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Miskwiiwininjii - Él tiene las manos manchadas de sangre

Ninguno pronunciamos palabra. Nos quedamos totalmente quietos, con la mirada puesta en un punto muerto de las pieles que cubrían el frío suelo. Comencé a apretarme los dedos, como hacía cuando estaba nerviosa, clavándome las uñas en las yemas. Quería llevármelas a los labios profanados, pero me contuve. Tragué saliva, era tal la tensión que pensé que Namid dispararía a cualquier cosa. Por el contrario, se levantó como un resorte, sin apenas poder mirarme, y salió de la tienda como si hubiera visto un fantasma. Intenté retenerle, mas mis movimientos fueron demasiado lentos. Me quedé con la mano elevada, sola. Esperé un par de minutos, con la cabeza bulléndome de pensamientos por lo que había hecho, y Namid regresó con una apariencia más calmada. "Ha salido para relajarse", pensé, sin proporcionarme ni un ápice de tranquilidad. Durante una milésima de segundo, nuestros ojos se encontraron y ambos apartamos la vista, avergonzados. No sabía dónde esconderme. Él dio un par de vueltas por la tienda, de pie, como meditando cuál sería el mejor momento para llevarme de vuelta a la tienda de sus padres.

"Le has besado", no podía parar de recordarme. Mi primer beso había sido con un indígena. Sin embargo, todo había sucedido tan rápido..., solo retenía la memoria del vuelco, del latido embravecido al sentir sus labios sobre los míos. ¿Cómo me había atrevido a hacer aquello? ¡Y lo había llamado mi esposo! "Por favor, que la tierra me trague en este instante", supliqué.

— ¡Waaseyaa!

Los dos tuvimos que retener nuestras pesquisas sobre lo ocurrido para preocuparnos por algo más: Onida acababa de entrar a la tienda sin avisar. Asustada, creyendo que les había faltado al respeto por escaparme al tipi de Namid así como así, me alcé como pude y me apresuré a explicarme. Rápidamente, Namid se puso delante de mí cuando se encontró con las sorprendidas pupilas de su padre. Para él, protegerme era una necesidad instintiva. Me situó tras su espalda y se dirigió a su padre en lengua ojibwa. Su tono parecía ciertamente explicativo, casi ansioso. Onida le paró con un gesto y nos sonrió. Yo fruncí el ceño, sin esperar su reacción afable, y le respondió a su hijo con lentitud. El entrecejo de Namid se relajó. En las pupilas de aquel chamán, vi que no estaba molesto por mi presencia allí; a decir verdad, parecía no importarle, hasta alegrarle. Por un momento pensé que quizá me había invitado a pasar la noche en el poblado para que aquel encuentro con su hijo se produjera. Onida nos apoyaba, lo supe aquella mañana. No había exclamado mi nombre porque estuviera enfadado, sino porque debía partir hacia mi casa lo más pronto posible, tal y como habíamos prometido.


‡‡‡


Regresé sin aliento, preocupada porque Jeanne y Antoine dieran por hecho que había desobedecido sus órdenes. Lo hice acompañada de Onida, quien cabalgó junto a mí hasta la cerca para que no me perdiera. Él, Ishkode e Inola también debían de prepararse para acudir al juicio. Lo invité a adentrarse en el jardín trasero para que los demás pudieran saludarle, pero rehusó con un gesto amable y desapareció entre la nieve. Teníamos que apresurarnos. No había tiempo para pensar en besos secretos ni en amoríos infantiles, por lo que entré en la vivienda por la parte de atrás. No tardé en toparme con Florentine, quien, como siempre, andaba de aquí para allá como si la persiguiera el diablo. Frenó en seco al verme y me abrazó con fuerza.

— ¡La señorita Catherine ha regresado! — gritó para que todos la oyeran.

Oí unos pasos acelerados bajar por las escaleras y reconocí los piecitos de Jeanne corriendo a mi encuentro. Me estrechó entre sus brazos y me puse algo nerviosa al recibir sus cariñosos besos por todo el rostro. Temí, aunque fuera improbable, que pudiera rastrear lo que Namid y yo habíamos hecho.

