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Mitaakwazhe - Ella está desnuda


Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Inaugurados por un clamor victorioso, una decena de hombres mohawk aparecieron de entre los árboles. Chillaron a pleno pulmón, en quejidos, mientras se golpeaban el pecho descubierto. Paralizada por el terror, el grito desgarrador de Jeanne me abofeteó:

— ¡¡¡Dios mío!!! — señaló a uno de ellos.

Aturdida, mareada por los cantos, miré hacia allí. El corazón se me detuvo. Grité de la misma forma y me tapé la boca con las manos. Un indio de cuerpo intimidante portaba la cabeza de uno de los soldados que nos habían acompañado. Estaba enrojecido, con la sangre aún cayéndole por el cuello inexistente, y tenía la boca entreabierta, detenida en los segundos de pavor previos a su muerte. El cuerpo comenzó a temblarme y las rodillas me fallaron. Le faltaba la parte superior del cabello.

Otro indio nos propinó un alarido y lanzó con todas sus fuerzas un objeto. Cayó justo a los pies del carruaje: era la cabellera del soldado. Volví a gritar con tal espanto que no me di cuenta que un tercer mohawk arrastraba del uniforme al soldado que había conseguido, por el momento, sobrevivir. Inola comenzó a relinchar y Florentine vociferó colérica al cochero para que nos sacara de allí.

— ¡¡Rápido!! — exigió Jeanne, montando en el carruaje en milésimas de segundo —. ¡¡Salgamos de aquí!!

Mis pupilas se cruzaron con las del joven soldado. Tenía el rostro ensangrentado y los ojos llenos de lágrimas. Íbamos a abandonarlo..., íbamos a dejarlo a su merced para poder sobrevivir.

Muerto de miedo, el cochero tomó las riendas y azuzó a los caballos. Inola rápidamente comprendió que debíamos de huir. Con una sonrisa plagada de cinismo, el hombre que nos había lanzado aquella cabellera, tomó su arco nada más comenzamos a avanzar a la desesperada y apuntó. El carromato oscilaba violentamente, pero supe que debía hacer que Jeanne y Florentine se agacharan. Esa sonrisa..., me dejó helada. Centró el tiro con calma, a pesar del movimiento, y disparó. La flecha atravesó limpiamente el cuello del criado, matándolo en el acto. Las tres gritamos y su cuerpo inerte cedió, cayendo entre las piernas de los caballos. Cerré los ojos con fuerza cuando los animales tropezaron y sentí que el carruaje volcaba. Dio varias vueltas y nuestros cuerpos salieron despedidos. La caída fue seca y dolorosa. Despegué los párpados y me asusté al darme cuenta de que veía borroso. Enseguida busqué a mi hermana con la mirada. Estaba tendida un par de pasos más lejos, entre quejidos. "Tienes que ayudarla...", me ordené aunque estuviera al borde de perder la consciencia. Pude avistar una fea herida en su frente que sangraba mucho. Los caballos estaban tendidos sobre el suelo en posiciones inimaginables. Me costaba respirar y luché por permanecer despierta. "Tienes que ayudar a Jeanne...", quise moverme sin conseguirlo. Escuché gritos e Inola, el único intacto, acercó su rostro al mío para acariciarme con tristeza.

— Jeanne... — musité con mucho esfuerzo.

Ella no respondía. "El bebé..., el bebé. ¡Levántate, Catherine!", comandé.

— Señorita Catherine...

La vista se me nublaba más y más, pero fui capaz de distinguir la voz de Florentine. Estaba tumbada con una pesada rueda del carruaje sobre el cuerpo.

— Jeanne... — murmuré con mis últimas fuerzas.

Los hombres mohawk estaban aproximándose a nosotras cuando me desmayé.


‡‡‡


Un escupitajo de agua fría me despertó de sopetón. Abrí los ojos y me encontré con los de un indio. Sonreía.

— ¡Jeanne! — grité sin pensar.

El hombre que había interrumpido mi sueño me propinó un golpe en la mejilla con la mano abierta que hizo que los oídos me pitaran. La cabeza me dolía hasta el extremo y tenía el rostro mojado.

— ¡Jeanne! — repetí, igualmente. Estaba tan asustada que era incapaz de ver lo que había a mi alrededor —. ¡Jeanne!

— ¡Catherine!

