Waaseyaa ndishnikaaz - Mi nombre es Waaseyaa
Me desperté bien entrada la mañana, a causa de los intensos retumbes ecuestres de los guerreros. Estaban practicando tiro después del desayuno y el olor a comida abrió mi apetito e interrumpió definitivamente el sueño. Soñolienta, me incorporé, buscando con la mano el cuerpo de Namid. Me sobresalté al ver que no estaba y que, para mí sorpresa, estaba tendida sobre unas pieles que no eran las suyas. Tardé varios segundos en darme cuenta de que estaba en mi tienda. Había caído dormida entre sus brazos la noche anterior, después de multiplicidad de carantoñas, de susurros bajo las mantas, de confidencias, y ni siquiera me había enterado de mi traslado. Sonreí como una boba al percatarme de que Namid, probablemente para evitarnos problemas, me había devuelto a mi tipi en brazos. Con sumo cuidado, me había tumbado en aquel rincón y me había arropado. Sobrecogida por una felicidad extraña, me incorporé. Al tanto que me desperezaba, divisé un improvisado ramo de florecitas silvestres al lado de mis botas. Los labios me ardían todavía por el uso ejercido horas antes, pero albergué igualmente unas intensas ganas de besarle.
Me levanté con las extremidades entumecidas y los recuerdos de lo ocurrido me hicieron ruborizar mientras me lavaba un poco la cara y la nuca. Estaba como en una nube, flotando, contenta y al mismo tiempo confusa por lo que habíamos hecho. Tenía grabados sus susurros anhelantes en mi subconsciente, sus gráciles manos circulando por la fina ropa, su lengua dejando un rastro en... "¡Basta ya, Catherine! ¡Deja de pensar indecorosamente de buena mañana!", me regañé. Sin embargo, era complicado no dejarse llevar: Namid representaba toda una fuerza contenida, masculina, complementaria, adictiva, que me arrebataba el sentido. Sin poder evitarlo, salí entre suspiros y la agradable brisa estival me dio la bienvenida. Como había deducido, casi todos los guerreros estaban sobre sus caballos, dando vueltas concéntricas alrededor del campamento, al tiempo que disparaban o lanzaban cuchillos. "Tú deberías de estar haciendo lo mismo", medité. Mañana partiríamos de nuevo al frente.
— Buenos días, señorita Waaseyaa — me saludó Thomas Turner nada más me acerqué a la hoguera donde los más rezagados estaban desayunando. Estaba tirado sobre la hierba, mascando tabaco. Los niños me saludaron a gritos, correteando entre mis piernas. Por su parte, las mujeres me miraron con una mezcla de curiosidad y afabilidad. Para evitar rumores, me había quitado la pulsera y, en teoría, había dormido en mi tienda: nadie tenía por qué saber lo sucedido —. ¿Ha dormido bien?
Un escalofrío me subió por las ingles y reprimí otro suspiro.
— Demasiado — sonreí, sentándome —. Estoy hambrienta.
— Ración de gachas de maíz para la señorita — me sirvió un cuenco hasta arriba —. Necesitará energías para la sesión de entrenamiento.
En sus palabras comprendí que Ishkode había ordenado que todos practicáramos. Probablemente el mercader me había esperado para no dejarme a solas con los demás miembros del grupo. Disimuladamente, eché un vistazo a mi alrededor para encontrar a Namid. Los corceles avanzaban tan rápido, entre chillidos de exaltación, que me fue imposible distinguirle. Me preocupó cómo actuar: debíamos mantenerlo en secreto.