— ¡Pajarito! — dejó ir toda la preocupación —. Deprisa, debemos arribar a Quebec antes del almuerzo.


‡‡‡


Antoine no me soltó la mano hasta que nos sentamos en el banco de madera que ocupaba toda la sala reservada a pleitos y juicios diversos. En el centro, en una suerte de tarima elevada, el gobernador estaba sentado, liderando la mesa, junto a los otros miembros del tribunal, tres jueces de avanzada edad con lustrosas y altas pelucas rizadas y blancas. A su vez, la sala estaba divida en dos zonas, una para la acusación y otra para la defensa. La parte derecha era la nuestra. Una mueca de desagrado se formó en mi rostro cuando divisé quiénes ocupaban la izquierda: Quentin, Denèuve y diversos oficiales. No los reconocí, pero supuse que serían los que nos habían atacado por asistir al entierro del padre Chavanel. Desconocía si pertenecían como tal a la acusación, pero los banquitos de su lado estaban repletos de clérigos. Por el contrario, nuestra área estaba prácticamente vacía. En primera fila nos sentamos Jeanne, Antoine, Thomas Turner y yo. El mercader me saludó con cierta congoja, pero intentó sonreírme cuando me besó el dorso de la mano enguantada. En la segunda, tomaron asiento Florentine y Henry Samuel Johnson. Todavía no había ni rastro de Honovi.

— ¿Y los testigos? — preguntó Jeanne con un nudo en la garganta.

"No han venido", contesté para mis adentros, amargada y cansada.

— Tenga paciencia, señorita Clément. Vendrán — susurró el inglés, apretándole el hombro. Yo no quise mirarle para que no captara la tristeza en mis pestañas.

Antoine me hizo alzarme para presentar mis respetos al tribunal. El gobernador parecía divertido, como si aquella reyerta hubiera avivado un poco su monótono mandato provinciano. Estaba casi recostado en la silla, temí incluso que pusiera los pies encima de la mesa con despreocupación. Me disgustó la enorme cantidad de maquillaje rosado que le manchaba las mejillas hundidas, a pesar de su juventud. Todos me hicieron una reverencia fría bajo la atenta mirada de Quentin y sus secuaces.

— Buenos días, señorías — habló el arquitecto.

— Les deseo buena suerte — nos dijo simplemente uno de ellos.

Hirviendo de rabia, tuve que inclinarle el rostro al bando de la acusación, mas evité centrar la vista en ellos. Mientras volvía a mi asiento, una joven de tez morena entró. El corazón se me emocionó al reconocer a Métisse. Thomas Turner se levantó con avidez antes de que llegara a nosotros. Ella lo apartó cuando intentó abrazarle. Tuve que explicarle a Jeanne entre susurros de quién se trataba.

— Siéntate aquí — le indicó Henry Samuel Johnson. Los clérigos comenzaron a cuchichear.

— Buenos días, señorita. Le agradecemos que haya venido — se presentó Antoine.

— Buenos serán los suyos — escupió las palabras. Llevaba el pelo sucio y me preocupó que uno de sus ojos estuviera amoratado. Hizo como si no estuviera y reservé mis agradecimientos para otro momento. No podía parar de pensar en Justine, ¿vendría?

Quedaba aún un poco de tiempo para que el juicio diera comienzo, pero la parte superior de la sala se llenó paulatinamente de público. En Quebec, los juicios podían ser atendidos por cualquiera, solo había que tomar sitio. "Han venido a vernos perder", me enrabieté. La mayoría de ellos eran nobles, podía deducirlo por sus ropas, pero algunos eran de baja alcurnia, incluso vi a algunos conversos e indios. Anhelé que alguien estuviera allí para apoyarnos.

— Justine vendrá. Lo he acordado con su padre — se me acercó el mercader.

"Le habrá pagado una buena suma", lamenté. Sin embargo, era la única forma de conseguir salvar la vida de Honovi. ¿Sería el dinero capaz de provocar que Justine emitiera una confesión favorecedora?

— Comenzaremos en cinco minutos — anunció uno de los casacas azules.

