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Ozhibii'igaade - Ellos escriben


Dando vueltas y vueltas inquietas en el interior de mi tipi asignado, la noche fue transcurriendo con una ausencia de respuesta a la petición de Namid. No me atreví a ir en su busca y, en consonancia con la tradición, él no podía acudir a mí hasta que yo no lo hiciera, es decir, debía admitir a solas, sin explicaciones, el inevitable rechazo. Era incapaz de tumbarme, las piernas y la mente estaban hartamente activas para hacerlo. Las sienes me bullían con miles y miles de pensamientos, cada uno más contradictorio que el anterior. ¿Cómo se sentiría él si no aparecía? ¿Cómo me hubiera sentido yo? Probablemente avergonzada, quizá hasta humillada. Sin embargo, no debía tomar una decisión tan importante en base a los deseos de las demás personas: debía elegir por mí misma. La disyuntiva radicaba en ese detalle. Como cualquier joven de mi edad, albergaba curiosidad por los placeres de la carne. Era natural, ¿no? El problema estribaba en que la curiosidad era bien distinta que la experimentación. Además, era innegable la peligrosa atracción que sentía por Namid. En ocasiones me asustaba ser consciente de hasta qué punto me atraía, sobre todo tras nuestro inesperado reencuentro. El miedo era uno de los sentimientos mayoritarios: miedo por mi propia dignidad, miedo por mi inexperiencia. A aquellas alturas, él ya habría pasado la noche con decenas de mujeres. Yo, por el contrario, sólo me había besado con un mohawk de dudosa ética. Todo parecía un inconveniente. "Pero tú deseas hacerlo", clamaba la voz verdadera de mi corazón. Siendo sincera, no deseaba hacerlo, le deseaba a él. Era bien diferente.

Había desobedecido a mi familia, me vestía como un hombre, mas no podía aceptar pasar la noche con otra persona. Mi honra..., una vez perdida..., sería el fin. Nos habían enseñado que las personas serían capaces de adivinar nuestra falta de virginidad y nos asaltarían por las calles. Nadie me querría, nadie aceptaría casarse conmigo. "Pero tú no quieres casarte", repliqué. Le deseaba a él, a pesar de los golpes y los desprecios. Y si, una vez ultrajada, ¿me abandonaba a mi suerte? "Lo único por lo que merece la pena perder la vida es por la honra, niña", me había repetido hasta la saciedad mi abuela. ¿Estaba a punto de incumplir sus enseñanzas?

¿Y si me moría dentro de dos días? ¿Me perdonaría hacerlo sin haber sentido sus labios sobre los míos?


‡‡‡


Con el nerviosismo pisándome los talones y el corazón en la garganta, anduve hasta el tipi de Namid. Todo el campamento estaba en profundo silencio, dormitando, y los guerreros que hacían guardia estaban demasiado lejos para poder verme. Si pensaba en lo que estaba haciendo, me daría la vuelta y no regresaría, por lo que llegué a la tienda y entré sin llamar. El fuego de la pequeña hoguera me cegó por unos instantes, pero pude ver cómo él daba un respingo, sorprendido, y se incorporaba con brusquedad. "¿Qué estás haciendo, Catherine?", pensé.

— Waase... — balbuceó, estupefacto.

Me di cuenta de que, antes de mi aparición, había estado tumbado sobre unas mantas, leyendo un libro pesado. Había aceptado inexorablemente que yo no acudiría a su llamada. Ello me entristeció.

— ¿Qué significa esto? — elevé la muñeca y le enseñé la pulsera.

Atolondrado, se sentó con apuro y, ruborizado de pies a cabeza, dijo:

— Ha sido una falta de respeto, lo sé.

Yo apreté la nariz, sin esperar aquella disculpa. "Estupendo, cuando decides venir, Romeo se arrepiente", refunfuñé.

— Las mujeres me han dicho que significa que...

— Catherine, de verdad, lo siento. En tu mundo es...

Mi mundo. Yo era una isla, él el océano. Ansiaba por encima del sentido común que pudiéramos vivir sobre la misma tierra, sin diferencias más importantes que las del talante.

— Dime qué significa — le interrumpí.

— Ya..., ya sabes qué significa — titubeó.

— ¿Por qué lo has hecho?

