Wiidigendiwin - Una boda
El día del enlace llegó y la casa era un hervidero de idas y venidas. Tuve que levantarme casi al amanecer para que Florentine pudiera ayudarme con el baño y tuviéramos tiempo para acompañar a Jeanne en sus arreglos en caso de que necesitara asistencia de más manos. El agua estaba helada y no paraba de bostezar. Ambas estábamos nerviosas. Me dejó el pelo totalmente suelto, desprendiéndose por mis hombros hasta la altura de la cintura. Se extendía en bucles más acentuados de la habitual por la destreza de mi criada, en un anaranjado brillante. Tomó los dos mechones más cercanos a la frente y los anudó en una fina trenza en la parte alta de la cabeza. Bajo la mantilla colocó una discreta corona de flores color crema.
— Debo quitarle el colgante — dijo.
Me rocé la pieza de madera tallada con forma circular que aquel anciano me había entregado, prácticamente fusionada en posición con el colgante de Jeanne. No me había quitado ninguno de los dos, a pesar de las miradas de los sirvientes y de mi propia hermana. No obstante, era consciente de que no podía llevar algo así a una boda. Como había ocurrido con la venda, tuve que hacerlo desaparecer. Le di carta blanca para que me lo desatara y lo guardara en el joyero donde atesoraba el resto de alhajas. Volvería a ponérmelo nada más regresara, me sentía diferente con él. Nuestra sociedad estaba regida por las apariencias y ya no solo lo aceptaba con indolencia, sino que empezaba a comprender lo que aquello realmente significaba.
— Ponme los pendientes de nácar.
El frío tacto de la plata sobre la carne de mis orejas me estremeció. Aquellos pendientes habían pertenecido a mi madre, se los había regalado mi padre en la víspera del nacimiento de Jeanne. A pesar de su antigüedad y uso, parecían recién comprados. Me los toqué con la yema de los dedos cuando los tuve puestos y pensé en ella: "Todo irá bien, mamá". Estaba segura de que estaría viéndonos desde allá arriba. Solía repetirnos una y otra vez que su mayor ilusión era vernos casadas. Aquel iba a ser un día en el que los echaríamos mucho en falta.
Florentine me puso las enaguas y las medias blancas. Me deslicé en la ropa interior, recién lavada, y esperé pacientemente a que me vistiera con cada una de las infinitas capas fruncidas de mi vaporoso vestido. Era de color rosa pálido, adornado con pequeñas rosas hiladas de tono amarillo apagado. En contraposición con la tonalidad del conjunto, me sujetó con el corpiño de tono crema. Tuve que agarrarme al dosel de la cama para no caerme hacia atrás cuando comenzó a anudármelo con fuerza, cortándome la respiración durante unos instantes. En Francia, cuando dejabas de ser una niña y entrabas en la edad adulta, los corsés se apretaban al máximo. Era una forma de expresar nuestra identidad femenina. Sin embargo, era de los hábitos más incómodos que había experimentado.
— Iré a por los guantes y los zapatos, dispense — añadió cuando me hubo situado la casaca y el miriñaque.
Me observé en el espejo y los ojos se me fueron sin poder evitarlo al novedoso hueco que formaban mis senos apretados. Eran de escaso tamaño, pero parecían estar ahogándose. Me ruboricé al ver la evidente curvatura que coronaba su redondez y se asomaba por la tela.
Cuando estuve totalmente lista, pedí permiso para entrar en la alcoba de Jeanne. Era la única persona que podía verla antes de la ceremonia, Antoine se había marchado la noche anterior a casa de unos amigos para prepararse allí y evitar cualquier tipo de encuentro fortuito, como mandaba la tradición. Encontré al sastre dándole los últimos retoques al vestido que ya portaba. Me detuve a contemplarla. La tela era de un blanco reluciente, casi como la seda, que caía en una larga cola. El corsé era de encaje del mismo color, tan estrecho que descubrí nuevas formas en el ya conocido cuerpo de mi hermana. Si la pomposidad de mis pechos me había apurado, la suya arrebataba el aliento. La mantilla también era de gran extensión, repleta de pequeñas perlas que resplandecían. Antoine volvería a enamorarse de ella una vez más.
— Estás... Estás preciosa. — pude decir.
Nos fundimos en un abrazo que molestó al sastre, pero no nos importó. Al separamos vi lágrimas emocionadas en sus ojos, pero sonreía. Me pasó los dedos por la cara y entrelazó nuestras manos enguantadas. Jeanne iba a casarse... Parecía tan cercano el pasado en el que jugueteábamos con los utensilios de Annie y las pelucas de mamá. Pretendíamos ser mayores, damas importantes como Madame de Pompadour, y ahora yo solo quería regresar a aquella niñez. Jeanne iba a casarse y los cambios serían aún mayores. Estaría a salvo, era lo único que merecía la pena.
— ¿Estás nerviosa? — pregunté.
— Un poco. Tienes que marcharte en el próximo carruaje, yo debo de ser la última en llegar a la iglesia — me explicó. — Todo saldrá bien.
En cierto modo, Jeanne se estaba diciendo aquellas palabras a sí misma. Ella también estaba pensando en nuestros padres, podía leerlo en sus cejas.
— Todo saldrá bien. — repetí antes de despedirnos.
‡‡‡‡
Me sentí profundamente aliviada cuando distinguí rostros familiares en el interior de la basílica. El mozo de cuadra que me había acompañado durante todo el trayecto hasta la ciudad no había pronunciado ni una sola palabra, pero me observaba con dilatada curiosidad. Había estado presente en el tiroteo y no parecía creerse que aquella niña engalanada con aires de princesa hubiera sido la temeraria defensora de los indios. No me generaba confianza, mas me llevó hasta la iglesia con diligencia, y al encontrarme con los ojos caídos del clérigo galés, casi corrí a su encuentro.
