterrada.
— Haremos todo lo posible para evitarlo, Cat. ¿Confías en mí?
Lo miré directamente y encontré una fuerte convicción en sus ojos.
— ¿Estás con nosotros? — quiso saber —. Estamos entrando en arenas movedizas, Catherine. Debes de ser consciente de ello. No habrá vuelta atrás cuando nos involucremos en su defensa..., habrán consecuencias. Thomas Turner y yo iremos hasta el final, ¿lo harás tú? Te necesitamos. Te necesitan.
Había llegado el momento. Ese segundo que nos sorprende en la vida de forma inesperada..., esa decisión troncal que cambia el rumbo de nuestra existencia para siempre. Debía elegir: luchar por lo que creía o esconderme tras la sombra de mis fantasmas.
— No permitiré que les hagan daño. Ellos son mi familia.
La expresión del rostro de Antoine se suavizó hasta alcanzar una media sonrisa.
— Debemos de estar preparados.
Yo asentí, meditabunda, y terminé diciéndole en voz alta lo que taladraba mis tímpanos desde hacía horas:
— ¿Por qué los odian tanto?
— Porque tienen miedo.
‡‡‡‡
Me aprisioné el colgante ojibwa cuando los dos oficiales, los mismos que me habían interrogado el día anterior, nos hicieron sentarnos en el salón con tono desapegado. Iban armados, con sus flagrantes uniformes azules, negros y blancos.
— Necesitamos conversar con la señorita Clément, a solas si es posible — inauguró la conversación uno de ellos.
— Lamento decirles que no vamos a movernos de aquí. Tanto mi esposa como yo acudimos al poblado junto a ella, conocíamos al padre Chavanel, por lo que también podremos serles de ayuda — se negó Antoine con una sonrisa cargada de repulsión. Jeanne estaba rígida, aterrada.
Los oficiales intercambiaron miradas, serios.
— Está bien — bufó el primero. Rápidamente clavó sus ojos azules en los míos —. Señorita Clément, supongo que conocerá que, por real decreto, debe de ser honesta en toda la información que nos proporcione.
"¿Igual que el padre Quentin, no?", me indigné interiormente.
— Así lo haré. Colaboraré en lo que pueda, en honor a la verdad — respondí con nerviosismo.
— ¿Qué opina de estas flechas? — intervino el segundo. Las colocó sobre la mesa, todavía con resquicios de sangre seca. Jeanne enmudeció al instante.
Las analicé: eran de madera clara, la propia de los abedules que rodeaban los terrenos de los indígenas. En el largo cuerpo que las formaba, pinturas negras decoraban la superficie. La punta era afilada, rodeada con un fino hilo con plumas blancas. Mirarlas me producía arcadas.
— Ya se lo dije ayer.
— Repítalo. No lo aseguró con total certeza. ¿Qué opina? ¿Son las flechas de un francés? ¿De un inglés? ¿Acaso los hombres empleamos arcos teniendo fusiles?
— Los indígenas también son hombres — escupí con rabia. Mi hermana brincó en su asiento con honda preocupación al verme hablar así.
— Hombres y salvajes son términos distintos — repuso con asco —. ¿Quién usa estas flechas?
— Los ojibwa — tomó la palabra Antoine —. Los dibujos y el diseño son propios de esa tribu. ¿Es a dónde están intentando llegar?
— Así es: son flechas ojibwa — sonrió el que las había extraído el macuto —. A su juicio, ¿conoce alguna causa por la que el padre Chavanel fuera asesinado cruelmente por los pieles roja?
— Eso es imposible — negué categóricamente —. Él enseñaba en el poblado, como yo, y jamás tuvo problema alguno. Mantenía buenas relaciones con ellos.
— Esos bárbaros no entienden en qué consiste la lealtad.
— Señores — les interrumpió Antoine, conteniendo la ira —, el padre Chavanel, que en paz descanse, apreciaba a los ojibwa. No me cabe ninguna duda. La presencia de armas supuestamente indígenas no indica con total certidumbre la autoría del homicidio.
— ¿Ah no? — se echó a reír —. ¿Qué le indica entonces?
— Si los nativos hubieran querido asesinar al clérigo, lo habrían hecho a las afueras de la ciudad. ¿Por qué hacerlo en Quebec? ¿Por qué exponer el cuerpo de esa forma? Los indios matan en silencio, en el bosque, para que nadie pueda encontrar a las víctimas. No serían tan estúpidos como para dejar los cabos tan sueltos. Además, no ganaban nada acabando con él. Ahora mismo están llorando su muerte.
— ¿Qué está insinuando? — se escandalizaron.
— No estoy insinuando nada, solo expongo lo que creo lógico.
— Parece tener a un acusado en mente — comentó uno de ellos.
— Tengo mis sospechas — se encogió de hombros con fingida tranquilad —; pero no se preocupen, se las haré saber al gobernador.
— ¿Al gobernador? — se rió —. ¿Va a hablar con el gobernador para defender a los salvajes? ¡Sus flechas estaban en la escena del crimen!
