Nahuel - Jaguar
El resto del día me permitió habituarme al descuidado y festivo ambiente que suponía la subasta. Descubrí que Claude era un joven servicial que no se molestaba en explicarme una y otra vez cómo debía de apuntar los pedidos para contabilizarlos. Iba de un lado a otro esbozando sonrisas, sin importarme lo mucho que me dolían las plantas de los pies. Me olvidé superficialmente de mi timidez y una parte de mí se contentó por haber podido ayudarles. Thomas Turner parecía saciado de alegría.
— Esta es la señorita Olivier, nuestra mejor vendedora.
Me di la vuelta cuando escuché cómo el mercader me presentaba con aquellas palabras. Di un respingo al encontrarme con aquellos rostros pintados de negro y rojo. Los hurón estaban en nuestro puesto, observando. El que parecía el jefe de aquella comitiva me escudriñó desde su posición y me fue costoso distinguir el cariz de sus ojos al estar cubiertos por tanto afeite. Eran los hombres más terroríficos que había visto nunca.
— Es un gusto conocerla, señorita Olivier. Yo soy Nahuel, líder del clan del oso — respondió en un perfecto inglés.
— En-encantada. — tartamudeé.
Percibí que deseaba decirme algo más, intrigado por mi persona, pero se limitó a sonreírme con moderación y empezó a hablar con Thomas Turner. Me sorprendía escuchar a un salvaje emplear las lenguas que yo conocía con tanta soltura. Los hurón eran los principales comerciantes de pieles de toda Nueva Francia y mantenían buenas relaciones con el gobernador desde los primeros años de la colonización. Había sido la monarquía francesa la que los había ayudado en sus continuadas batallas con las tribus Iroquois y parecían entenderse. Nahuel pretendía venderle parte de su mercancía para obtener unas ganancias más rápidas. Le explicó que los colonos preferirían comprarle a un blanco como él que acudir a un puesto de indígenas y aquello me hizo reflexionar: terminé afirmando categóricamente que era cierto.
— Trato hecho, querido amigo. — le estrechó la mano Thomas Turner—. Siempre es un placer colaborar con los hurón.
Él le respondió con una media sonrisa y me echó una mirada enigmática antes de desaparecer con sus hombres para entregarle las pieles al mercader. Poseía unos rasgos todavía más marcados que los de los ojibwa que había conocido. Un aura de atrayente misterio lo rodeaba y no supe descifrar qué edad tendría, ocultas las arrugas en la pintura. Me resultó profundamente valiente verlos caminar de nuevo a su puesto con aquellas ropas tan estrafalarias, ajenos a las miradas ya acostumbradas, pero reticentes. Yo jamás me hubiera atrevido a hacerlo.
— ¡Ishkode, aaniin!
No tuve tiempo para asimilar la aparición del hermano mayor de Namid frente a mí. Recordaba su nombre, Ishkode, fuego, pero hubiera sido capaz de reconocerle bajo cualquier circunstancia: eran tan parecidos que por un momento creí que se trataba del mismísimo Namid. Era alto y delgado como él, pero su cuerpo era más ancho, musculado bajo la tela, y tenía los mismos ojos oscuros que Wenonah. El largo cuello estaba adornado por pinturas oscuras y solo una oreja estaba perforada por un pendiente estrecho y dorado. Tras él correteaban varios jóvenes ojibwa que desconocía.
— Aaniin, niijikiwenh. — le contestó con afabilidad.
— Señorita Catherine, este es el hermano mayor de Namid — me informó sin darse cuenta del pavor que poblaba mi rostro.
— ¿Namid?
Ishkode recuperó el nombre de su hermano de entre las palabras de Thomas Turner y encarnó una ceja. "Él no sabe nada", pensé. Probablemente supiera que yo había sido la que había salvado a sus compañeros del ataque de nuestros sirvientes, pero advertí que Namid no le había hecho conocedor de nuestros encuentros. A continuación posó sus ojos en mí y la forma de su mandíbula cambió al distinguir el color rojizo de mi pelo, mi distintivo. Bajé la vista cuando sentí cómo me miraba con intensidad. La garganta comenzó a irritárseme.
— Aaniin, nishiime — dijo.
— Está saludándola — tradujo el mercader.
Tensa, le respondí con un silencio que murmuraba a través de los párpados asustados y le hice saber a Thomas Turner que me sentía cansada y deseaba tomar un poco el aire. Ishkode me vigilaba y no alcé los ojos hasta que obtuve el permiso del mercader para abandonar el puesto por unos minutos. No deseaba estar tan cerca de él. Me incomodaba, pero sobre todo me recordaba a lo ocurrido en el aula del padre Quentin. Cuando llegué al exterior, me situé sobre uno de los pocos bancos de mármol que decoraban el parque, agazapada bajo la sombra de un manzano, y me quité el sobrero. Apreté las manos al pensar que tal vez había actuado de forma irrespetuosa con el primogénito de la familia de Namid. Anhelaba conocer más sobre él, pero al mismo tiempo sentía que debía de alejarme antes de generar problemas.
— ¡Nishiime!
Tomada por sorpresa por aquel grito, ladeé el rostro y vi a la energética Wenonah corriendo hacia a mí. Me levanté de un resorte, sin saber por qué, y ella se lanzó a las faldas de mi vestido, echándome hacia atrás, para abrazarme. Me quedé quieta, con las manos casi en alto, pero a la niña no le importó: me abrazó con más fuerza si cabe. Agarrada a mis piernas, levantó la carita y me miró con aquellos ojos lóbregos. Era imposible no devolverle la sonrisa: era la criatura más adorable del universo.