Yo no podía sentarme. Ni Justine ni Onida habían hecho acto de presencia. Estaba demasiado alterada. A pesar de ello, como Thomas Turner había prometido, una escuálida chica francesa apareció antes de que cerraran las puertas. Podía oler su miedo a metros y metros de distancia. Se había acicalado un tanto: llevaba el pelo recogido en un rodete alto y su mejor vestido planchado. Nos saludó como si estuviera ante la mismísima monarquía.

— Gracias por venir — la abracé sin importarme lo que pudieran pensar —. Todo irá bien.

Ella no me respondió, sentándose, aterrada, junto a Métisse.

Thomas Turner y yo intercambiamos miradas de aliento antes de que todo empezara. El mismo casaca azul anunció los cargos y una puerta de madera que estaba al final de la estancia nos mostró por fin al líder de los ojibwa de aquella región. Jeanne me tomó de la mano al recibir la estocada: Honovi estaba totalmente desmejorado, mucho más delgado desde la última vez que lo visitamos. Sin trenzas, llevaba la cabellera grisácea totalmente suelta por la espalda. Hubiéramos podido distinguir todos y cada uno de los huesos de su cara si no hubiera estado hinchada por los golpes. Iba esposado, custodiado por dos soldados que lo situaron en el sitio correspondiente, de pie, a la vista de todos. Aguanté las lágrimas cuando me miró. Su agradecimiento me hería, sobre todo porque estaba repleto de una ávida conciencia de su inminente muerte.

— Tomen asiento, por favor — ordenó uno de los jueces.

Volvieron a repetirse los cargos y se dio paso a la acusación. Quentin salió al estrado e hizo gala de una exposición de mentiras y ultrajes. Lo hizo sin dejar de provocarme. Permanecimos en silencio, contenidos. Yo no paraba de mirar hacia la entrada, esperando ver a Onida cruzar el umbral de la puerta.

— Es su turno, señor Clément — indicó el letrado.

Antoine estaba temblando, pero defendió sus argumentos con suma decencia. Los presentes le escuchaban con toda su atención, hasta que insinuó que el asesinato no había sido perpetuado por los indígenas ni tampoco había sido un accidente. Cuchicheos lo interrumpieron y el gobernador ordenó silencio.

— ¿Insinúa que algún conciudadano acabó con su vida? ¿Es lo que está intentando decir? — se escandalizó uno de los jueces.

— ¡Esto es inaudito! — se quejó Quentin —. ¿Por qué querría yo matarle?

— ¡Silencio! ¡Aguarde su turno! — golpeó la mesa el gobernador —. Continúe, señor Clément.

— No estoy acusando a nadie, pero sé que Honovi no lo hizo. Eran compañeros en la empresa de la escuela. Para asesinar a alguien se deben tener motivos, ningún ojibwa los tenía — guardó la calma.

— ¿Y los tenía la iglesia de Notre-Dame? — subió una ceja.

El arquitecto me echó una mirada antes de pronunciar en voz alta lo que todos estábamos pensando:

— Conocíamos que no estaban de acuerdo con nuestros métodos, con el hecho de que hubiéramos construido una escuela que compitiera con la suya.

— ¿Lo hicieron?

— Por supuesto que no. El objetivo de la escuela era el bienestar de los niños..., no una reyerta con los clérigos de esta ciudad.

— ¿No eran bien tratados en la escuela del padre Quentin?

Antoine titubeó.

— Por las informaciones que poseo, lamento decir que no lo eran — los cuchicheos aumentaron.

— ¿Y cuáles son esas informaciones, si puede saberse?

— Les golpean si no hablan francés.

— ¿No están allí para aprenderlo? — rebatió el letrado de mayor edad.

— Sí, pero...

— Sus procedimientos están aprobados por la corona. Así lo hicieron los españoles en el Nuevo Mundo, centurias atrás. Es la única forma de que aprendan. Sin un poco de autoridad, los salvajes seguirán siendo salvajes. ¿Está en contra de las leyes francesas?

— Violentan su integridad — repuso, acorralado.

— ¿Su integridad? — se echó a reír —. ¿A qué se refiere con "su integridad"?

— ¡Son personas, maldita sea! — bramó Thomas Turner.