Su voz fue el sonido más celestial que jamás hubiera podido oír. Sonó quebrada, al borde del llanto, angustiada. El indígena se apartó un poco, probablemente maldiciendo en su idioma, y pude verla: estaba atada a un árbol, justo enfrente de mí. De repente me percaté de que yo también estaba atada.

— ¡Por dios, Catherine! — se echó a llorar —. ¡Creía que estabas muerta!

¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Apreté los ojos y vi que era de noche. Estábamos en medio de un bosque, rodeadas de mohawks, y una pequeña hoguera iluminaba el entorno.

— ¿Dónde está Florentine? — balbuceé al percatar su ausencia. Tenía muchas cosas de las que preocuparme, la principal de ellas que habíamos sido capturadas por enemigos de la corona francesa, pero no ver a mi criada me produjo un vacío estrepitoso.

— Catherine... — musitó, casi sin poder hablar —. Ella...

"No puede estar muerta", supliqué. De sopetón recordé su cuerpo cubierto por una pesada rueda.

— La han dejado atrás.

Como un bebé, rompí a llorar. En la lógica de nuestros secuestradores, una criada, probablemente con heridas graves, no era igual de sugerente que dos damas de buena familia. "¿Quién la auxiliará?", se me aceleró el pulso.

— Basta de cháchara — ordenó de pronto en francés uno de ellos.

Enseguida pude reconocerle: era el que había matado al cochero. No poseía una gran estatura, pero era robusto y sus ojos brillaban con peligrosidad. La pintura negra le dotaba de una apariencia todavía más tétrica.

— Malnacido — le insulté con toda la ira que poseía.

Por segunda vez, me abofeteó. Esta vez lo hizo con más vehemencia y el lateral derecho del labio empezó a sangrar. Le dirigí una mirada cargada de odio.

— ¡Catherine! — se alertó mi hermana —. ¡Deja de golpearle, te lo suplico!

— Basta de cháchara — repitió como si nada. Los demás hombres se echaron a reír —. No estáis aquí para conversar, sino para obedecer. Traed al soldado.

Por suerte o por desgracia, el soldado superviviente seguía sobreviviendo. Lo arrastraron a desgana y, maniatado, lo tiraron al suelo como si se tratara de un saco de patatas. Él se encogió de dolor sobre la hierba.

— Hemos registrado tu ropa y todo lo demás, ¿dónde está el mensaje?

Jeanne y yo nos miramos. Estábamos en un tremendo peligro. "Piensa rápido, Catherine. ¡Piensa!", me inquirí. Desconocía dónde nos encontrábamos exactamente, pero pensé que no habríamos avanzado en demasía. Inola estaba atado junto al resto de corceles de aquellos indígenas. Nos habían asaltado porque conocían que los soldados portaban un mensaje urgente para el gobernador de Montreal. "El mensaje debe de portar información valiosa sobre la estrategia del ejército francés, por eso lo quieren", deduje. ¿Y si los casacas azules del puente nos habían tendido una trampa? Thibault nos había advertido que los indios aliados a la corona británica estaban escondiéndose en los bosques para ejercer de espías.

— Yo... — tosió —. Yo..., yo no tengo..., no tengo ningún mensaje...

Cerré los ojos cuando lo golpearon. Todos sabíamos que estaba mintiendo.

— ¿Dónde está? — lo agarró por la cabellera y le acercó un cuchillo.

Si eran conocedores de que aquel soldado portaba el mensaje, ¿por qué éramos nosotras sus rehenes?, ¿con qué propósito?

— No sé de qué me hablas... — tartamudeó.

El hombre chasqueó la lengua, cansado. Los demás permanecían sentados, observando la escena con cierto sentido de la rutina. Tomó al soldado del cuello y lo aplastó contra el barro. Él se revolvió, sin poder respirar. Vi cómo Jeanne apartaba la vista y se mordía el labio para que su llanto fuera inaudible.

— Portas un mensaje del fuerte Richelieu, ¿me equivoco? Tu amiguito lo confesó antes de que le cortáramos la cabeza.

El recuerdo de su decapitación me produjo náuseas. Estaba tan atemorizada que era imposible sentir dolor físico.

— Yo...

Ante su negativa a colaborar, tomó el cuchillo y, sin pensárselo dos veces, le cortó una oreja. Jeanne y yo chillamos, pero su grito silenció todo lo demás. Estaba llorando con tanta fuerza que creí que volvería a perder el conocimiento.

— Te queda otra — le señaló el lóbulo restante —. Tú decides.

