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Niigi - Ella nace


Despegué los párpados con cansancio al ritmo de una voz desconocida. Me dolía todo el cuerpo y sentía náuseas. No recordaba cómo había llegado hasta mi cama y los ojos me escocían. Tenía un paño sobre la frente y a alguien estrechándome la mano con fuerza: era Florentine. De pie, unos centímetros más lejos, Jeanne y Antoine prestaban toda su atención al médico.

— Ha sufrido un desvanecimiento severo. Necesita reposo. ¿Qué fue lo que lo causó, señor Clément?

"No se puede querer a un indígena", retumbaron las palabras. El salón. Las preguntas de Antoine. Las lágrimas.

— ¡Ha despertado! — exclamó Florentine al descubrir que tenía los ojos abiertos.

— ¡Catherine! — Jeanne se lanzó sobre la colcha y me acogió en sus brazos.

Mi vuelta a la consciencia evitó que el arquitecto tuviera que responder.

— Señorita Olivier, ¿se siente mareada? — se acercó el doctor.

— Un poco... — murmuré, débil.

— Mi hermana siempre ha sufrido estos ataques — se secó las lágrimas Jeanne —. ¿Es grave?

— ¿Le sucede desde que es pequeña? — me tomó el pulso con concentración.

— Así es, desde que nació.

Me ocurría cuando me enfrentaba a situaciones extremas y no me quedaban fuerzas para lidiar con mi sensibilidad. La muerte de nuestros padres me mantuvo encamada durante una semana.

— Debería evitar acciones que le generen tensión y apatía. Es un problema de nervios — nos explicó. Antoine me observaba con culpa —. Debe descansar.

Jeanne apuntó a correprisa las directrices del médico y le di las gracias antes de que se marchara. Florentine me miraba con profunda aflicción. Por enésima vez, había vuelto a aparecer la niña enclenque que yo era. No tenía remedio.

— Cariño, ¿te apetece que te traigamos un poco de agua y sopa de ave? — me besó la frente mi hermana — Todo este trajín de la escuela debe de haberte superado. Podrás retomarlo cuando te recuperes.

— Los niños — dije con cierta urgencia. No iba a permitir que mi debilidad entorpeciera nuestro proyecto.

— No te preocupes por eso ahora — me acarició la mejilla.

A Florentine le costó apartarse de mi lado, pero obedeció a su superiora y ambas bajaron a la cocina para proporcionarme algo que llevarme a la boca. Había anochecido y yo me sentía sumamente avergonzada.

— ¿Puedo sentarme? — murmuró Antoine, señalando el lateral de la cama que había ocupado mi criada segundos antes.

"No te pongas otra vez a llorar, por dios santo", me reprendí.

— Esto... — miró al techo, confuso —. No sé qué decir...

— Antoine, yo...

— Ni se te ocurra pedirme perdón — me cortó, tajante.

— ¡No sé qué me pasó! — necesité decir.

— Yo sí lo sé, Catherine — sonó imperativo —. Una persona de tu edad no se desmaya así como así, por muy nerviosa que esté. No voy a consentir que estés en este estado. ¿Qué demonios...? — se echó el pelo hacia atrás con ira —. Me siento tan inútil... Todo esto..., yo..., he estado tan ciego..., yo no sabía que tú... — tragué saliva y esperé —. ¿Quién te anuló de esta forma?


‡‡‡‡


Estaba asustada, muy asustada. A lo largo de mis catorce años de vida, había evitado este momento a toda costa. La purga de los pecados que me consumían como la arena deslizándose sobre las líneas de la mano. No estaba preparada, pero me lo debía. Se lo debía a todas esas personas que estaba preocupadas por mí y me apreciaban sinceramente, por lo que me incorporé sobre la cama e inspiré varias veces antes de salir de la cama. La habitación estaba caldeada por las brasas, pero yo sentía frío en el alma. Descalza, me dirigí al paredón: mi escritorio. Había llegado la hora. Entrecerré los ojos, mojé la pluma en el tintero y comencé a escribir.

Querida mamá:

Estoy componiendo esta carta a oscuras, alumbrada por un mísero candelabro, y sé que la tinta que circula por este papel lleva mi sangre. Debí de haberte escrito esto hace mucho tiempo, pero no albergaba las fuerzas para hacerlo. Perdóname. Espero que no te revuelvas allá donde estés cuando la leas.