— ¡Silencio, señor Turner! ¡Si interrumpe una vez más irá directo al calabozo por desacato! — gritó el gobernador, golpeando de nuevo la mesa —. Continúe, señor Clément. Y sea breve.

— Yo... — se desconcentró —. Me gustaría que la hermana menor de mi esposa, la señorita Catherine Olivier, pudiera relatarles lo que presenció en las aulas.

— Una mujer no puede declarar a no ser que sea en condición de testigo — añadió otro, contrariado, mirándome por encima del hombro.

— Lo hará como testigo.

— La defensa solo tiene dos testigos y están sentados en la segunda fila de bancos, si no me equivoco — repuso el gobernador —. Además, es una niña.

"¿Una niña?", me revolví en mi asiento. No tenían ni idea de las vejaciones que sufrían aquellos niños.

— Continúe, señor Clément.

Antoine se quedó un par de segundos en silencio, asimilando que harían todo lo posible para que yo permaneciera callada.

— Les cortaban el pelo y...

— No estamos hablando de eso. Responda: ¿sufrieron amenazas por parte de alguno de los presentes?

— Indirectas... — contestó —. Pero..., el reverendo Denèuve acudió a nuestra casa, poco antes de que el padre Chavanel falleciera, para advertirnos de que tendríamos problemas.

El silencio inundó la sala.

— ¿Es eso cierto, reverendo? — elevó el tono otro de los jueces. Él se levantó, pálido como el papiro —. ¿Le amenazó a usted, señor Clément?

— No. Conversó con la señorita Catherine.

— Entonces, ¿no estuvo presente durante su plática?

— No..., ella me lo contó.

De nuevo los cuchicheos. ¿Estaban tratándome de mentirosa?

— Reverendo, ¿acudió usted a la vivienda de los Clément para intercambiar unas palabras con la señorita Olivier?

— No...no... Nunca he pisado su casa...

— ¡Malnacido! ¡Embustero! — estalló Thomas Turner.

Yo entrecerré los ojos con una mezcla de sentimientos indescriptibles.

— ¡Cállese, señor Turner! ¡Al tercer aviso le clavaré un mosquete entre las costillas! — pidió orden el gobernador.

— ¡Yo lo vi, vino! — intervino Florentine.

— ¡¡Silencio!! — se hartó —. Siéntese, reverendo Denèuve. Y usted también, señor Clément.

— Pero..., ¡no he terminado!

— ¡Siéntese! — lo cortó —. Daremos paso a los testigos.

Jeanne se secó las lágrimas cuando la acusación empleó a un oficial para argumentar que Honovi había usado violencia extrema durante el entierro del padre Chavanel, maldiciendo a "los hombres blancos", y prosiguió con el testimonio de un anciano que afirmó que había visto a unos indios dándole muerte a un cura en las cercanías del bosque que rodeaba la parte baja de la ciudad. Lo observé: vestía con harapos raídos, iba descalzo, con grandes úlceras negras en los dedos. No pude culparle, probablemente le hubieran pagado la comida de todo un año para él y su familia.

— ¿Cómo explican que las armas del crimen sean flechas ojibwa?

El mundo se me vino abajo cuando un soldado las presentó.

— Cualquiera puede fabricar esas flechas — apuntó Antoine, indignado.

— ¿Y acertar? El padre Chavanel fue asesinado a conciencia. Solo un indio podría efectuarlo así — rebatieron —. Hay un testigo que afirma sobre su vida que los vio. ¿Qué es lo que pretenden?

Fue entonces cuando nuestra primera testigo, Métisse, inició su interrogatorio. En el momento en que se situó en el centro de la sala, pensé que Honovi rompería a llorar al verla. Era obvio que la conocía, tal vez más de lo que yo pensaba, y ella evitó mirarle. Las habladurías aumentaron entre el público. Era conocida en Quebec y, para nuestra desgracia, las palabras de una mujer mestiza tenían poca valía.

— ¿Puede cerciorar la identidad de los salvajes conversos que recibieron dinero para perpetuar el crimen? ¿Puede siquiera demostrar que fueron pagados por el padre Quentin?