— Si me equivoco, el gobernador me indicará el error — respondió —. Quizá deberían de preguntarle a la señorita Olivier cuáles fueron las amenazas que recibió por parte del reverendo Denèuve, allegado, como bien sabrán, del padre Chavanel.
Los dos tensaron la mandíbula. Empecé a pensar que tal vez no solo fuera Quentin el involucrado en todo aquello.
— ¿Está acusando a la iglesia de Quebec del asesinato? — elevó el tono.
Aquellas eran palabras mayores. Jeanne le tomó de la mano, nerviosa.
— Ya les he dicho que yo no estoy acusando a nadie. El gobernador impondrá la sanción correspondiente al culpable correspondiente. ¿Tienen alguna otra pregunta?
Antoine se estaba arriesgando peligrosamente. Sin embargo, no cedió ni un ápice.
— Todos ustedes... — nos dirigió una mirada conjunta —, están jugando con fuego. Volveremos a vernos.
Pero las llamas no podían herir a los verdaderos hijos de la tierra.
‡‡‡‡
Aquella misma mañana, tras el almuerzo, Thomas Turner acudió a nosotros con los resultados de sus pesquisas. Gracias a su red de contactos, había conseguido el testimonio de una de las hijas del herrero, quien había presenciado desde su ventana cómo, durante las heladas de madrugada, dos hombres irreconocibles habían depositado el cuerpo inerte del clérigo en el suelo. Nadie había visto a indígenas en los alrededores y el padre Chavanel había sido abandonado a su suerte, a la intemperie, con las flechas ya clavadas en su abdomen. El asesinato había sido ordenado, pero por el momento era improbable señalar al verdugo.
— Informé a Honovi de todo lo ocurrido. Están asustados... — nos hizo saber —. Nadie ha visitado el poblado, pero temen que los arresten en mitad de la noche. No sería la primera vez.
Volví a tener náuseas.
— Van a enterrarle esta tarde. Por lo visto, los clérigos de Notre-Dame parecen estar muy afligidos por su pérdida.
Jeanne y yo nos miramos, leyéndonos la mente.
— Iremos a vestirnos — musitó, seria.
— ¿A vestirse? — frunció el ceño el mercader.
— Hay que rendirle homenaje. Se merece una sepultura digna — contestó sin más.
‡‡‡‡
Detestaba los entierros. La tierra caía sobre el féretro y yo me iba con ella, en recuerdos tristes de pérdidas tempranas.
Para sorpresa de los pocos asistentes a la ceremonia fúnebre, la barba de muchos días de Thomas Turner y la presencia de la alocada familia Clément-Olivier supuso un acto de rebeldía. No acudimos a despedirnos del padre Chavanel con aquella intención, pero yo me sentí poderosa durante unos instantes al poder mirar a la cara directamente al reverendo Denèuve y a Quentin. "Tú eres el asesino", ajusticié en mis pensamientos al frío clérigo. Él era el culpable y fingía tristeza mientras sepultaban al hombre inocente que había mandado aniquilar. Su rostro se descompuso al vernos llegar. Por un momento temí que el mercader desenfundara su fusil y le perforara la frente. Denèuve no se atrevía a mantenernos el contacto visual. Estaba muy desmejorado, con profundas ojeras y desaliñado, como si hubiera sufrido duras pesadillas. No íbamos a permitir que el padre Chavanel se revolviera en su tumba mientras los criminales llevaban a cabo una pantomima de tres al cuarto.
Un religioso que desconocía entonó unas oraciones en latín y reprimí el llanto cuando la mezcla de tierra y barro cubrió por completo lo que restaba de aquel hombre generoso y atento. Miembros de la orden y algunos ciudadanos posaron flores sobre el nicho, santiguándose. Thomas Turner volvió a estrecharme la mano con fiereza cuando Quentin se acercó a la fosa y se besó el crucifijo que portaba, murmurando que descansara en paz. No se podía ser tan retorcido. Al terminar, me fulminó con cierta socarronería. Era capaz de aquello y más.
— Vamos, pajarito — me susurró al oído Jeanne.
Sin importarnos las miradas y los cuchicheos, los cuales ya eran de sobra conscientes de las acusaciones que pesaban sobre nuestros amiguitos indígenas, los cuatro nos acercamos al montículo y rendimos nuestras condolencias. No quería que me vieran llorar, por lo que apreté la mano del mercader hasta que me hice daño. "Gracias por ayudarnos", le hice saber como si pudiera oírme desde el más allá.
Densos copos de nieve comenzaron a caer sobre nuestras cabezas y de pronto distinguí unas figuras familiares acercándose. Una de las presentes ahogó un grito y todos se giraron para contemplar a un grupo de indios dispuestos a honrar a su amigo.
— ¡Dios mío! — gritó un cura.
Nunca había visto nada igual. Honovi lideraba la marcha, junto con su esposa. Tras él, Inola caminaba junto a Ishkode, Onida, Mitena y Miskwaadesi. Portaban presentes, ofrendas para el difunto, y avanzaban con la cabeza alta, dando la cara.
— ¡A las armas! — chilló otro.