— Ho-hola Wenonah. — le di un par de golpecitos en la nuca.
— Aaniin, nishiime. — sonrió gratamente.
Se balanceó en los pliegues de mi vestido y me pregunté cómo era posible que alguien en su sano juicio buscara cambiarle el nombre a aquella valerosa ave. Wenonah no podía llamarse Marion. Llevaba el pelo suelto, más allá de la cintura, y se lo acaricié con cariño. Wenonah no podía cortar su melena. Súbitamente quise protegerla como a la hermana menor que nunca tuve. Notaba que me apreciaba, aunque no me conociera realmente, y aquello me llenó los ojos de lágrimas. Wenonah se merecía que yo la hubiera defendido en el aula.
Por detrás, una mano desconocida me estiró de la cinta que adornaba el recogido de mi pelo y me la soltó de forma juguetona. Molesta, giré el cuerpo para averiguar quién demonios había tomado por gracioso robármela y topé con el divertido semblante de Namid.
— ¡Nisayenh! — estalló en una carcajada Wenonah.
"No puede estar ocurriéndome esto", mascullé, sonrojada de pies a cabeza. Con descaro, Namid extendió la cinta en el aire, vanagloriado de su conquista, y me sonrió. Wenonah me estiró de la falda, como queriéndome decir que debía de luchar para recuperarla, pero yo solo podía maldecir el atrevimiento de aquel indio. El parque estaba repleto de gente y noté miradas extrañadas sobre mí persona.
— Aaniin, nishiime — me saludó con una reverencia.
Agitaba y agitaba la cinta, riéndose, y la rabia hizo que extendiera la mano para arrebatársela. Veloz, la apartó y la textura de la seda se desvaneció entre los dedos. Las miradas aumentaron a nuestro alrededor. ¿Es que había perdido el juicio?
— Devuélvemela — exigí con voz más temblorosa que autoritaria.
Intenté arrebatársela una segunda vez con mayor ahínco, pero él pegó un saltó y me lo impidió. Wenonah y él se reían, pero la pequeña me ayudaba corriendo detrás de su hermano para inmovilizarle por los tobillos. Namid se escabullía como el inalcanzable rastro del sol sobre la piel y, a medida que lo hacía y yo debía olvidarme de mis modales para perseguirle, se incrementaba mi enfado.
— ¡Devuélvemela!
En una astuta trampa, se detuvo en seco y me la tendió. Confiada, agarré la cinta con fuerza, pero Namid usó aquella oportunidad para tomarme por la muñeca y tirar de mí. Yo intenté zafarme y él cambió la cinta de la mano, apoderándose de ella de nuevo. Estiré el brazo libre como pude y al hacerlo, pisé el bajo de mi falda y caímos de bruces a la hierba con el peso de todo mi cuerpo. Dolorida, di de bruces con el suyo y nuestras narices colisionaron. Namid, debajo de mis formas, me agarró de las caderas para estabilizarnos. Airada, me llevé una de mis manos al tabique nasal y descendí a la realidad: estábamos tan cerca que nuestras pestañas hubieran podido ser un solo abanico blandido al mismo ritmo. Su respiración entrecortada entró en mi boca. Había dejado de reírse. Permanecía estático, como si estuviera sosteniendo una pieza de porcelana entre las manos. La cinta había caído justo al lado de su oreja. Aquellos ojos no podían pertenecer al mundo de los vivos. Si existía algún misterio incapaz de ser resuelto en nuestra corta existencia, debían de ser sus pupilas.
— Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Necesita ayuda?
Un hombre ataviado a la francesa se había acercado a nosotros, asustado por la escena. Varias personas lo imitaron y miraron a Namid con desprecio, como se mira a un criminal sin redención. Wenonah estaba de pie junto a nosotros, seria.
— ¿Le ha hecho daño ese piel roja? — se alteró otro, enseñando el estoque que cargaba. Noté cómo el resto se ponía en guardia —. ¿Quería robarle?
— No — negué con ansiedad. Escuché murmullos alborotados —. Solo estábamos...
"Solo estábamos jugando", completé en mi mente. ¿Quién iba a creerme? Únicamente podían ver a una joven francesa sobre un indio, en el suelo, después de un forcejeo por una cinta. Noté cómo los músculos de Namid se alertaban. ¿Quién iba a creer que una blanca estuviera retozando con un salvaje?
— Apártate de ella — le ordenaron.
— No estaba robándome. Estábamos...
Nerviosa, no encontraba las palabras para explicar la situación, pero sus expresiones coléricas no presagiaban nada bueno. Con esfuerzo, me levanté y me puse de pie. Me temblaban las piernas.
— Lo conozco — carraspeé.
¿Qué hubiera pasado si hubiera dicho en voz alta que éramos amigos? ¿Lo éramos? ¿Alguien me hubiera creído?
— ¿Y por qué le ha quitado la cinta? — preguntó uno de ellos con escepticismo.
"Porque estábamos jugando", pensé con tristeza. De pronto, todo el enfado que había sentido se desvaneció, comprendí que Namid solo había querido ser simpático y mi actitud también había colaborado en generar que los ciudadanos de Quebec se alarmaran. Nadie creería en él..., y no lo harían porque era indígena.
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