— Te pido disculpas.

— No las quiero — reiteré. Había dejado de estar ofendida horas atrás, ahora sólo estaba asustada —. Responde: ¿por qué lo has hecho?

Namid parpadeó, sin comprender mis intenciones.

— ¿Por qué sino? — carraspeó —. Para nosotros..., es..., es un regalo, una ofrenda a la mujer que...

Iba a pronunciarlo, iba a confesar que me quería en voz alta. No obstante, se detuvo antes de efectuar la consecuencia final. Los dos nos miramos.

— ¿Qué es para ti? — enuncié una pregunta que, en cierto sentido, soterró mi leve decepción.

— Era un regalo. Una forma..., educada..., de...

— Te agradezco el regalo — me tembló un poco la voz, aunque intentara aparentar seguridad —. He comprendido que no era una ofensa, por eso estoy aquí.

Él pareció entender de golpe que, en efecto, yo estaba allí, en su tipi. Si así era, tal vez hubiera aceptado. Como consecuencia, abrió los ojos y sentí su confundida estela sobre los míos.

— ¿Puedo sentarme?

— Sí-sí, claro.

Temblando, tomé asiento casi a su lado. La incomodidad era densa.

— ¿Qué leías? — intenté romper el hielo. "Naturalidad, Catherine. Sé natural", comandé.

— ¿Có-cómo? — él me miraba como si fuera una aparición celestial.

— ¿Qué leías?

— ¡Oh! Uno de mis compañeros me enseñó a leer. También puedo escribir mi nombre. Mira — me extendió un trozo de papel arrugado donde ponía, con letra torcida y pobre, "Namid". La cándida ilusión que mostró al contármelo me hizo sonreírle con timidez —. Este libro lo compré en un pueblo, cerca de las tierras del cuervo.

La sonrisa se tornó ciertamente agridulce cuando leí el título: Las mil y una noches. Él enseguida apostilló:

— Era el único libro que conocía. Lo había visto en tu casa y la señorita Jeanne nos habló de él en el poblado. Es tu favorito, ¿no?

Mi hermana..., cuánto la echaba de menos. Me faltaba una parte del alma si no la tenía a mi lado.

— Sí, lo es — le sonreí, ciertamente emocionada —. Me conmueve que lo eligieras.

— Era una forma de sentirte cerca.

Subí las pestañas al oír aquellas tiernas palabras y él me estaba sonriendo con promesas de que todo iría bien, de que volvería a ver a Jeanne. Las ganas de abrazarlo fueron tan fuertes que creí desvanecer allí mismo.

— Siempre tienes algo bonito que decir — le halagué, rompiendo el contacto visual para acariciar la cubierta malgastada del libro.

— Es difícil no hacerlo.

Como había ocurrido horas antes, su mano se situó sobre la mía. La sangre corría por las venas de manera desbocada.

— ¿Por qué? — me reí un poco, ruborizada.

— Ojalá pudieras verte con mis ojos.

Su comentario, tan acertado, tan repleto de afecto, me llenó las pupilas de lágrimas. Él estrechó nuestras manos y se acercó a mí.

— Desconoces la inmensidad de mis pensamientos desde que nos conocimos. No nos entendíamos, ¿recuerdas? — volví a reírme tenuemente, esta vez con los párpados húmedos —. Pero brillas como las llamas, eres un don de la naturaleza. Soy afortunado, a pesar de todo.

"A pesar de todo...", recuperé sus últimas palabras. A pesar de que no pudiéramos estar juntos.

— Eres demasiado benévolo.

— Hasta un ciego sería capaz de verte — bajé la barbilla, abrumada por sus lisonjas —. Ojalá hubiera podido decirte todo esto en Quebec. Era tal la impotencia que sentía... —suspiró—. ¿Por qué no me miras? — suavemente, me volteó el rostro hacia el suyo. Cuando nuestros ojos se alienaron, rompí a llorar con una sonrisa perdida. Namid me la devolvió y apartó los lamentos con las yemas de los dedos —. Te besaría hasta las lágrimas.

Comprendí lo que era el amor en aquel momento. Mi espíritu estaría anclado al suyo hasta la eternidad. Lo había estado desde aquella tarde calurosa en el porche, cuando no era más que un enemigo. Lo había estado desde que llegamos al mundo. Desde siempre.