Métisse tenía las pruebas. Había recibido muchísimos golpes para conseguir una pequeña carta en la que ambos bandos pactaban el precio de los servicios. Podía verla: la tenía apretada entre las manos. Las piernas se tornaron blandas. Ella escudriñó lo que le rodeaba, sopesando las consecuencias, y mintió:

— No, no puedo.

Escuché las blasfemias de Henry Samuel Johnson y Thomas Turner, pero ya me llegaban como un eco. Nos había traicionado para salvar su vida.

— Son habladurías del prostíbulo — terminó diciendo. Exteriormente parecía serena, hasta satisfecha por haber conseguir salvar el pellejo. Quise creer que por dentro se estaba sintiendo una pésima persona.

— Sin ningún tipo de veracidad — finalizó uno de los jueces —. Le agradecemos su colaboración, escuchemos pues a la segunda... ¡¿Qué demonios está ocurriendo?! — chilló de pronto al escuchar los duros golpes que estaba sufriendo la entrada.

— ¡Son indígenas, señor! ¡Quieren pasar! — se angustió uno de los soldados que salvaguardaba la puerta.

— ¿Có-cómo?

Apreté la mano de Jeanne al saber que serían Onida y los suyos. A pesar de que ya no restaba ninguna esperanza, creí que sería más llevadero si estábamos a su lado. Presentándose allí demostraban que no tenían ningún miedo.

— ¡¿Va a venir toda la maldita tribu?! — se quejó —. ¡Déjelos pasar, por el amor de dios, quiero dar el veredicto antes de la hora de comer!

Los milicianos abrieron el portón y me alegré que Honovi pudiera verlos por última vez antes de ser ahorcado. Allí estaban: Onida, vestido con sus mejores galas, lleno de lustrosas y coloridas plumas; Inola, sin abandonar su hacha; Ishkode, monstruosamente majestuoso..., pero habían más: Huyana, Mitena, Wenonah..., y Namid.

Bajo la atenta mirada de todos, anduvieron hasta donde nos encontrábamos y se sentaron en las filas traseras, orgullosos como eran. El gobernador parecía sentirse indispuesto. Honovi aguantó como pudo. Namid, situado junto a Wenonah, me miró profundamente. "Él también sabe que vamos a perder", entendí. Sin embargo, ocurrió algo que llamó poderosamente mi atención: la expresión de Ishkode se había suavizado considerablemente. Seguí la dirección de sus ojos y descubrí que él y Métisse estaban mirándose con la desesperación y el despecho de dos amantes separados por las circunstancias y la terquedad. La coraza de la mestiza se tambaleó, batalló contra las exigencias de sus párpados, pero no pudo. Ella amaba a aquel hombre, era ineludible.

— Como iba diciendo, después de esta desagradable interrupción, pasaremos a la siguiente testigo.

— Esperen — le detuvo Métisse, ciertamente desesperada.

— ¿Qué sucede ahora? — bufó.

— He mentido.

Sus palabras cayeron como una jarra de agua fría. Honovi abrió los ojos como platos y yo di un salto en mi asiento. A pesar de que no la entendía, Ishkode esperó pacientemente a que ella enmendara su traición.

— ¿Có-cómo?

— He mentido. Sí puedo demostrarlo.

Métisse no sería más mayor que Jeanne. Tenía miedo, como todas. Las manos le temblaban cuando descubrió la carta. Descubrí su fragilidad, la veracidad de un sentimiento que le había hecho decidirse por otra vida que no fuera la suya.

— Acérquese — sentenció el gobernador. Le arrebató el papel de las manos y lo examinaron. La sorpresa de su gesto me indicó que, en efecto, aquella era una prueba irrefutable. Lo dejaron sobre la mesa y, con un suspiro, dijo: — Regrese a su puesto, señorita. Y recuerde que pueden condenarla a muerte por falsear información ante un tribunal.

Obedeciendo, volvió a su sitio con la cabeza gacha. No se atrevió a mirar a Ishkode, a ninguno de nosotros, y me asustó la ira que irradiaba su espalda encorvada. Era como si se estuviera culpando por ser lo suficientemente débil por haber caído rendida a los pies del afecto que sentía por él. Dos filas más atrás, el primogénito la taladraba con la mirada, pero con un aire distinto a la agresividad que solía caracterizarle: había un recoveco de dulzura.