‡‡‡
Me dispuse a recoger mis armas del interior del tipi cuando escuché, no demasiado lejos, una acalorada discusión. Agudicé los tímpanos y distinguí dos voces masculinas gritándose en lengua ojibwa. Fruncí el ceño al reconocer la de Ishkode. ¿Qué estaba provocando tal alteración? Acercándome poco a poco al origen de los sonidos, advertí que el otro interlocutor, cuya voz era incapaz de relacionar, estaba al borde del llanto y chillaba con impotencia. Preocupada por las formas del líder —las cuales conocía al dedillo—, seguí aproximándome sigilosamente hasta arribar a otra tienda. Junto a la entrada, los alaridos eran todavía más estruendosos. Podía visualizar sus sombras sobre las telas que servían de paredes: Ishkode, cuán largo era, estaba de pie, gesticulando agresivamente; el desconocido yacía en el suelo, sólo moviendo los brazos. "¡Es su primo!", comprendí. Estaba discutiendo con su primo, aunque desconociera el porqué. Sin pensar, entré en el tipi sin llamar, asomándome como si nada.
— ¿Ocurre algo?
Ishkode se giró desapaciblemente, molesto por la interrupción, pero cuando vio que se trataba de mí, hizo una mueca de profundo desagrado.
— ¿Marcha todo bien? — carraspeé.
— ¿Qué hacer aquí? — elevó el tono. Por mucho que yo intentara plantarle cara, Ishkode era sin duda una persona terrorífica —. Esto ser reunión privada. Vete.
Mis ojos se encontraron con los de su primo. Estaban llorosos, frágiles. Apreté la mandíbula al ser consciente de la gravedad de su estado: le habían cortado la pierna hasta la parte más superior del muslo. Era una imagen extraña, ver a alguien sin una parte tan obvia del cuerpo. Estaba pálido, sudoroso, posiblemente con un pie en la tumba. Turbada, rompí el contacto visual.
— Os está escuchando todo el campamento — posé las pupilas en las del jefe —. Quizá deberías tener un poco más de tacto, necesita descansar.
Aquel joven representaba las caras de una misma moneda, la mutabilidad de la fortuna. Semanas atrás, se había abalanzado sobre mí con el único objetivo de matarme..., ahora era un mutilado, sin ningún tipo de papel en la sociedad, despojado de toda su gloria pasada. En menos de lo esperado, yo podía estar cumpliendo su lugar.
— Fuera — anduvo hasta a mí y me cogió del brazo, haciéndome daño —. ¡¡Fuera!!
Sin más, Ishkode me empujó al exterior de la tienda. Deseé pegarle un puñetazo con la entera fuerza de ms nudillos.
— Meter en tus asuntos, niña — me miró con desprecio.
Antes de que pudiera responderle, él cerró la tienda y me dejó con la palabra suspendida en la boca.
‡‡‡
Thomas Turner y yo iniciamos nuestra sesión de entrenamiento montando en nuestros respectivos caballos. Era la única mujer presente y levanté miradas desconcertadas. No portaba montura, como los jinetes indígenas, y me puse nerviosa al ver cómo analizaban cada uno de mis movimientos.
— ¿Qué se siente siendo la singular representante de su sexo? — me preguntó el mercader, bromista.
A decir verdad, era una extranjera en una sociedad diseñada para los hombres.
— ¿Por qué no hay guerreras? — quise saber por encima del ruido.
— Supongo porque habrán caído todas en combate. Había varias de ellas en este grupo — se encogió de hombros. No quise dejarme llevar por su comentario, pero me angustió —. ¡Es hora de machacarlos!
Thomas Turner lanzó un bramido y su corcel salió despavorido, en busca de los demás combatientes ficticios que debíamos vencer. La prueba consistía en derribar al oponente sin infligirle una herida real. La explanada estaba repleta de belicosos ojibwa y tragué saliva.
— Vamos a demostrarles en qué consiste la verdadera valentía, Inola — le murmuré a mi caballo antes de que se elevara sobre sus patas traseras y emprendiera la frenética cabalgata hacia la dirección indicada.
Nada más Inola inauguró su pulcro galope, los niños, agolpados en los extremos para animar, rugieron de emoción. Al fin y al cabo, era una mujer blanca. Por su parte, el resto de guerreros se pusieron en guardia y vi cómo Thomas Turner ya había encontrado a su pareja. Sólo me restaba hallar la mía.
— ¡¡Waaseyaa!! — me vitorearon algunas mujeres.