El soldado se revolvía en el suelo.

— No tenemos toda la noche — le pegó una patada en el estómago —. ¡¿Dónde está?!

— ¡¡¡La tiene ella!!!

El tiempo se paró cuando me señaló.

— ¿Qu-qué? — escuché a Jeanne.

— ¡¡La tiene ella!! — vociferó —. ¡¡Se la metimos en el vestido sin que se diera cuenta, cumplíamos órdenes!!

El hombre sonrió por un lado de la boca y pareció olvidarse del soldado. Me eché hacia atrás, hasta que sentí que el tronco me hería la espalda, en el momento en que él fue aproximándose.

— ¡¡Yo no tengo nada!! — grité.

— ¡¡Por favor, por favor, no le hagáis daño!! — suplicó Jeanne.

— ¿Conque eras tú? — se rió. Lentamente se puso en cuclillas para estar a mi altura. Yo me revolví como pude y le di una patada —. Eres una gatita rebelde, lo veo en tus ojos. Están llenos de fuego.

Le escupí cuando me acarició la mejilla amoratada.

— Parece que quieres pelea — volvió a reírse.

— ¡¡Yo no tengo nada!! ¡¡Nosotras solo viajábamos de vuelta a Montreal!!

Deseé que el soldado me defendiera, que demostrara que había mentido para salvar su pellejo, pero se limitaba a llorar.

— Escucha, ya me han mentido bastante por hoy — añadió —. No estoy de humor para jugar a las adivinanzas. Lamento que te hayan usado, niña.

Empezó a rebuscar en las mangas del vestido y yo me resistí con las piernas y los dientes. Me exponía a recibir una paliza o algo peor, pero él parecía estar divirtiéndose.

— ¡¡Por favor!! — sollozó Jeanne.

— Haced que se calle — ordenó a uno de los suyos. Rápidamente le taparon la boca con un trapo. Yo no podía ni mirarla —. Veamos... — observó mi atuendo —. ¿Dónde lo escondisteis, piel pálida?

¿Era cierto que Antoine había permitido que me introdujeran, sin mi permiso, un mensaje de vida o muerte? No podía creerlo.

— En... en..., en el bolsillo interior...

Era el que estaba a ambos lados de la cadera. ¿Cómo lo habían puesto ahí sin que yo me hubiera dado cuenta?

— Con su permiso, mademoiselle — se burló.

Bruscamente introdujo las manos en los bolsillos y, sin más, extrajo un papel. Sus compinches vociferaron.

— Te han engañado, gatita — se rió —. O tú te has dejado engañar.

— ¡¡Yo no sabía nada, escoria!! — le respondí, llena de furia.

— ¿Y si hubiera más de un mensaje? — siguió impasible. Para él, todo aquello era un juego. Jeanne tosía compulsivamente al no poder respirar bien por la boca mientras lloraba y lloraba —. No me fío de los pieles pálidas, ¿comprendes?

— ¿Qu-qué, qué haces? — me tensé de pies a cabeza al ver cómo jugueteaba con los dedos por encima del corsé —. No te atrevas a tocarme...

De entre todos los ultrajes que podía sufrir una mujer, la violación era el más fácil y deshonroso. Fue en lo primero que pensó mi cuerpo cuando él empezó a interrogarme con el tacto. Respondí con agresividad, agitándome para zafarme a pesar de las cuerdas que me inmovilizaban las extremidades inferiores. No permitiría que abusara de mí, aunque me costara la vida.

— Es divertido ver qué se esconde debajo de tanta tela... Nunca he estado con una mujer blanca — se echó a reír, frío.

— ¡¡Quítame tus sucias manos de encima!!

Desobedeciendo, me las metió por el cancán, rozando mis medias. Empecé a lagrimear con desesperanza, impotente. Que él me tocara me producía un tremendo asco, un rechazo que me hizo pensar agriamente en Namid. Sus caricias no consentidas se sentían muy diferentes a los cariños que él y yo habíamos compartido en su tipi. Deseé que mi dulce guerrero apareciera de entre la maleza, pero sabía que estaba demasiado lejos para poder socorrerme. Yo sólo era una cría indefensa, cuya existencia o cuerpo valía lo mínimo. Nada más.

— ¡¡No la toques!! — gritó Jeanne después de lograr deshacerse de la mordaza.

