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Noojimo' - La cura



Las seis semanas que duró su ausencia estuvieron plagadas de nieve. En consonancia con el cielo, su marcha trajo el verdadero invierno. Hacíamos acopio de sal para derretir los bloques de hielo que bloqueaban todas las entradas y no nos movíamos de la chimenea. Thomas Turner venía a visitarnos múltiples veces, era el encargado de llevarme y traerme del poblado los días en los que me presentaba allí para dar mis lecciones de francés. En su compañía me enteré de que Namid se había ido fulminantemente de Quebec. Ocurrió tres días después de lo ocurrido en el jardín trasero. Yo acudí a mi aula, en un intento de normalidad que se resquebrajó cuando interpreté que Namid no estaba por ninguna parte, no porque yo fuera incapaz de encontrarlo, sino porque se había evaporado. Había un pacto de silencio que impidió que nadie, ni siquiera Honovi, me explicara los motivos de su supuesto viaje. "Ha partido rumbo al clan del lago Ontario", intentó consolarme el mercader. Quería hacerme creer que Namid había hecho aquello por cuestiones de diplomacia, pero todos sabíamos que no era así. Se había marchado, punto.

Al principio, me cabreé. Me negué a llorarle. Daba mis clases a los niños y a Inola con entereza. No obstante, no tardé en quebrar. Tras dos semanas, el heredero de Honovi tuvo que estrecharme entre sus anchos brazos en la íntima clase para que nadie más pudiera oírme sollozar. Estaba aprendiendo el alfabeto a pasos agigantados, casi al mismo ritmo que Wenonah y el resto, y nos estábamos convirtiendo en inseparables. Inola comprendía el dolor que significaba echar de menos a una página en blanco, inacabada antes de ser iniciada, y paliaba como podía la culpabilidad que se apoderaba de mí al recordar que yo había provocado aquello. Lo echaba tanto de menos que el pecho ardía con la fuerza de mar de lava. Temía que me abandonara para siempre..., es más, llegué a prepararme para ello.

— He recibido noticias de Namid — dijo repentinamente Thomas Turner mientras jugábamos a los naipes en el salón.

Jeanne levantó la vista del patrón de costura y Antoine hizo lo propio con los planos que estaba ojeando.

— Honovi me ha hecho saber que está a salvo y que volverá, tarde o temprano.

— Bien — contuve cualquier sentimiento.

"Está vivo", me inundó una sensación de agradecimiento. Los conflictos en la frontera inglesa se habían encrudecido en el último mes y cada día llegaban noticias de ajustes de cuentas, muchos de ellos perpetrados en contra de los indígenas. No había noche en la que no rezaba porque Namid estuviera bien, aunque jamás regresara.

Nadie añadió nada más, por miedo a enturbiar mi supuesta calma interior, pero Thomas Turner me entregó un sobre arrugado cuando le acompañé hasta la puerta.

— Léala — me cerró la mano en torno al papel —. No quería contarle todo lo que sé delante de su hermana y Antoine. Léala y entenderá.

Cubierta por numerosas mantas, abrí la misiva con las manos temblorosas.

Querida señorita Olivier,

Le escribo esto transcribiendo los relatos de Honovi. Deseaba que se mantuvieran en secreto, por lo que decidí hacerle entrega de esta carta lo antes posible.

Sé que está bastante preocupada por la marcha de Namid, todo el poblado siente pena por lo ocurrido, también lo echan de menos. Su desaparición fue decisión propia. La tomó tras regresar de su casa y hacerle entrega de la yegua. Informó a sus padres y a Honovi que deseaba hacer un viaje para visitar a sus familiares del clan del mapache, en las tierras del lago Ontario. Son territorios peligrosos, como usted bien sabe, y Honovi quiso saber cuál era la urgencia que producía aquella necesidad. Namid le confesó que no se encontraba bien, que su ánimo había disminuido sin que él pudiera evitarlo. Necesitaba aire fresco, despejar sus ideas, alejarse de todo por un tiempo. Prometió que volvería siendo el guerrero que era y le pidió disculpas por actuar sin pensar en las posibles consecuencias. Le habló de usted, señorita Catherine. Le pidió que la cuidara y no le explicara por qué se había desvanecido de su lado. Le dijo: "No es su culpa, querido tío. Es culpa mía por desear lo que no puedo tener. Debo encontrar el equilibrio. El gran espíritu me amparará. Regresaré".