Concentrada, me encogí sobre el lomo de mi caballo y, enseguida que arribé a la explanada, una pareja de indígenas se me puso en el camino. La cabeza me bullía con estrategias que me permitieran ganar. Aceleré los cascos y esquivé al primero de ellos sin dificultad. El segundo atacó con fiereza y perdí ligeramente el equilibrio. Podía oír las exclamaciones ahogadas del público y la conmoción me erizó el vello. Inmediatamente, los miembros de mi equipo, entre ellos Thomas Turner, acudieron en mi auxilio. Sin siquiera parpadear, el inglés derribó al primero y la aplaudieron. Sorteé a varios más, en una danza que sólo Inola podía efectuar, y el joven que casi me hizo morder el polvo de pronto chilló:
— ¡Giin! ¡Gichi-mookomaanikwe!
"¡Tú! ¡Mujer blanca!", traduje. Le taladré con la mirada al ser consciente de la intención despectiva de su llamada amenazadora. Sí, era una mujer. Sí, también era blanca. ¿Qué había de malo en ello? ¡Tenía un nombre!
Indignada, aseguré la postura y apreté el paso. Él estaba esperándome, con una sonrisa cínica. Al pasar por donde se encontraba Thomas Turner, distinguí a Namid entre los espectadores. Tenía los hombros cruzados en torno al pecho, resuelto, pendiente de mis supuestas habilidades.
— ¡Señorita Waaseyaa! — me advirtió el mercader.
Ver a Namid, saber que estaba poniéndome a prueba con su mirada, me desconcentró. Una daga sin filo, lanzada por mi oponente, cayó a los pies de mi caballo. Asustado, éste dio varias coces y me resbalé. A toda velocidad, pude sostenerme a duras penas antes de caer a la hierba y ser aplastada por los cascos de mi propio animal. Los pies me rozaron el suelo y el clamor preocupado se tornó general. Las uñas se clavaron con desesperación en su piel y lancé un grito para reunir la fuerza que necesitaba para dar impulso y retomar el equilibrio. Inola avanzaba salvajemente, sin control, y pensé en todas las niñas que estaban viéndome en aquel momento. No me importaba perder, me importaba demostrar mi valía. Concentré todas mis energías y, al ritmo de otro grito, elevé una pierna hacia la cruz del caballo. Las aclamaciones de asombro incrementaron. Con media pierna situada, propulsé la otra y, en milésimas de segundo, recuperé la colocación. Los aplausos me sobrecogieron, la ilusión en aquellos rostros infantiles que, como yo, habían crecido creyendo que no eran válidos.
— Te vas a enterar, maldito bastardo — murmuré entre dientes.
El susodicho se puso nervioso, mas rápidamente se recompuso: afianzó su posición y cabalgó hasta mí sin dilación. Por el rabillo del ojo, advertí cómo Namid se subía a Giiwedin.
— ¡Corre como el viento, Inola! ¡Corre! — le azucé.
Éramos uno solo, conectados con la tierra.
Ya estaba casi de cara a mi adversario y por un momento creí que me aplastaría. No podía dejarme llevar por el miedo y busqué mi centro, el punto de apoyo que me poseía cuando dejaba de ser Catherine y me transformaba en una guerrera de fuego. Perspicaz, me quedé erguida hasta casi chocar y, justo cuando él estiró el brazo para arrojarme, me tumbé lateralmente sobre la cruz y le agarré del tobillo. Gracias al arranque, estiré y cayó estrepitosamente al barro. Había ganado.
Por un momento, todo a mi alrededor se tornó un eco inaudible. Pesadas gotas de sudor descendían por la frente. Aturdida, tardé un poco en volver a la realidad y verme sobrecogida por los vítores. El joven ojibwa, dolorido sobre el lodo, me miró con cautela. Mantuve el contacto visual, férrea, y le dije con el mismo desdén que él había empleado:
— Waaseyaa ndishnikaaz.
"Mi nombre es Waaseyaa".
Me sentía poderosa, repleta, y sonreí ampliamente a Thomas Turner al verlo aplaudiendo y silbando como un poseso.
— ¡¡Así se hace!! — exclamó, orgulloso.