Me situó un par de rizos detrás de la oreja y dijo:

— Abre el libro.

En el momento en que lo hice, vi que la primera página estaba repleta de garabatos: en cada uno de ellos había intentado escribir Catherine. Afectada, le miré.

— Sé escribir dos palabras: tu nombre y el mío —sus ojos también estaba humedecidos—. Juntos son invencibles.

Violentamente, me lancé a su cuerpo y lo abracé con fuerza, ocultándome en su pecho. ¿Cómo había podido seguir sin él?

— Gra-gracias — sollocé.

— ¿Por qué? No llores — me apretó los mofletes con cariño —. No llores...

— Gracias por salvarme.

Namid se quedó en silencio, escudriñándome. Pareció contenerse. Lentamente, me besó la mejilla.

— ¿Está bien escrito?

— Honestamente, le falta una "h".

Los dos nos echamos a reír, como dos tontos.

— Lo que sospechaba...

No me importaba nada más: sólo quería abrazarlo.

— No me sueltes — le pedí en un susurro.

— No lo haré, esté donde esté — me prometió —. Recé a los ancestros por tu regreso y concedieron mi deseo. Eres una bendición de los cielos. Lo supe desde que te vi por primera vez. Siempre, siempre estaré contigo — me besó la frente.

Nuestras narices se rozaron, quizá para despedirse, y murmuré:

— Ninaabem.

Mi marido. Mi hombre.

Namid respondió:

— Niiwiiw.

Mi esposa. Mi mujer.

Sus ojos buscaron mi boca y ni siquiera se molestó en romper el tenso silencio. Solo existíamos ambos, nuestros anhelos, y la oscuridad nos envolvía hasta enterrarnos en un mundo creado por nosotros, donde no había dolor, donde hablábamos el mismo idioma, donde podíamos amarnos.

— No te vayas.

No podía permitir que nos separaran, ya no, ni aquella noche ni nunca. Recordé todos los días que había pasado en vela, incapaz de dormir, con los párpados enrojecidos de reprimir las lágrimas, porque él no estaba junto a mí; se encontraba muy lejos y jamás sería capaz de alcanzarlo. Hoy estaba junto a él y no cometería el mismo error dos veces.

— Quédate conmigo esta noche.

Su susurro provocó que me sonrojara copiosamente, pero no aparté la mirada, mostrándole de manera indirecta que sería suya si me besaba. Un beso lograría callarme para siempre, enterraría todo el dolor y las cicatrices. Esperar sería algo del pasado. Su cuerpo se inclinó hacia el mío, pero se paró en seco. Namid temía sus propios impulsos. Yo entreabrí los labios de manera natural y tuve que tragar saliva cuando vi cómo sus traviesas pupilas doradas bajaban de mis ojos a mi boca, como si me quisiera comer entre caricias. ¡Era tan joven! Nunca había estado con ningún hombre, tampoco sabía cómo besar, pero no tenía miedo. Quería que él me enseñara a usar mi boca, a juguetear con mis manos, a amarlo hasta agotarlo.

— No te vayas. No quiero abrir los ojos y que todo esto sea un sueño. No quiero despertarme y que no estés. No te vayas.

Jamás me iría si Namid me permitía estar a su lado, hasta al final. Retomé la seguridad y acorté la distancia entre ambos hasta hacerla inexistente. Nuestras narices volvieron a chocar y sentí que nuestros acelerados corazones latían al unísono. Inevitablemente, los dedos ya se buscaban en la penumbra e imaginaban todas las formas de recorrerse. Era como si las paredes de la tienda estuvieran agazapándose en torno nuestro, respirando de los gemidos reprimidos que queríamos provocarnos el uno al otro. Antes de que pudiera reaccionar, posó mis labios sobre los suyos con rapidez y le di un tímido beso. Simplemente nos rozamos, como aquella noche en el poblado, pero una sensación electrificante me recorrió, atemorizándome. Namid me taladró con la mirada, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no abalanzarse sobre mí. Sin embargo, bajé el rostro y reprimí una risa nerviosa, casi excusándome por mi atrevimiento.

— Lo sien-siento.