— Es un placer volver a verla, señorita Catherine. Está usted hermosa.
La basílica estaba bastante llena, repleta de conocidos de Antoine, pero vacía de nuestros allegados. Se enterarían de las nuevas días después, en sus lujosas viviendas parisinas. No había nadie de nuestra familia. Aquello me entristeció, a pesar del esfuerzo de Antoine por congregar a la mayor cantidad de amigos posibles para disminuir el efecto. Vi al general Dohuet y a su hijo, así como a un par de oficiales que desconocía.
"¿Han sucedido tantas cosas"?, pensé al mirar al clérigo con extrañeza. Él había sido el que nos había facilitado el trato y los favores con el reverendo Denèuve, quien oficiaría el enlace, pero lo encontraba tan distinto desde la primera y última vez que lo vi, en el puerto de Quebec. Me recordó a las náuseas y al miedo. También me escudriñó con curiosidad, como si la joven de la que se había hecho cargo en el navío no fuera la misma.
— ¿Estaba la señorita Jeanne muy nerviosa? — se interesó Thomas Turner.
Me despedí del clérigo galés y centré la atención en mi conversación con el mercader. Me sorprendió verle aseado, sin una barba de varios días, y el pelo hacia atrás. Parecía más joven. Me contó que había habido un contratiempo con las flores, pero que había sido solucionado. Estaban repartidas por todos los bancos, frescas y llenas de fragancia.
— Antoine está repasando sus votos con Denèuve. Aparenta tranquilidad, pero sé que está atemorizado — me explicó, entre risas.
Saludé a los oficiales, entre ellos a Stéphane, con discreto desinterés. La presencia de Thomas Turner los mantenía alejados. Sin embargo, no tardó en presentarme a un par de amigos cercanos de Antoine: habían acudido desde Montreal para asistir a su boda. Habían sido compañeros de sus estudios de arquitectura.
— Este es Donatien y su esposa Thèrése. — me los presentó. Eran una joven pareja que parecía bastante agradable. Continuó: — Este es Thibault y su hermano pequeño Étienne.
— Un placer conocerles a todos — añadí.
— Antoine nos ha hablado mucho de usted, señorita Catherine — dijo Thèrése.
Thomas Turner pasó a interesarse por la situación de Montreal y capté los ojos de aquel joven, Étienne, observándome con reparo. Tenía el cabello rizado y corto, marrón oscuro, y los ojos grandes y verdosos. No debía de ser mucho mayor que yo. Supuse que nuestra cercanía en edad provocó su interés, pero rompió el contacto visual antes de que pudiera darle importancia.
Me senté en el deshabitado banco de los familiares cercanos, en primera fila y solamente acompañada por una tía de Antoine que también vivía en Montreal. Nos saludamos sin ningún ápice de sentimentalismo, ambas desconocidas, y me pregunté dónde estaría el resto de su familia. Nunca le había preguntado. Por lo que sabía, se había marchado de Francia en soledad, dejando atrás a sus padres por elección propia. Ignoraba si tenía hermanos o si sus progenitores seguirían vivos. A su manera, Antoine también estaba viviendo alejado de su hogar, como nosotras. Tal vez aquella fuera la razón por la que había logrado entenderme tan bien. Éramos una familia con todas las consecuencias.
Contuve la risa cuando vi cómo Thomas Turner, sentado junto a los amigos de Antoine, me hacía señas desde su banco para indicarme que estaba cerca y que no debía preocuparme. "Es un buen hombre", sonreí para mis adentros.
Antoine estaba tan nervioso que necesitó que uno de los curas le indicara que estaba allí para que fuera capaz de fijar la vista en los asistentes. Iba muy apuesto, a la francesa, con sus zapatos de hebilla y casaca azul muy ajustada al cuerpo con cuello vuelto. Su rostro se iluminó al verme. Se acercó al banco y saludó primero a su tía.
— ¿Mi futura esposa está más bella que tú? — bromeó, dirigiéndose a mí.
— Con creces. — sonreí.
Me besó la palma de la mano y se situó de nuevo junto al altar, con la espalda recta y las venas tensadas. Jeanne estaría a punto de llegar. Coloqué las manos sobre la falda del vestido y observé con secretismo el imperceptible bulto que sobresalía del guante derecho. Me había quitado la venda blanca, pero no la de Namid. Si la tela hubiera sido lo suficientemente transparente, el nogal dibujado habría aparecido. Podían hacer que escondiera el colgante, pero no serían capaces de descubrir que seguía llevándola.
El sonido de los jóvenes cantores del coro hizo volverse a toda la basílica. Me sobrevino una ola de tristeza cuando vi a mi hermana caminar sola hasta el sagrario sin la compañía de un padre. Varios niños le sujetaban la cola del vestido y aunque no podía verle el rostro, cubierto por un profuso velo, sabía que ella también estaba pensando en él. Me imaginé a mis padres sentados junto a mí, observando con orgullo a su hija. Mi madre probablemente estaría llorando y dándole las gracias a Dios por su benevolencia; mi padre, por el contrario, estaría tomándome de la mano, conteniendo una sonrisa de satisfacción por el trabajo bien hecho. "Tú te casarás como tu hermana y vivirás sin preocupaciones", me diría. ¿Sin preocupaciones? "Tus deseos no fueron órdenes, papá", lamenté. Teníamos que salir adelante sin ellos.
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