Me topé con los ojos abatidos del reverendo Denèuve.
— ¡Esto es un lugar sagrado, no tenéis derecho a estar aquí! — se interpuso entre ellos un hombre.
Veloz como el viento, Thomas Turner se alejó de mí y corrió antes de que el desconocido colisionara con Honovi. Lo empujó con todas sus fuerzas, apuntándole.
— Tienen derecho a pisar la tierra que les venga en gana. Aléjese — lo amenazó. Los gritos aumentaron en intensidad. Algunas personas salieron corriendo. Quentin observaba todo con el gesto fastidioso y amargo — Aléjese o le vuelo los sesos.
Antoine acudió rápidamente a su lado e intentó apaciguar los ánimos. Aquella era la verdadera cara de Quebec. Mis amigos ojibwa permanecieron quietos, como estatuas pacíficas, acostumbrados a las provocaciones. No habían acudido allí para pelear, sino para decirle adiós al padre Chavanel. Escudriñé a Ishkode, el más bravo de todos ellos, y me sorprendió su autocontrol.
Coaccionados por la vehemencia del mercader, nadie se movió cuando ellos siguieron avanzando hasta la sepultura y fueron dejando sus ofrecimientos junto a las flores. Lo hicieron lentamente, moviendo los labios en una oración silenciosa. Estaban demostrándoles a todos que ellos no eran los asesinos. Huyana besó la tierra que engullía al cadáver y se me encogió el corazón. ¿A cuántos habría perdido a lo largo del camino?
— ¡¡Alto!!
Jeanne se llevó las manos a la boca cuando un grupo de oficiales apareció, armados hasta los dientes y dirigiendo sus fusiles a los indios.
— ¡¡Apártense, maldita sea!! — les ordenaron en francés.
Honovi puso los brazos en alto, en son de paz, pero comenzaron a golpearles para que se movieran a un lado. La indignación me subió por la boca del estómago. "¡Reaccionad! ¡Defendeos!", exigí interiormente. Mas no lo hicieron. Aguantando las patadas y los escupitajos, se apartaron de la tumba.
— ¡Déjenlos en paz, malnacidos! — se les echó encima Thomas Turner.
El inglés propinó un puñetazo a uno de ellos, pero no tardaron en inmovilizarlo con violencia, golpeándole con la culata del mosquete.
— ¡No le hagan daño! — intentó ayudarle Antoine.
— ¡¡No se mueva!! — le apuntaron —. ¡¡Van a ir todos al calabozo!!
Jeanne se lanzó hacia su marido, asustada, suplicando.
— ¡¡Solo querían enterrar al padre Chavanel!! — vociferó Thomas Turner, a pesar de la enorme brecha que supuraba sangre de su frente —. ¡¿Ni siquiera eso pueden hacer?!
Estaban quietos, humillados, dóciles. No porque quisieran, sino porque a ellos no les esperaría el calabozo..., sería la horca en el mejor de los casos, sin juicio, sin derechos.
— No son bienvenidos aquí, señor Turner — musitó el padre Quentin.
— ¡Usted es un asesino!
Grité a pleno pulmón cuando las palabras del mercader provocaron que le dieran una patada en el estómago, dejándole en el suelo. Ishkode, incapaz de aguantar más aquello, se adelantó un par de pasos. Bruscamente, Honovi lo paró antes de que sacara los cuchillos del cinto. Huyana intentó hacer lo mismo para así impedir que otro de los suyos acabara muerto, pero uno de los soldados le abofeteó la cara al verla moverse. Algo en mi ser se encendió. Con una ira que nacía de la impotencia, golpeé a aquel oficial con todas mis fuerzas, tirándolo al fango.
— ¡¡No la toques!!
Una palma abierta me propinó un fuerte bofetón que me hizo perder el equilibrio.
— ¡¡Parad!! — escuché sollozar a Jeanne.
En milésimas de segundo, Inola sacó su hacha y agarró del cuello de la camisa al soldado que me había pegado. Le rodeó el cuello, apretándoselo contra su pecho, y le acercó el filo a la cara. Era letal como el veneno de una serpiente. Los demás le cubrieron cuando le apuntaron.
— ¡¡No disparéis!! — supliqué, intentando levantarme.
— ¡¡Suelta el arma, maldito salvaje!! — le encañonaron sin salida.
— No le matéis, por favor — terció Honovi a la desesperada —. Nos marcharemos. Por favor. Es mi único hijo.
Un guerrero como aquel no tenía que rogar.
— ¡¡Suelta el arma!!
En calma, Inola me miró fijamente. "Está preguntándome si desea que lo mate o no", entendí. No le importaba que le dispararan, no temía a la muerte. Pero yo no quería aquel futuro para él.
— Nisayenh..., suéltalo... — dije con todo el dolor de mi corazón —. Nisayenh..., por favor...
Comprendiendo lo que clamaban mis ojos, Inola soltó al soldado como si fuera un grano de arroz insignificante y no se resistió cuando lo rodearon. Oía llantos y gritos.
— No le hagáis daño, por favor... — sollocé.
— ¡Arrestadlos!
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