— Presenten a su segundo testigo — suspiró el gobernador. Ya no parecía estar disfrutando.

Justine se encogió, haciéndose diminuta. Yo la tomé de las manos y la ayudé a llegar hasta el centro. Quise quedarme junto a ella mientras declaraba, pero me lo impidieron.

— Hazlo por los niños, te lo suplico — le dije al oído antes de retornar a mi sitio.

— Bien, señorita Justine, ¿ese es su nombre, no? — ella asintió —. Díganos qué fue lo que vio.

Con mucha dificultad y pausas, contó que vio a dos hombres vestidos de negro, capaces de hablar francés a la perfección, dejando el cuerpo inerte del padre Chavanel en la parte baja de la ciudad.

— ¿Pudo verles el rostro? — inquirieron.

Ella me miró de soslayo, sopesando qué era lo que debía hacer. Agarré la mano de Antoine con tanta fuerza que pensé que se la arrancaría de un tirón.

— Eran blancos — añadió en un hilo de voz débil.

— ¡¡Silencio en la sala!! — exigió el mazo de madera ante el escándalo de los presentes.

— Le agradecemos su sinceridad. Puede sentarse.

Le besé la mano cuando pasó a mi lado. No tenía palabras para expresarle mi agradecimiento. Estábamos un poco más tranquilos, puesto que los testimonios ofrecidos dejaban en muy mal lugar a la defensa.

— Deliberaremos durante unos minutos. Esperen en silencio.

Los miembros del tribunal y el gobernador se encerraron en una pequeña dependencia contigua y las náuseas me impedían ser consciente del revuelo que había supuesto todo aquel conflicto en las gentes de Quebec. El público de la parte superior estaba totalmente alterado, hasta ciertas personas abuchearon a los clérigos. Huyana hizo el ademán de aproximarse a su marido preso, pero los guardas se lo impidieron de un manotazo.

— ¿Cómo cree que ha ido, señor Turner? — le preguntó Jeanne, angustiada.

— Tengo esperanza — musitó llanamente.

Entre el alboroto, notaba los dorados ojos de Namid oteándome mientras hablaba con Justine. Ella se percató de las atenciones del indígena y se ruborizó.

— ¿Él es...? — cuchicheó en mi oreja.

— ¿Quién? — la abracé un poco para oírla mejor.

— El indio que nos está mirando.

Agudicé la vista por encima de mi hombro y me topé con sus pupilas. Rápidamente las bajó.

— Es Namid.

— ¿Él es...?

— ¿Qué? — fruncí el ceño.

— Vosotros, sois...

El color de mis mejillas delató que comprendí lo que estaba insinuando. ¿Los vecinos de Quebec pensaban aquello de nosotros? ¿Cómo había llegado Justine a aquellas conclusiones? ¿Era tan obvio?

— Amigos. Él es mi nisayenh, mi hermano mayor. Ninguno de los dos olvidaremos lo que has hecho por nosotros hoy, Justine.

— Mi padre me aconsejó que debía de hacer lo correcto.

"Lo justo siempre es lo correcto", retomé las palabras de Antoine.

No tuvimos mucho tiempo para continuar con nuestra conversación, puesto que los jueces y el gobernador no tardaron en salir. Todos nos alzamos con respeto hasta que se hubieron sentado. Las palmas de las manos me sudaban copiosamente. Honovi no levantaba la vista del suelo.

— Pueden sentarse.

— Después de una profunda meditación —inauguró el discurso el gobernador —, los magistrados y yo hemos llegado al veredicto final. Señor Clément, padre Quentin: pónganse en pie — rápidamente lo hicieron —. Bajo el poder entregado por el rey de Francia, declaro a Honovi, líder de la tribu ojibwa en las tierras colindantes, inocente de asesinato, pero culpable de violencia contra el ejército francés y conspiración deshonesta contra la corona. Le condeno al destierro, computable por la amputación de ambas manos.

El estruendo del mazo dolió como un centenar de cuchillos arrancándome la piel a tiras. 

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