El indio que se la había puesto la abofeteó y lancé un chillido ahogado. "El bebé, Catherine, el bebé. No pueden hacerle daño", entendía. Debía de desviar la atención hacia mi persona para que la dejaran en paz, sin importarme que eso me costara la pérdida de la honra.

— Déjala en paz, maldita sea — le regañó el hombre que estaba manoseándome —. Está embarazada.

Me sorprendió que le hablara en francés, pero sobre todo que hiciera hincapié en su estado. ¿Le quedaba algún reducto de decencia? El susodicho renegó algo por debajo y se quedó quieto.

— Por favor..., no hemos hecho nada malo... — siguió diciendo ella.

— Eres más joven de lo que aparentas... — comentó, ignorándola. Sus manos rozaron el hueco entre mis piernas y yo las cerré con todo mi ahínco. Pasara lo que pasara, no mostraría temor —. Eres valiente, me retas con esos ojos de fuego que tienes. ¿No te doy miedo? — las dejó quietas sobre mi sexo, con suma provocación.

— ¿Por qué deberías de dármelo? — apunté con voz temblorosa.

— Porque soy un salvaje — se mojó los labios con la punta de la lengua.

— Si abusas de mí, lo serás. Lo has sido matando a ese soldado y a nuestro cochero..., abandonando a nuestra criada..., pero no lo eres por ser indio.

Todos se quedaron atónitos. Palpé un rastro de dolor en los ojos de mi atacante, pero fue instantáneo. Velozmente se recompuso y sacó las manos de mi falda.

— ¿Quién te ha enseñado a responder así? — ironizó —. Tú no sabes nada de lo que significa ser indio.

— Dímelo tú — lo taladré con la mirada aunque estuviera rompiéndome por dentro.

— ¿Me estás dando órdenes? — se rió con cierta indignación —. Podría matarte aquí mismo.

"Pero no lo harás", sentencié en mi interior. Éramos objetos para un futuro rescate por parte del ejército francés que supusiera un intercambio de información o cesión en beneficio de los británicos. No obstante, aún podía entretenerse un poco más. Alargó el brazo hasta mi escote y me palpó los senos con tan poca delicadeza que me hizo daño. Intenté golpearle con las piernas, con los pies, con lo que fuera, mas evitó todas mis ofensivas. Las lágrimas eran como chuzos de punta cosidos por la rabia. ¿Cuántas mujeres, cuántas niñas, habrían pasado por aquello sin nadie que las defendiera?

— No encontrarás ningún mensaje — mascullé por encima del llanto.

— Lo sé — ladeó el rostro con suficiencia y me rozó la mejilla —. ¿Sigo sin darte miedo?

"Namid, perdóname", pensé sin saber por qué. Jeanne gritaba y gritaba, fuera de sí.

— No me das miedo, me das asco.

Él sonrió, satisfecho, y colocó las palmas de las manos en torno a la parte superior del corpiño, justo donde la camisa sobresalía un poco y cubría la curvatura de mis pechos. Namid había rozado aquella zona con tanta ternura... Cerré los ojos y sentí que el alma se me desgarraba al tiempo que aquel hombre rompía mi corsé con un solo gesto. La camisa también se abrió violentamente y dejó al descubierto la piel, los pezones, las pecas. Oí la asquerosa forma en la que los demás miembros del grupo carcajeaban, como gallinas, como perros en celo. De pronto, un vacío me subió por la nariz y apreté los dientes. Estaba arrancando mi dignidad, estaba humillándome.

— Tenías razón: no había ningún mensaje — se frotó las rodillas mientras se levantaba del suelo, encogiéndose de hombros —. ¡Qué lástima!

Me quedé en silencio, como un cadáver. Era inexpresable.

— ¡¡Catherine!! — luchó por llegar hasta a mí Jeanne.

Cerré los ojos de nuevo y pensé en Namid. Recordé la cicatriz de su boca, la elegancia de sus muñecas, la fragancia de su abrazo... Atesoraría aquellas imágenes hasta que llegara mi hora. Sería fuerte por él.

— Debemos de entregarle esta carta al marqués — se dirigió a sus secuaces.

Con disimulo, el mohawk que segundos atrás me había dejado prácticamente desnuda, me lanzó la rectangular tela que le cubría un hombro en diagonal. Lo miré, sin entender por qué ahora me tapaba, pero él hizo caso omiso. Su expresión era rígida y por un segundo albergué la posibilidad de que sintiera pena o arrepentimiento por nosotras. Echó un vistazo al soldado herido y musitó:

— Matadle. 

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