Yo te quise durante unos años, en mi temprana infancia. Simbolizabas todo lo que yo admiraba, había nacido de tu vientre, teníamos que ser una. Sin embargo, no lo éramos, o lo fuimos por muy poco tiempo. Cuando quería jugar, tú me regañabas. Siempre lo hacías con una sonrisa. Terminé detestándola. Hubiera preferido recibir una bofetada. Sonreías porque creías que poseías la verdad. Eras adulta, habías experimentado, tu hija pequeña no. Por ello, cuando quería montar a caballo, tú me obligabas a quedarme en el suelo. Cuando sollozaba porque odiaba coser y se me clavaban las agujas en las yemas de los dedos, tú hacías limpiar a Annie los desperdicios caídos sobre la alfombra y decías: "Deja de lloriquear, Catherine". Y sonreías. Te resultaba divertido que la criatura que habías gestado fuera una llorica. Cuando miraba por la ventana, soñando con todas esas fantasías que bailarían más allá de los muros, tú me hacías descender de un tirón. Cuando me sentaba inclinada sobre el plato, tú dabas un toquecito en la espalda para que me pusiera recta. Cuando berreaba en llantos para que no me apretaran más el corsé, tú parecías satisfecha con la tortura y decías: "Deja de lloriquear, Catherine".

Yo anhelaba que tú me aceptaras. Recogí mis sueños de entre todos los noes que me habías gargajeado a la cara y me propuse ser quien tú deseabas que fuera. Me escondí del mundo, de todo, en tu sombra, en el vestido de Jeanne, lejos de mí. Dejé de hablar, ya que nada valioso podía salir de mi boca. Dejé de acomodarme tras las cortinas para ver los caballos corretear, ya que mi sitio estaba en la mesa de costura, en el corsé que me hacía sangrar las costillas, en el silencio. Dejé de lloriquear, ya que tú lo odiabas. Sin embargo, te gustaba que fuera débil. Una niña sumisa a la que poder manipular a tu antojo, siempre y cuando no me atreviera a llorar en público. Y papá lo sabía todo y no hizo nada. "Obedece a tu madre", era continuamente su respuesta. Me veía sufrir, pero no le importaba, porque así no le avergonzaría.

Yo quise quererte como se quiere a una madre, mas no pude. Conforme avanzaba en edad, mi rechazo por ti se adhirió a la garganta. Me encerraba junto a mi clavicordio, donde no podías encontrarme, y tumbaba mis penas sobre las teclas. Pero me sentía culpable. Debía de tener algún problema para albergar tanta animadversión por mi madre. Olvidé quién era. Cada una de mis virtudes se convirtieron en defectos. Pensaba que había algo malo en mí, algo defectuoso, y que tú buscabas ayudarme. Oía tus pasos acercarse a mi habitación y acataba tus directrices como un credo, sin cuestionarlas. Me las sabía de memoria.

Pero te odiaba, te odiaba tanto. La noche en que papá falleció, deseé que fueras tú. Cuando fuimos a la basílica a encender las velas de la capilla de San Juan, recé porque tú murieras. "Deja de lloriquear, Catherine", fue lo último que me dijiste antes de encerrarte en un duelo que fue capaz de llevarte consigo. Tú, la mujer invencible, por la que tanto miedo sentía, había muerto. Y yo se lo había pedido a dios. ¿Qué clase de hija era? Había provocado la desgracia. Sin embargo, una fracción de mi interior se liberó de tu yugo. Me aterraba que volvieras. Había llegado a despreciarte con todo mi ser y eso contradecía el resto de las creencias.

En vano intenté perdonarte, juro que lo intenté. Removía mis recuerdos para encontrar una muestra de afecto, una palabra animosa, una caricia agradable..., y solo una palabra resucitaba: "No". No, Catherine. Siempre no.

Las lágrimas me dificultan seguir escribiendo. ¿Qué más tengo que hacer, cuántos años tienen que pasar, para dejar de escucharte diciendo "Deja de lloriquear, Catherine"? A cada paso que doy, dudo. En cada palabra que digo, me avergüenzo.

Inútil.

Pusilánime.

Vacía.

Yo era solo una niña y tú acabaste con ella.

Lo confieso: quise quererte mamá, pero no pude.


Doblé el papel por la mitad antes de que el llanto emborronara la tinta fresca. Eché la cabeza hacia atrás e intenté serenarme. Las heridas seguían abiertas, sangrando, después de catorce años. Me sequé las lágrimas con las anchas mangas de lino de mi camisón y pensé en Namid, en los niños. Desconocía a dónde irían a parar mis afectos por él, pero estaba segura de que los ayudaría. Había destapado el velo de la realidad, no me quedaría quieta. Yo, quien se creía inferior al resto, efectuaría la diferencia.

Me puse el batín y las pantuflas y bajé en la penumbra al salón con la misiva de mis amarguras. La casa estaba en silencio, mecida por el sueño reparador de todos sus habitantes. Anduve hasta la chimenea y la encendí como se lo había visto hacer a las criadas. El fuego nació de entre las cenizas marchitas, resucitando con más fuerza. Lo admiré y me llené de él.

"Seré fuerte por ellos", prometí cuando lancé la carta a las llamas.

Como el cabello de Wenonah, yo volvería a nacer.

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