Pedí disculpas, avergonzada por mi osadía, excesivamente inocente para entender lo que su mirada me estaba diciendo. Él, callado, esbozó una media sonrisa y volvió a acercar nuestros rostros con lentitud. Por tercera vez, nuestras narices colisionaron, esta vez con más delicadeza, y de nuevo buscó mi boca.

— No pidas perdón. No quiero que pares.

Me ruboricé entera, estática. Namid, con dulzura, extendió sus manos y me acarició el pómulo enrojecido. Como el primer día, él me buscaba, yo quería que lo hiciera, pero rehuía, miedosa. Aquel momento se había repetido en nuestras mentes a lo largo de los meses, de los días, de los años, mas por fin se cumplía. Me acarició el rostro y cerré los ojos cuando hundió sus labios en los míos. Su beso fue diferente: no se limitó a rozar la comisura de mis labios, sino que introdujo su boca en la mía, cálidamente pero con decisión. Al segundo, Namid ya estaba tomándome el rostro con ambas manos y aumentando la velocidad. Podría haberme alimentado solo de sus besos, del amor que encerraba su boca, y todo lo demás hubiera sido superfluo.

Aguanté la respiración y él nos alejó con gran esfuerzo. Aquel rociado rincón de mis facciones era todo un universo inexplorado en el que Namid era el único con permiso completo. Todo en mí estaba intacto, de pies a cabeza. Había escrito "Sólo tuyo" en cada hueco. Darse cuenta de aquello pareció alterarlo y produjo que volviera a besarme intensamente. Fue un beso largo en el que nos dijimos todo lo que habíamos callado. Excitada, comencé a responderle con vigor. Noté cómo se tensó, pero no retrocedió: nuestras calientes lenguas jugaron al escondite entre beso y beso, casi sin dejarnos respirar, y dejé ir un jadeo cuando me mordió la carne virginal de los labios con una pasión que me hizo estremecer. Mi cuerpo se encogió un poco, superado por los estímulos, aunque relajándose al mismo tiempo. Mi aliento era una caída al vacío que pedía a gritos que se deshiciera de mi virtud allí, sobre las pieles.

Los besos pasaron a las caricias silenciosas por encima de la ropa. Namid se alejó de mis labios a correprisa y arremetió contra mi blanco cuello. Al hacerlo, di un respingo y mi garganta comenzó a emitir sonidos apresurados. Descubrí aquella noche que era una zona bastante sensible, por no decir la que más, cuando él combinó sus labios, lengua y dientes con el fin de hacerme gozar. Eché la cabeza hacia atrás y los gemidos se hicieron perfectamente audibles. Todo a mi alrededor daba vueltas.

— Pídeme que pare, por favor... — murmuró de pronto, como en trance —. Pídemelo...

Yo también lo sabía: si no nos deteníamos, llegaríamos hasta el final sin sopesar las consecuencias. El cuerpo me temblaba, entre pletórico y atemorizado.

— Pídemelo... — regresó a mi boca. Sus besos eran dulces y atentos, rápidos, rítmicos —. Pídemelo...

Namid no deseaba presionarme. Era consciente de que, en perspectiva, no nos habíamos prácticamente tocado. Tal vez era temprano para dar el paso.

— No voy a poder parar — susurró entre besos y mordiscos —. Eres preciosa...

En aquel momento me di cuenta de que él también estaba asustado. Las emociones eran tan intensas que estábamos a punto de ahogarnos. Poco a poco, reduje la velocidad de nuestros labios y, en contra de mis expectativas, la lentitud me dejó sin palabras. Nos besamos con delicadeza, con un amor dedicado, hasta que Namid se separó un poco, casi sin respiración, y apoyó su frente en la mía.

— No estamos listos...

Una parte de mí se tranquilizó al oír aquello, puesto que era verdad. Nos miramos, completamente alterados, y él me abrazó con desesperación. Acurrucada en sus brazos, le besé tiernamente.

— Gracias por esperar... — musité con sinceridad.

A continuación, fue Namid el que me besó con delicadeza. La cicatriz de su boca estaba marcada en mi piel. Si la felicidad hubiera sido un instante de mi vida, no el transcurso de la misma, habría llevado su imprenta.

— ¿Por qué te necesito tanto?

Con una sonrisa contesté:

— Porque está escrito en los cielos. 

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