No le guarde rencor, querida Catherine. Confíe en mí: lo hizo por el bien de los dos.

Le aprecia con todo su corazón,

Thomas Turner


‡‡‡‡


Jeanne ocupó el puesto de Florentine aquella noche para cepillarme la melena antes de irme a dormir. Sin ninguna intención de ocultar la carta de Thomas Turner, ésta reposaba sobre el tocador, semiabierta. La visión de mi hermana era lo suficientemente ágil para captar la firma del mercader al final de la cuartilla. Además, mi ánimo no era muy efusivo, por lo que me preparé para sus preguntas.

— Cariño, ¿qué era lo que el señor Turner tenía que decirte con tanta reserva?

— Puedes leerla — dije, seca —. Trata de Namid.

Noté cómo sus dedos se adherían al cepillo de nácar con tirantez.

— Cuéntamela — luchó por sonreír.

— Está a salvo en el clan del mapache, cerca del lago Ontario. Tiene familiares allí, primos creo. Se marchó porque necesitaba cambiar de aires — resumí con un nudo en la garganta —. Sé que ni tú ni Antoine deseabais entristecerme, lo comprendo.

Dolida por el vacío que habían ocupado los días sin su piel oscura y sus ojos etéreos, me levanté del asiento sin dejar que Jeanne terminara de peinarme.

— Pajarito, volverá — intentó animarme.

"Pero no querrá saber nada de mí. Yo le hago daño", dije interiormente.

— ¿Sigues extrañándole? — se sentó a los pies de la cama.

La miré profundamente y contesté:

— Sí. Me gustaría pedirle disculpas.

— ¿Por qué deberías? — me acarició los rizos.

— Porque lo traté injustamente.

Jeanne no sabía que había intentado besarme, era mejor así. Al fin y al cabo, no conllevaría diferencia que conociera aquel detalle.

— Fue un malentendido. Estoy segura de que Namid no te guarda rencor. Es probable que le superara la situación... — omitió lo que realmente quería alegar —. Si no te sintieras decepcionada con tu comportamiento, ¿lo extrañarías?

Era una buena pregunta.

— Sí. Mucho — asentí en un hilo de voz.

Mi hermana suspiró, hundiendo la vista en el vacío de la habitación que el anochecer formaba a través de las cortinas.

— Pensé que conseguirías olvidarte de todo esto, pero me equivoqué. Antoine estaba en lo cierto... Tú le quieres. Él te quiere.

— Él no me quiere — resoplé con cierta amargura.

— Querría no quererte, pero lo hace, Catherine. Esa fue la razón que le hizo dejar su hogar. 



‡‡‡‡


Las estrellas siempre lo resucitaban. El insomnio había regresado con una necesidad rugiente que provocaba que diera vueltas y vueltas sobre el mullido colchón. El rastro de las pesadas lágrimas reposaba sobre las mejillas enrojecidas. Había logrado mantenerme serena la mayor parte de las noches en las que su ausencia me aprisionaba, pero no en aquella. Las noticias de Honovi habían revuelto lo que llevaba un mes adormecido por el dolor. ¿Cuántas veces acabaría sermoneándome por mis fantasías? Era un indio..., que yo lo quisiera no significaba nada, no cambiaba el hecho de que era imposible que una blanca mantuviera una relación sentimental con un indígena. Namid también lo sabía y, del mismo modo, había caído en la trampa de pensar que podría ser viable. Se dio cuenta aquel día, cuando mi vestido roto impuso las reglas. "Por eso se fue", pensé agriamente. Se fue porque necesitaba aceptar la realidad y, para ello, debía de alejarse de mí. Los sentimientos le habían desbordado. Se nos estaba yendo de las manos. Estaba faltando a mi promesa. Lo echaba de menos. Extrañaba cada rincón de sus manos.