Pero Namid, uno de los mejores jinetes de su tribu, estaba sobre su caballo. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos: se cruzó por mi lado, tan próximo que cualquiera hubiera calificado su acción de temeraria, y me arrebató el jubón de las flechas. Todos gritaron más, sobre todo los niños, y yo me quedé allí plantada, asimilando como una estúpida lo que acababa de pasar. Tomada de improviso, le busqué. Se había quedado quieto, a unos metros de mí, zarandeando su recompensa con gesto complacido. ¿Estaba retándome? Nos miramos y saltaron chispas. Nos habíamos besado como amantes lozanos, como cómplices, mas ahora éramos rivales. ¿Qué pretendía? Un amor batallador, tierno y al mismo tiempo violento, era el que marcaba nuestro sino.
— ¿Qué demonios...? — abrió la boca Thomas Turner.
— ¡Devuélvemelo! — exigí, alterada por nuestras caricias y por su desafío.
Él sonrió más ampliamente y apuntó:
— ¡Ven a por él!
Fue dicho y hecho: impulsiva, me agarré bien a Inola y troté deprisa hacia Namid. No se movió, aguardando, y aunque sabía que me lo estaba poniendo demasiado fácil, alargué los dedos para recuperar mis pertenencias. Frío, él se limitó a levantar el brazo y las flechas se me escurrieron entre los dedos. "¡Maldita sea!", maldije. Sin embargo, justo en el momento en que estaba virando para volver a encararlo, Namid ya tenía la siguiente ofensiva lista. Conocía mis puntos débiles, como todo buen guerrero debía, y se anticipó a ellos: en el momento en que estaba girando, me atrapó con una cuerda fina y, solo ahí, cabalgó hacia a mí en un parpadeo. Hice el amago de liberarme, pero a medida que se aproximaba, la cuerda se apretó a la piel hasta inmovilizarme. "¡No, no, no!", renegué. Inola se envalentonó cuando Giiwedin le rozó y lo que presencié a continuación quedó tallado en mi memoria: Namid pegó un salto, sobrehumanamente ágil, y se sentó bruscamente detrás de mí, sobre mi caballo. Certeramente, bloqueó cualquier tipo de huida, lacerándome con la soga y su cuerpo.
— ¡¡Suéltame!!
La sangre me hervía en las venas, llena de furia. Resistiéndome, lancé patadas y codazos. Él no pudo esquivarlos todos y, como respuesta a mis golpes, me apretó más contra él mientras cabalgábamos a toda velocidad, alejándonos.
— ¡¡Señorita!! — alcancé a escuchar el preocupado grito de Thomas Turner.
— ¡¡Suéltame!! — le pegué con más fuerza, viendo irremediablemente como las figuras iban empequeñeciéndose y Namid me llevaba, en contra de mi voluntad, hacia la profundidad del bosque que bordeaba el campamento —. ¡¡Déjame!!
Me agachó el cuello para que no me golpeara con las ramas, mordí su mano izquierda. Él lanzó un quejido, soltándome un poco. Aproveché para intentar escaparme. Desgraciadamente, le lancé un poco hacia atrás; al hacerlo, perdimos el equilibrio: los dos caímos a toda velocidad de bruces al suelo. El golpe fue seco y doloroso. Dimos varias vueltas, mezclándonos con hojas muertas, y yo saqué mi daga, sabedora de que iba a aterrizar encima de él. En efecto: nos detuvimos junto a una extensión de musgo, mi cuerpo sobre el suyo. Enrabietada, empuñé el arma por encima de su cabeza. Un torrente violento, poderoso, se apoderó de mis facultades. Namid me paró el brazo muy cerca de su cuello. Era todo potencia. Nos miramos intensamente, con la respiración entrecortada, y él sonrió placentero. Las pupilas le brillaban, tanto como mis mejillas.
— ¡¡No vuelvas a tocarme!!
Le embestí por segunda vez y Namid dejó los juegos de niños a un lado: con un toque enérgico, me desarmó, me tomó de la cintura y cambió nuestros lugares.
— Suél..., suéltame... — gemí al recibir todo su peso sobre mis caderas.
Las tornas habían cambiado: ahora era yo la que estaba a su merced. El cuchillo reposaba lejos de mi alcance. Batallé, revolviéndome como una gata, y tuvo que emplearse a fondo para sujetarme.
— ¡¡Déjame!! — vociferé cuando me cogió de las muñecas, estirándome los brazos hacia arriba, y me encontré desprovista de defensas —. ¡¡Te mata...!!
Namid comandó silencio besándome desenfrenadamente. Se sumergió en mi boca con nervio robusto, casi necesitado. Abrí los ojos como platos. Lo empujé como pude y le abofeteé.
— ¡¿Qué estás ha...?!
Por segunda vez, sus labios penetraron los míos apasionadamente. Era como si estuviera diciéndome: "Aquí, ahora. Te deseo". El corazón se me desbocó. Me besó, una y otra vez, frenéticamente, al tiempo que una de sus manos empezaba a sumergirse en mi pelo y la otra descendía por la cintura con claras intenciones. Entre bocanadas de aire, susurré:
— Na..., Na..., Namid... — intentaba apartarme —. Pa..., pa..., para...
Contratacó, tirándome un poco de la parte anterior del cabello, arqueando así mi cuello, e hizo decrecer su lengua por mi garganta dominada. Mis quejas se fueron transformando en susurros incoherentes, en jadeos. Lo quisiera admitir o no, y pesar de mi resistencia, yo estaba igual o más excitada que él. Algo desconocido en el interior de mis muslos se humedeció.
— Na..., Namid... — alcancé a decir, rendida.
Aún hice todo lo posible para rebelarme: no quería ser doblegada. Conforme más le desafiaba, sus ojos más se encendían. Así era nuestro juego: cazador, cazada; cazadora, cazado. Un tira y afloja que nos estremecía.
— Eres indomable...
Aquel murmullo en el lóbulo de mi oreja, casi un suspiro mortal, provocó que mis mulsos se contrajeran. Poco a poco, sus caricias, sus besos, se tornaron cálidos, pausados, dulces. Mis manos le rodearon el cuello con urgencia y lo atraje más hacia a mí. La punta de mis senos golpeó su torso descubierto. Tocarle, sentirle..., era una necesidad imperiosa.
— Te mataré por lo que has hecho... — musité, entre sofocada y coqueta.
— Hazlo — percibí su sonrisa pícara durante el beso —. Aunque yo tengo otros planes...
Di un fuerte respingo cuando noté cómo sus dedos se metían por debajo de mi pantalón. Todo mi ser reaccionó con un tembleque.
— No te haré daño... — ronroneó con calma.
Inevitablemente, me asusté. Era una frontera nueva, plagada de incertidumbres. Para tranquilizarme, Namid me besó mimosamente.
— Confía en mí.
Él abrió un poco la palma de su mano y buscó mi parte más íntima. Tuve miedo y las piernas se me cerraron. Con suma comprensión, volvió a besarme y, haciendo palanca con el codo, fue abriéndomelas sosegadamente. Estaba tremendamente aterrada. Sin dejar de mirarme entrañablemente, la yema de sus dedos alcanzaron la cumbre de mi sexo. Al sentirlos, el placer me atravesó. Era intermitente, inexplicable, raro, y gemí a pesar del pudor.
— No te haré daño... — siguió susurrando dentro mi boca. La fricción sobre aquellos inhabitados parajes hizo que echara la cabeza hacia atrás. Con cuidadosos movimientos circulares, tuve que morderme los labios para no desmayarme allí mismo. Estaba más y más mojada, pero no alcanzaba a comprender la razón, el funcionamiento de mi propio ser —. Despacio..., muy despacio...
Los huesos me vibraban, me temblaban.
Aullé, en el amparo solitario de la foresta, que siguiera. Que siguiera hasta dejarme vacía.
Lento, muy lento. Así me acarició.
Gemí hasta extinguirme contra mí misma.
Ardiendo, transpirando..., terminamos tumbados, extenuados y empapados.
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