Me enjugué las lágrimas con el batín aterciopelado y me asomé a la ventana. ¿Dónde se encontraría en aquel momento? ¿Estaría viendo los mismos astros que yo? ¿Pensaría en mí? Quería creer que sí, que de una forma u otra, el vínculo no había muerto. Tras el cristal vi a Algoma jugueteando en los alrededores del esqueleto del nogal. Me había negado a encerrarla en el pequeño establo, conforme con los modos de crianza de los ojibwa. Thomas Turner había intentado, en vano, enseñarme a montar. Repentinamente, pensé en el regreso de Namid y en nuestro último encuentro. Con sigilo, salí de mi habitación y descendí a la primera planta. Florentine se había dormido sobre la mesa de la cocina, zurciendo unos pantalones de Antoine. La tapé con cariño con una manta de lana y observé el montículo de ropa masculina que descansaba sin plegar, arrugada. Cuando quise darme cuenta, me había quitado la camisola de dormir, cubriéndome con unos holgados pantalones oscuros y una camisa blanca que me llegaba hasta el inicio de las caderas. Rodeé mi cuerpo con un abrigo de piel y tomé mis botas de montar de la entrada. Ya en el jardín trasero, soporté los finos copos de nieve como pude y Algoma relinchó a lo lejos al advertir mi presencia. Galopó hasta la cerca y yo no podía creer lo que estaba experimentado: vestida con aquellas prendas de hombre, podía moverme de todas las formas posibles. Salté la valla sin dificultad y la acaricié. El recuerdo de la voz de Namid me sobrecogió: "Levántate, Catherine. Inténtalo de nuevo". Lancé una mirada a la nada que me rodeaba. Instintivamente, rodeé el cuello de Algoma como me había enseñado y me impulsé con todas mis fuerzas. Caí una, dos, tres veces. Sin embargo, no desistí. Nos situé en una zona más central de la explanada y, guiada por los ojos relampagueantes que ocupaban el manto nocturno, lo intenté de nuevo. En el décimo intento, conseguí que una pierna llegara al lomo. Me resbalé, rodando por la nieve, pero mi yegua siguió quieta, esperándome. "Vamos, Catherine, levántate", me exigí. Con la ira acumulada durante horas y horas, me llevé hasta la extenuación. Con las manos totalmente enrojecidas por el frío, me quedé estática cuando salté con todas mis fuerzas y mi cuerpo llegó al lomo del animal. Estaba encima de ella. Lo había logrado. Al recibirme, Algoma avanzó un poco y yo tuve que sujetarme con fuerza para no caer. Poco a poco, me incorporé hasta estar sentada sobre su espalda. Me costaba respirar y tenía todo el cuerpo dolorido, pero no iba a rendirme. La yegua aceleró y, aunque nunca había cabalgado sola, necesité la libertad que ello proporcionaba. Le instigué a que aumentara la velocidad y, principiante como era, perdí el equilibrio y me di de bruces con el suelo. Exhalé un quejido de dolor al recibir su dureza y el pantalón no tardó en humedecerse por la sangre que ya dejaba ir mi rodilla herida. Algoma se detuvo al instante.

"Levántate, Catherine. Inténtalo de nuevo", me traspasó su memoria.

Fatigada, me puse de pie otra vez. No iba a rendirme. Repetí cada uno de los pasos y, aunque me fue costoso montarme en el lomo, en el momento en que lo hice, le susurré que corriera como el viento. En diez, veinte ocasiones caí. Cada vez me hacía más daño, mas mi propósito se endurecía. No importaba, volvería a levantarme hasta romperme la crisma.

"Por ti, Namid", me repetía constantemente, alentándome con el día en el que él volviera a mis brazos.

Ya amanecía cuando Florentine, Antoine y Jeanne salieron al jardín trasero entre aspavientos. Se pararon en seco al verme, orgullosamente erguida sobre Algoma, cabalgando como una joven indígena. Estaba al borde de mis fuerzas, pero no me importaba: no volvería a caerme. 

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